De nuevo Amelia fue de gran ayuda a Albert por su dominio del alemán.
—¡Menuda suerte que tengas tanta facilidad para los idiomas!
—No es eso, si hablo francés es porque mi abuela paterna, la abuela Margot, era de Biarritz; en cuanto al alemán ya te he contado que cuando era pequeña pasé algunos veranos aquí invitada por los Wassermann. Su hija Yla tiene mi misma edad. Mi padre se empeñó en que Antonietta y yo aprendiéramos alemán y algo de inglés, que, como bien sabes, es lo que peor hablo.
—De ninguna manera, te manejas con soltura en inglés aunque te falte vocabulario. Ya sé lo que vamos a hacer, en vez de seguir hablando francés entre nosotros de ahora en adelante lo haremos en inglés y así practicas.
Así lo hicieron. Para Albert James resultó evidente que Alemania se preparaba para la guerra y que la amenaza de Hitler a Polonia no era una más de sus bravuconadas.
Berlín estaba alegre y agitada, pero era una alegría histérica, apreciable a simple vista.
A pesar de las protestas de Amelia, Albert insistió en telefonear a Max von Schumann. Como periodista le interesaba conocer las opiniones del barón en su calidad de militar. Albert no parecía sospechar que entre Amelia y Max había existido en el pasado un sentimiento al que las circunstancias habían impedido aflorar.
Max von Schumann invitó a la pareja a cenar en su residencia, situada en el corazón de la ciudad.
La casa tenía dos plantas y estaba rodeada de un frondoso jardín. Un mayordomo les abrió la puerta y les condujo a la biblioteca donde les esperaban Max y Ludovica.
—Me alegro de que estén aquí, aunque dadas las circunstancias quizá no sea el mejor momento para venir a Alemania…
—¡Vamos, querido, no alarmes a nuestros invitados! —le interrumpió Ludovica.
—La verdad es que Berlín me ha sorprendido —confesó Albert.
—Es imposible no amar esta ciudad —afirmó Ludovica.
—¿Cree que Hitler cumplirá con la amenaza de invadir Polonia? —Quiso saber Albert.
Max carraspeó incómodo y evitó responder a la pregunta, pero a Albert no se le escapó la mirada que el barón cruzó con su esposa.
Y en esa mirada fugaz pudo leer que la amenaza de Hitler de invadir Polonia iba a hacerse realidad.
Albert confesó que había leído algunos de los discursos de Hitler y le resultaba un misterio que los alemanes se dejaran embaucar por el Führer.
—Tengo la impresión de que trata a los alemanes como si fueran niños.
—¡Oh, usted no tiene ni idea de cómo estaba Alemania antes de que gobernara el Führer! Bien sabe Dios que Alemania no contaba, por no hablarle de la falta de trabajo, de dinero, de futuro… Hitler ha devuelto a Alemania la dignidad, nos respetan en Europa, y, como usted mismo puede ver, ahora es un país próspero. En Alemania no hay paro. Pregunte, pregunte en la calle, para las clases trabajadoras Hitler es una bendición, y también para nosotros, que estábamos a punto de arruinarnos —explicó Ludovica.
—¿A quién se refiere cuando habla de «nosotros»? —preguntó Albert.
—A las familias que durante siglos hemos contribuido a la prosperidad de nuestra patria. Los industriales alemanes estaban casi en la ruina, y sé de lo que hablo, puesto que mi familia tiene fábricas en el Rhur.
Max parecía incómodo con las explicaciones de Ludovica. Amelia creyó ver un rictus de crispación en el rostro de su amigo mientras Ludovica hablaba y enaltecía la figura de Hitler, y pensó que las desavenencias debían de ser profundas entre el matrimonio.
—Hay muchos alemanes que no opinan como Ludovica —sentenció Max, incapaz de contenerse por más tiempo.
—Pero querido, son los comunistas, los socialistas y toda esa gentuza los que son incapaces de admitir que gracias al Führer Alemania ha vuelto a ser una gran nación. Pero los buenos alemanes tenemos mucho que agradecer a Adolf Hitler.
—Yo soy un buen alemán y no tengo nada que agradecerle —respondió Max.
—Agradezcámosle que haya puesto a los judíos en el lugar que les corresponde. Los judíos han sido las sanguijuelas de Alemania.
—¡Basta, Ludovica! Sabes que no admito que hables en mi presencia de esa manera. Cuento entre mis mejores amigos a muchos alemanes que son judíos.
—Lo siento, querido, pero aunque seas mi marido no puedo compartir contigo esa idea que tienes de los judíos. No son como nosotros, pertenecen a una raza inferior.
—¡Ludovica!
—Vamos, Max, sé coherente, ¿no defiendes la libertad? Pues permíteme expresarme con libertad. Espero no estar escandalizando a nuestros invitados… ¿Verdad que no, querida Amelia?
Amelia apenas esbozó una sonrisa. No comprendía cómo Max podía haberse casado con aquella mujer. No tenía nada en común con la baronesa, salvo que ambos pertenecían a viejas familias y se conocían desde niños. Sintió compasión por él.
Cuatro días después, el 1 de septiembre de 1939, Alemania invadió Polonia. Albert telefoneó a Max para intentar concertar una nueva cita, en esta ocasión a solas, sin Ludovica.
—Hoy me resulta imposible quedar con usted, hágase cargo —se disculpó Max.
—Lo entiendo, pero ¿y en los próximos días?
—Desde luego, desde luego; en principio voy a quedarme en Berlín, ya encontraré un momento para verle.
Dos días más tarde, el 3 de septiembre, Gran Bretaña, Francia, Australia y Nueva Zelanda declararon la guerra a Alemania. Así empezó la Segunda Guerra Mundial. El 5 de septiembre Estados Unidos se proclamó neutral, lo que facilitó que Albert pudiera continuar en Berlín sin problemas, al igual que Amelia por su condición de española.
Max von Schumann hizo algo más que volver a reunirse con Albert James, también le presentó a algunos de sus amigos que al igual que él estaban en contra de Hitler.
El grupo estaba integrado por profesores, abogados, algún pequeño comerciante e incluso otro aristócrata primo de Max, además de dos pastores protestantes. En definitiva, hombres de la burguesía ilustrada que abominaban de lo que Hitler estaba haciendo con Alemania.
Albert simpatizó con Karl Schatzhauser, un viejo profesor de medicina que había sido uno de los maestros de Max cuando el barón cursaba sus estudios.
Karl Schatzhauser vivía en un edificio de la Leipziger Strasse, peligrosamente cerca del cuartel general de la Gestapo, lo que no parecía amedrentarle a la hora de citar a sus amigos que formaban parte de un grupo clandestino de oposición a Hitler.
—¿Por qué no se coordinan con los socialistas y los comunistas? —preguntó Albert al profesor Schatzhauser.
—Deberíamos hacerlo, pero es tanto lo que nos separa… Creo que ellos no se fiarían de nosotros y puede que algunos de nosotros tampoco nos fiáramos de ellos. No, no es el momento de actuar conjuntamente. Ahora mismo, los comunistas no saben qué hacer después del pacto que ha firmado el ministro Ribbentrop con los rusos. Para ellos ese pacto es una tragedia: aquí Hitler encarcela y persigue a los comunistas y, sin embargo, Stalin pasa todo esto por alto y firma con Alemania. Además, lo que quieren los comunistas alemanes es convertir nuestra patria en otra Unión Soviética, y lo que nosotros pretendemos es que Alemania recupere la normalidad.
—Pero eso les resta fuerza a la hora de oponerse a Hitler —insistió Albert.
—Nosotros queremos una Alemania cristiana, democrática, donde todos estemos subordinados a la ley y no a los caprichos enloquecidos de ese cabo al que hemos convertido en canciller. Y no crea que no pienso que los partidos moderados no han tenido su parte de responsabilidad permitiendo llegar a Hitler al poder. No se puede contemporizar con personajes como él, es un error que hemos cometido los alemanes y también las naciones europeas.
