3

Max y Amelia fueron en tren hasta Varsovia donde les esperaba el capitán Hans Henke, ayudante de Max. Desde allí se trasladaron al sur, a Cracovia, donde había establecido su residencia Hans Frank, un bávaro al que Hitler había convertido en el gobernador general de Polonia.

—Es una de las ciudades más bellas del mundo —le dijo Max refiriéndose a Cracovia.

Ella le dio la razón en cuanto llegaron a la ciudad, pero le impresionó la tristeza que imperaba en el rostro de los polacos.

No estarían muchos días en Cracovia, Max tenía que despachar con Hans Frank y sus jefes militares algunos asuntos relativos a la intendencia médica, después regresarían a Varsovia.

Amelia sintió una antipatía profunda cuando conoció a Hans Frank, quien se había instalado en el castillo de Wawel y se comportaba como un reyezuelo.

Le gustaba organizar cenas que presidía como si de un monarca se tratara, luciendo las vajillas de porcelana y cristalerías de Bohemia.

Fue en uno de esos eventos cuando a Amelia, flanqueada por Max y el capitán Hans Henke, le presentaron a Hans Frank y a su esposa, que en ese momento se dirigían a la mesa para la cena mientras departían con otros invitados.

La mesa estaba excesivamente decorada para el gusto de Amelia; Max se encontraba frente a ella y a su lado tenía a un oficial de las SS. Los ojos azules de aquel hombre eran fríos como el hielo. Era rubio, alto y atlético, pero a pesar de su apostura, Amelia lo encontró repulsivo.

—Soy el comandante Jürgens —le dijo, tendiéndole la mano.

—Amelia Garayoa —respondió ella.

Jürgens esbozó una mueca mientras asentía. Naturalmente no se le había pasado por alto la llegada a Cracovia del comandante Von Schumann, aquel engreído aristócrata, acompañado de una joven española que a todas luces era su amante. Pensaba investigar quién era la joven, a la que no podía dejar de admirar por su belleza. No parecía española, tan rubia y tan frágil y tan delgada, convencido como estaba que todas las españolas eran morenas de carnes rotundas.

—Comandante Schumann, ¿ha disfrutado de su estancia en Berlín? —preguntó dirigiéndose a Max.

—Desde luego que sí —respondió el barón con desgana.

—Ha regresado usted muy bien acompañado por esta bella señorita… —dijo el comandante mirando a Amelia.

—Amelia, te presento al comandante Ulrich Jürgens, cuídate de él.

La advertencia de Von Schumann provocó una risotada de Jürgens.

—¡Vamos, comandante, no asuste a la señorita! Los aristócratas de la Wehrmacht siempre se muestran displicentes con quienes no hemos nacido en un castillo como ellos. Por cierto, ¿cómo se encuentra su encantadora esposa, la baronesa Ludovica?

Max se puso tenso y Amelia palideció. Las palabras del comandante Ulrich Jürgens sonaban como una ofensa.

Una mujer entrada en años que estaba sentada al lado de Max intervino en la conversación.

—¡Los jóvenes siempre tan impulsivos e indiscretos! Dígame, comandante Jürgens, ¿está usted casado?

—No, condesa, no lo estoy.

—¡Ah! Entonces no disfruta usted de las ventajas del matrimonio. Debería casarse, ya tiene usted edad para ello, ¿no cree? Eso le restaría interés por los matrimonios de los demás. Y usted, querida, ¿de dónde es? Tiene un acento que no sé distinguir…

—Española, soy española —respondió Amelia, agradecida por la irrupción de la dama.

—Soy la condesa Lublin.

—¿Es usted polaca? —preguntó Amelia con curiosidad.

—Sí, soy polaca, aunque he vivido la mayor parte de mi vida en París. Mi esposo era francés, pero enviudé y decidí regresar a mi país. Ya ve que no acerté al elegir el momento. —Las palabras de la condesa dejaron traslucir una fina ironía.

La condesa consiguió que la conversación transcurriera por derroteros mundanos. Les habló de París, de un reciente viaje a Estados Unidos donde residía su hijo mayor, y del tiempo, de la primavera en Cracovia.

El comandante Jürgens pareció concentrarse en la cena haciendo ver que no les prestaba atención, pero Amelia podía sentir cómo la escudriñaba con la mirada y el destello de ira de sus ojos cuando miraba a Max.

Dos días después volvieron a Varsovia y se instalaron en el hotel Europejski, donde el eficiente ayudante de Max, el capitán Hans Henke, había logrado reservar para Amelia una habitación contigua a la de Max.

—Me alegra tanto tenerte aquí… pero temo que te aburras y prefieras regresar a Berlín —le dijo Max.

—Sólo quiero estar contigo; además, conocer una ciudad siempre es una aventura. Pronto conoceré gente, no te preocupes por mí.

—Pero debes ser prudente, esta ciudad no es segura, la Gestapo y las SS están por todas partes.

—No puede ser peor que en Berlín.

—Aquí no hay en quien confiar salvo en el capitán Henke.

—Lo sé, lo sé…

Lo que Max no podía ni imaginar es que tampoco podía confiar en la mujer de la que estaba perdidamente enamorado. Amelia ya había comenzado a fotografiar los documentos que él guardaba en la cartera.

Ella fotografiaba todo, esperando que en el Almirantazgo supieran encontrar lo que les interesaba.

Amelia solía aprovechar para fotografiar los documentos cuando Max dormía o se duchaba. Temblaba pensando el daño irreparable que le haría si un día la descubría. Porque Max estaba enamorado de ella como nunca lo había estado de ninguna mujer. Amelia le correspondía aunque no con tanta intensidad, se decía a sí misma que había gastado lo mejor de su amor entregándoselo a Pierre.

Unos días después de su llegada a Varsovia, Max ya había establecido su rutina de trabajo y Amelia se sintió con libertad para buscar la dirección de contacto que Jan y Dorothy le habían facilitado por orden del comandante Murray.

Era un edificio situado en el corazón de Varsovia. La casa tenía tres plantas, y una de sus esquinas asomaba a la plaza del Mercado. Subió hasta el tercer piso y pulsó el timbre, aguardando con impaciencia.

Una joven abrió la puerta y la miró de arriba abajo mientras le preguntaba:

—¿Qué desea usted?

—Perdone, no hablo polaco —se excusó Amelia en alemán.

—¿Sólo habla alemán? —respondió la joven.

