Mi madre me echó una bronca descomunal y no se apiadó cuando le conté que en menos de quince días había visitado Roma, Buenos Aires y Moscú.
—¡Déjate de historias del pasado y ponte a trabajar!
—Pero madre, si no dejo de trabajar.
No obstante, para mi madre todo lo que no fuera un empleo con un horario de entrada y salida no era trabajo. Además, me conminó a abandonar la investigación sobre la bisabuela.
—Tu tía Marta siempre se pasa de original, te ha metido en el lío y ahora se desentiende, de lo cual me alegro, pero no me gusta que sigas con esta historia.
Me contó que, por mi culpa, había discutido con su hermana y que llevaban una semana sin hablarse. Luego volvió a insistir en que sentara la cabeza y buscara un buen empleo.
—Guillermo, hijo, yo no entiendo por qué otros que valen menos que tú están ahí, saliendo en la televisión. Mira Luis, que estudió la carrera contigo y que siempre ha sido un poco pánfilo, y sin embargo presenta un informativo en la radio, y Esther… bueno, esa chica no vale nada, y ahí la tienes, de «estrella» de la televisión… y Roberto… bueno, de todos tus amigos era el más tonto y le han hecho director general.
—Lo siento, madre, pero es que tengo un defecto: no me callo, y eso no les gusta a los jefes.
—¿Y tus amigos socialistas por qué no te echan una mano? En la campaña dijeron que querían periodistas independientes.
—¿Y tú te lo creíste? ¡Vamos, madre, no seas ingenua! Los políticos abominan de los independientes, todo aquél que no sirva a sus intereses termina marginado. Y en esto son iguales los de derechas que los de izquierdas, y como yo me meto con todos, pues ya ves el resultado.
Las discusiones con mi madre siempre se me antojan inútiles. Ella cree a pies juntillas lo que los políticos dicen en televisión y no le entra en la cabeza que hagan lo contrario de lo que afirman.
Seguramente lo mejor de mi madre es la confianza que tiene en el ser humano.
Llamé a doña Laura para informarle de mi regreso a Madrid. Me dijo que ya me llamaría ella para indicarme los pasos a seguir, de manera que aproveché el tiempo que se me presentaba por delante para ver a Ruth, mi chica, ir a la redacción del periódico, tomar copas con los amigos y volver a discutir con mi santa madre. Hasta transcurrida una semana doña Laura no me telefoneó.
—Tendrá que llamar al profesor Soler. Él le orientará.
Cuando le escuché al otro lado del aparato tuve la impresión de encontrarme con la voz de un viejo conocido.
—Doña Laura me ha pedido que continúe guiando su investigación. No será fácil, pero entre lo que yo sé y algunas cosas de las que usted me cuente podré ir orientándole, si bien no es necesario que me dé detalles. Ahora debe ir a París. Hablará con un viejo amigo, Victor Dupont; él conoció a Amelia cuando era un adolescente poco mayor que yo.
—¿Quién es?
—El hijo de un activista, un comunista. Nuestros padres fueron amigos, y nosotros vivimos una temporada en su casa de París al término de la guerra civil.
—¿Usted vivió en París?
—Sí, con mi padre.
—¿Y su madre?
—No sé qué fue de ella, quizá la fusilaron los franquistas. No quiso pasar a Francia; estaba dispuesta a seguir combatiendo aun después de que Franco hubiera ganado la guerra. Mi padre huyó a Francia conmigo.
—¿Y qué puede saber el señor Dupont de Amelia Garayoa?
—Más de lo que imagina, la conoció y también a Jean Deuville y a Albert James.
—¿Y cree que se va a acordar de lo que sucedió entonces?
—Desde luego. Además, Victor es documentalista, su padre fue periodista, y, bueno, cuando éste murió Victor guardó todos sus papeles. Pero no le quiero adelantar nada. Vaya usted a París, Victor Dupont le recibirá de inmediato.
Llovía en París, lo que no me sorprendió porque rara vez he ido a la capital francesa sin que me haya caído algún chaparrón. Pero olía a primavera y eso me animó.
Había reservado habitación en un hotel de la orilla izquierda, cerca del domicilio de Victor Dupont.
Me llevé una sorpresa al conocerle. Era un hombre muy entrado en años, pero aún le quedaba mucha energía por gastar.
Documentalista y archivero de profesión, el señor Dupont me pareció un sabio nada despistado.
Por su aspecto físico deduje que debía de haber sido guapo; alto, con los ojos azules, ahora tenía el cabello blanco y el porte erguido de un viejo galán.
—Así que está investigando la historia de su bisabuela, ¡en menudo lío se ha metido! —dijo el señor Dupont mientras colocaba sobre la mesa dos vasos de burdeos para acompañar un plato de queso.
—Sí, eso dice mi madre, que me he metido en un buen lío.
—Hijo, hay cosas que es mejor no remover, sobre todo las cosas de familia. Pero allá usted. Le ayudaré en todo lo que pueda porque me lo ha pedido mi buen amigo Pablo. ¿Por dónde quiere que empiece?
