Llegué a Londres una mañana en la que ni llovía, ni había niebla, ni hacía frío. No es que luciera el sol, pero al menos el ambiente me resultó más agradable que en otras ocasiones. En realidad sólo había estado en Londres una vez cuando era un adolescente y mi madre se empeñó en enviarme a un viaje de ésos de intercambio para que practicara el inglés.
El mayor William Hurley me pareció un viejo gruñón, al menos por teléfono.
—Venga a verme mañana a las ocho en punto y no se retrase; ustedes los españoles tienen la curiosa costumbre de llegar tarde.
Me fastidió esa alusión a que los españoles somos poco puntuales, y me dije que le preguntaría a cuántos españoles conocía y si todos ellos habían llegado tarde a sus citas.
A las ocho en punto de la mañana llamé al timbre de una mansión victoriana situada en Kensington. Me abrió una doncella muy joven perfectamente uniformada. La chica debía de ser caribeña porque a pesar de la rigidez que se respiraba en el umbral de la puerta me sonrió ampliamente y me dijo que anunciaría sin demora mi llegada al mayor.
William Hurley me esperaba sentado junto a la chimenea en una inmensa biblioteca. Parecía distraído mirando cómo ardía un leño, pero enseguida se puso en pie y me tendió una mano que resultó ser de acero porque casi me aplasta los dedos.
—Le recibo a petición del señor Dupont —me recordó.
—Y yo se lo agradezco, mayor Hurley.
—El señor Dupont me ha adelantado que quiere usted información sobre la familia James, ¿es así?
—Efectivamente, tengo interés en conocer todo lo referente a un miembro de esa familia, Albert James, que según tengo entendido tenía familiares en el Foreign Office y en el Almirantazgo.
—Así es, de lo contrario no estaría usted aquí.
—¿Cómo dice?
—Joven, he dedicado buena parte de mi vida a estudiar archivos militares, sobre todo los concernientes a la Segunda Guerra Mundial, y efectivamente un James sirvió en el Almirantazgo durante aquella época. Lord Paul James era un oficial encargado de una de las secciones del contraespionaje, y precisamente uno de sus nietos se casó con lady Victoria, sobrina de mi esposa. Lady Victoria, una mujer notable, es una gran jugadora de golf, además de historiadora. Ella ha puesto en orden todos los archivos de su familia y también los de la familia de su esposo. Bien —concluyó—, ¿qué es lo que está buscando?
Le expliqué quién era y le conté que al parecer una amante de Albert James, Amelia Garayoa, era mi bisabuela, y que mi único interés era reconstruir su historia para la familia.
—Una mujer singular, su bisabuela.
—¡Ah! Pero ¿sabe usted algo sobre ella?
—Yo no tengo tiempo que perder. El señor Dupont me telefoneó pidiéndome que le recibiera y explicándome el motivo de su investigación, de manera que he estado mirando en los archivos del Almirantazgo, los que son públicos, pues aún hay mucho material clasificado que naturalmente nunca saldrá a la luz. Hubo una agente libre, una española, Amelia Garayoa, que colaboró con el Servicio Secreto británico durante la Segunda Guerra Mundial. Su valedor fue Albert James, sobrino de lord Paul James, que también fue un agente, y de los mejores, diría yo.
Me quedé petrificado. Mi bisabuela no cesaba de darme sorpresas.
—¿Una agente libre? ¿Qué significa eso? —pregunté intentando recuperarme de la sorpresa.
—No era inglesa, no pertenecía a ningún Cuerpo, pero al igual que muchas otras personas de toda Europa colaboró con los servicios de Inteligencia para derrotar al nazismo. En la guerra hubo dos frentes, y el de la Inteligencia fue tan importante como el militar.
El mayor Hurley me dio una lección magistral sobre el funcionamiento de los servicios secretos durante la Segunda Guerra Mundial. El hombre parecía disfrutar exhibiendo sus extensos conocimientos y yo le escuché muy atento. Como periodista, una lección que tengo bien aprendida es que nadie se resiste a que le escuchen con atención. En realidad la gente está muy necesitada de hacerse oír, y si uno tiene la paciencia y la humildad de escuchar sin interrumpir puede enterarse de las cosas más insólitas.
A las diez en punto la doncella caribeña golpeó suavemente la puerta para anunciarle al mayor que tenía un coche esperándole en la puerta.
—¡Ah! Tengo una cita con un viejo amigo en el club. Bien, joven, creo que le pediré a lady Victoria que le reciba, puede que ella le dé información sobre los aspectos más… más… digamos personales de la relación entre Albert James y Amelia Garayoa. Por mi parte, yo le pondré al tanto de lo que fue su actividad como agente. Le llamaré a su hotel.
Salí de la casa del mayor Hurley entusiasmado. La historia de Amelia Garayoa estaba adquiriendo una perspectiva insospechada.
Lady Victoria me recibió dos días más tarde. Resultó ser una mujer atractiva aunque debía de tener más o menos la edad de mi madre.