—Inglés, francés y español…

—Hablaremos en alemán. ¿Qué quiere?

—«El mar está en calma después de la tormenta» —pronunció Amelia.

—Pase, por favor —contestó la joven, que dijo llamarse Grazyna.

La casa era amplia y luminosa. Desde sus ventanales se contemplaba la plaza y una de las calles adyacentes. Se notaba que era una casa burguesa, con muebles y cuadros de calidad.

Grazyna la invitó a sentarse.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Amelia Garayoa y creo que tenemos amigos en común…

—Sí, eso parece. ¿Qué quiere?

—Me dijeron que viniera aquí para entregar unas fotos…

—Me avisaron que vendría usted, pero no cuándo. ¿Qué tiene?

—He podido hacer unas cuantas fotografías a unos documentos, pueden ser importantes.

—Démelas, yo las haré llegar a su destino.

—¿Cómo consigue que el material llegue a Londres?

—No puedo decírselo. Corremos mucho peligro, y si la detienen no podrá contar lo que no sepa.

—¿La oposición está bien organizada?

—¿La oposición? —Grazyna soltó una carcajada amarga—. No imagina lo que hicieron los alemanes cuando nos invadieron. Llegaron con listas interminables de gente, de todos aquéllos que pudieran formar la más mínima resistencia. Los Einsatzgruppen han asesinado a miles de personas: médicos, artistas, abogados, funcionarios… Sí, han asesinado a todos aquéllos que podían haber intentado oponérseles aunque sólo hubiese sido con la fuerza de la palabra.

—Lo siento.

—Nadie hizo nada por detenerlos —se lamentó Grazyna.

—Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania por la invasión de Polonia —respondió Amelia en tono de protesta.

—Demasiado tarde. Estuvieron contemporizando con Hitler y se negaron a ver lo que iba a pasar, y los polacos hemos sido las primeras víctimas. ¡Ojalá Churchill sea capaz de hacer algo! Por lo menos él nunca fue partidario de la política de apaciguamiento. ¿Cómo han podido estar tan ciegos?

Mientras Grazyna hablaba, Amelia la observaba. Calculó que no debía de tener más de veinticinco años, aunque los surcos alrededor de la boca la hacían parecer mayor. De estatura media, con el cabello castaño claro y los ojos de un azul oscuro, entrada en carnes, aunque no era guapa, en conjunto resultaba agradable. Amelia pensó que Grazyna pasaría inadvertida en cualquier lugar.

—¿Vive sola? —Se atrevió a preguntar.

—Sí, aunque mis padres viven cerca de aquí. ¿Y usted? ¿Cuál es su cobertura?

—Soy la amante de un oficial médico de la Wehrmacht.

Grazyna apretó los dientes para evitar una mueca de asco.

—¿De dónde es usted?

—Española.

—Ha venido de muy lejos… ¿Por qué no está en su país?

—A mi padre lo fusilaron después de nuestra guerra civil, mi madre murió, y… bueno, digamos que la vida me ha ido empujando hasta aquí. ¡Ah!, y aunque no lo crea, el oficial con el que vivo es una buena persona, no es un nazi.

—¡Ya! Me dirá que se limita a cumplir órdenes.

—Así es. Pertenecía al Ejército antes de la llegada de Hitler.

—Pero naturalmente no sabe que usted le espía.

—No, no lo sabe.

—¿Y usted por qué lo hace?

—Espero que una vez que Hitler sea derrotado liberen a mi país de Franco.

La carcajada de Grazyna irritó a Amelia. Ella confiaba ciegamente en que tarde o temprano Franco sería desplazado del poder, se aferraba a ese sueño porque era lo que le daba fuerzas para vivir.

—A mí no me hace gracia —afirmó secamente.

—Me sorprende su ingenuidad, pero naturalmente no quiero ofenderla. Bien, deme el material.

Amelia sacó un pañuelo donde llevaba envuelto el carrete fotográfico y se lo entregó.

—Creo que esta casa aún es segura, pero no debemos confiarnos. En la ventana tengo una maceta; si está colocada del lado derecho significa que puede usted visitarme sin problemas, pero si está en el lado izquierdo, o bien es que no estoy o puede haber peligro, y entonces, pase lo que pase, no debe subir a mi casa. ¿Lo ha entendido?

—Desde luego.

—¿Qué piensa de los judíos?

La pregunta desconcertó a Amelia y se quedó callada, lo que fue malinterpretado por Grazyna.

—Ya veo que es usted una de esas personas cuyas convicciones se ablandan cuando se trata de los judíos.

—¡Pero qué dice! Mi mejor amiga era judía, el socio de mi padre era judío… Es que no sé qué responder sobre qué pienso de ellos, ¿debo pensar algo especial? Ése es el problema de los que creen que hay que pensar «algo» sobre los judíos.

—No se enfade, sólo era una pregunta. Mi novio es judío. Está en el gueto.

—Lo siento. Sé que los han confinado en unas cuantas calles y que no les permiten salir.

—Las condiciones del gueto son cada día peores.

—¿Puede ver a su novio?

—No se puede entrar ni salir del gueto sin permiso, pero logramos burlar la vigilancia, aunque no siempre es posible.

—Si puedo hacer algo…

—Quizá, puesto que su amante es nazi.

—Max es un soldado, un comandante de intendencia médica de la Wehrmacht, y ya le he dicho que no es un nazi.

—Tendrá que decirle que nos conocemos.

—Bueno, le diré que la he conocido casualmente en la calle, que me perdí y que usted amablemente se ofreció a acompañarme al hotel, y para agradecérselo la invité a tomar el té y simpatizamos, ¿le parece bien?

—Sí, es creíble. ¿En qué hotel se alojan?

—En el Europejski.

—Más o menos tenemos la misma edad, y usted aquí no conoce a nadie, de manera que a su amante le gustará saber que mientras él se dedica a matar polacos, usted tiene alguien con quien conversar.

—Le ruego que no insista en su valoración sobre Max. No le conoce, por lo tanto no debería juzgarle. Entiendo que para usted todos los alemanes son el enemigo, pero él no lo es.

—Supongo que usted tiene que creérselo para no sentirse tan mal al hacer su trabajo —concedió Grazyna.

—No, no es por eso. Le conozco desde hace tiempo y le aseguro que no es un nazi.