»Para poder ser eficaces tenemos que pasar inadvertidos y por eso les insisto a nuestros amigos que debemos actuar como los camaleones —dijo Schatzhauser—. Por ejemplo, Max quería dejar el Ejército, pero le he convencido para que no lo hiciera porque nos resulta más útil dentro, así sabemos qué es lo que piensan los jefes militares, cuántos pueden llegar a simpatizar con nosotros, qué planes tiene Hitler… Todos debemos permanecer en nuestros puestos, no hace falta demostrar ningún entusiasmo por el Führer pero tampoco significarnos tanto que terminemos en los calabozos de la Gestapo. Allí no seríamos de ninguna utilidad a nuestro país.
A Albert le impresionaba la firmeza y claridad de ideas del profesor Schatzhauser, mientras que Amelia creía que Max, el profesor y sus amigos eran demasiado pusilánimes para ser eficaces contra un monstruo como Hitler.
Los berlineses parecían vivir ajenos al sufrimiento de la guerra, y Berlín continuaba siendo la Stadtder Musik und des Theaters (la ciudad de la música y de los teatros).
—¡Albert, aquí dicen que Carla Alessandrini estrenará Tristán e Isolda en la Deutsches Opernhaus dentro de quince días!
—¿Tu amiga Carla viene a Berlín? Me dijiste que era una antifascista convencida.
—¡Y lo es! Pero Carla además de ser la mejor cantante de ópera del mundo es italiana, así que no es extraño que la contraten en Berlín. ¿No estamos tú y yo aquí? Los nazis piensan que porque eres norteamericano y tu país se ha declarado neutral no eres un elemento peligroso, y yo soy española, y por tanto deben de considerar que soy franquista.
Albert no respondió, sabía lo mucho que Amelia apreciaba a Carla Alessandrini y cualquier comentario crítico habría desembocado en una discusión.
—¡Pero si está aquí! —exclamó Amelia.
—¿Cómo dices?
—Que Carla se aloja en el Adlon, lo dice el periódico. Voy a pedir en centralita que me comuniquen con ella.
Unos minutos más tarde Amelia escuchó la voz alegre de Vittorio Leonardi, el marido de Carla.
—Amelia, cara! Come vai?
Amelia le explicó que estaba alojada en el hotel y que ansiaba verles, y Vittorio no se hizo de rogar.
—Carla está ensayando, ahora voy a buscarla al teatro, en cuanto regresemos podemos vernos para cenar.
Cuando se encontraron en el vestíbulo del hotel, Carla Alessandrini abrazó a Amelia. Vittorio mientras tanto habló con Albert como si le conociese de toda la vida, aunque en realidad apenas le había visto en París. Pero Vittorio era un hombre de mundo y enseguida comprendió que el acompañante de Amelia era algo más que un buen amigo.
Cenaron los cuatro en el restaurante del hotel y Carla se interesó mucho por los últimos avatares de la vida de Amelia.
—Cara! ¡Parece que la tragedia te persigue! Y no lo entiendo, siendo tan bella como eres, pero en fin, la vida es así, ahora lo importante es que estás bien y Albert cuida de ti; más le vale, porque de lo contrario se las tendrá que ver conmigo —dijo levantando un dedo amenazador hacia Albert James.
La diva les explicó que aunque odiaba a los nazis, Vittorio le insistía en que dado que los fascistas gobernaban Italia, habría sido significarse en exceso rechazar cantar en Berlín. Se lamentó de los muchos amigos judíos, músicos, directores de orquesta, gente del teatro, que habían huido al exilio.
—No te dejes engañar por las apariencias, esta ciudad no es lo que era, los mejores han tenido que huir. No creas que me siento a gusto estando aquí…
—¡Pero, Carla, amore! No puedes manifestar tan claramente tus preferencias políticas. En Milán se permitió desairar al Duce cuando quiso saludarle después de verla actuar en La Traviata. Carla se encerró en su camerino después de la función y me ordenó decirle que estaba aquejada por una jaqueca que le impedía hablar. Naturalmente, el Duce no se lo creyó y a través de unos amigos hemos sabido que ha mandado que nos vigilen. Si nos hubiésemos negado a venir a Berlín, ¿qué creéis que pensaría el Duce? No podíamos alegar nada para rechazar este compromiso.
—¡Odio a los fascistas y a los nazis mucho más! —profirió Carla sin importarle que los comensales de las mesas cercanas la miraran con estupor.
—¡Por Dios, querida, no grites! —le pidió Vittorio.
—Siento lo mismo que tú —dijo Amelia cogiendo la mano de su amiga.
—Todos pensamos lo mismo, pero Vittorio tiene razón, hay que ser prudentes —apuntó Albert.
—Ése es el problema, que la prudencia termina convirtiéndose en colaboración —dijo Amelia.
—No, no tienes razón. Creo que es mejor que podamos movernos por Berlín y hablar con unos y con otros para después poder contar al mundo el peligro que supone Hitler. Si ahora me levanto y empiezo a arremeter contra los nazis lo único que lograré será que me detengan, y al final no podré escribir en los periódicos lo que está pasando aquí —fue la conclusión de Albert.
—Para que luego digan que los hombres no son calculadores y prácticos —añadió Carla.
Vittorio les informó de que dos días después los responsables de la Deutsches Opernhaus ofrecían un cóctel seguido de una cena en honor de Carla y que pediría que les invitaran.
—Más les vale hacerlo o de lo contrario seré yo quien no asista al cóctel —sentenció Carla.
El pacto germano-soviético tenía un alcance superior al que muchos habían supuesto en un primer momento. Los protocolos secretos empezaban a salir a la luz por la vía de los hechos y el 17 de septiembre tropas soviéticas entraron en Polonia.
Amelia y Albert asistieron al día siguiente a una reunión en casa de Karl Schatzhauser. El médico les pedía tranquilidad a los otros miembros del grupo de oposición que lideraba.
—Se han repartido Polonia —se quejó Max—, y desgraciadamente el Gobierno británico no ha dado un paso en su defensa.
—Inglaterra no parece tener claro qué camino debe tomar —apuntaba Albert.
—¡Se supone que los polacos son sus aliados pero lo cierto es que les han dejado caer en manos de Hitler y de Stalin! —replicó Amelia.
A la reunión asistió un pastor protestante que intentaba contrarrestar el desánimo que parecía cundir en el grupo hablándoles de la esperanza.
—Aún podemos hacer cosas, no nos vamos a rendir. Hay mucha gente contraria a Hitler —aseguró aquel religioso, que se llamaba Ludwig Schmidt.
El pastor dijo conocer a una persona cercana al almirante Canaris, el jefe del contraespionaje alemán; según aquel hombre, el marino no compartía las ideas del Partido Nazi en el poder; más aún: al parecer el almirante mostraba su disposición para ayudar en lo que pudiera a la oposición a Hitler siempre que no se viera comprometido.
Max von Schumann confirmó esta información añadiendo que el coronel Hans Oster, jefe de la Oficina de Contraespionaje del Alto Mando de las Fuerzas Armadas, junto a otros jefes militares, estaba en contra de Hitler.
—¡Deberían unir sus fuerzas! —insistió Albert.
—No debemos dar pasos en falso, es mejor que cada grupo actúe como crea conveniente, ya llegará la hora de saber quién está con quién —replicó Karl Schatzhauser.
—Usted dirige nuestro grupo, profesor, y yo acepto su estrategia, pero creo que nuestro amigo Albert James tiene razón —terció Max.
El pastor Ludwig Schmidt ilustró a Albert sobre los fundamentos del nazismo.
