Creo que fue la tarde del 22 o 23 de mayo cuando Amelia se presentó en casa de Santiago. Águeda se estremeció cuando al abrir la puerta se encontró a las tres señoritas Garayoa.
—Quiero ver a don Santiago —dijo Amelia con un hilo de voz.
Águeda las dejó en el vestíbulo y salió corriendo en busca del dueño de la casa. Javier entró en el recibidor y se quedó sorprendido, mirando con curiosidad a las tres mujeres. Amelia intentó tomarle en brazos pero el niño escapó riendo, ella lo siguió y se dio de bruces con Santiago.
—¿Qué haces aquí? —preguntó lívido de ira.
—He venido a verte, necesito hablar contigo… —respondió Amelia, balbuceando.
—¡Fuera de mi casa! Tú y yo no tenemos nada que decirnos. ¿Cómo te atreves a presentarte aquí? ¿Es que no respetas nada? ¡Márchate y no vuelvas jamás!
Amelia temblaba. Intentaba contener las lágrimas consciente de que su hijo Javier les estaba mirando.
—Te suplico que me escuches. Sé que no merezco tu perdón pero al menos permíteme ver a mi hijo.
—¿Tu hijo? Tú no tienes hijo. Márchate.
—¡Por favor, Santiago! ¡Te lo suplico! ¡Déjame ver a mi niño!
Santiago la agarró del brazo empujándola hacia el recibidor, donde Antonietta y Laura esperaban muy nerviosas tras haber escuchado la conversación.
—¡Ah, te has traído compañía! Pues me da igual, no sois bien recibidas en esta casa.
—¡No me quites a mi hijo! —suplicó llorando Amelia.
—¿Pensaste en tu hijo cuando te fuiste con tu amante a Francia? No, ¿verdad? Pues entonces no sé de qué hijo me hablas. ¡Márchate!
Las echó de la casa sin mostrar la más mínima compasión por Amelia. Santiago la había querido con toda su alma; su dolor era tan intenso como había sido su amor y eso le impedía perdonarla.
Tras aquel traumático reencuentro, Amelia sufrió convulsiones y pasó tres días en cama sin comer. Sólo reaccionó cuando doña Elena entró en su cuarto llorando para contarle que los señores de Herrera la habían avisado de que no habían podido conseguir el indulto para Armando Garayoa. Sólo había una posibilidad, le dijeron con gran secreto, y es que fueran a hablar con un hombre muy relacionado con el nuevo régimen que a cambio de dinero solía conseguir algunos indultos; aunque no siempre lo lograba, en ningún caso devolvía el dinero.
Albert James, que en aquel momento era el hombre de la casa, se comprometió a hablar con las autoridades y presionar cuanto pudiera dada su condición de periodista extranjero, pero doña Elena y su hija Laura decidieron que tenían que intentar que aquel personaje del que les habían hablado los Herrera se hiciera cargo de la situación.
Doña Elena, acompañada por su hija y su sobrina, logró la entrevista con Agapito Gutiérrez, que así se llamaba el vendedor de favores.
Éste había combatido con los nacionales, y tenía familiares bien colocados en los altos estamentos del régimen y de Falange. Antes de la guerra era un buscavidas sin oficio ni beneficio, pero listo y sin escrúpulos y muy preparado para sobrevivir, así que no tuvo ningún problema para medrar dentro del Ejército trapicheando en Intendencia y cobrando favores a unos y a otros en aquellos años de miseria y escasez.
En apariencia, Agapito Gutiérrez no carecía de nada. Se había instalado en un despacho en la calle Velázquez, en un viejo edificio señorial. Hoy en día diríamos que aquél era un «despacho de influencias» si no fuera porque su principal negocio trataba de la vida de quienes estaban en prisión.
Una mujer morena, con un escote atrevido para la época y que dijo ser la secretaria (aunque más bien parecía una corista) las hizo pasar a una sala de espera donde aguardaban impacientes otros peticionarios, sobre todo mujeres.
