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Para sorpresa de Amelia, Albert no se encontraba en Londres. El apartamento estaba helado y con una capa de polvo. Encontró una nota sobre la mesa de trabajo del despacho de Albert. Llevaba fecha del 10 de julio.

Querida Amelia:

No sé cuándo leerás esta nota, ni siquiera si llegarás a leerla. He preguntado al tío Paul hasta cuándo te tendrá fuera de Londres, pero no ha querido darme una respuesta. Por si acaso regresaras estando yo ausente, quiero que sepas que me voy a Nueva York. Tengo cosas que hacer allí: ver a los directores de los periódicos en los que escribo, comprobar el estado de mis cuentas, charlar con mi padre y discutir con mi madre… Creo que también buscaré a Rajel para comprobar que está bien. No sé aún cuánto tiempo me quedaré en Nueva York, pero ya sabes cómo ponerte en contacto conmigo.

El apartamento queda a tu disposición. La señora O’Hara irá de vez en cuando a hacer limpieza.

En fin, querida, yo que escribo tantas páginas para los demás no sé bien cómo escribirte a ti.

Tuyo, Albert James

El comandante Murray pareció alegrarse cuando Amelia entró en su despacho.

—Buen trabajo —le dijo a modo de saludo.

—¿Usted cree?

—Desde luego que sí.

—En realidad no les he enviado ninguna información sustancial, aunque traigo conmigo los pormenores de una operación que creo que puede ser de vital importancia.

—Lo supongo puesto que ha tomado la decisión de regresar sin mi permiso.

—Lo siento, pero creo que cuando le explique en qué consiste la «Operación Madagascar», convendrá conmigo en que es un asunto importante.

Murray pidió a su secretaria que les preparara un té. Luego se sentó frente a Amelia dispuesto a escuchar.

—Veamos lo que me tiene que decir.

Amelia le explicó detalladamente cuanto había hecho desde su llegada a Berlín hasta el día de su regreso. Los contactos establecidos, el grupo de oposición con el que venía trabajando, el plan de la «Operación Madagascar», además de todo lo que Max von Schumann le había explicado respecto al descontento en algunos sectores del Ejército.

El comandante la escuchaba en silencio, y sólo la interrumpió para que le precisara algún dato. Cuando Amelia terminó, Murray se levantó de su sillón y durante unos minutos paseó por el despacho sin decir palabra, ignorando la incomodidad creciente de Amelia.

—De manera que ha establecido usted una pequeña red en el corazón del III Reich. Ahora tenemos un grupo de amigos bien dispuestos en Berlín que nos irán informando, y un lugar al que acudir. La verdad es que no esperaba tanto de usted. En cuanto a las informaciones que le ha facilitado el barón Von Schumann, no diré que nos vaya a ayudar a ganar la guerra, pero al menos nos da una idea de lo que está pasando. Sus valoraciones políticas sobre los pasos que va dando Hitler son más valiosas de lo que usted puede suponer… Es interesante saber que no todos los alemanes están con el Führer.

—No son muchos —puntualizó Amelia.

—Sí, sí, claro… muy interesante. Querida, nos ha traído usted informaciones muy valiosas. Quiero que todo lo que me ha contado lo ponga por escrito, y lo quiero para dentro de dos horas. Precisamente tengo que despachar con lord James. Creo que le satisfará saber que ha tenido usted éxito en la misión encomendada, mucho más que otros agentes que están trabajando al mismo tiempo que usted en Berlín.

Amelia dio un respingo y miró desafiante a Murray.

—¿Envió otros agentes a Berlín?

—Naturalmente, ¿no pensará que sólo la hemos enviado a usted? Cuantas más redes se pongan en marcha, mejor. Comprenderá que es mejor que no tengan relación las unas con las otras hasta que no sea necesario. Y no sólo por seguridad.

—De manera que ahora mismo hay otros agentes en Berlín… —insistió Amelia.

—En Berlín y en otros puntos de Alemania. ¡Por favor, no me diga que le sorprende!

No lo dijo, pero en realidad así era. Fue entonces cuando comenzó a comprender que en el mundo de la Inteligencia nada es lo que parece y que los agentes están solos porque sólo son una pieza más en manos de sus jefes.

—¿Debo regresar a Berlín?

—Escriba el informe para dentro de un par de horas. Luego váyase a casa y descanse. Hoy es viernes, tómese un par de días de descanso y el lunes preséntese a las nueve a recibir nuevas órdenes.

Amelia siguió las instrucciones de Murray al pie de la letra. Dedicó el fin de semana a escribir a Albert y a poner en orden el apartamento. No tenía ganas de ver a nadie; además, las personas que conocía en Londres no eran sus amigos sino los de Albert.