—Hay tres libros que debería leer usted para entender en qué se sustenta esta locura: El Mein Kampf, del propio Adolf Hitler, El mito del siglo XX de Alfred Rosenberg y Manifiesto contra la usura y la servidumbre del interés del dinero de Gottfried Feder. No imagina usted lo que Feder ha llegado a escribir sobre cómo sanar nuestra economía. En cuanto al libro de Rosenberg es una estupidez, su objetivo es demostrar la superioridad de los nórdicos. También los fundamentos del cristianismo, porque no debe usted olvidar que los nazis abominan de Dios. Pero lea, lea usted el Mein Kampf y verá claramente lo que se propone Hitler.
—Hasta ahora, las principales víctimas están siendo los judíos —dijo Amelia.
—Tiene usted razón, pero además de querer acabar con los judíos el objetivo del nacionalsocialismo es borrar las raíces cristianas de Alemania, crear un país sin Dios ni religión —respondió el pastor Schmidt.
Amelia aprovechó un momento en el que Albert estaba hablando con el profesor Schatzhauser para insistirle a Max en que le ayudara a buscar a los Wassermann.
—Un amigo nuestro nos ha informado de que se los han llevado a un campo de trabajo, debe de haber algún registro donde figuren sus nombres…
—No será fácil averiguarlo, pero haré lo que pueda.
—Tú eres un oficial, a ti te lo dirán.
—Un oficial que se hará sospechoso a los ojos del partido si me intereso por unos judíos. Las cosas no son tan fáciles, veré si a través de un amigo del servicio de contraespionaje puedo averiguar algo.
En otro momento de la reunión, Amelia preguntó a Max por Ludovica.
—Como puedes imaginar, no sabe nada de estas reuniones, no dudo que nos denunciaría.
—Ludovica es nazi, ¿verdad?
—Ya la escuchaste, para desgracia mía tengo una esposa nacionalsocialista convencida. Pertenece a una familia en la que hay empresarios e industriales del Rhur que, como muchos otros, han apoyado a Hitler. Deseaban un gobierno fuerte, un dictador. Muchos de los que le han apoyado dicen ahora que pensaban que podían influir en él, pero es una excusa de gente que son patriotas de sus propios intereses y a los que nada importa la degradación moral a la que están llevando a Alemania.
—Siento lo que estás pasando…
—Puedes imaginar lo doloroso que para mí resulta que Ludovica sea nazi. Obviamente no confío en ella, y nuestra relación se ha ido deteriorando, sólo mantenemos las apariencias.
—¿Por qué no te separas?
—No puedo, soy católico. Ya ves, en este país de mayoría protestante también hay católicos, y Ludovica y yo lo somos. Estamos condenados a permanecer juntos.
—¡Pero eso es horrible!
—No seremos ni el primer ni el último matrimonio que mantiene las apariencias. Además, aunque yo quisiera separarme, Ludovica no lo consentiría, de manera que ambos nos hemos ido adaptando a esta situación. Yo ya no pretendo ser feliz, lo único que me obsesiona es poder acabar con Hitler.
Karl Schatzhauser, acompañado de Albert, se acercó a ellos.
—Mi querida Amelia, intento convencer a Albert para que transmita al Gobierno británico que Alemania entera no se ha vuelto loca, que hay hombres y mujeres dispuestos a luchar contra Hitler, pero que necesitamos ayuda.
»Sí, necesitamos ayuda, pero los británicos deben tener en cuenta que nunca traicionaremos a nuestro país, sólo pretendemos derrocar a Hitler e impedir que la guerra se convierta en una tragedia peor de lo que fue la guerra anterior.
Albert afirmó que les ayudaría rompiendo por primera vez un principio que había mantenido inalterable: el de contar a sus lectores lo que como periodista veía y oía, pero sin implicarse políticamente.
A finales de septiembre, Polonia se rindió a Alemania. El país quedó dividido en zonas: las provincias occidentales fueron anexionadas a Alemania, mientras que las orientales quedaron en manos de la Unión Soviética. Millones de polacos sufrieron las consecuencias de estar bajo la bota del Reich. Las primeras víctimas fueron los judíos.
El estreno de Tristán e Isolda fue un gran éxito. Un público exultante y entregado aplaudió a Carla Alessandrini hasta hacerla salir a saludar más de diez veces. Aquella noche asistió a la representación Joseph Goebbels junto con otros jerarcas del Partido Nazi. Algunos de ellos no dudaron en enviar ramos de flores a la diva italiana pidiéndole una cita o directamente invitándola a cenar. Pero Carla ni siquiera miraba las flores, y ordenaba a su camarera que las dejara fuera del camerino.
—Hasta las flores nazis huelen mal —aseguraba.
Después de la función, Vittorio y Carla invitaron a cenar en el hotel a un grupo de amigos, entre los que se encontraban Amelia y Albert. Después de la cena, Carla se despidió de sus invitados alegando que estaba cansada y pidió a Amelia que la acompañara a su suite.
—No hemos tenido oportunidad de estar a solas ni un minuto y quería preguntarte si lo tuyo con Albert James va en serio.
Amelia meditó la respuesta. Ella misma se preguntaba por el calado de su relación con el periodista.
—Albert me ha salvado en varias ocasiones. Es el hombre más generoso que he conocido y nunca me ha pedido nada.
—Te he preguntado si le quieres, nada más.
—Sí, supongo que sí le quiero.
—¡Uf, menuda respuesta! O sea que no le quieres.
—¡Sí, sí, le quiero! Sólo que no como quise a Pierre, pero supongo que nunca volveré a amar a nadie del mismo modo. ¡Me hizo tanto daño!
—¡Olvídate de Pierre! Está muerto, y lo vivido vivido está, no hay marcha atrás. No seas de esas personas que se complacen en lamentarse por el pasado. Debes mirar hacia el futuro y procurar disfrutar del presente cuanto puedas. Te daré mi opinión: Albert es un buen hombre, te quiere y está dispuesto a cualquier cosa por ti; y quizá por eso no le valoras como debes.
—¡Pero si sé perfectamente que es un hombre excepcional!
—Que te quiere y confía en ti, sin condiciones. Vittorio es así, y ya ves, no sabría vivir sin él, pero por egoísmo. Es mi marido, sí, pero también es quien me cubre la retaguardia. Creo que Albert es como Vittorio, y bueno, estos hombres se merecen algo más que lo que nosotras podemos darles. Es una pena, pero ¡la vida es así!
—No me gustaría que creyeras que no valoro a Albert.
—¡Pues claro que lo valoras! Sólo que no estás enamorada de él y le dejarás en cualquier momento. ¿Qué pasa con tu barón alemán, Max von Schumann?
—Nada, Albert y yo hemos cenado en su casa y le hemos visto en algunas ocasiones.
—Creo recordar que me escribiste diciéndome lo mucho que te atraía.
—Es verdad… pero bueno, Max está casado, he conocido a su mujer, la baronesa Ludovica, muy bella pero terrible, es nazi. Max no es feliz con ella.
—¡Conflicto a la vista! Caerás en brazos de Max.
—No, no quiero, ni tampoco él. Max es un hombre de honor y su matrimonio con Ludovica es para siempre. Son católicos.
—¡Pamplinas! Yo también soy católica, y desde luego que no pienso dejar a Vittorio, pero ¿y si me topara con un gran amor? ¿Qué sería capaz de hacer? Hasta ahora los hombres a los que he conocido y amado no han merecido tanto la pena como para abandonar a Vittorio, y según pasan los años, me parece más difícil que aparezca un príncipe montado en un caballo blanco con el que yo quiera huir, pero ¿y si aparece? Lo único que no debemos hacer es engañarnos. Veo que el barón todavía te atrae, en fin, lo único que espero es que no sufras demasiado. No quiero que olvides que si las cosas te van mal siempre podrás contar conmigo, y más ahora que has perdido a tus padres. A propósito, ¿tienes noticias de tu familia?
—Mi hermana Antonietta continúa delicada.