Alta, delgada, con el cabello cobrizo, ojos azules, piel blanquísima esmaltada de pecas y con la elegancia típica de las mujeres de clase alta a las que todo lo que tienen nada les ha costado, por más que lady Victoria hubiera sido una alumna destacada en la Universidad de Oxford y se hubiese licenciando en historia.
—¡Qué empeño tan loable el suyo, investigar el pasado de su bisabuela! Sin raíces no somos nada, es como si no tuviéramos los pies firmes sobre la tierra. Debe de ser terrible no saber quién es uno, y claro, eso sólo podemos saberlo si conocemos la historia de nuestros mayores.
Hice un esfuerzo para no responder a su perorata clasista, pero me callé porque la necesitaba.
—Sepa, joven, que en los archivos familiares he encontrado un montón de cosas sobre su bisabuela. Cartas, referencias sobre ella en el diario de la madre de Albert James; en fin, creo que lo que le voy a contar puede ser de alguna utilidad para usted. Aunque naturalmente, el tío William será quien le cuente la parte más sustanciosa. ¡Qué emocionante saber que su bisabuela fue una espía y que se jugó la vida luchando contra los nazis! Querido, pese a todo debe sentirse usted orgulloso de contar en su familia con una mujer como ella.
Al igual que con el mayor William dejé que la aristócrata tomara las riendas de la conversación. Lo mejor era escuchar; además, lady Victoria no había sido educada para que nadie la interrumpiera. Encendió un cigarrillo y comenzó a hablar.
Albert James y su bisabuela llegaron a Londres a mediados del mes de julio de 1939. Precisamente un mes antes se había aprobado la creación del Ejército de Tierra femenino… pero no nos desviemos del asunto. Se instalaron en la casa que Albert tenía en Kensington, un piso típico de soltero, amplio y agradable. Los padres de Albert tenían una casa muy cerca de la de su hijo, bueno, en realidad la casa continúa existiendo, precisamente ahora vive en ella un nieto suyo. No ponga usted esa cara de sorpresa. Ya le hablaré del nieto, pero ahora eso no es lo importante.
Los padres de Albert estaban en ese momento en la casa familiar en Irlanda, en Howth, cerca de Dublín, donde solían acudir todos los veranos a pesar de que el resto del año vivían en Estados Unidos. No sé si lo sabrá, pero los James pertenecen a una antigua familia de la nobleza rural. Paul James era el hermano mayor y fue quien heredó la casa familiar; el padre de Albert, Ernest, decidió ir a Estados Unidos a hacer fortuna, ¡y vaya si la hizo! Se convirtió en un comerciante próspero, pero nunca rompió con sus raíces y, cuando ya de mayor enfermó, regresó a Irlanda para morir. Ernest hubiese querido que su hijo naciera en Irlanda, pero nació antes de tiempo, ya sabe, prematuro, de manera que tuvo que conformarse con que su hijo fuera neoyorkino. Bueno, tampoco está mal nacer en Nueva York, ¿no cree?
Albert escribió a su madre anunciándole que iría a Irlanda acompañado de Amelia Garayoa; precisamente he encontrado la carta entre los papeles de lady Eugenie, que así se llamaba la madre de Albert. Durante los días que estuvieron en Londres no permanecieron inactivos. Puede imaginar la situación política de aquel momento: ya sabe que Chamberlain hizo todo lo posible por contemporizar con Hitler convencido de que era lo mejor, y se equivocó, claro. El tío de Albert, Paul James, hermano de su padre, trabajaba en el Almirantazgo.
Paul James invitó a su sobrino y a la bellísima Amelia a cenar en su casa junto a otros amigos, la principal conversación giró en torno a las intenciones de Hitler. Entre los invitados había quienes estaban convencidos de que Alemania terminaría provocando una guerra en Europa y quienes, ingenuamente, creían que era posible frenarlo. Pero quizá lo más destacado de aquella velada fue que Amelia Garayoa se encontró con un viejo amigo, Max von Schumann, a quien acompañaba su esposa, la baronesa Ludovica von Waldheim. No crea que lo que le cuento son suposiciones, es que estoy emparentada con los James y precisamente mi abuela asistió a aquella cena; ella solía hablarnos a los nietos de aquellos años de la guerra.
Albert presentó a Amelia como su ayudante, no se atrevió a más puesto que ella estaba casada, pero para todos fue evidente que la relación entre ambos era algo más que profesional.
Su bisabuela era una mujer muy bella, eso lo sé porque he visto algunas fotos suyas que aún se conservan en los archivos de la familia, y al parecer los asistentes a la cena quedaron rendidos ante ella. Guapa, inteligente, políglota, no parecía española. No se ofenda, pero mujeres de la categoría de su bisabuela, y sobre todo españolas, no eran habituales en aquel tiempo.
Lo último que esperaban tanto Max von Schumann como Amelia Garayoa era encontrarse en aquella discreta y exclusiva cena en casa de Paul James.