Grazyna se encogió de hombros. No estaba dispuesta a hacer más concesiones respecto a lo que opinaba sobre los alemanes. Los odiaba demasiado para hacer distinciones. Algunos de sus mejores amigos habían desaparecido a manos de los Einsatzgruppen, a dos de sus tíos los habían ahorcado, y su novio estaba en el gueto. No, la española no podía pedirle que fuera capaz de ver más allá del dolor y del odio.

—La acompañaré de vuelta al hotel, así podrá hacer creíble lo que va a contarle a su amante.

Salieron de la casa en silencio. Amelia analizando si llegaría a entenderse con Grazyna. Y ésta, por su parte, no sabiendo qué pensar sobre Amelia. Por lo que acababa de decirle era una agente británica que tenía una misión que cumplir y para ello seguramente debía utilizar a aquel oficial de la Wehrmacht, pero aun así despreciaba a cualquiera que tuviera un trato amable con el enemigo.

Grazyna le explicó que era enfermera y trabajaba en el Hospital de San Estanislao. Cuando podía robaba medicinas para llevarlas al gueto.

No le resultaba fácil, pero contaba con la complicidad de una monja, la hermana Maria.

—Es una mujer extraordinaria, y muy valiente a pesar de su edad.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Amelia.

—Creo que ha cumplido los sesenta; está un poco gorda y es algo protestona, pero no le importa arriesgarse. Tiene acceso al cajón donde se guardan las llaves de la farmacia del hospital, y es ella quien me ayuda a robar los medicamentos.

—Una monja robando… —susurró Amelia, sonriendo.

—Una monja ayudando a salvar vidas —respondió Grazyna enfadada.

—¡Por supuesto! No me malinterprete. Me parece admirable lo que hace la hermana Maria, sólo que pienso que ella nunca habría imaginado que iba a robar.

—¿Y usted había imaginado que se convertiría en la amante de un nazi?

—No soy la amante de ningún nazi.

Volvieron a guardar silencio hasta llegar al hotel. Allí Amelia la invitó a tomar el té. Grazyna tenía razón: era preciso dar verosimilitud a la mentira que Amelia iba a contarle a Max.

Éste no llegó al hotel hasta bien entrada la tarde. Estaba cansado e irritado, pero cambió de humor en cuanto se encontró con Amelia. Ella le contó que había conocido a una joven enfermera polaca y que habían congeniado, y él la animó a que volvieran a verse.

—Así no estarás tan sola; sé que soy un egoísta por haberte traído aquí, pero no querría por nada del mundo separarme de ti.

Aquella noche, al igual que las siguientes, Amelia continuó fotografiando los documentos que contenía la cartera de Max. Sentía un miedo increíble cada vez que hacía aquello, y se preguntaba si él la perdonaría en caso de que la descubriera.

El 20 por la tarde Amelia volvió a presentarse en casa de Grazyna. No la había vuelto a visitar desde el día en que se conocieron. Vio que la maceta estaba colocada en el lado derecho y subió con paso rápido hasta el tercer piso.

Llamó al timbre y Grazyna no tardó en abrir la puerta.

—¡Oh, eres tú! —dijo sin ocultar su sorpresa.

—Sí… he visto la maceta situada en el lado derecho y por eso he subido… —se excusó Amelia.

—Pasa, te presentaré a algunos amigos.

En la sala había dos hombres y otra joven. Los tres la miraron con curiosidad.

—Te presento a Piotr y a Tomasz, y ésta es mi prima Ewa, la mejor pastelera de Varsovia. Algún día deberías pasarte por la pastelería de mis tíos, te aseguro que merece la pena.

Piotr parecía estar más cerca de los cuarenta que de los treinta; era alto, fuerte, con el cabello rubio oscuro y los ojos castaños casi verdes, y unas manos fuertes y callosas; todo lo contrario de Tomasz, que no parecía haber llegado a los treinta, delgado, estatura media, con el cabello rubio casi blanco, y el color de los ojos azul intenso. Sin duda Ewa era la más joven del grupo. Amelia calculó que podía tener aproximadamente unos veinte años: alta, esbelta, con el cabello castaño claro y los ojos azul oscuro como los de Grazyna.

—¿Traes más información? —preguntó ésta.

Amelia se puso tensa y no respondió. No sabía quiénes eran los invitados de Grazyna y le sorprendió la indiscreción de la joven.

—¡Vamos, no te preocupes! Son amigos, de lo contrario no te habría invitado a pasar. ¿No me preguntaste por la Resistencia? Bien, pues aquí tienes a tres de ellos. Estamos preparando una incursión en el gueto.

—¿Y cómo lo hacéis? —preguntó Amelia con curiosidad.

—La casa de la condesa Lublin se encuentra situada en una calle adyacente al muro que cierra el gueto. En la parte de atrás de la casa está la puerta de servicio; allí hay una alcantarilla, Piotr ha encontrado el camino que conduce al otro lado. Las alcantarillas suelen estar vigiladas, pero en ocasiones podemos burlar la vigilancia, ¿verdad, Piotr?

El hombre asintió. Grazyna hablaba en alemán, idioma que, para alivio de Amelia, parecían conocer sus amigos.

—Piotr es el chófer de la condesa. Una mujer singular, parece amiga de los nazis, pero Piotr cree que es sólo apariencia —aclaró Grazyna.

—La conocí en Cracovia durante una cena ofrecida por el gobernador general, Hans Frank.

—¡Ese cerdo! —exclamó Grazyna.

—No imagina cómo están sufriendo en el gueto —la interrumpió Ewa—, sobre todo los niños. Necesitan medicinas con urgencia, muchos sufren de fiebre tifoidea.

—¿Cuándo será la incursión? —preguntó Amelia.

—Esperamos poder hacerlo dentro de un par de días —respondió Ewa.

—Bueno, ¿has traído más material o no? —Se impacientó Grazyna.

—Sí, aquí lo tienes. Creo que puede haber algo importante, están desplazando gran cantidad de tropas a la frontera.

Grazyna intercambió una rápida mirada con Tomasz y éste movió la cabeza como asintiendo a lo que ella le preguntaba calladamente.

—Lo enviaré de inmediato, puede que esta misma noche —se comprometió Grazyna.

—Sí, hazlo. Max se marcha mañana, me ha dicho que estará unos días fuera, que se va al norte justo donde va a haber un mayor despliegue de tropas. Tienen muchas divisiones en Polonia…

—Bueno, al menos durante unos días te librarás de la presencia de ese hombre —concluyó Grazyna.

—¿Crees que podría pasar con vosotros al gueto?