—Esa niña lo que necesita es comer, ¿por qué no la llevas a Italia? Podéis ir a mi casa en Milán, o mejor, ya sabes que tengo una villa en Capri, allí se recuperaría respirando el aire puro del mar.
—Sabes que no puedo, tengo que trabajar, no quiero recibir dinero de Albert si no es por mi trabajo. Con ese dinero puedo ayudar a mi familia, mi tío Armando apenas gana para mantenerlos a todos. Además Pablo, el hijo de Lola, continúa en casa de mis tíos, su abuela tampoco termina de ponerse buena y sigue en el hospital. Son muchas bocas a las que dar de comer.
—¡Y tú eres tan orgullosa que te niegas a aceptar mi ayuda!
—No soy orgullosa, Carla, te aseguro que si no fuera capaz de obtener dinero para los míos con mi trabajo, antes que dejarles pasar más necesidades te lo pediría, pero por ahora puedo enviarles suficiente dinero, yo no gasto nada en mí.
—Sí, eso ya lo he visto. Y vamos a salir de compras, no te puedes negar a que te regale unas cuantas cosas, porque qué quieres que te diga, te pareces a la Cenicienta.
Unos días más tarde, el profesor Karl Schatzhauser telefoneó a Albert pidiéndole que fuera a verle inmediatamente. Insistió en que le acompañara Amelia.
Fueron a su casa al caer la tarde y allí se encontraron también con Max y otro hombre. Karl Schatzhauser no se anduvo con rodeos.
—Mi querida Amelia, Max me ha dicho que es usted amiga de Carla Alessandrini.
—En efecto —respondió Amelia, desconcertada.
—Quizá pueda ayudarnos a salvar a una joven.
—No le entiendo…
—Permítanme que les presente al padre Müller.
El profesor Schatzhauser se dirigió al hombre que hasta aquel momento se había mantenido en silencio. El sacerdote, que no aparentaba tener más de treinta años, parecía nervioso.
—El padre Müller es sacerdote católico, y miembro de nuestro pequeño grupo de oposición a Hitler. Naturalmente, está con nosotros a título personal, no como representante de la Iglesia católica.
Amelia y Albert miraron con interés al clérigo, quien, a su vez, les observó con preocupación.
—No hace falta que les explique la situación de los judíos alemanes, sometidos a persecución. De la noche a la mañana muchos de ellos desaparecen conducidos a campos de trabajo, sin que posteriormente sea posible obtener alguna información sobre la suerte que corren en esos lugares. Pues bien, una familia judía conocida del padre Müller tiene un problema y Max y yo hemos pensado que quizá ustedes nos puedan ayudar. Pero será mejor que el padre Müller les explique la situación.
El sacerdote carraspeó antes de comenzar a hablar y, mirando directamente a Amelia, explicó lo que esperaba de ella.
—Soy huérfano. Mi padre murió cuando era un niño y mi madre me sacó adelante junto a mi hermana mayor. Mi padre tenía un taller de encuadernación que nos daba para vivir holgadamente, incluso tenía un empleado. Cuando mi padre murió, mi madre se hizo cargo del negocio, y mi hermana mayor la ayudaba cuanto podía, pero no hace falta recordarles las penurias por las que ha pasado Alemania, y a la desgracia de la muerte de mi padre se unió que en el taller comenzó a faltar trabajo. Muy cerca del taller, en los alrededores de la Chamissoplatz, mis padres tenían unos amigos, los Weiss, que tenían un negocio de compraventa de libros. El señor Weiss, además de amigo, era cliente de mi padre, solía llevarle viejas ediciones para que las encuadernara. El señor Weiss no es judío pero su esposa, Batsheva, sí lo es. Tenían una sola hija, Rajel, de mi misma edad, se puede decir que crecimos juntos y para mí es como una hermana. Cuando mi padre murió, el señor Weiss ayudó a mi madre cuanto pudo y a pesar de las dificultades que él mismo tenía que afrontar, nunca dejó de ampararnos. Hace un año, el señor Weiss murió de un ataque al corazón y dos meses más tarde la Gestapo detuvo a Batsheva acusándola de vender libros prohibidos. No era verdad, pero se la llevaron y lo único que hemos podido averiguar es que la pobre mujer está en un campo de trabajo. Afortunadamente, el día que la Gestapo se presentó en la librería no estaba Rajel, de manera que se libró de que también se la llevaran. Desde entonces vive con mi madre, con mi hermana Hanna y conmigo, la tenemos escondida pero tememos por ella. No estaré tranquilo hasta que no la sepa fuera de Alemania, pero no es fácil para los judíos conseguir permisos para viajar. Hace un año el Gobierno canceló sus pasaportes… en fin, les supongo al corriente de lo que pasa. A través de unos amigos, que me aseguran que conocen a un funcionario, puede que consigamos un documento para Rajel, pero es necesario que alguien la respalde, que tenga un valedor para conseguir ese documento, y sobre todo que se la lleve de aquí. Max asegura que Carla Alessandrini le tiene a usted un gran aprecio, y ha pensado… Bueno, se nos ha ocurrido que si la señora Alessandrini se presentara como valedora de Rajel nos sería más fácil conseguir el permiso de viaje. Si la señora Alessandrini asegurara que quiere a Rajel como doncella, ayudante o lo que le parezca más conveniente, las autoridades quizá no se lo nieguen. Esto es lo que quería pedirles: que salven a Rajel, para mí es como una hermana y yo… yo se lo agradecería eternamente.
—Supongamos que Carla Alessandrini consigue que le den a Rajel ese permiso y podemos sacarla de Alemania. Después ¿qué? —preguntó Albert James.
—Sálvenla. Hagan lo posible por que pueda llegar a Estados Unidos, allí hay una comunidad judía en la que quizá encuentre algún apoyo, puede que localice a alguno de los parientes de su madre que hace años emigraron a Nueva York.
—No les prometo nada, pero se lo pediré a Carla. Ella es antifascista y aborrece a los nazis. Y si ella no pudiera hacerlo quizá podría intentarlo yo, al fin y al cabo soy española y Franco es aliado de Hitler. Incluso si Carla la saca de Alemania, yo puedo ayudar a pasar a Rajel a España y llevarla hasta Portugal —afirmó Amelia.
Cuando el padre Müller se marchó, Max y el profesor Schatzhauser se disculparon con Amelia y Albert.
—Sabemos —dijo Max— que os hemos puesto en una situación comprometida y debo confesar que la idea ha sido mía, por lo que os pido disculpas. Conozco desde hace algún tiempo al padre Müller, es un hombre bueno y me gustaría ayudarle, aunque para ello os haya metido a vosotros en el lío. Sobre todo a ti, Amelia, puesto que tú eres la amiga de Carla Alessandrini.
De regreso al hotel Amelia y Albert discutieron. A él le preocupaba que Carla se sintiera utilizada por Amelia y eso pudiera resquebrajar la amistad entre las dos mujeres, y él sabía lo importante que era Carla para Amelia.
Pero Albert no conocía qué clase de mujer era la Alessandrini, y en cuanto Amelia le expuso la situación no dudó ni un momento aceptar ayudar a Rajel, a pesar de que su marido, Vittorio, le pidió prudencia.
—¿Prudencia? ¿Cómo me pides prudencia cuando puedo ayudar a una pobre desgraciada? Lo haré, claro que lo haré, me presentaré en la policía solicitando el permiso de viaje para Rajel, diré que no puedo prescindir de sus servicios, que es una camarera extraordinaria. Aunque tenga que llamar a Goebbels para conseguir ese permiso… sacaremos a esa chica de aquí.
Amelia abrazó a su amiga y llorando le dio las gracias. Ella sabía que la diva tenía un gran corazón y no había dudado de que aceptaría hacer aquel favor tan peligroso.