—¡Amelia, qué alegría! Permite que te presente a mi esposa Ludovica, la baronesa Von Waldheim. Ludovica, ésta es Amelia, ya te he hablado de ella; nos conocimos en Buenos Aires en casa de mis amigos, los Hertz.
Ludovica estrechó la mano de Amelia y a nadie se le escapó que las dos mujeres se midieron con la mirada. Ambas rubias, delgadas, elegantes, de ojos claros y muy bellas… parecían dos valkirias.
Si para Albert fue una sorpresa que Amelia conociera al alemán, mucho más lo fue para su tío Paul James.
Max von Schumann estaba en Londres con un cometido secreto: intentar convencer al Gobierno británico para que cortaran las alas a Hitler. Von Schumann representaba a un grupo de oposición al nazismo integrado por algunos intelectuales, activistas cristianos y unos pocos militares que llevaban tiempo intentando sin éxito que las potencias occidentales dejaran de contemporizar con Hitler y asumieran que representaba un peligro para la paz en Europa. El grupo no era muy numeroso pero sí muy activo, y en uno de sus últimos y desesperados intentos por conseguir la atención de Gran Bretaña había enviado a Von Schumann a Londres.
Max von Schumann era militar y pertenecía al cuerpo médico del Ejército, lo que añadía un valor sustancial al hecho de que estuviera allí.
Amelia presentó a Albert a Max y a su esposa Ludovica, y durante un rato los cuatro intercambiaron generalidades. A todos se les hizo evidente que Schumann buscaba la oportunidad de conversar a solas con Amelia, pero Ludovica no estaba dispuesta a facilitar a su marido semejante ocasión.
Paul James se dio cuenta enseguida de las cualidades de Amelia, y aunque no dijo nada en aquel momento, sí pensó que la española podía ser de gran utilidad en el futuro si al final se declaraba la guerra, tal y como él estaba convencido que sucedería.
—Albert, ¿qué planes tienes? —preguntó lord Paul James a su sobrino.
—Por lo pronto, escribir unos cuantos reportajes sobre España, y después ir a ver a mis padres a Irlanda. Quiero que conozcan a Amelia.
—¿Puedo preguntarte si estáis comprometidos?
Albert carraspeó incómodo, pero decidió decir la verdad a su tío.
—Amelia está casada, separada de su marido, y me temo que por el momento no podemos formalizar nuestro compromiso. Pero estoy enamorado de ella. Es una mujer especial: fuerte, inteligente, decidida… Ha tenido que superar situaciones terribles, si hubieras visto lo que fue capaz de hacer en la Unión Soviética por salvar de la muerte a un hombre… A su padre lo fusilaron los franquistas, y ha perdido algunos de sus familiares en la guerra… En fin, no ha tenido una vida fácil.
—Tu madre se llevará un disgusto, ya sabes que quiere verte casado… y, bueno, mejor que te lo diga: ha invitado a lady Mary y a sus padres a pasar las vacaciones en Irlanda. Por lo que sé, parten mañana de Londres camino de vuestra casa.
Paul James no podía haber dado peor noticia a su sobrino, aunque en ese momento lo que menos le preocupaba eran los contratiempos sentimentales de Albert. Convencido de que la guerra era inminente, tenía planes en los que esperaba contar con Albert.
—Después de las vacaciones, ¿tienes previsto ir a algún otro lado? —le preguntó.
—Quizá a Alemania, me gustaría ver de cerca lo que está haciendo Hitler.
—¡Excelente! Me alegro de que vayas a Alemania.
—¿Porqué, tío?
—Porque por más que en el ministerio se empeñen en no ver la realidad, la guerra es inminente. Lord Halifax parece tener una fe ciega en los informes de sir Neville Henderson, nuestro embajador en Berlín, y no te oculto que éstos son demasiado complacientes para con Hitler. Chamberlain ha dedicado demasiado tiempo a apaciguar a Hitler como para aceptar que la guerra es inevitable.
—Y todo esto, ¿qué tiene que ver conmigo? —preguntó Albert con desconfianza.
—Tú naciste en Estados Unidos aunque en realidad seas irlandés, pero en estos momentos tener un pasaporte norteamericano puede ser muy útil…
—No sé en qué estás pensando pero no cuentes conmigo. Soy periodista y nunca me dejaré enredar en tus manejos de espionaje.
—Yo nunca te lo he pedido y no lo haría si las circunstancias no fueran excepcionales. Dentro de poco todos tendremos que elegir; no nos será posible cruzarnos de brazos y declararnos neutrales. Tú tampoco podrás, Albert, por más que quieras no podrás. Estados Unidos también tendrá que elegir, es cuestión de tiempo.
—Tío Paul, te encuentro muy pesimista.
—En mi oficio es peligroso engañarse a uno mismo. Eso lo dejamos para los políticos.
—En cualquier caso, no cuentes conmigo para nada de lo que se te haya ocurrido. Yo me tomo tan en serio mi profesión como tú la tuya.