—¡No! —respondieron todos a la vez.

—Bueno… sólo preguntaba… me gustaría ayudar…

—Tú haz tu trabajo, nosotros haremos el nuestro. ¿Te imaginas que nos detuvieran? No quieras correr más riesgos de los necesarios —le reprochó Grazyna.

El 22 de junio la «Operación Barbarroja» se puso en marcha: la Wehrmacht invadió la Unión Soviética. La noticia no cogió desprevenida a Gran Bretaña. A través de sus agentes, la Inteligencia británica contaba con información sobre el movimiento de tropas alemanas. La que aportó Amelia Garayoa fue una de las tantas que corroboraron lo que ya sabían en Londres. Para entonces ya habían logrado descifrar el código de Enigma con el que el Ejército y la Marina alemanas cifraban sus mensajes. Para Churchill fue una buena noticia. Estaba convencido de que Hitler, a pesar de parecer invencible, no podría combatir con la misma intensidad en dos frentes a la vez.

Stalin, pese a que había recibido numerosas informaciones alertándole de la invasión, nunca les dio crédito. Es más, mandó fusilar a algunos de los que se atrevieron a advertirle.

Las purgas en el Ejército Rojo habían sido de tal envergadura, que sus mejores generales murieron fusilados. El ataque alemán fue brutal: 153 divisiones, 600.000 vehículos, 3580 tanques, 2740 aviones, divididos en tres grupos participaron en la invasión.

El jefe del Estado Mayor soviético, el mariscal Georgui Zhukov, telefoneó a Stalin, que se encontraba en su dacha de Kuntsevo, situada a 20 kilómetros de Moscú, para informarle de que las tropas alemanas habían traspasado la «raya» de la Polonia soviética. Stalin se quedó mudo, no podía creer lo que le decía Zhukov. Había confiado en Hitler hasta el extremo de haber descuidado la frontera polaca.

Amelia convirtió en costumbre visitar a Grazyna. No tenía nada mejor que hacer puesto que Max avanzaba con las tropas alemanas y ya no estaba en Varsovia. Poco a poco consiguió rebajar la antipatía que Grazyna parecía sentir por ella.

Una tarde acudió a buscarla al hospital donde conoció a la hermana Maria, que se encontraba en la enfermería con la mirada fija en unos papeles.

—Así que es usted la española… Grazyna me ha hablado de usted. Venga, la acompañaré a donde está, aunque no creo que tarde porque a las cinco termina su turno.

Grazyna se encontraba en una sala llena de mujeres; le estaba tomando la temperatura a una anciana que parecía estar al borde de la muerte. A Amelia le sorprendió la dulzura con la que trataba a la anciana. Cuando vio a Amelia y a la hermana Maria, se dirigió hacia ellas.

—Amelia, ¿qué haces aquí? ¿Qué ha sucedido? —preguntó Grazyna.

—Nada, perdona si te he asustado, es que pasaba cerca y he entrado a verte…

—¡Qué susto me has dado! Veo que ya conoces a mi ángel protector —dijo sonriendo a la hermana Maria.

—No seas zalamera, que ya sabes que los elogios a mí no me hacen mella.

—Es mi amiga —dijo Grazyna, levantando la voz y tranquilizando a las mujeres, asustadas al oír que la recién llegada hablaba en alemán.

Mientras Grazyna se cambiaba de ropa, la hermana Maria invitó a Amelia a tomar el té en la enfermería. Las dos mujeres congeniaron de inmediato. La monja supo ver el tormento que reflejaban los ojos de Amelia.

—Hermana, necesitamos medicinas —le susurró al oído Grazyna.

—No puedo darte más, nos descubrirán —respondió la monja.

—Hay niños en un estado muy precario… es difícil contener la fiebre tifoidea en el gueto —respondió Grazyna.

—Si nos descubren será peor, porque ya no podrás llevarles nada más —replicó la hermana Maria.

—Lo sé, pero necesito esas medicinas…

—Voy a salir de la enfermería con Amelia para enseñarle el pabellón de los niños, tardaremos diez minutos.

—Gracias —murmuró Grazyna, agradecida.

En cuanto Amelia y la hermana Maria salieron de la enfermería, Grazyna abrió el cajón donde la monja guardaba las llaves y buscó la de la farmacia. Al regresar, la hermana Maria miró con preocupación la abultada bolsa que Grazyna llevaba en la mano.

—¡Pero qué te llevas! Mañana tenemos inspección y ya sabes cómo se las gastan aquí, tienen inventariado hasta el último esparadrapo, ¿qué voy a decir?

—Diga que estaba mal el inventario.

—Eso ya lo dije la última vez… terminarán trasladándome a otro lugar por no ser diligente y permitir que desaparezcan medicinas de la farmacia.

—Pero la madre superiora nunca se lo ha reprochado…

—Sí, pero no quiere saber nada de lo que hago, dice que cuanto menos sepa, mejor. Además, la pobre no sabe mentir.

—¡Venga un día al gueto y verá cómo necesitan lo que les llevamos! Allí hay médicos, pero no tienen con qué curar y lloran de impotencia al ver cómo se les muere la gente.

—Iros, iros, antes de que me arrepienta. Ahora tendré que pensar en una mentira para justificar la desaparición de todo lo que te has llevado.

Salieron a la calle donde olía a verano y el sol lucía sobre un cielo azul.

—Vamos a mi casa, Piotr vendrá a buscarme en cuanto anochezca. Si Dios nos ayuda, esta noche pasaremos al gueto a llevar esto —dijo Grazyna señalando el bolso.

—Déjame que os acompañe —pidió Amelia.

—¡Estás loca! No puede ser. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?

—Puede ser útil que envíe a Londres un informe sobre el gueto, creo que no acaban de comprender hasta dónde llevan los nazis su odio hacia los judíos.

Grazyna se quedó en silencio meditando las palabras de Amelia. Dudó un momento antes de responder.

—Te llevaré sólo si los demás están de acuerdo.

Piotr se mostró reticente lo mismo que Tomasz, pero entre Ewa y Grazyna vencieron sus resistencias.

—Los británicos no saben con exactitud lo que es el gueto, obtendremos alguna ventaja si Amelia se lo cuenta —argumentó Grazyna.

—Por lo menos tendrán información de primera mano —añadió Ewa.