Acompañada por el padre Müller y por la propia Rajel, Carla se presentó ante la oficina encargada de expedir los permisos de viaje de los judíos. Previamente, el funcionario del que dependía la tramitación había recibido un soborno en metálico, dinero facilitado por el propio Max.
Carla rellenó un sinfín de papeles, respondió a otro sinfín de preguntas absurdas y sobre todo se comportó más diva que nunca, sabiendo que eso podía impresionar a aquellos oficinistas. Cuando uno de los funcionarios insistió en que expedir el permiso llevaría tiempo, Carla, muy enojada, hizo una escena.
—¿Tiempo? ¿Cuánto tiempo cree que puedo quedarme en Berlín? Llamaré al ministro Goebbels para que resuelva este problema, y ya veremos si le gusta que ustedes me contraríen como lo están haciendo. ¡Pienso decirle que si esto no se resuelve, jamás volveré a cantar en Berlín!
Rajel obtuvo su pasaporte, en el que estamparon la palabra Jude.
Carla, Vittorio, Amelia y Albert, junto con Rajel, salieron de Berlín el 12 de octubre. Antes de dejar la ciudad, Amelia insistió a Max para que le ayudara a buscar a los Wassermann.
—No puedo creer que no hayas podido averiguar dónde están —se quejó Amelia.
—No puedo preguntar directamente, compréndelo, pero te aseguro que estoy haciendo lo imposible por averiguar su paradero.
—Cuando les encuentres tienes que ayudarles, ¡júrame que les sacarás de donde estén!
—Te doy mi palabra de honor de que haré cuanto pueda por ayudarles.
—¡Eso no es suficiente! ¡Tienes que sacarles del campo de trabajo o de donde estén!
—No puedo prometértelo, Amelia; si lo hiciera, te estaría mintiendo.
Sacar a Rajel de Berlín era sólo la primera parte del plan que habían ido elaborando los días previos. Irían en tren hasta París, y desde allí, Carla regresaría a Italia, mientras que Albert y Amelia llevarían a Rajel hasta la frontera con España. Amelia se había comprometido a pasar con ella a España acompañándola después hasta Portugal. Albert, por su parte, se encargaría no sólo de acompañarlas, sino de gestionar en la embajada británica los permisos necesarios para que Rajel pudiera viajar hasta Nueva York. Albert pensaba telefonear a su tío Paul James para que con su influencia, dado su cargo en el Almirantazgo, la embajada británica no se mostrara remisa a facilitar los documentos que necesitaba Rajel Weiss para viajar a América.
La presencia de Carla era el mejor salvoconducto. Los revisores, la policía, incluso la Gestapo no parecían desconfiar de la diva, tanto era así que a pesar de los temores de Albert, de Amelia, de Vittorio y de la propia Rajel, el viaje hasta la capital francesa transcurrió sin incidentes.
Rajel resultó ser una mujer de aspecto agradable, con el cabello castaño y los ojos del mismo color, tímida, dulce y muy culta; todos quedaron cautivados por su bonhomía.
En París, Carla y Vittorio se alojaron en el hotel Meurice, donde la diva había decidido pasar un par de días antes de continuar viaje hacia Roma. No era un capricho, sino la manera de dar tiempo a Amelia y a Albert para poder llegar a la frontera con España. Aunque no habían tenido ningún tropiezo hasta el momento, Carla pensaba que era mejor estar cerca por si les detenían a causa de Rajel.
En aquel momento en Francia cundía el desánimo. El país estaba oficialmente en guerra con Alemania y el primer ministro Édouard Daladier estaba empezando a ser superado por los acontecimientos.
Amelia había trazado un plan que consistía en llegar hasta Biarritz y desde allí continuar hasta la frontera con España, que pensaba pasar no a través de la aduana sino de los pasos que años atrás había conocido en sus excursiones con Aitor. Aún tenía fresca en la memoria la temporada en que había convalecido en el caserío del ama Amaya, y la amistad que allí había forjado con sus hijos Edurne y Aitor. Amelia se preguntaba si Aitor habría regresado de México y si en ese caso, viviría exiliado en el País Vasco francés. Si fuera así, estaba segura de que Aitor les ayudaría.
Albert condujo sin descanso hasta Biarritz, y cuando llegaron Amelia los llevó a casa de su abuela Margot. La anciana había fallecido tiempo atrás, pero Amelia confiaba en que Yvonne, su criada, conservara las llaves de la casa o siguiera viviendo en ella.
Cuando se acercaron a la casa, situada en la cornisa frente al mar, Amelia observó que las contraventanas estaban abiertas.
Pidió a Albert y a Rajel que la esperaran en el coche, puesto que no estaba segura de lo que se iba a encontrar.
Yvonne abrió la puerta y al principio pareció no reconocerla, luego la abrazó llorando.
—Mademoiselle Amelia, ¡qué alegría verla! ¡Dios mío, qué sorpresa!
La hizo pasar a la casa, y entre lágrimas le contó lo que Amelia ya sabía, que madame Margot había fallecido.
—Madame no sufrió, pero los últimos días estuvo muy agitada, parecía saber que iba a morir y se lamentaba de no poder despedirse de sus hijos ni de sus nietos, especialmente de usted y de mademoiselle Laura, que eran sus nietas favoritas.
Yvonne le explicó que madame Margot le había dado permiso para permanecer en la casa, segura de que sus hijos, cuando pudieran ir a Biarritz, continuarían manteniéndola a su servicio.
—La señora hizo testamento meses antes de morir; aquí tengo un sobre que me dio, está cerrado, pero madame me dijo que dentro estaba el nombre del notario al que don Juan y don Armando debían acudir. Madame era muy previsora y estaba muy preocupada por la guerra en España; me entregó una cantidad de dinero para que no me falte nada en la vejez y… bueno, aquí estoy, esperando que aparezca alguien de la familia Garayoa.
Amelia le explicó que estaba de viaje camino de España acompañada de unos amigos y que les vendría bien descansar y comer algo caliente.
También fue un alivio para Albert y Rajel encontrarse a salvo en aquella casa. Yvonne no necesitaba que le explicaran nada para darse cuenta de que algo importante sucedía y de que Amelia estaba en un apuro, y por la noche, cuando Rajel se retiró a descansar y Albert se quedó dormido de puro agotamiento, Yvonne se acercó a Amelia.
—Mademoiselle —dijo—, creo que tiene problemas, y si yo pudiera ayudar… Madame Margot confiaba en mí y usted sabe cuánto quiero a su familia, a usted la conocí apenas recién nacida, lo mismo que a su hermana Antonietta. Yo llegué a esta casa porque me trajo la madre de madame Margot, madame Amelie, de la que lleva usted su nombre…
—Lo sé, lo sé, Yvonne… ¡Claro que sé que puedo confiar en ti! Verás, vamos a pasar a España pero no por la frontera sino por los pasos de la montaña. ¿Recuerdas a Aitor, el hijo del ama Amaya? Él me enseñó senderos escondidos por donde sólo pasan las cabras.
—Muchos españoles han venido aquí huyendo de Franco, si usted los viera, ¡pobrecillos! No sé nada de Aitor, pero conozco a un español que se refugió aquí con su familia y que era del PNV. Un buen hombre, que trabaja mucho para dar de comer a sus hijos. Antes de la guerra parece que tenía un negocio, pero lo perdió todo al exiliarse. Suerte que estaba casado con una mujer de aquí y ahora trabaja en un hotel. Si usted quiere… no sé… quizá él sepa algo de Aitor…
—¡Cuánto te lo agradecería! Aitor podría sernos de gran ayuda, le vi hace unos meses en México y parecía dispuesto a regresar para ayudar a los refugiados, ¡ojalá lo haya hecho!
—Mañana iré temprano a ver a ese hombre, a las siete ya está en la recepción del hotel.
Yvonne cumplió lo prometido, y dijo a Amelia que el hombre del PNV iría a visitarles aquella misma tarde cuando terminara su jornada de trabajo. Albert había decidido dejar hacer a Amelia, aunque tenía dudas; pensaba que no era prudente confiar en un extraño.