Allí estuvieron cerca de tres horas hasta que les tocó el turno de ver a Agapito Gutiérrez.
Se encontraron con un hombre bajo y rechoncho, vestido con un traje a rayas y corbata prendida con alfiler, zapatos de charol y en la mano derecha un grueso anillo de oro.
El tal Agapito les echó una mirada rápida que se detuvo en Amelia. Ella, aunque delgada, era una belleza rubia y etérea, alguien inalcanzable en cualquier otra circunstancia para un hombre como aquél.
Las escuchó aburrido pero sin dejar de mirar a Amelia, a la que pareció devorar con los ojos hasta hacer incomodar tanto a doña Elena como a su hija Laura y a su sobrina.
—Bien, veré qué puedo hacer, aunque por lo que me cuentan, ese rojo de su marido lo tiene mal y yo milagros no hago. Mis gestiones valen mucho, de manera que ustedes dirán si pueden pagar o no.
—Pagaremos lo que sea —respondió de inmediato Laura.
—Son cincuenta mil pesetas tanto si consigo el indulto como si no. Todos los que vienen aquí me suplican por gentuza que son delincuentes y han hecho mucho daño a nuestra nación, si no fuera porque tengo un corazón blando…
Doña Elena se quedó lívida. No disponía de cincuenta mil pesetas ni sabía dónde conseguirlas, pero no dijo nada.
—Si están de acuerdo, tráiganme las cincuenta mil pesetas, tres días después regresen y ya les diré algo. Mejor dicho, no vengan todas ustedes, no hace falta, la espero a usted, señorita Garayoa —dijo dirigiéndose a Amelia.
—¿A mí? —preguntó ella, sorprendida.
—Sí, a usted, al fin y al cabo es la sobrina y no está tan directamente implicada, no es la primera vez que cuando doy malas noticias me organizan aquí un drama y eso no le viene bien a mi reputación.
Amelia enrojeció y doña Elena a punto estuvo de decirle que de ningún modo iría su sobrina, pero se calló. Estaba en juego la vida de su marido.
Albert James se indignó cuando le contaron la escena. Dijo que iría a dar un puñetazo a aquel malnacido, pero las tres mujeres le suplicaron que no lo hiciera. No podían permitirse malgastar su única posibilidad. Lo que doña Elena sí hizo, roja de vergüenza, fue pedirle a James que las ayudara a conseguir las cincuenta mil pesetas.
—No me queda nada más que lo que hay en esta casa y unas tierras en el pueblo, es todo lo que le puedo dar a cambio, pero le aseguro que cuando mi marido esté libre y vuelva a trabajar le devolveremos hasta la última peseta.
Amelia le dijo que le daría su casa; la casa de sus padres por esas cincuenta mil pesetas.
Incluso para Albert James la cantidad era excesiva, pero se comprometió a ayudarlas. Al día siguiente, con la ayuda de Edurne, las mujeres se pusieron en contacto con un estraperlista que les dio mil pesetas por un par de candelabros de plata, la cristalería veneciana, figuritas de porcelana y dos lámparas de bronce a juego. Albert James no se lo dijo pero después de muchos esfuerzos logró ponerse en contacto con sus padres, a los que convenció para que depositaran en un banco un pagaré que pudiera cobrar en España por valor de cincuenta mil pesetas. Era una cantidad tan desorbitada que su padre al principio se negó a prestársela.
—Te lo devolveré, pero desde aquí no puedo hacer nada y necesito ese dinero con urgencia para salvar una vida. Ponte en contacto con un banco, con nuestra embajada, con quien quieras, papá, pero hazme llegar ese dinero o no te lo perdonaré nunca —amenazó James a su padre.
Algunos días después de lo previsto, Amelia se presentó con el dinero en el despacho de Agapito Gutiérrez. Albert James la acompañó hasta la misma puerta del despacho, temeroso de que pudieran atracarla por la calle llevando encima tal cantidad de dinero.