Cuando empezaba a caer la noche Piotr ya había cedido y antes de que comenzara la hora del toque de queda se dirigieron por separado y con paso decidido hacia la casa de la condesa Lublin. Grazyna llevaba la bolsa con las medicinas y Tomasz y Ewa también cargaban con otras bolsas que parecían pesar más que la de Grazyna.

Piotr les hizo entrar por la puerta de servicio que daba a un vestíbulo donde una puerta batiente se abría a la cocina. Al otro lado había tres habitaciones para el servicio. Piotr tenía la suerte de contar con un dormitorio para él solo puesto que era el único varón de la casa; las otras dos habitaciones las ocupaban la cocinera y la doncella de la condesa.

—No hace falta que os recuerde que no debéis hacer ningún ruido y mucho menos salir de mi habitación. Las criadas dicen que odian a los nazis, pero prefiero no correr riesgos —les advirtió.

Grazyna, Tomasz y Ewa se dirigieron a la habitación de Piotr seguidos por Amelia. El cuarto era pequeño, apenas cabía la cama, una mesilla y un armario. Se sentaron en la cama a la espera del regreso de Piotr.

Amelia iba a preguntar algo, pero Tomasz le hizo un gesto para que guardara silencio.

Tras un buen rato esperando en la habitación, Piotr regresó. Traía cara de cansado.

—La condesa tenía invitados y no me ha quedado más remedio que esperar a que todos se marcharan. Ahora aguardaremos un rato más y luego saldremos en silencio. Ya sabéis lo que hay que hacer —dijo dirigiéndose a sus amigos—, y usted, Amelia, haga lo que nosotros; pero por lo que más quiera, no se le ocurra tropezar o decir una sola palabra.

La noche estaba cuajada de estrellas. Restos de luz parecían estar retenidos en el cielo de Varsovia, lo que no favorecía que se pudieran mover con tranquilidad, pero lo hicieron con presteza. Piotr levantó la tapa de la alcantarilla invitando con la mano a sus amigos a que se sumergieran en el subsuelo de la ciudad. Tomasz fue el primero en bajar por las estrechas escaleras de hierro que conducían a las cloacas. Le siguió Ewa, Grazyna y, por último, Amelia.

Piotr colocó la tapa encima de la alcantarilla y regresó a su habitación. Aquella noche no podía acompañarles. La condesa era imprevisible y podía llamarle en cualquier momento. Desde que había enviudado le había elegido para hacer menos largas sus noches, y él había aceptado sabiendo que eso le colocaba en una situación de ventaja respecto de los otros sirvientes. Nunca le avisaba con tiempo, pero él sabía leer en su mirada cuándo se iba a producir la llamada.

Sin embargo, aquella noche, pasara lo que pasase, debía arreglárselas para destapar la alcantarilla cuatro horas más tarde, justo el tiempo que sus amigos permanecerían en el gueto.

Amelia tuvo que contener el vómito que le subía por la garganta. El olor le resultaba insoportable. Caminaba sobre la podredumbre de Varsovia, esquivando ratas, hundiendo los pies en el agua sucia que bañaba la acequia subterránea que cruzaba la ciudad de un lado a otro.

Tomasz encabezaba la marcha seguido por Grazyna y Ewa, Amelia iba en último lugar. Una rata se cruzó entre sus piernas y gritó, asustada. Ewa se volvió hacia ella, vio al roedor correr y cogió a Amelia de la mano.

—No las mires —le recomendó.

—Pero ¿y si nos muerden?… —alcanzó a decir Amelia.

Ewa se encogió de hombros tirando de la mano de Amelia.

Tomasz había acelerado el paso, lo mismo que Grazyna, y Ewa no quería perderles de vista.

No caminaron mucho; acaso sólo fueron quince minutos, pero a Amelia le pareció una eternidad. Luego Tomasz se detuvo y les señaló unas viejas escaleras de hierro. Fue el primero en subir. Golpeó dos veces la tapa de la alcantarilla y alguien la levantó. Una mano cogió la de Tomasz y tiró de él hacia arriba. Luego les llegó el turno al resto.

—Deprisa, los soldados no tardarán —dijo un hombre al que apenas se le veía el rostro envuelto como estaba por las sombras de la noche.

Les guio hasta un edificio cercano donde otro hombre aguardaba impaciente en el portal.

—Os habéis retrasado.

Subieron por las escaleras hasta el cuarto y último piso donde otro hombre aguardaba en el descansillo flanqueando una puerta abierta que daba a una estancia apenas iluminada.

—¡Gracias a Dios que estáis aquí! —exclamó una mujer que salió a recibirles—. ¿Y ésta quién es? —preguntó al ver a Amelia.

—Es amiga mía y nos puede ser útil. Habla alemán pero es española —explicó Grazyna.

—¿Has traído medicinas? —preguntó la mujer.

—Sí, aquí están, no es mucho, pero me ha sido imposible robar más.

La mujer abrió con impaciencia la bolsa que le entregaba Grazyna. Amelia se fijó en ella. Debía de tener cerca de sesenta años o quizá más, estaba muy delgada, con el rostro demacrado lleno de arrugas, las canas surcaban el cabello que en tiempos debió de ser negro y que ahora llevaba recogido en un moño; su mirada era de un azul muy vivo.

—No es suficiente —se quejó la mujer cuando examinó el contenido de la bolsa.

—Lo siento, intentaré traer más la próxima vez —se disculpó Grazyna.

Amelia buscó con la mirada a Tomasz y a Ewa, que se encontraban al fondo de la habitación hablando con el hombre de la escalera y con el que les había guiado hasta allí.

—¿Dónde está Szymon? —preguntó Grazyna con tono impaciente.

—Mi hijo vendrá de un momento a otro. Está en el hospital.

—¿Tienen un hospital aquí? —preguntó Amelia.

—No es exactamente un hospital, sino un recinto donde cuidamos a los que están más enfermos. Mi hijo es médico —respondió la mujer en alemán.

—Sarah es la madre de Szymon —dijo Grazyna a modo de presentación de la mujer que les había recibido.

—Ya ves, tengo un hijo loco enamorado de una gentil —rio Sarah mientras cogía la mano de Grazyna con afecto y se acercaban al grupo donde estaban Tomasz y Ewa con los otros hombres.

—Éste es Barak, el hermano de Szymon, y éste es Rafal —le presentó Grazyna a Amelia—. Ellos se encargan de que, pese a la guerra, nuestros niños sigan estudiando.

Ewa había abierto la bolsa en la que traía caramelos y dulces.

—A los niños les gustan los caramelos que haces —dijo Rafal.