—No lo dudo, mi querido Albert, pero por desgracia estoy seguro de que volveremos a hablar sobre todo esto.
En otro momento de la velada, Max von Schumann encontró la ansiada ocasión para hablar con Amelia. La esposa de Paul James, lady Anne, retuvo a Ludovica en una conversación con otra señora, y la baronesa no encontró la manera de dejar a sus interlocutoras sin llamar la atención.
—Te encuentro cambiada, Amelia.
—La vida no pasa en balde.
—¿Albert James es tu…?
—¿Mi amante? Sí, lo es.
—Perdona, no he querido molestarte.
—No me molestas, Max. ¿De qué otra manera se puede describir mi relación con Albert? Soy una mujer casada, de manera que si estoy con otro hombre es que éste es mi amante.
—Te ruego que me disculpes, sólo quería saber cómo estabas. No he dejado de recordarte desde que nos conocimos en Buenos Aires. Pedí a Martin y a Gloria Hertz que me hablaran de ti, pero en sus cartas no han dejado de reiterar que te fuiste con Pierre a un congreso de intelectuales en Moscú y que no regresaste. Gloria me escribió para contarme que el padre de Pierre había ido a Buenos Aires para cerrar la librería y hacerse cargo de las pertenencias de su hijo, y que de ti, no quiso darles razón. No sé si debo preguntarte por Pierre…
—Lo mataron en Moscú.
Max no supo qué decir ante la noticia de la muerte de Pierre. La mujer que tenía delante en nada se parecía a la muchachita desvalida que había creído conocer en Argentina.
—Lo siento.
—Gracias.
Parecían no saber que más decirse. Max estaba incómodo porque sentía las miradas inquisitivas de su esposa, y en cuanto a Amelia, era de suponer que se sentía decepcionada, quizá herida por haber encontrado a Max casado. No es que ella esperara que él permaneciera fiel a su recuerdo y hubiese roto su compromiso con Ludovica, pero una cosa era saberlo y otra muy distinta verlo con sus propios ojos.
—¿Estarás mucho tiempo en Londres? —Quiso saber él.
—No lo sé, acabamos de llegar. Es Albert quien lo decidirá. Además de ser su amante trabajo para él, soy su ayudante, su secretaria, hago de todo un poco. Él me salvó, lo hizo en Moscú, en París, en Madrid; siempre ha estado cerca cuando le he necesitado y sin pedirle nada siempre me ha tendido la mano.
—Le envidio por eso.
—¿De verdad? ¿Sabes, Max?, te eché mucho de menos cuando te fuiste y al principio soñaba con que algún día nos volveríamos a encontrar. Luego en Moscú dejé de soñar para siempre. Aprendí a no pensar más que en el minuto en que estaba viviendo.
—Has sufrido mucho…
Amelia se encogió de hombros en un gesto que quería ser de indiferencia.
—Me gustaría volver a verte —le dijo él.
—¿Para qué?
—Para hablar, para… No me hagas sentirme como un adolescente, ¿tan difícil es entender que me importas?
—¡Por Dios, qué cosas dices!
—Podrás reprocharme muchas cosas, pero lo aceptes o no, continúas siendo importante para mí.
—Si la casualidad no nos hubiese reunido hoy aquí nunca hubiéramos vuelto a saber el uno del otro…
—Pero la casualidad ha querido lo contrario y estamos aquí. ¿Puedo invitarte a tomar el té mañana en el Dorchester?
—No lo sé, no puedo comprometerme a ir. Depende de Albert.
—¿Necesitas su permiso?
—Le necesito a él.
—A las cinco estaré en el hotel Dorchester, ojalá que puedas venir.
La baronesa Ludovica von Waldheim se acercó a ellos con paso decidido.
—¿Recordando viejos tiempos? —preguntó con ironía.
—Estaba invitando a tomar el té a la señorita Garayoa, y espero que pueda aceptar mi invitación. ¡Quién sabe cuándo nos volveremos a ver!
—¡Oh, el destino es muy caprichoso! ¿No cree, querida? —dijo la baronesa, taladrando con la mirada a Amelia.
—Procuro no contar con el destino a la hora de hacer planes —respondió.
Albert James no debió de dar importancia a la invitación del barón Von Schumann puesto que al día siguiente él mismo la acompañó hasta el Dorchester.
—Vendré a recogerte dentro de una hora —le dijo, dándole un beso en la mejilla tras haber saludado a Max von Schumann.
—Me alegro de que hayas venido —dijo Max en cuanto se quedaron a solas.
—Albert encuentra natural que podamos tomar el té juntos habida cuenta de que nos conocimos en Buenos Aires y tenemos amigos comunes.
—Muy comprensivo el señor James.
—Es un hombre extraordinario, el mejor de cuantos he conocido —respondió Amelia con un deje de irritación.
Hablaron del giro que había dado la vida de ambos. Él le contó por qué estaba en Londres y cómo había fracasado en su intento de convencer a los británicos para que pararan a Hitler.