Agapito tenía una secretaria nueva, en esta ocasión una joven teñida de pelirrojo con un escote aún más pronunciado que el de la anterior.
El hombre vestía el mismo traje de rayas aunque con una corbata distinta y una camisa de cuyos puños sobresalían unos gemelos de oro macizo.
—¡Vaya, no pensé que fueran a conseguir las cincuenta mil pesetas! Muchas personas vienen aquí esperando que haga caridad con ellas, pero yo soy muy serio para los negocios y el que algo quiere algo le cuesta.
Agapito la invitó a sentarse en el sofá junto a él y mientras le hablaba le puso la mano en la rodilla. Amelia se movió, incómoda.
—¿No serás una mojigata?
—No sé qué quiere decir.
—Una de esas señoritas remilgadas que están deseando que un tío les haga lo que le tienen que hacer pero lo disimulan aparentando ser grandes damas.
—He venido a traerle el dinero para lograr el indulto de mi tío, nada más.
—¡Vaya, te haces la estrecha conmigo! ¿Y si me niego a hacer ninguna gestión?
—¡Pero qué es lo que pretende!
Pese a la resistencia de Amelia, que le arañó, Agapito Gutiérrez se acercó a ella y la besó.
—¡Menuda gata estás hecha! No disimules que a ti esto te gusta tanto como a mí, te tengo calada.
Amelia se puso de pie y le miró con ira y asco, pero no se atrevió a marcharse temerosa de que Agapito se negara a hacer la gestión para conseguir el indulto de su tío Armando Garayoa.
El rufián se levantó y mirándola de frente sonrió mientras volvía a abrazarla.
—¡Suélteme! ¡Cómo se atreve! ¡Es usted un sinvergüenza!
—No menos que tú; he preguntado por vosotras y me han contado que eres una puta que dejaste a tu marido y a tu hijo para largarte con un francés. Así que no disimules más conmigo.
—Aquí tiene el dinero —le dijo Amelia entregándole un sobre grueso de papel estraza donde estaban las cincuenta mil pesetas—. Cumpla lo prometido.
—Yo no he prometido nada, ya veremos si indultan a tu tío, que por rojo no se lo merece.
El hombre cogió el sobre, lo abrió y contó el dinero billete por billete mientras Amelia lo miraba intentando contener las lágrimas. Cuando terminó de contar la miró fríamente mientras sonreía.
—Ha subido el precio.
—¡Pero usted dijo que nos cobraba cincuenta mil pesetas! No tenemos más…
—Lo pagarás tú. Tendrás que hacer lo que yo te pida o tu tío no saldrá de la cárcel y le fusilarán. Ya me encargaré yo de que le fusilen cuanto antes.
Amelia estuvo a punto de derrumbarse, sólo quería salir corriendo de aquel despacho que olía a sudor mezclado con colonia barata. Pero no lo hizo, sabía que en ese caso su tío Armando terminaría ante el paredón.
Él se dio cuenta de que había vencido.
—Ven aquí, vamos a hacer unas cuantas cosas tú y yo…
—No, no vamos a hacer nada. Le dejo el dinero y si mi tío sale de la cárcel, entonces…
—¡Menuda puta estás hecha! ¿Cómo te atreves a ponerme condiciones?
—Vendré el día en que mi tío salga de la cárcel.
—¡Claro que vendrás! No te creas que no me vas a pagar.
Amelia salió del despacho y cruzó la sala, donde la secretaria estaba hablando por teléfono al tiempo que se limaba las uñas. La pelirroja le guiñó un ojo en un gesto de complicidad.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Albert James, preocupado al verla salir del portal con las mejillas enrojecidas y los ojos llenos de lágrimas.
—Nada, nada, es que ese hombre es un sinvergüenza, ni aun dándole las cincuenta mil pesetas parece conformarse, y no da garantías del indulto de mi tío.
—Voy a subir a decirle cuatro cosas. Veremos si a mí se atreve a decirme que se va a quedar con las cincuenta mil pesetas por nada.