—Siento no haber traído más, pero es difícil andar cargada con una bolsa sin llamar la atención de los soldados.

—Deberíamos atrevernos a traer más bolsas —se quejó Tomasz.

—Llamarías demasiado la atención, prefiero traer lo justo y evitar que os detengan —sentenció Sarah.

La bolsa de Tomasz estaba repleta de material escolar: cuadernos, lápices, sacapuntas, gomas… Era maestro y algunos de los niños del gueto habían sido alumnos suyos. Rafal había sido profesor de música en la misma escuela en la que Tomasz continuaba impartiendo clases. Eran amigos desde hacía demasiados años como para que los invasores alemanes pudieran romper su amistad.

—Les estoy explicando a Tomasz y a Ewa que han vuelto a reducir los alimentos que entran en el gueto. Dicen que con ciento ochenta y cuatro calorías al día tenemos suficiente. Nos están matando de hambre. Hemos organizado cantinas donde cocinamos algo de sopa con lo poco que tenemos para distribuirla entre los más necesitados. Pero lo peor es la falta de medicamentos, tienes que conseguirnos más. —El tono de Rafal era de súplica.

—Lo haré, aunque temo que me descubran. La hermana Maria es muy buena y hace la vista gorda, pero un día de éstos la interrogarán, y aunque sé que no me delatará le quitarán la llave de la farmacia —respondió Grazyna.

—Szymon está desesperado, dice que no soporta ver cómo se le mueren los niños sin poder hacer nada por ellos porque carece de las medicinas adecuadas —continuó diciendo Rafal.

Unos golpes suaves en la puerta les puso en alerta. Sarah se adelantó a abrir y besó al hombre que acababa de llegar.

—Madre, ¿ha venido Grazyna?

—Pasa, hijo, está allí al fondo de la sala.

Szymon entró en la sala y se dirigió sin dudar hacia Grazyna, a la que abrazó con fuerza. Permanecieron abrazados durante unos segundos, luego se sentaron junto a los demás. Grazyna le presentó a Amelia, y a ella le sorprendió el gran parecido de los dos hermanos, Szymon y Barak, con su madre. Morenos, huesudos, delgados y el mismo color azul intenso en la mirada.

—Debemos hacer algo, no podemos continuar así —se quejó Szymon.

—Pero ¿qué podemos hacer? Vigilan noche y día el gueto, no hay manera de salir salvo para los que se llevan a trabajar —le contestó su hermano Barak.

—El otro día un oficial de las SS dio una fiesta e hizo que le trajeran del gueto a algunos de nuestros mejores músicos —añadió Rafal.

—Tenemos que conseguir víveres y medicinas. Quizá nuestros hermanos de Palestina puedan ayudarnos. Necesitamos ponernos en contacto con las delegaciones que tienen en Ginebra o en Constantinopla. Con dinero se puede comprar a alguno de estos cerdos nazis para que nos permitan adquirir alimentos y traerlos al gueto —insistió Szymon.

—¡Estás loco! Nos denunciarían y se quedarían con el dinero. No, no es buena idea. Pero tienes razón en que debemos ponernos en contacto con la comunidad judía de Palestina o con la de Norteamérica para ver si pueden ayudarnos —intervino Rafal.

—Nuestra organización hace lo que puede, Szymon, ya lo sabes —dijo Barak.

—No me interesa la política, hermano, sólo salvar a los nuestros.

—Por más que te empeñes en lo contrario, la política lo es todo, Szymon. La situación del gueto sería más desesperada aún si nosotros no hiciéramos nada —reiteró Barak.

—Sin el Judenrat el gueto estaría en peores condiciones, al menos admítelo —dijo Sarah mirando fijamente a Szymon.

—Creo que perdéis el tiempo intentando que la vida en el gueto transcurra con normalidad en vez de intentar organizarnos para enfrentarnos a los nazis —protestó Szymon.

—Aun dentro de los muros y de la alambrada de espinos debemos seguir siendo personas, y las personas necesitan algo más que pan para serlo —le regañó Sarah.

—Debemos entretener a los niños —añadió Rafal.

—Pobrecillos, me da pena verles acudir a esas escuelas en las que simuláis normalidad —continuó protestando Szymon.

—¿Qué debemos decirles? ¿Que no hay esperanza? —A Barak se le notaba irritado con su hermano.

Szymon iba a responder pero se le adelantó Grazyna.

—Entiendo tu pesimismo, pero no tienes razón; la vida sigue, también aquí en el gueto, y la obligación de todos nosotros es que siga así, como si no sucediera nada a pesar de las dificultades y del sufrimiento. El Judenrat hace lo que puede, y gracias a ellos las cosas funcionan y la gente se siente amparada.

—Esta tarde he visto morir a cinco personas, dos de ellas niños, y sus madres me increpaban llorando: me pedían que hiciera algo para salvarles. Podéis imaginar cómo me siento —susurró Szymon.

Grazyna le abrazó conteniendo las lágrimas. Amelia no se atrevía a decir palabra, impresionada por la escena que estaba presenciando.

De nuevo, unos golpes secos en la puerta les volvió a poner en alerta. Sarah se levantó con paso decidido y fue a abrir. Escucharon la voz de una mujer que entre sollozos preguntaba por Szymon.

—¿Qué sucede? —preguntó Szymon a la mujer.

—Tienes que venir, mi marido se muere, tienes que darle algo, los paños con agua fría no le bajan la fiebre —suplicó la mujer.

—Te acompaño, veré lo que puedo hacer.

—Tened cuidado, hace rato que estamos bajo el toque de queda y los soldados disparan sin preguntar —les recomendó Sarah.

Szymon y Grazyna se fundieron de nuevo en un breve abrazo. Luego Szymon salió siguiendo a la mujer, que insistía en que se diese prisa.

—Las quejas no sirven de nada. ¿Podréis seguir trayéndonos algo de lo que necesitamos? —preguntó Barak a Tomasz.

—Sabes que nuestra organización hace lo que puede, dentro de dos días intentaremos regresar con unos sacos de harina y algo de arroz.

—Dentro de dos días… ¡Qué remedio! Tendremos que esperar. Ya no nos queda nada de lo que trajisteis la última vez —contesto Rafal.

—No es fácil pasearse con sacos de harina por Varsovia —le interrumpió Ewa.