—No he logrado que me escuchen, pero lo seguiremos intentando. Otro miembro de nuestro grupo llegará dentro de unos días a Londres y volverá a entrevistarse con personas importantes del Gobierno británico.
—Pero la otra noche sir Paul James manifestó públicamente su convencimiento de que Hitler provocará una guerra en Europa. ¿Cómo puedes decir que has fracasado?
—Sir Paul es un hombre inteligente capaz de ver la realidad y en no empecinarse en cómo le gustaría que fueran las cosas. Desgraciadamente, no depende de él que el Gobierno británico tome en consideración nuestros temores.
—¿Sabes? Me sorprende que, siendo militar vengas a Gran Bretaña a pedir a los ingleses que paren a Hitler, te creía un patriota incapaz de hacer nada en contra de Alemania.
—Lo que estoy haciendo es por Alemania y precisamente porque soy un patriota. No creas que ha sido fácil obtener permiso para viajar en un momento como éste, pero supongo que la vieja nobleza aún mantiene ciertos privilegios por más que Hitler nos odie. Además, tenía una excusa: Ludovica tiene una prima casada con un conde inglés, y, oficialmente, hemos venido al bautizo de su primer hijo.
Luego, Max le explicó que había hecho gestiones para saber de herr Itzhak Wassermann, el socio del padre de Amelia, pero todos sus esfuerzos habían sido inútiles. El empleado de herr Itzhak, Helmut, le había asegurado que no sabía dónde estaban.
—El buen hombre tenía miedo, desconfiaba de mí. Claro que, en estos tiempos, todo el mundo se ha vuelto desconfiado en Alemania. Te escribí para contártelo pero supongo que ya no estabas en Buenos Aires, porque no respondiste a mi carta.
Una hora después, Albert James se presentó a buscar a Amelia. Max le invitó a tomar otro té, quería conocer su opinión sobre lo que estaba pasando en Europa, y le sorprendió que Albert dijera que pensaba ir a Alemania.
—A Ludovica y a mí nos encantará recibirle, y si podemos serle de alguna utilidad…
Amelia permaneció en silencio, para ella había supuesto una sorpresa mayor enterarse de que Albert proyectaba ir a Berlín, pero optó por no decir nada.
Más tarde, el periodista le comunicó que en cuanto terminara de escribir los reportajes sobre España irían a Irlanda para pasar unos días con sus padres y después viajarían a Alemania.
—Varios periódicos norteamericanos quieren saber sobre Hitler y si es verdad que ha salvado al país del caos económico en que estaba. ¿Vendrás conmigo?
—Desde luego que sí, por nada del mundo me perdería ir a Berlín. ¿Quién sabe?, a lo mejor logro que herr Helmut, el empleado que tenían mi padre y herr Itzhak, me dé noticias. ¡Me acuerdo tanto de Yla!
La estancia de Albert y Amelia en Irlanda no puede decirse que resultara un éxito. Lady Eugenie, la madre de Albert, era una mujer muy testaruda, y aunque recibió con una sonrisa a Amelia, pronto dejó claro que no la consideraba la persona adecuada para su hijo. Además, según lo anunciado por Paul James, la familia tenía como invitados a sus amigos los Brian y a su hija Mary, quien, a juicio de lady Eugenie, reunía todas las cualidades exigibles para convertirse en la esposa de Albert.
Algunos pasajes del diario de lady Eugenie nos dan una visión exacta de lo sucedido en aquellos días.
Amelia es encantadora, no lo puedo negar, pero está casada, de manera que Albert no tendrá más remedio que romper su relación con ella. En cuanto a Mary, la encuentro perfecta para Albert. Es guapa, educada, pertenece a una familia excelente y muy bien relacionada. Para Mary ha supuesto una decepción ver a Albert tan enamorado de Amelia, y también sus padres están incómodos con la situación, por eso he decidido tomar cartas en el asunto. Mañana hablaré con Albert y luego lo haré con los Brian; ellos no saben que Amelia está casada y pienso decírselo. En cuanto a Ernest, no sé si podré contar con él, me ha pedido que no haga de casamentera y que respete la decisión de nuestro hijo por más que a él tampoco le gusta su relación con Amelia. Pero Ernest se está volviendo muy norteamericano y se olvida de que hay valores y tradiciones que deben permanecer. Un hijo debe comprender que casarse no es una decisión exclusivamente suya, que debe pensar en la familia. Pero es que, además, en este caso, ni siquiera se trata de elegir casarse con Mary o Amelia, porque la española ya está casada.
No ha sido fácil la conversación con Albert. Creo que haberle educado en Estados Unidos ha hecho de él un hombre poco convencional. Le he dicho que Amelia cuenta con mi simpatía pero que su relación no tiene futuro.
—¿Vas a renunciar a tener hijos? —le he preguntado.
Albert se ha quedado callado, creo que no lo había pensado o simplemente no ha querido planteárselo hasta ahora.
—Si tienes hijos, harás de ellos unos bastardos, ¿es eso lo que quieres?