Pero ella no se lo permitió. Tampoco le dijo lo que aquel miserable pretendía. Sabía que la suerte estaba echada y que sólo un milagro podría salvarla de las manos de aquel hombre.
La espera se hizo eterna. Amelia y Albert James salían a primera hora para trabajar, y a veces no regresaban hasta bien entrada la tarde, siempre con algún alimento comprado de estraperlo: una caja de galletas, una docena de huevos, un pollo, azúcar… Doña Elena continuaba administrando la casa con lo poco que tenía, y yo procuraba pasar inadvertido junto a Edurne, a la que acompañaba a todas partes. En un par de ocasiones Edurne me llevó al hospital a visitar a mi abuela, pero la mujer no mejoraba, con lo que mi estancia en la casa de doña Elena se fue alargando.
Edurne también había vuelto a hablar con Águeda y la había convencido de que permitiera que Amelia viera de lejos al pequeño Javier. La mujer aceptó a pesar del temor que le infundía Santiago y Amelia cumplió el compromiso de no acercarse al niño. Le veía en la distancia dominando el deseo de correr hacia él y abrazarle.
Un día, de buena mañana, doña Elena recibió una llamada de Agapito Gutiérrez. El hombre le anunció que esa mañana iban a firmar el indulto de don Armando y que esa misma tarde podría quedar en libertad, pero que antes de eso tenía que enviarle a Amelia al despacho. Doña Elena preguntó que para qué pero Agapito no le dio razones, sólo la orden terminante de que enviara a su sobrina o de lo contrario el papel del indulto se perdería.
Doña Elena se puso a llorar de alegría. La pobre mujer estaba exhausta por la incertidumbre y el sufrimiento. Para celebrarlo, nos permitió ponernos una cucharada entera de azúcar en la malta.
—No entiendo qué quiere ese hombre… Insiste en que vayas a su despacho sola, que ha de tratar algo contigo. Y no quiere decir para qué, lo mismo pretende más dinero…
Albert James insistió en acompañar a Amelia a la cita con Agapito Gutiérrez, pero ella se negó.
—Tienes una entrevista con el embajador británico y no quiero que la cambies por mí.
—Es que no quiero dejarte sola.
—No te preocupes, ahora lo importante es que mi tío salga de la cárcel.
Aunque de mala gana, Albert James no tuvo más remedio que aceptar. Amelia estaba más nerviosa que su tía, y él no quería contribuir a alterar el difícil equilibrio en el que ella se mantenía desde el regreso a España. La pérdida de sus padres, la de su hijo, además de encontrar el país arrasado por la miseria, y lo que era peor, por el odio, habían hecho mella en su ánimo.
A primera hora de la tarde Amelia se despidió para ir al despacho de Agapito Gutiérrez, mientras que doña Elena nos ordenó a Edurne y a mí que la acompañáramos junto a Laura, Jesús y Antonietta hasta la cárcel, puesto que era día de visita y era posible que nos lleváramos la alegría de poder regresar con don Armando si el papel del indulto le había llegado al director de la prisión. Antes de salir telefoneó a Melita a Burgos para avisarla de que su padre iba a recobrar la libertad.
Lo que pasó aquella tarde en el despacho de Agapito Gutiérrez Amelia se lo contó a su prima Laura, pero yo que tenía el oído fino y que quería tanto a Amelia no me resistí a escuchar a través de la puerta.
En esta ocasión no tuvo que esperar a que la recibiera. Cuando llegó la secretaria, la misma pelirroja de la vez anterior, le guiñó un ojo y mientras la acompañaba al despacho de su jefe le susurró al oído:
—Cierra los ojos y piensa que es otro, aunque lo peor es el olor, ya verás cómo huele a sudor.
Agapito estaba sentado tras la enorme mesa de caoba y apenas la miró. Continuó leyendo unos papeles sin invitarla a sentarse. Al cabo de unos minutos se la quedó mirando fijamente.
—Ya sabes a lo que has venido. O pagas o tu tío no sale de la cárcel.