El lunes a las nueve en punto se presentó en el despacho del comandante Murray, quien parecía malhumorado.

—Los ataques de la Luftwaffe son cada vez más precisos… —se lamentó Murray.

—Lo sé, señor.

—Hay que devolverles la visita en Berlín.

Amelia asintió al tiempo que no pudo dejar de sentir un estremecimiento pensando en todos los amigos que había dejado allí, todos ellos opositores a Hitler, dispuestos a jugarse la vida para acabar con el III Reich.

—Bien, tengo otra misión para usted. Debe partir de inmediato para Italia.

—¿Italia? Pero… bueno… yo creía que iba a regresar a Berlín.

—Nos será más útil en Italia. Es información reservada la que le voy a dar, pero hace unos días un submarino desconocido ha hundido el crucero Helle. Creemos que ese submarino es italiano.

—Pero ¿por qué he de ir yo a Italia? Insisto en que soy más útil en Berlín.

—Tiene que ir a Italia porque es usted amiga de Carla Alessandrini.

—Sí, soy amiga de Carla, pero…

—No hay «pero» que valga —la interrumpió Murray—. Ya sabe que el Duce nos ha declarado la guerra. No es que nos preocupe demasiado, pero no hay enemigo pequeño. La señora Alessandrini la ayudará a introducirse en la alta sociedad. Lo único que quiero es que escuche, que tome nota de cuanto crea de interés y nos lo comunique. Se trata del mismo trabajo que ha hecho en Berlín. Usted es una joven agraciada, bien educada, y con una gran capacidad de relación, no desentona en los ambientes elegantes, ni en los ambientes de poder.

—¡Pero yo no puedo utilizar a Carla!

—No le estoy pidiendo que la utilice; por lo que sé de su amiga, no es partidaria del Duce y además tiene contactos con la Resistencia…

—¿Carla? ¡No es posible! Ella es una gran cantante de ópera, y es cierto que se opone al fascismo, pero eso no significa que quiera meterse en líos.

—¿Y no le parece que ya lo hizo ayudando a escapar a esa chica judía? Rajel, creo que se llama, ¿me equivoco?

—Pero eso fue en una circunstancia muy especial —protestó Amelia.

—Vaya a Milán, o a donde quiera que en este momento se encuentre la gran Carla Alessandrini, y cuéntenos qué se dice en la «corte» del Duce. Ésa es su misión. Necesitamos que la señora Alessandrini colabore con nosotros. Ella tiene libre acceso a todos los centros de poder en Italia. El Duce es su primer admirador.

—¿Y qué le diré a Carla?

—No le mienta, pero tampoco le diga toda la verdad.

—¿Y eso cómo se hace?

—Por ahora lo viene haciendo usted muy bien.

—Pero ¿qué es lo que quiere usted saber?

—No lo sé, ya me lo dirá usted.

—¿Cómo me pondré en contacto con Londres?

—Le daré otra dirección en Madrid a la que tendrá que escribir. Allí enviará usted cartas aparentemente dirigidas a otra amiga. El código cifrado será diferente al que utilizó desde Berlín. Le enseñaremos otro nuevo, no creo que tarde mucho en aprenderlo. Si tuviera que comunicarnos algo de manera urgente, viajará usted a Madrid, siempre tiene la excusa de que su familia le necesita, y se pondrá en contacto con el comandante Finley, Jim Finley. Trabaja en la embajada como funcionario de rango menor, pero está con nosotros. Antes de que se vaya le diré cómo ponerse en contacto con él. En una semana la quiero en Italia. No creo que necesite ninguna cobertura especial si va usted en calidad de amiga invitada por la Carla Alessandrini.

»Por cierto, me he permitido mandarle un telegrama en su nombre anunciándole que irá a verla, y ha respondido entusiasmada.

—¡Ha utilizado mi nombre para ponerse en contacto con Carla! —protestó Amelia.

—He aligerado algunos trámites, eso es todo.

En realidad a Amelia no le había sorprendido tanto como había aparentado saber que Carla tenía relación con la Resistencia. Su amiga era una mujer apasionada, con ideas políticas precisas sobre lo que significaba el fascismo y cuánto le repugnaba.

El comandante había dispuesto que viajara a Roma vía Lisboa, y accedió a regañadientes a la petición de Amelia para que le permitiera pasar un par de días en Madrid visitando a su familia.

Llegó a Madrid el 1 de septiembre. Detrás dejaba a una Inglaterra sufriendo estoicamente los cruentos ataques de la Luftwaffe no sólo en Londres, sino también en muchas otras ciudades: Liverpool, Manchester, Bristol, Worcester, Durham, Gloucester, Portsmouth, se encontraban entre las damnificadas. Claro que la RAF respondía ojo por ojo a los ataques de la Luftwaffe: los bombardeos en Berlín se intensificaban cada día más.