Luego le he recordado sus obligaciones para con la familia por ser hijo único. Desgraciadamente, yo no he podido tener más hijos y a él le corresponde hacerse cargo del apellido y de cuanto tenemos por más que diga que él es norteamericano y no cree en las clases. Le guste o no, es un James.
La conversación con los Brian tampoco ha sido fácil. Les he explicado que la relación de Albert con Amelia no pasa de ser una ofuscación de jóvenes. Creo que se han quedado más tranquilos al saber que, aunque Albert quisiera, no se puede casar con Amelia porque ella está casada, y con Franco mandando en España las posibilidades de divorcio son nulas. Han sido muy discretos al no hacer ningún comentario hiriente sobre Amelia. A Mary le he pedido un poco de paciencia, asegurándole que a veces los hombres pierden momentáneamente la cabeza por una mujer y que las damas como nosotras debemos aceptar la situación con elegancia. Mejor no darse por enterada que organizar una escena o provocar una conversación directa en la que se pueden decir cosas inconvenientes. Además, yo estoy segura de que por más que le cueste y por muy norteamericano que se sienta, Albert cumplirá con su deber para con nosotros.
Albert se dio cuenta de que no debía alargar la estancia en Irlanda so pena de provocar un enfrentamiento directo con su madre y decidió regresar a París antes de viajar a Berlín.
El 22 de agosto de 1939 Hitler, en un discurso dirigido al Alto Mando alemán, dejó claras sus intenciones de invadir Polonia. Un día después, el 23, Amelia y Albert se encontraban cenando en casa de Jean Deuville. Amelia había mantenido intacta la amistad con el mejor amigo de Pierre. Le agradecía, lo mismo que a Albert, la ayuda inequívoca que le había prestado en Moscú para intentar salvar a Pierre. Desde la muerte de éste, Jean a duras penas había logrado superar lo vivido en Moscú, puesto que había descubierto un rostro del comunismo que le producía horror.
Por si fuera poco, para Deuville también había sido un duro golpe que aquel mismo día Alemania y la Unión Soviética hubieran firmado un pacto de no agresión. Como tantos otros comunistas se sentía desarmado, incapaz de encontrar argumentos para defender el pacto Ribbentrop-Molotov.
Hitler perseguía con saña a los comunistas en Alemania, y no podía comprender por qué Stalin, contraviniendo cualquier principio, le estaba dando un balón de oxígeno.
—¿Cómo puedes ser tan ingenuo? —le dijo Amelia—. ¿No te das cuenta de que Stalin está ganando tiempo?
—¿Tiempo? Si lo que está haciendo es regalar tiempo a Hitler —se lamentó Jean Deuville.
—Terminarán enfrentándose, no lo dudes, éste es sólo un movimiento táctico —insistió Amelia.
—Pero ¿y los principios? No soy de los que creen que el fin justifica los medios.
—Siempre has sido un romántico —intervino Albert, que había llegado a apreciar sinceramente a Deuville después de haber compartido tantas zozobras en Moscú.
—Las ideas no pueden mancillarse. ¿Cómo puedo explicar este pacto a mis amigos, a los que he convencido de que el comunismo es la única idea capaz de construir un nuevo mundo? ¿Cómo puedo pedir que sigamos luchando contra el fascismo si Stalin pacta con Hitler?
Jean Deuville estaba desolado y ninguno de los argumentos utilizados por Amelia y Albert lograron aplacar su angustia. Era un hombre ideológicamente puro al que le resultaba del todo incomprensible que, fueran cuales fuesen los motivos, Stalin hubiese pactado con Hitler.
Cuando pasadas las doce Amelia y Albert salieron de su casa, Jean la abrazó durante unos minutos como si quisiera retenerla; después, mientras se despedía de Albert con un fuerte apretón de manos, le hizo un encargo.
—Vas a darme tu palabra de honor de que cuidarás de ella, ¿verdad?
—Es lo que pretendo, cuidar de Amelia el resto de mi vida —respondió Albert de manera solemne.
—Eso me deja tranquilo.
A Amelia le inquietó la angustia de Jean Deuville y, sobre todo, la manera de despedirse.
—No deberíamos dejarle solo —le dijo a Albert apenas salieron del piso de Deuville.
—¡Vamos, no seas niña! No le pasa nada, sólo que es un hombre íntegro y no entiende de tácticas ni de estrategias políticas. Por eso no puede entender el pacto Ribbentrop-Molotov. Por cierto, has sido muy generosa intentando justificarlo, teniendo en cuenta lo que piensas de Stalin.
—Jean es bueno y no quiero hurgar en la herida.
Dos días más tarde llegaron a Berlín y se instalaron en el hotel Adlon. Amelia no supo reprimir la emoción que para ella suponía regresar a Berlín, una ciudad que había conocido cuando era una niña y viajaba a Alemania con sus padres.
No le costó mucho convencer a Albert para que la ayudara a buscar a los Wassermann. Confiaba en que alguien les diera alguna pista sobre herr Itzhak y su esposa Judith o, cuando menos, de su hija Yla.