A las seis y media de la tarde Patxi Olarra se presentó en la casa. Albert calculó que tendría unos cincuenta años. Parecía un hombre vigoroso y tenía el cabello totalmente blanco.
Amelia le preguntó si conocía a Aitor Garmendia, dándole detalles de quién era, dónde estaba situado el caserío familiar y que la última vez que le había visto fue en México como secretario de un dirigente del PNV en el exilio.
Olarra escuchó en silencio y se tomó su tiempo antes de hablar.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó a bocajarro.
—¿Querer? Nosotros no queremos nada, soy amiga de Aitor desde la infancia…
—Ya, pero ¿qué quiere de él? —insistió Olarra.
—Ya le he dicho que me gustaría saber si está por aquí, y si es así, verle. Supongo que los exiliados del PNV se mantendrán en contacto, sabrán los unos de los otros…
—Veré qué puedo hacer por usted.
Patxi Olarra se levantó de la silla y haciendo una inclinación de cabeza salió de la casa sin decir una palabra más.
—¡Qué hombre tan extraño! —comentó Albert.
—Los vascos son gente de pocas palabras, si tienen que hacer algo lo hacen y ya está —respondió Amelia.
—No sé si es amigo o nos va a traicionar —dijo Albert preocupado.
—No sabe nada de nosotros, no ha visto a Rajel.
—Ya, pero… no sé… me inquieta.
—Es un buen hombre, se lo aseguro —terció Yvonne.
Pasaron dos días sin que tuvieran ninguna noticia de Olarra, y Amelia decidió que no esperarían más e intentarían cruzar por sus propios medios a España.
—Pero ¿estás segura de que te acuerdas de los pasos de los que te habló Aitor? —le preguntó Albert con preocupación.
—Claro que sí —respondió Amelia con más seguridad de la que de verdad tenía.
Rajel, por su parte, se había confiado a Amelia de tal manera que a pesar de tener más edad dependía de ella como si de una niña se tratara.
Amelia había organizado la marcha para el día siguiente, de manera que les propuso acostarse pronto y descansar.
—Los pasos de la montaña no son fáciles, y es mejor que descansemos.
Aún no se habían ido a dormir cuando alguien llamó al timbre. Se pusieron tensos, en guardia. Yvonne mandó a Rajel al piso de arriba, mientras ella acudía a abrir la puerta.
Fuera, alguien preguntó por Amelia y ella al reconocer aquella voz gritó de alegría.
—¡Has venido! ¡Aitor!
—No creas que es fácil andar de un lado a otro —respondió Aitor mientras abrazaba a su amiga.
Estuvieron hablando durante un buen rato. Aitor les explicó que su jefe había decidido enviarle de regreso para que sirviera de enlace entre los que escapaban y los que ya habían logrado organizarse en el exilio.
—Procuramos ser discretos para no comprometer demasiado a las autoridades francesas, porque aunque Francia está en guerra contra Alemania no ha roto con España, de manera que tenemos que andarnos con cuidado. No imagináis los cientos de miles de refugiados que hay en los campos y en qué condiciones… Nosotros procuramos ayudar a algunos de los nuestros y pasar a gente, pero es complicado.
—Precisamente queremos cruzar a España por uno de esos pasos de la montaña de los que tú me hablaste, tenemos que salvar a alguien…
Amelia le explicó a Aitor la historia de Rajel y cómo intentaban llegar a Lisboa.
—No será fácil, y menos en esta época del año, estamos casi en invierno y hay nieve. Además, los soldados y la policía de Franco están por todas partes.
—Pero vosotros utilizáis los pasos, ¿cómo si no sacáis a la gente de España?
Aitor se quedó en silencio. No quería defraudar a Amelia pero por otra parte temía poner a su organización en peligro intentando algo tan rocambolesco como introducir a una judía en territorio español con el fin de atravesar todo el país para llegar a Portugal. Si las detenían y las torturaban confesarían por dónde, cómo y con quién habían cruzado y quedarían al descubierto.
—No tengo autoridad para tomar esta decisión, debo consultar con mis superiores —concluyó Aitor.
—No hace falta que consultes, si no quieres ayudarme no lo hagas. Mañana nos vamos, si tú no vienes lo intentaremos nosotros.
—¡Por favor, Amelia, no hagas locuras! Os perderíais en la montaña y más en esta época del año. No es un juego, ni una excursión campestre.
—No podemos continuar aquí, cada día que pasa Rajel corre más peligro. Su única oportunidad es llegar a Portugal.
—Puede que consiga un permiso de residencia en Francia… al fin y al cabo están en guerra con Alemania.
—¿Te estás burlando de mí? ¿Debo recordarte dónde están los refugiados españoles? ¿Quieres que te hable de la política respecto a los judíos? Márchate, Aitor, no quiero comprometerte más, tú libras tu propia guerra y Rajel no es parte de ella, no tienes por qué ayudarnos.
—Si algo sale mal te juegas la vida —le advirtió Aitor.
—Lo sé, lo sabemos, pero no tenemos otra opción.
Aitor se marchó malhumorado. No había logrado hacer entrar en razón a Amelia, convencerla de que los pasos de pastores en las montañas eran muy peligrosos.
Tampoco Albert pudo convencer a Amelia para intentar encontrar otra solución.
—Yo me voy mañana con Rajel y te aseguro que lograré llegar al otro lado —respondió con ira a los razonamientos de Albert.
A las tres de la madrugada, cuando Amelia, Rajel y Albert se despedían de Yvonne oyeron unos golpes secos en la puerta. La vieja criada fue a abrir y se sorprendió al ver a Aitor.
—Eres terca como una mula, de manera que no tengo más remedio que ayudarte o de lo contrario conseguirás que la policía descubra los pasos para cruzar la muga —dijo el hombre.
Amelia le abrazó, agradecida.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias!
—¿Estáis bien preparados? Necesitáis ropa de abrigo o de lo contrario moriréis congelados.
—Creo que llevamos todo lo que necesitamos —aseguró Albert.
La primera noche durmieron al aire libre; luego en pequeños refugios de pastores. Aitor abría la marcha con paso seguro a pesar de la oscuridad, y Albert la cerraba. Amelia y Rajel caminaban en silencio, sin quejarse de la dureza del terreno ni del temor que les producían los sonidos de la noche.
—Nos queda muy poco para entrar en España, y es mejor hacerlo sin luz —les anunció Aitor de madrugada.
—¿Cuánto falta? —preguntó Albert.
—No más de quince kilómetros. Luego iremos al caserío de mis abuelos. Allí nos están esperando.
Amelia vislumbró la figura de Amaya dibujándose en la puerta del caserío y corrió hacia ella llorando. Se abrazó a su ama y la mujer la cubrió de besos.
—¡Querida Amelia, qué guapa estás! ¡Cómo has cambiado! ¡Dios mío, pensé que nunca más volvería a verte!
Pasaron al interior del caserío, del que Amelia guardaba recuerdos entrañables, y se sintió apesadumbrada al enterarse de que el abuelo había muerto y al ver que la abuela yacía enferma en la cama.
—Ya ni siquiera habla —murmuró el ama Amaya señalando a la anciana, que parecía no reconocerles.
Amaya les preparó de comer y dejó escapar una carcajada al ver la expresión de Albert al beber un tazón de leche.
—¿No te gusta? Entonces es que nunca has tomado leche de verdad, está recién ordeñada.
—¿Qué sabes de mi familia?
—Edurne escribe de vez en cuando, pero con mucho miedo, ya sabes que ahora abren las cartas y la policía sospecha de todos. Tu hermana Antonietta parece que mejora; en cuanto al hijo de Lola, continúa en casa de tus tíos porque su abuela sigue en el hospital. Don Armando tiene trabajo, y tu prima Laura parece que está contenta en el colegio. Mi Edurne les sirve bien, no te preocupes.