—Lo sabemos y os agradecemos cuanto hacéis. Nos resulta tan incompresible lo que sucede… nos tienen aquí confinados, como si fuéramos animales apestosos, y como esto continúe así mucho tiempo, terminaremos siéndolo —respondió Rafal con un deje de amargura.

—¡Qué cosas dices, Rafal! —le reprendió Sarah—. No quiero oírte hablar así. Saldremos de aquí, los nazis no pueden confinarnos para siempre; mientras tanto, debemos organizarnos lo mejor que podamos.

—Madre, tú naciste en Palestina y viviste allí antes de conocer a mi padre. Si uno de nosotros se escapara y lograra llegar allí, ¿a quién debería acudir? —preguntó Barak.

—Escapar… ¡Ojalá pudiéramos escapar y llegar a Palestina! Pero creo que lo mejor sería intentar hacer llegar noticias de nuestra situación a la oficina de la comunidad judía en Ginebra… es lo que deberíamos hacer.

—Quizá yo podría salir del gueto por las cloacas… —sugirió Barak.

—¡Te cogerían! —exclamó Grazyna—. No, no creo que sea buena idea. A lo mejor podría ir yo a Ginebra, o Ewa…

—¿Qué están diciendo? —preguntó Amelia.

Grazyna la puso al tanto de la desesperación de sus amigos y de aquella descabellada idea de ir a Ginebra para contar lo que estaba pasando en el gueto de Varsovia.

—Yo podría ir —dijo Amelia con apenas un hilo de voz.

—¿Tú? Sí… quizá tú puedas llegar a Ginebra con más facilidad que nosotros —respondió Grazyna.

Hablaron de ello durante un buen rato. Cuando apenas faltaba una hora para salir del gueto, regresó Szymon. Se le notaba agotado, con un rictus de dolor dibujado en los labios.

—No he podido hacer nada, el pobre hombre ha muerto —dijo. Luego cogió la mano a Grazyna y la miró con ternura. La amaba y admiraba su valentía. Era una mujer a la que no le importaba arriesgar su vida para ayudarle, y no sólo a él, también a los suyos, a todos los judíos del gueto.

Grazyna era el alma de aquel pequeño grupo de resistencia contra los nazis en el que participaban otros jóvenes como ellos. Ella restaba importancia a lo que hacía, pero la realidad era que se jugaba la vida, sobre todo porque, como bien sabía Szymon, el grupo de Grazyna estaba pasando información a los británicos.

—Es la hora —les recordó Ewa, que miraba con impaciencia el reloj.

Se pusieron en pie con lentitud. A ninguno les gustaban las despedidas.

—Os esperamos dentro de un par de días —les recordó Sarah.

—Lo intentaremos —respondió Tomasz.

Barak fue el encargado de acompañarles entre las sombras de la noche hasta la alcantarilla. Tuvieron que esperar a que pasara una patrulla, luego levantaron la tapa y con rapidez se perdieron en las profundidades del subsuelo, rezando para que al otro lado les aguardara Piotr.

Amelia caminaba compungida, esta vez sin prestar atención a las ratas que corrían al escuchar sus pasos de intrusos en el reino de las cloacas. No es que no sintiera miedo, sólo que estaba demasiado conmocionada para prestar atención a sus propios temores.

El camino se les hizo más corto, aunque hubo un momento en que en mitad de aquella oscuridad Tomasz pareció dudar sobre la ruta a seguir; finalmente llegaron a la hora prevista a la entrada de la alcantarilla donde esperaban que estuviera Piotr.

Tomasz dio dos golpes secos en la tapa de la alcantarilla y unas manos la levantaron. Allí estaba Piotr, impaciente.

—Os habéis retrasado diez minutos —les reprochó.

—Lo siento —se excusó Tomasz.

—Tengo que volver con la condesa. Le dije que iba al baño y no va a creerse que he estado allí todo este tiempo —dijo nervioso—. Además, no sé por qué, pero esta noche parece haber más patrullas que nunca.

Los condujo en silencio hasta la casa y les indicó con un gesto que no salieran de su habitación ni hicieran ningún ruido. Piotr regresó al lecho de la condesa, donde estuvo un rato más, justo hasta la hora de amanecer en que ella le despedía instándole a que regresara a su cuarto. Hasta ese momento, Tomasz, Grazyna, Ewa y Amelia estuvieron sentados en la cama, apretados entre sí, sin moverse, intentando mantenerse despiertos, aunque de vez en cuando no pudieron evitar dar una cabezada.

Estaba amaneciendo cuando Piotr entró en el cuarto.

—Debéis esperar un rato más antes de salir. Es mejor que se haga de día, así las patrullas no sospecharán cuando os vean.

—Yo debo irme cuanto antes, a las ocho tengo que estar en el hospital —dijo Grazyna.

—De acuerdo, te irás la primera; que Amelia vaya contigo: si la paran, no sabrá explicar por qué está tan temprano en la calle —respondió Piotr.

Como si todos repitieran un ritual al que estaban acostumbrados, Tomasz se sentó en el suelo, lo mismo que Ewa y Grazyna; Amelia los imitó, y Piotr se tumbó sobre la estrecha cama quedándose dormido de inmediato. Permanecieron en silencio perdidos en sus propios pensamientos. Un rato después empezaron a escuchar los primeros ruidos del día y Piotr se despertó sobresaltado. Pero pronto recuperó la tranquilidad cuando vio a sus amigos sentados en el suelo casi en la misma postura en que estaban cuando había cerrado los ojos. Se levantó y salió al pasillo sin decir palabra. No vio a nadie, de manera que entró de nuevo en el cuarto e hizo una seña a Grazyna, que salió rápidamente seguida de Amelia. Unos minutos más tarde lo hicieron Tomasz y Ewa.

Aunque estaba muy cansada, Amelia disfrutaba del aire limpio de la mañana. El sol parecía querer filtrarse entre unas nubes altas que corrían a través del cielo de Varsovia. Grazyna parecía preocupada.

—Voy a llegar tarde —le dijo—. La hermana Maria se enfadará.

—Aún falta media hora para las ocho —respondió Amelia, intentando calmarla.

—Pero desde aquí al hospital hay una buena caminata. Deberías irte al hotel, ¿sabrás llegar?

—Prefiero acompañarte al hospital, desde allí me oriento mejor.

—¿Les contarás a tus jefes de Londres lo que has visto? —Quiso saber Grazyna.

—Prepararé un mensaje y te lo llevaré más tarde —se comprometió Amelia.