Amelia le condujo hasta la Oranienburger Strasse, cerca de la Neue Synagoge, la mayor sinagoga de Alemania.
—¡Es bastante impresionante! —comentó Albert al contemplar el edificio de aire morisco.
—Sí que lo es, aún recuerdo lo que nos explicó herr Itzhak de la sinagoga… Se inauguró en 1866 y es obra de Edouard Knoblauch, un discípulo de Karl Friedrich Schinkel.
—¡Menuda memoria tienes!
—Siempre me han interesado la historia y el arte.
Ningún vecino supo darles información precisa sobre herr Itzhak y su familia. Amelia insistió en llamar a todas las puertas del edificio donde había vivido la familia Wassermann, pero lo único que lograron averiguar es que habían desaparecido de un día para otro.
Amelia sentía la desconfianza de los pocos que se atrevieron a abrirles su puerta. Aquel edificio antaño habitado por familias burguesas de repente aparecía mal cuidado y sombrío.
—Seguramente los Wassermann han dejado Alemania. Tú misma me has contado que tu padre les insistía en ello.
—Sí, pero herr Itzhak se negaba, decía que ésta era su patria.
—Ya, pero en vista de cómo han ido las cosas el buen hombre no habrá tenido más remedio que marcharse. Si no recuerdo mal me contaste que los nazis le habían cerrado el negocio y que eso supuso la ruina de tu padre.
—Así es, pero a pesar de todo herr Itzhak no quería dejar Alemania.
Amelia no se rendía fácilmente, de manera que insistió hasta convencer a Albert de que debían intentar encontrar a Helmut, el contable del negocio del señor Wassermann.
—Es un buen hombre, y si damos con él seguro que nos podrá informar sobre los Wassermann.
—¿No te rindes nunca? —respondió riendo Albert.
Amelia no respondió y lo llevó hasta la Stadthaus, donde preguntó por el Zur Letzten, el restaurante más antiguo de la ciudad. Un hombre les explicó que estaban muy cerca y les indicó cómo llegar.
—Sé que herr Helmut vivía por aquí, su casa no estaba lejos del restaurante más antiguo de Berlín. Mi padre nos trajo a cenar una noche al Zur Letzten y antes estuvimos de visita.
Después de unas cuantas vueltas dieron con el edificio. El portero, tras observarles detenidamente, les informó de que herr Helmut se encontraba en casa.
Albert tuvo que correr detrás de Amelia, que empezó a subir las escaleras tan deprisa como si la impulsara el viento.
Llamaron al timbre y aguardaron impacientes una respuesta, que llegó de inmediato cuando un hombre entrado en años y con aspecto cansado abrió la puerta.
—¿Qué quieren? —preguntó el hombre mirándoles con desconfianza.
—¡Herr Helmut, soy Amelia Garayoa! ¿No me reconoce?
—Fräulein Amelia, ¡Dios mío, si ya es usted una mujer!
Tras la sorpresa inicial, el alemán les invitó a entrar en casa.
—Pasen, pasen, les haré un poco de café, desgraciadamente mi esposa está en cama con fiebre, pero yo les atenderé.
—No queremos molestarle, yo sólo quería saber cómo estaba y preguntarle por los Wassermann… —se excusó Amelia.
Pero herr Helmut parecía no escucharla. Los llevó hasta el salón y les pidió que se sentaran y aguardaran a que les sirviera el café.
—Parece un buen hombre —acertó a decir Albert James.
—Lo es, claro que es un buen hombre. Mi padre tenía mucha confianza en él.
El hombre regresó con una bandeja y no quiso responder a las preguntas de Amelia hasta que no la vio saborear el café que había preparado.
—Cuénteme de su padre, hace mucho que no sé nada de don Juan. Supe que estaba participando en la guerra contra Franco… Le escribí pero no obtuve respuesta.
—Mi padre ha muerto, lo fusilaron al poco de terminar la guerra.
—¡Cuánto lo siento! Su padre, lo mismo que herr Itzhak, era un buen patrón, justo y considerado… Dele mi más sincero pésame a su madre y a su hermana Antonietta, aún las recuerdo a ustedes cuando eran niñas…
—Mi madre también ha muerto y mi hermana Antonietta, aunque enferma, a Dios gracias está viva —respondió Amelia, intentando controlar la emoción y las lágrimas.
Herr Helmut se quedó anonadado al escuchar el relato de las desgracias sufridas por la familia Garayoa. No sabía qué palabras utilizar para expresar su pesar. Amelia le pidió que le informara sobre los Wassermann.