—Supongo que no te contará nada de mi hijo Javier ni de Santiago…
—A tu hijo lo ven de lejos y es un niño hermoso al que no le falta de nada. Águeda lo cuida y lo lleva muy limpio. ¿No vas a buscar un teléfono para llamarles?
—¡Pues claro que no! —interrumpió Aitor—. Es mejor que sea discreta, y cuanto más inadvertida pase, mejor; la policía controla todas las llamadas.
—Sí, tienes razón —admitió Amelia.
—Ahora os diré cómo llegar a Portugal. Tengo un amigo que se dedica a la chatarra, va y viene por todas partes con una camioneta pequeña. Os llevará a Portugal, aunque tendréis que pagarle. El viaje es largo y os pueden detener, de manera que no os va a salir barato, ¿tenéis dinero?
Albert aseguró que pagarían lo que fuera necesario y Aitor le miró reconociendo que no era un hombre común. Se preguntó si Amelia estaría enamorada de él y llegó a la conclusión de que no, aunque era evidente que hacían una buena pareja.
No había pasado ni media hora cuando José María Eguía, el chatarrero, se presentó en el caserío. Aitor salió a recibirle en cuanto oyó el ruido del motor de la camioneta.
Eguía exigió dinero por adelantado para llevarles hasta Portugal.
—Si me meto en lío —dijo—, al menos quiero sacar unas pesetas, que buena falta me hacen. Tengo mujer, tres hijos y a mi suegra viviendo con nosotros y poco que echar al puchero. Además, si uno hace un trabajo tiene que cobrarlo, ¿no?
No le discutieron ni una peseta y se despidieron de Aitor y de Amaya.
—Gracias, no olvidaré nunca lo que has hecho por mí —le dijo Amelia.
—Tened cuidado, Albert y tú tenéis los pasaportes en regla, pero la chica judía… No sé qué harían con ella si os parase la policía.
—Tendremos cuidado, no te preocupes.
—Podéis confiar en Eguía. Es buena persona, aunque un poco bruto. Sus abuelos tenían el caserío cerca de aquí, cuando éramos pequeños jugábamos juntos.
—¿Es del PNV? —Quiso saber Amelia.
—No, a éste no le interesa la política.
Apenas cabían en la camioneta. Albert se sentó al lado de Eguía y Amelia y Rajel se acomodaron en la parte de atrás, entre un montón de chatarra, pero ninguna de las dos mujeres se quejó.
—¿Crees que lograremos llegar a Portugal? —preguntó tímidamente Rajel a Amelia.
—Ya verás cómo lo conseguimos. El viaje es largo y con estas carreteras más… pero llegaremos y Albert te ayudará a viajar a Estados Unidos.
Rajel la miró agradecida por aquellas palabras de ánimo. El viaje no fue fácil y pronto fue evidente que la camioneta estaba en peor estado de lo que parecía. En Santander se les pinchó una rueda, y Eguía después de desmontarla les dijo que estaba inservible y tendrían que comprar otra.
—Pero ¿no lleva usted una rueda de repuesto? —preguntó Albert con cierta alarma en la voz.
—¡Quia! ¿De dónde voy a sacar yo una rueda de repuesto? Aquí no tenemos para nada.
Finalmente encontraron un viejo taller donde eligieron una rueda ya usada que, naturalmente, Albert pagó.
—Si la tengo que pagar yo el viaje no me sale a cuenta —explicó Eguía a modo de excusa.
Compraban pan y lo que encontraban y comían y dormían en la camioneta. Albert se ofreció a conducir, y aunque Eguía al principio se negó terminó por aceptar para poder descansar.
—¡Menudo viajecito! Si lo sé les pido más por traerles —se quejó el chatarrero.
Albert James escribiría posteriormente algunos artículos sobre la España de la posguerra, en los que relataba que había encontrado un país que carecía de todo y en el que el miedo había sellado la voz de la gente.
Explicó que cuando paraban a tomar un café en cualquier bar, o a echar gasolina, o cuando entraban en alguna tienducha de mala muerte a comprar pan, se encontraban con un muro ante cualquier intento de obtener una opinión sobre la marcha de la situación política.
También le sorprendían los discursos exageradamente patrióticos de los nuevos jerarcas, pero, por encima de todo, le sobrecogía el hambre. En un artículo escribió que en aquellos años los españoles llevaban dibujado el hambre en el rostro.
Nada más entrar en Asturias, la camioneta se paró en medio de un puerto de montaña. Tuvieron que bajarse y entre todos empujarla fuera de la carretera, donde Eguía intentó arreglarla.
—¡Uf, esto está fatal! —exclamó tras observar el motor.
—Pero ¿lo podrá arreglar? —preguntó Amelia.
—Pues no lo sé, puede que sí o puede que no.
Tuvieron suerte. Unos cuantos camiones del Ejército pasaron por el lugar y Eguía les hizo señas para que pararan.
El capitán que mandaba el grupo de los cuatro camiones resultó ser un hombre afable.
—Yo de esto no sé mucho, pero el sargento es un manitas y ya verá como arregla el motor.
Amelia rezó para que no les pidieran la documentación. Sobre todo temía que hicieran cualquier pregunta a Rajel, ya que ésta sólo hablaba alemán, o a Albert, que aunque hablaba español no lo hacía con fluidez. Al principio el capitán no mostró un interés especial en las dos mujeres, pero sí por Albert.
—¿Y usted de dónde es? —le preguntó.
—Soy estadounidense.
—¡Vaya! ¿No será usted de los que vinieron con las Brigadas Internacionales? —dijo riéndose.
—No, claro que no.
—Se le nota, hombre, se le nota, usted tiene aspecto de pudiente, de ser uno de esos americanos a los que le sobran los dólares.
—El dinero nunca sobra —respondió Albert por decir algo.
—¿Y esas chicas?
—Mi esposa y su hermana.
—Ya tiene usted mérito en aguantar a la mujer y a la cuñada.
—Son buenas personas —respondió Albert, que no entendía del todo las bromas del capitán.
—No se fíe, las mujeres son iguales en todas partes.
—¡Ya está, mi capitán! —les interrumpió el sargento—. La avería no era tan gorda como parecía.
El capitán dudó, eso de encontrarse a un estadounidense en Asturias le sonaba raro, pero recordó que España no tenía nada contra los americanos, de manera que optó por desearles buen viaje.
—¡Vayan con cuidado!
Tres días más tarde llegaron a Portugal. Eguía les dijo que pasarían la frontera por un pueblo donde apenas había vigilancia.
—El pueblo está pegado a la frontera; los vecinos ven Portugal desde sus ventanas y pasan al otro lado persiguiendo a las gallinas.
—Pero ¿está seguro de que aquí no hay guardias? —preguntó Amelia con recelo.
—Estoy seguro; además aquí tengo un amigo que nos ayudará.
El amigo de Eguía se llamaba Mouriño, al parecer se habían conocido en la mili y habían congeniado hasta el extremo de hacer negocios de contrabando esquivando la frontera, el uno con Francia y el otro con Portugal. Al acabar la guerra volvieron a las andadas.
Mouriño les invitó a comer pan con queso y un vaso de vino, mientras él y su amigo Eguía hablaban de negocios. El vasco descargó la chatarra, y Mouriño lo llevó al corral donde, bajo una lona, guardaba unos cuantos paquetes para que los llevara a San Sebastián.
—Es tabaco inglés —explicó—. A los franceses les encanta.
Nadie les preguntó nada y pasaron a Portugal sin encontrar ni un solo guardia.
—¡Esto es increíble! No podía imaginar que pasaríamos la frontera tan fácilmente —exclamó Albert.
—No se crea que es fácil, es que este pueblo está alejado de los pasos fronterizos y si tienes suerte no encuentras a ningún guardia y pasas sin problema. Por aquí hay mucho contrabando.