—No es que no sepan lo que pasa en el gueto, pero creo que la política británica pasa por ganar la guerra, creen que ganándola se resolverá el problema judío.

—¿Y no es una posición lógica?

—No, no lo es, la situación de los judíos es aún peor que la guerra misma. Eso es lo que quiero que les digas.

—Lo haré. ¿Crees que puedo hacer algo más?

—Con eso será suficiente. Bueno, me imagino que continuarás espiando a tu nazi.

—Ya te he dicho que le han trasladado al frente. No sé cuándo regresará, de manera que no tengo a quien espiar.

—Pero en el hotel se alojan otros oficiales.

—De los que procuro mantenerme alejada. Prefiero ser prudente, mi situación en Varsovia no es fácil. Soy la amante de un oficial médico, es mejor no llamar la atención.

—Quizá deberías arriesgarte un poco más. Los oficiales se sienten muy solos lejos de casa, seguro que alguno de ellos se rendiría ante una mujer como tú. Eres guapa y educada, y además española, una aliada. De ti no desconfiarán.

—Creo que tienes una opinión equivocada sobre mí. Ser la amante de Max es algo más que un trabajo, ya te dije que nos conocimos hace tiempo y le tengo en gran estima. No soy una prostituta.

—No he dicho que lo seas, sólo que saques partido a tu situación actual. Algunos hombres sólo hablan en la cama.

Amelia se sentía incomprendida por Grazyna. Admiraba a la joven polaca, pero ésta seguía tratándola con desdén; aun así, se veía obligada a confiar en ella.

Se separaron en la puerta del hospital y Amelia aceleró el paso en dirección al hotel. Sentía la necesidad de darse un baño; cada poro de su piel olía a cloaca.

Estaba en recepción recogiendo la llave de su habitación cuando sintió el aliento de un hombre en su espalda. Se dio la vuelta y se encontró al comandante de las SS Ulrich Jürgens.

—¡Vaya! ¡La distinguida señorita amiga del comandante Von Schumann! Tiene usted muy mala cara, ¿acaso ha dormido mal? Por el aspecto de su ropa parece que ni siquiera ha dormido. Veo que no ha tardado mucho en olvidar a Von Schumann.

—¡Cómo se atreve! —Amelia tenía ganas de abofetear a aquel hombre que la miraba de arriba abajo de manera impertinente y la trataba como a una cualquiera.

—¿Cómo me atrevo? No sé a qué se refiere, ¿acaso he dicho algo inconveniente? Quizá no he sido muy caballeroso al no disimular mi asombro por su aspecto. ¿Cómo habría actuado su barón en una situación así? ¿Cree que Von Schumann se habría hecho el distraído? No soy un aristócrata, dígamelo usted: ¿qué habría dicho él en mi lugar? —El tono burlón de Jürgens continuaba siendo grosero.

—Es evidente que usted no es un aristócrata, ni siquiera un caballero —dijo Amelia dándole la espalda para dirigirse al ascensor.

Ulrich Jürgens la siguió con ánimo de seguir ofendiéndola.

—Ya que no guarda las ausencias, no tendrá inconveniente en cenar conmigo esta noche. ¿A las siete le parece bien?

Amelia entró en el ascensor sin responder. Cuando las puertas se cerraron suspiró aliviada.

Después de un largo baño se metió en la cama. Se quedó dormida pensando en cómo esquivar al comandante Jürgens.

Cuando se despertó comenzaba a anochecer. Se había comprometido con Grazyna en llevarle un mensaje para Londres, pero decidió que sería más prudente permanecer en la habitación habida cuenta de que con toda probabilidad el comandante Jürgens rondaría por el vestíbulo esperándola. No quería darle la oportunidad de montar una escena en público y mucho menos llevando en el bolsillo un mensaje cifrado.

Buscó un libro e intentó distraerse leyendo hasta que unos golpes secos en la puerta la sobresaltaron.

—¿Quién es? —preguntó a través de la puerta.

—¿Acaso ha olvidado que la estoy esperando? —Era el comandante Jürgens.

—Haga el favor de no molestarme —respondió intentando que no le temblara la voz.

—No se haga la inocente conmigo, conozco a las mujeres como usted. Sus ademanes de gran señora no me engañan. No es más que una prostituta cara.

Amelia contuvo el deseo de abrir la puerta y abofetearle, pero no lo hizo. Temía a aquel hombre.

—¡Márchese o presentaré una queja a sus jefes!

Le escuchó reír mientras volvía a aporrear la puerta. Amelia permaneció en silencio, sin responder a la ristra de insultos de Jürgens, quien al cabo de un rato, cansado de la escena, decidió retirarse.

Amelia aún permaneció un buen rato tras la puerta, sin atreverse a mover un músculo, temiendo que aquel energúmeno regresara. Luego colocó una butaca delante de la puerta y se sentó. No hubiese podido descansar en la cama sabiendo que podía volver. Pero Jürgens no regresó.

Al día siguiente Amelia se dirigió a casa de Grazyna. Lo hizo dando varias vueltas por la ciudad, temiendo que el comandante Jürgens la pudiera seguir a pesar de que no le había visto en el vestíbulo del hotel.

Grazyna parecía cansada, tenía ojeras y estaba de pésimo humor.

—¿Por qué no viniste ayer? —le reprochó nada más verla.

—Por culpa de un comandante de las SS al que no le caigo demasiado bien.

—¡Vaya, ahora resulta que también tienes amigos en las SS!

—No, no es un amigo, es un cerdo. Cada vez que me ve me ofende, aunque supongo que a quien realmente odia es a Max. Cuando regresé al hotel me lo encontré en el vestíbulo y empezó a mofarse de mi aspecto, como si me hubiera pillado regresando de una juerga. Se me insinuó y me invitó a cenar. Estuvo llamando a mi puerta durante un buen rato. Apenas he dormido esta noche temiendo que intentara entrar por la fuerza. Me pareció más prudente no salir de la habitación.

Grazyna asintió, luego cogió el papel que Amelia sacaba del bolso.

—¿Es lo que tengo que mandar a Londres?

—Sí.

—Procuraré que les llegue esta misma noche.

—Quiero volver al gueto —le pidió Amelia.

—¿Por qué?

—A lo mejor puedo seros útil, no sé, quizá a Sarah se le ocurra algo.

—No debemos correr peligros innecesarios.

—Lo sé, Grazyna, lo sé, pero puedo ayudar, aunque sea a cargar un saco de arroz.