Mientras, Winston Churchill continuaba su trabajo de diplomacia secreta con Estados Unidos intentando convencer al presidente Roosevelt de que Inglaterra no sólo no estaba siendo derrotada, sino que además podía ganar la guerra; aunque, eso sí, para lograr la victoria necesitaban la ayuda material de Estados Unidos. Churchill dibujaba a Roosevelt un futuro que podía resultar sombrío si la ayuda no llegaba y Hitler conseguía hacerse el amo del Atlántico amenazando directamente a Estados Unidos. De manera que Churchill insistía a Roosevelt en que el triunfo del Reino Unido resultaba vital para su país.

La situación financiera del Reino Unido era cada vez más crítica y tuvo que llegar a la bancarrota para que Estados Unidos asumiera que, o bien les ayudaba o bien se encontrarían a Hitler en sus propias costas.

El 2 de septiembre de 1940 Estados Unidos prestó cincuenta destructores a Inglaterra a cambio de bases en todo el mundo…

El mayor Hurley carraspeó. Parecía haber llegado al final de su relato. Observó sin disimulo el reloj. Me pregunté si el mayor me iba a despedir sin darme más información, o si volvería a remitirme a lady Victoria, pero opté por no decir nada.

Había escuchado en silencio atrapado por el relato y ni siquiera le había hecho una sola pregunta.

—Su bisabuela también tuvo un papel destacado en Italia. Pero, Guillermo, quizá quiera usted saber algo de lo que hizo cuando regresó a Madrid. Desgraciadamente yo no puedo informarle al respecto. En cuanto a lo de Italia, con mucho gusto le podré dar alguna información del trabajo que en aquellos días llevó a cabo Amelia, aunque desgraciadamente la información no podrá ser muy exhaustiva porque no he encontrado grandes cosas en los archivos. Claro que usted mismo me contó que había conocido a una profesora experta en la vida de Carla Alessandrini; puede que ella le dé más detalles al respecto. O puede que no… En todo caso, ahora tengo que irme y no podré recibirle de nuevo hasta dentro de unos días.

Estuve a punto de protestar. Pero me dije que al mayor William Hurley poco le iban a importar mis protestas. Él disponía de la información que a mí me interesaba obtener y la suministraba como quería, de manera que terminé por decirle que contaba con mi eterno agradecimiento por la ayuda que me estaba prestando.

—Sin usted no podría llevar adelante mi investigación —dije para halagarle.

—Desde luego que no, pero como puede comprender, tengo otros deberes y responsabilidades; de manera que hasta dentro de unos días, pongamos el miércoles de la próxima semana, no volveré a recibirle. Telefonee el martes a mi secretaria para confirmar si estoy disponible.

Salí malhumorado de casa del mayor. Pensé eso de que no hay mal que por bien no venga, porque podía llamar a Francesca, reprocharle que no me hubiese dicho ni una palabra sobre las actividades políticas de Carla Alessandrini y con tal excusa ir a verla a Roma. No quería abusar de los medios que doña Laura estaba poniendo a mi disposición para que investigara sobre Amelia, pero me convencí de que el viaje a Roma estaba más que justificado. Me pasaba como a mi bisabuela: no me terminaba de encontrar en Londres.

Llamé a mi madre dispuesto a la bronca de rigor, y la encontré sarcástica y distante.

—¿Así que eres Guillermo? Pues me alegro.

—¡Vaya, mamá!, no te veo muy contenta de saber que estoy bien.

—Bueno, supongo que lo estarás, ya eres mayorcito, de manera que para qué vas a llamarme, con que me felicites las Navidades y por mi cumpleaños es suficiente, claro que para eso tendrías que acordarte, y como estás abrumado de trabajo…

¡Ahí estaba el problema! Había sido su cumpleaños y yo no la había felicitado. Mi madre no me lo iba a perdonar porque entre sus ritos inalterables estaban las cenas del día de su cumpleaños, del mío y la de Nochebuena. El resto de las noches del año le daban igual, pero esas tres para ella eran sagradas.

—Perdona, mamá, pero es que no sabes lo liado que estoy investigando a tu abuela.

—Ya te he dicho que a mí me da lo mismo lo que hiciera esa buena señora, y no te disculpes, no tienes por qué, eres muy libre de llamar a quien quieras y cuando quieras.

—Pues había pensado en ir a Madrid e invitarte a cenar —mentí, improvisando.

—¿No me digas? ¡Qué considerado!

—Mira, mañana estaré en Madrid y a las nueve te voy a buscar. Piensa dónde te apetece que te invite a cenar.