—Ya le dimos las cincuenta mil pesetas.
—Están esperando a que yo llame para enviar el papel del indulto, tú verás… —dijo encogiéndose de hombros.
—Llame.
—No, primero paga.
—Pagaré cuando llame, hasta que no le oiga decir que envíen el indulto…
—¡No estás en condiciones de exigirme nada!
—Ahora nada tengo, de manera que nada perderé; sé lo que quiere y pagaré, pero cuando llame.
Agapito la miró con desprecio. Descolgó el auricular e hizo una llamada. Habló con un hombre que le confirmó que el indulto estaba firmado y se enviaría de inmediato a la prisión.
Cuando colgó el teléfono se quedó mirando de arriba abajo a Amelia.
—Desnúdate.
—No es necesario… —balbuceó ella.
—¡Haz lo que te he dicho, zorra!
Se abalanzó sobre ella, la abofeteó hasta hacerla caer al suelo, le arrancó la ropa y, a continuación, la empujó hasta tenderla sobre la mesa de caoba, donde la violó.
Amelia opuso resistencia a la brutalidad del hombre, pero él parecía un loco que disfrutaba haciéndole daño. Cuando terminó con ella la volvió a empujar al suelo. Amelia se encogió tratando de ocultar su cuerpo a aquel desalmado.
—No me ha gustado, con esos gimoteos no he disfrutado. Ni siquiera sirves como zorra. Eres frígida.
Amelia se levantó y se vistió deprisa, temiendo que la volviera a golpear. Mientras, él se anudó la corbata y la insultó.
—¿Puedo marcharme? —preguntó Amelia, temblando.
—Sí, márchate. No sé por qué me he molestado en sacar a tu tío de la cárcel; los rojos donde mejor están es en el cementerio.
Cuando Amelia volvió a casa, nosotros aún no habíamos llegado. Cuando lo hicimos, Laura la encontró metida en la bañera llorando. Allí le contó a su prima las vejaciones sufridas, el asco inmenso al sentir el aliento pegajoso de aquel hombre, los golpes recibidos que tanto le excitaran a él, las palabras soeces escuchadas; todo, todo lo que había sufrido lo fue desgranando ante su prima, que no supo cómo consolarla.
Laura obligó a Amelia a acostarse. Doña Elena no entendía lo que sucedía, o acaso no quería saberlo puesto que el rostro de Amelia evidenciaba los golpes recibidos. Nerviosa, no dejó de parlotear anunciando que al día siguiente su marido saldría de la cárcel, tal y como nos habían confirmado esa misma tarde. A Laura y a Antonietta les ordenó que ayudaran a Edurne a limpiar la casa, para que don Armando lo encontrara todo como antes de la guerra.
Amelia no quiso levantarse para cenar y cuando Albert James insistió en verla y hablar con ella, Laura le pidió que la dejara descansar hasta el día siguiente. Doña Elena nos mandó a todos a la cama para ahorrar en luz, y James se dirigió a la habitación de Amelia y llamó suavemente con los nudillos. Yo le oí y salté de la cama dispuesto a averiguar si Amelia le iba a contar lo sucedido.
Escuché los sollozos de Amelia y las palabras de James intentando consolarla. Le contó lo que había hecho para salvar a su tío y él se reprochó no haber ido con ella y haberse enfrentado con aquel cerdo. Juró que al día siguiente iría a ajustar cuentas con aquel sinvergüenza, pero Amelia le suplicó que no lo hiciera porque eso pondría en peligro a su familia. Luego no quise escuchar más, me parece que él la abrazó para confortarla y que aquel abrazo fue el preludio para que días más tarde se convirtieran en amantes.
Don Armando salió de la cárcel a primera hora de la mañana del 10 de junio. Doña Elena le esperaba emocionada y cuando lo tuvo delante se fundieron en un abrazo a las puertas de la prisión. Ella llorando, él conteniendo las lágrimas.