—Pensaba que vendía chatarra…
—Y más cosas.
En Lisboa buscaron una pensión cerca del puerto que les recomendó el propio Eguía.
—No es gran cosa, pero las sábanas suelen estar limpias y lo más importante: no hacen preguntas.
Aquella noche, por fin, tomaron un plato caliente de comida y durmieron entre sábanas, si bien menos limpias de lo que Eguía les había asegurado.
A la mañana siguiente, Albert telefoneó a su tío Paul.
—¿Se puede saber dónde estás?
—Ahora en Lisboa, pero antes he atravesado media Francia y otra media España para llegar aquí.
—Vaya, no sabía que te gustaba tanto viajar —respondió su tío con un deje de ironía.
—Ni yo tampoco. Verás, tío Paul, necesito tu ayuda.
—Ya me extrañaba a mí esta llamada. Y bien, ¿qué sucede?
—Tengo una amiga, una persona muy especial…
—¿Amelia Garayoa?
—No, no se trata de ella, aunque está aquí conmigo. Es una persona que conocí en Berlín, se llama Rajel Weiss y es judía.
—Ya. ¿Y qué es lo que quieres?
—Que nuestra embajada le facilite algún documento o permiso para que pueda viajar a Estados Unidos.
—Querrás decir a Inglaterra.
—No, quiero decir a Estados Unidos, tiene familia allí.
—Como ya supondrás, no puedo hacer nada.
—¡Por favor, sé que puedes! No te lo pediría si no fuera importante. ¿Sabes lo que está pasando con los judíos en Alemania?
—Ya sé que a Hitler no le gustan los judíos, pero no podemos acoger a todos los que intentan huir de Alemania.
—No te estoy pidiendo un imposible, sólo un salvoconducto para sacarla de aquí.
—No puedo hacer excepciones.
—¡Claro que puedes! Sólo pretendo que Rajel llegue a Estados Unidos.
—¿Y cómo sabes que allí la admitirán?
—Si tú me consigues el salvoconducto yo me encargo de resolver el problema con la aduana de Nueva York.
—Me gustaría ayudarte, pero no puedo.
—¿Sabes lo que eso significa? Hemos atravesado media Europa para llegar hasta aquí. Te aseguro que no ha sido fácil, sin Amelia y sin Carla Alessandrini no lo habríamos conseguido.
—¿Carla Alessandrini? ¿Te refieres a la gran diva de la ópera?
—Sí, una mujer muy valiente y decidida, gran amiga de Amelia.
—¡Vaya, vaya! Tu amiga Amelia es una caja de sorpresas.
—¿Vas a ayudarme o no?
—Veré si puedo hacer algo, pero tened cuidado: en Lisboa hay agentes nazis por todas partes.
—E imagino que también británicos.
—Me encanta tu fe en nosotros. Dame un número donde pueda encontrarte.
Paul James telefoneó a su sobrino veinticuatro horas más tarde, tras librar una tensa discusión con sus superiores mientras trataba de conseguir un salvoconducto para Rajel Weiss. Si les convenció fue porque, les dijo, esperaba obtener un rédito del favor a su sobrino.
Albert, acompañado de Amelia y Rajel, se presentó en la embajada británica. Allí preguntaron por el hombre al que les había dirigido Paul James. Para Albert fue evidente que se trataba de un oficial de Inteligencia. El hombre escuchó pacientemente la historia de Rajel y mostró más interés al conocer los detalles de la fuga de Berlín, sobre todo por los contactos que parecía tener Amelia. Ésta llegó a sentirse incómoda ante las preguntas de aquel hombre, que parecía estar interrogándola.
—Y si nosotros no pudiéramos facilitarle el salvoconducto, ¿qué harían? —preguntó el hombre esperando que fuera Amelia quien respondiera.
—No le quepa la menor duda de que cualquier cosa antes que abandonar a Rajel. Ustedes no son nuestra única carta a jugar —respondió desafiante.
El hombre les despidió diciéndoles que en un par de días tendrían noticias suyas, y también les dijo que procuraran no llamar la atención en Lisboa.
—Forman ustedes un trío en el que es difícil no fijarse.
Prácticamente no salieron de la pensión. Albert pagaba a la patrona para que les hiciera la comida y a lo más que se atrevían era a dar algún paseo cerca del mar.
Dos días más tarde, el hombre de la embajada telefoneó a la pensión y les citó en un bar próximo.
—Bien, aquí están los documentos para la señorita Weiss, de usted dependerá que la admitan una vez llegue a Nueva York.
—Gracias… —dijo Albert tendiendo la mano al hombre de la embajada.
—No me las dé a mí sino a su poderoso tío. ¡Ah!, por cierto, me ha pedido que le telefonee cuanto antes, creo que espera verle pronto en Londres.
Albert compró un pasaje para Rajel en un barco que salía al día siguiente con destino a Nueva York. Era un mercante que admitía pasajeros, de manera que la travesía no le iba a resultar demasiado incómoda a Rajel y pasaría más inadvertida a su llegada a Estados Unidos.
También pagó al capitán para que cuidara de Rajel.
Amelia se despidió entre lágrimas de Rajel. Había llegado a apreciar sinceramente a aquella muchacha tímida y silenciosa. Antes de subir al barco Rajel se quitó un anillo y se lo entregó a Amelia.
—Así no te olvidarás de mí… —le dijo mientras le colocaba el anillo en el dedo.
—¡Claro que no lo haré! Por favor conserva el anillo, es de oro y esas piedras… Es muy valioso, y si las cosas van mal puedes necesitarlo.
—No, aunque me muriera de hambre nunca vendería este anillo. Era de mi abuela, la madre de mi padre. Él me lo dio cuando cumplí dieciocho años. Quiero que lo tengas tú.
—¡Pero no puedo aceptarlo!
—Si lo tienes será como si continuáramos juntas. ¡Por favor, no lo rechaces!
Se abrazaron y Albert tuvo que separarlas para que Rajel embarcara.
—No te preocupes, cuando llegues a Nueva York te estarán esperando, no tendrás ningún problema para pasar la aduana —le prometió Albert.
Cuando vio que el barco zarpaba del puerto, Amelia sintió el escalofrío de la soledad. Albert le echó un brazo por los hombros para reconfortarla. Estaba perdidamente enamorado de Amelia y no había nada que no fuera capaz de hacer por complacerla.
—¿Qué haremos ahora? —le preguntó más tarde cuando llegaron a la pensión.
—Ir a Londres. Tengo que pedir a mi padre que hable con algunos amigos que pueden facilitar la entrada de Rajel en Estados Unidos. Mi padre es amigo del gobernador, de manera que si se interesa por Rajel ella no tendrá problemas. También quiero telefonear a un amigo de la infancia que trabaja en la oficina del alcalde. Además, el hombre de la embajada nos dijo que el tío Paul quería vernos cuanto antes en Londres y después de este favor no puedo negarme.
—¿Qué querrá tu tío?
—Cobrarse el favor que nos ha hecho.
—Pero ¿cómo?
—Eso aún no lo sé, pero estoy seguro de que el precio será alto.
—Yo… siento haberte puesto en esta situación.
—No has sido tú, Amelia. Salvar a Rajel ha sido una cuestión de decencia. Desgraciadamente no podemos ayudar a todos los que lo necesitan. Además, fue el doctor Schatzhauser y Max quienes nos pidieron a ambos que ayudáramos a Rajel, y no olvidemos que sin Carla no habríamos podido.
—Me gustaría ir a Madrid… Estamos tan cerca…
Albert dudó, pero se mantuvo firme en su decisión de viajar de inmediato a Londres.
—Lo siento, Amelia, pero después de lo que ha hecho no puedo desairar a mi tío.
—Tienes razón, ya iremos más adelante.
—Te lo prometo.