—Poco le puedo decir, lo mismo que le conté al padre de usted, don Juan. Desde la llegada de Hitler al poder se puso en marcha una política antijudía. Usted era muy niña para recordarlo, pero en 1933 se proclamó el primer boicot contra los judíos alemanes y hubo cientos de piquetes formados por nazis que se plantaron delante de los comercios y empresas propiedad de ciudadanos hebreos. Luego se les empezó a privar de sus derechos legales y civiles, y con las más variadas excusas a robarles cuanto tenían. Les expulsaron de los empleos públicos, de la carrera judicial, de los hospitales, de las universidades, de los teatros, de los periódicos… Algunos optaron por marcharse, pero la mayoría, como herr Itzhak se resistieron a hacerlo. Eran alemanes, ¿por qué tenían que dejar su país? Luego vinieron las Leyes de Nuremberg… Al principio el gobierno nacionalsocialista prefería que los judíos se marcharan para así quedarse con todos sus bienes, pero ya sabe lo que pasó, que muchos países no quisieron acogerles y así hemos llegado a la situación actual: arrestos en masa, destrucción de las sinagogas, expropiación de bienes, supresión de los pasaportes… A su padre y a herr Itzhak les expropiaron su negocio. No sé si su padre se lo contó, pero a finales de 1935 hicieron una inspección a la empresa y dijeron que había alteraciones contables. No era verdad, se lo juro, yo era quien llevaba las cuentas, y le aseguro que todas cuadraban. Pero no hubo manera de defenderse de las acusaciones que hicieron y tanto herr Itzhak como su padre perdieron la empresa. Sé que eso supuso un gran revés para ellos.
—Sí, todo eso lo sé, herr Helmut, y lo que quiero saber es qué ha sido de los Wassermann —insistió Amelia.
—¿Ha oído hablar de la Noche de los Cristales Rotos?
—Sí, claro que sí.
—No imagina cuántos judíos han sido encarcelados desde entonces. Los llevan a campos de trabajo y una vez están allí no hay manera de saber nada de ellos.
—¡Por favor, dígame dónde están los Wassermann!
—No lo sé, no lo sé bien. Herr Itzhak consiguió enviar a Yla fuera de Alemania, creo que con unos familiares de frau Judith en Estados Unidos. Yla no quería marcharse, pero herr Itzhak y frau Judith se mostraron firmes, no querían que ella continuara sufriendo las humillaciones que estaban padeciendo todos los judíos alemanes. Pero ellos se quedaron aquí, creyendo que el país recobraría la cordura, que Hitler era sólo un mal sueño, que los judíos volverían a ser considerados buenos alemanes… Malvivieron con lo poco que les quedó, yo les ayudé cuanto pude y un día… bueno, herr Itzhak desapareció; frau Judith casi enloqueció cuando logramos enterarnos de que se lo habían llevado a un campo de trabajo.
—¿Y ella dónde está?
—También se la han llevado.
Amelia rompió a llorar. Herr Helmut se quedó callado contemplándola, sin saber qué hacer.
—¡Por favor Amelia cálmate!, podemos intentar averiguar dónde se encuentran y quién sabe si hacer algo por ellos —dijo Albert, intentando consolarla.
—Al menos fräulein Yla está bien. Sé que escribió a sus padres cuando llegó a Nueva York.
El hombre les aseguró que no sabía la dirección de la familia de frau Judith en Nueva York, pero en medio de tanta desgracia, a Amelia le tranquilizó saber que su amiga de la infancia estaba a salvo.
—¿Qué ha sido de la fábrica y de la empresa? —Quiso saber Amelia.
—La confiscaron; durante un tiempo me dejaron estar al frente de la fábrica, luego dijeron que pertenecía al estado y ahora está en manos de un miembro del Partido Nazi. Pero pude rescatar parte de la maquinaria, por eso escribí a su padre. No sabía qué debía de hacer con ellas.
—Pero ¿aún sirven para algo? —preguntó Amelia, asombrada.
—Eran buenas máquinas, señorita, y se me ocurrió que como no podía venderlas al menos podría alquilarlas; eso es lo que he hecho con un telar: se lo alquilé a un pequeño fabricante de camisetas. En cuanto a las máquinas de coser, se las he alquilado a una familia que con ellas ha montado un taller y confeccionan ropa para las tiendas. No es que las ganancias sean muchas, lo sé porque les llevo la contabilidad, pero ahí están, por si algún día aparece herr Itzhak o… bueno, su padre ya está muerto… Claro que… usted es su hija, tiene derecho a una parte de ese dinero.
—¿Y usted, ahora, en qué trabaja? —preguntó Albert.
—Me gano la vida como puedo. Llevo la contabilidad de la fábrica de camisetas y del taller de confección; no gano mucho, lo suficiente para que mi mujer y yo podamos vivir. Y cuido de que se mantengan en buen estado las máquinas de don Juan y herr Itzhak. Mi hijo mayor está casado y hace años ingresó en el Ejército; no necesita nada de nosotros.
El señor Keller insistió en que Amelia debía ser depositaria de parte de las ganancias producidas por el alquiler de las máquinas.
Al principio ella se resistió pero terminó aceptando.
—Ese dinero es de su padre, por tanto a usted le corresponde administrarlo como crea conveniente. Le entregaré los libros de contabilidad.