Les esperamos en casa. Laura nerviosa e impaciente; Antonietta alegre como siempre, aunque aquellos días parecía un poco más débil.
Laura se tiró a los brazos de su padre, que la abrazó emocionado. Luego le tocó el turno a Jesús, después a Antonietta, y a Amelia, y a Albert James, al que le agradeció que hubiera conseguido las cincuenta mil pesetas.
—Tiene usted en mí más que a un amigo, porque le debo la vida. Usted no me conocía de nada y ha pagado por mi liberación, nunca sabré cómo agradecérselo. Tenga por seguro que se lo devolveré; necesitaré tiempo, pero lo haré. Espero poder volver a ejercer como abogado y si no trabajaré de lo que sea con tal de sacar adelante a mi familia y pagar mi deuda.
Los primeros días de la liberación fueron de euforia. Melita, la hija mayor de don Armando y doña Elena, viajó desde Burgos con su marido, Rodrigo Losada, y su hija Isabel para celebrar la liberación de su padre. La familia se sentía feliz, y la pequeña Isabel se convirtió en el centro de las atenciones de todos. Sólo Amelia no lograba salir del abatimiento en que estaba sumida desde su llegada a España.
Don Armando disfrutaba de cada momento y se regocijaba por haber vuelto a comer «como un ser humano» mientras saboreaba las patatas cocidas con tocino o las lentejas estofadas.
—En la cárcel comíamos habas con gusanos —nos contaba riendo—, flotaban sobre el caldo, y no os diré a qué saben los gusanos, pobrecitas, mejor que no lo sepáis.
Albert James había enviado a Edurne con dinero en busca de provisiones para celebrar la vuelta a la vida de don Armando. No es que hubiera mucho, pero, aunque a precios muy elevados, en el mercado negro siempre se encontraba algo.
Fue a finales de junio de 1939 cuando James anunció que regresaba a París.
—He terminado mi trabajo aquí, ahora debo regresar y ponerme a escribir. Amelia ha decidido continuar trabajando, de manera que se viene a París conmigo.
Doña Elena protestó diciendo que el sitio de Amelia estaba en Madrid, junto a los suyos, pero Amelia explicó el porqué de su marcha.
—Aquí no puedo hacer nada. Tengo un trabajo como secretaria de Albert, gano un buen salario y con ese dinero os puedo ayudar a vosotros y a mi hermana. Quiero que a Antonietta no le falten las medicinas que necesita para curarse, y quiero que podáis comer algo más que patatas.
—Pero ¿y tu hijo? —Se atrevió a preguntar doña Elena.
—Santiago no me permitirá jamás acercarme a él. Lo tengo bien merecido. Vendré de vez en cuando a veros y buscaré la manera de acercarme a Javier; puede que algún día pueda pedirle perdón y puede que él me perdone.
Don Armando reconoció que su sobrina tenía razón. ¿De qué podía trabajar Amelia en Madrid? Laura, que había estudiado para maestra, no encontraba trabajo por ser hija de un rojo y tenía que conformarse con un puesto auxiliar en el colegio de monjas, donde había sido alumna y en el que la madre superiora, en consideración al afecto que le tenía, la había acogido para el curso siguiente. Tendría que barrer, limpiar las clases, cuidar de los más pequeños a la hora del recreo y encargarse de hacer los recados, y por todo ello apenas cobraría unas pesetas.
En cuanto a don Armando, las autoridades le dejaron claro que no podía ejercer su antigua profesión, al menos por el momento. Era mejor pasar inadvertido a los ojos del régimen. El buen hombre buscó la manera de ganarse la vida con dignidad, pero no le resultó fácil, y para humillación suya tuvo que aceptar un trabajo de pasante en el despacho de abogados de un franquista, un hombre de confianza de los vencedores que necesitaba a alguien que supiera de leyes y que trabajara mucho cobrando poco y sin protestar.
Amelia le firmó un poder a su tío para que vendiera el piso de sus padres y así pudiera pagar la deuda a Albert James y obtener un poco más de dinero con el que aliviar las estrecheces de la familia. Al principio don Armando se negó a aceptar la idea de Amelia, aduciendo que el piso era la herencia para ella y Antonietta, pero las dos hermanas insistieron en que intentara buscar un buen comprador, seguras de que habría gente que estaría sacando provecho y podría pagar un piso en pleno barrio de Salamanca.
El día en que Amelia y Albert James se marcharon fuimos a despedirles a la estación del Norte. Todos lloramos, sobre todo Antonietta, a la que tuvimos que arrancar de los brazos de su hermana para que Amelia pudiera subir al tren.
Para los que nos quedábamos había comenzado una nueva vida; para Amelia, también.
El profesor Soler acabó su relato, se levantó del sillón y paseó por la habitación estirando las piernas. Hacía rato que había anochecido y Charlotte, su mujer, había entreabierto la puerta en una ocasión para saber si continuábamos hablando.
—Profesor, perdone, pero tengo una curiosidad, ¿por qué no escribe usted la historia de Amelia Garayoa?
—Porque sólo conozco algunos episodios; es usted quien está completando el puzle.
Tengo que confesar que cuanto más sabía de mi bisabuela más sorprendido estaba. De mi primera impresión sobre Amelia, a quien juzgué como una joven malcriada sin ningún interés, hasta aquel momento, mi opinión había cambiado. Amelia se me antojaba como un personaje trágico, destinado a sufrir y a generar sufrimiento.
—Bien, ahora debe continuar la investigación —me anunció, tal como me temía.
Como había sucedido en las anteriores ocasiones, tenía previstas las pistas que debía seguir.
—De Madrid fueron a París, pero no estuvieron muchos días. Albert James decidió ir a Londres y se llevó a Amelia con él, de manera que tendrá usted que ir allí. Ya he hablado con doña Laura y está de acuerdo, de todas maneras hable usted con ella también. Le facilitaré un contacto en Londres: el mayor William Hurley, un militar retirado que es archivero.
—¿Usted le conoce?
—¿Al mayor Hurley? No, no le conozco. En realidad ha sido mi amigo Victor Dupont quien me ha sugerido el nombre de Hurley, a quien conoció en un congreso de documentalistas. Creo que podrá ayudarle a encontrar la pista de Albert James.
Antes de ir a Londres pasé por Madrid para ver a mi madre. En esta ocasión su enfado era real, lo supe nada más abrir la puerta.
—Te has vuelto loco, ¿crees que tiene algún sentido lo que estás haciendo? Ya le he dicho a mi hermana que ella es la culpable, ¡menuda ocurrencia tuvo! ¿A quién le importa lo que hizo tu bisabuela? ¿En qué nos va a cambiar la vida?
—Tía Marta ya no tiene nada que ver en el asunto —contesté.
—Pero fue ella la que te metió el veneno. Mira, Guillermo, por lo que a mí respecta no quiero saber nada sobre la vida de mi abuela, me importa un pimiento. Pero te diré más: o paras esta locura o no cuentes conmigo para nada. No estoy dispuesta a contemplar cómo tiras tu vida por la ventana. En vez de estar buscando un buen trabajo te dedicas a investigar el pasado de esa Amelia Garayoa que… que… en fin, hasta después de muerta continúa fastidiando a la familia.
No logré convencer a mi madre de que la investigación merecía la pena. Se mostró inflexible y me lo demostró anunciándome que no le pidiera ningún préstamo porque no pensaba ayudarme hasta que no abandonara lo que ella calificó de «locura».
Me sentó mal la cena y me fui malhumorado, pero decidido a continuar con la investigación sobre Amelia Garayoa. Curiosamente no sentía que fuera nada mío, el interés que había ido despertando en mí no tenía que ver con que fuera mi bisabuela. Su vida se me antojaba más interesante que la de tantas otras personas a las que había conocido y sobre las que como periodista había escrito.
Doña Laura se mostró encantada con mis progresos y no puso objeción a que me fuera a Londres.