—Bueno, por lo que sé, Amelia Garayoa regresó a París a principios de octubre de 1938 acompañada de Jean Deuville y Albert James. Volvían de un congreso de intelectuales en Moscú.
—Sí, un congreso organizado a mayor gloria de la propaganda soviética, pero que resultó muy efectivo en aquel momento.
No me atreví a preguntarle si él era comunista, dado que su padre lo fue y además era amigo del padre de Pablo Soler, que también lo era, pero Dupont debió de leerme el pensamiento.
—Fui comunista, y no se imagina con cuánto ardor. Los comunistas han hecho cosas reprobables, pero también mucho bien. Y en sus filas ha habido gente abnegada, creyentes, tan buenos como santos, en su afán de ayudar a los demás. Hace años dejé la militancia y eso me ha permitido analizar mi propia vida con una perspectiva y sinceridad de la que no habría sido capaz si continuara dentro. Pero no es de mí de quien vamos a hablar. ¿Sabe?, su bisabuela vivió en mi casa.
Me quedé boquiabierto, aunque, pensándolo bien, a esas alturas ya no debía sorprenderme por nada. Dupont continuó su relato…
Jean Deuville era amigo de André Dupont, mi padre. Le llamó para preguntarle si quería alquilar una habitación a una amiga suya, pues sabía que teníamos un cuarto libre porque vivíamos en casa de mi abuela. Ésta era grande y además mi abuela había muerto unos meses antes.
Fue mi madre, Danielle, la que tomó la decisión de aceptar a Amelia, ya que eso suponía un pequeño ingreso extra. Hasta unos meses antes, mi madre había trabajado en una papelería, pero el dueño murió y sus hijos cerraron el negocio, de manera que nos venían bien unos cuantos francos por el alquiler de la habitación.
Además, todos ganábamos con el acuerdo porque cuando Amelia llegó a París estuvo instalada un par de días en un hotel, pero no quería malgastar el poco dinero que tenía y Jean pensó que alquilar una habitación no le resultaría tan gravoso.
Entonces yo tenía quince años y le confesaré que me enamoré de Amelia nada más verla. No parecía una mujer real, estaba extremadamente delgada y tenía un aspecto etéreo.
Mi madre quiso saber cuánto tiempo se quedaría, pero Amelia le dijo que aún no sabía qué iba a hacer.
—Señora Dupont, quiero regresar a España, pero no sé si eso será posible, y si no lo fuera tendré que buscar un trabajo.
—¡Pero es imposible que vaya usted a España! —exclamó mi madre.
—El Gobierno legítimo de la República aún conserva Madrid, Cataluña, Valencia… pero no creo que se pueda ser optimista. En julio el general Rojo logró romper las posiciones de Franco en el Ebro, pero no ha podido mantenerlas. No creo que pueda llegar usted a España —intervino mi padre.
Amelia se encogió de hombros. Parecía resignada a hacer lo que fuera posible aunque sin desafiar a la suerte.
Aunque era muy reservada y rara vez sonreía, tenía mucha paciencia conmigo y también ayudaba a mi madre en las cosas de la casa. Ya sabe, fregar, planchar, coser…
Yo escuchaba las conversaciones de mis padres, las que mantenían con otros camaradas como Jean Deuville.
Jean le había contado a mis padres lo sucedido en Moscú. Para él aquello fue un shock tan grande que quebrantó su fe en el comunismo. No se atrevía a dejar el partido, pero en Moscú había perdido la virginidad ideológica, además de a Pierre, su mejor amigo.
Decirle a los padres de Pierre Comte que su hijo había muerto no resultó fácil ni para Amelia ni para Jean Deuville. Al día siguiente de llegar a París, Albert James, Jean y Amelia acudieron a casa de los padres de Pierre. Por lo que sé, la escena fue más o menos así:
Olga, la madre de Pierre, abrió la puerta y al ver a Amelia soltó un grito y preguntó dónde estaba su hijo. Jean intentó abrazar a la mujer para darle el pésame y explicarle lo sucedido, pero Olga le empujó.
—¿Dónde está Pierre? ¿Qué has hecho con él? —preguntó a Amelia.
Albert James tuvo que sujetar a Amelia porque ella empezó a temblar y temió que no pudiera resistir la escena. En realidad fue Albert James quien se hizo cargo de la situación, porque tanto Amelia como Jean se encontraban demasiado afectados.
El padre de Pierre salió al recibidor alertado por los gritos de su mujer.
—Pero ¿qué sucede? ¿Qué hacéis aquí? ¿Y tú, Amelia…? ¿Dónde está Pierre?
Amelia les relató lo sucedido. No les ocultó nada. Ni que Pierre había sido un agente soviético, ni los pormenores de su vida en Buenos Aires, la orden de viajar a Moscú, los meses vividos en la capital rusa, la desaparición de Pierre, su estancia en la Lubianka, las torturas que le habían infligido y su convencimiento de que le habían asesinado. Lo único que no les dijo, como tampoco se lo había dicho a Albert James ni a Jean Deuville, es que ella se había enterado de la detención de Pierre por Iván Vasiliev. No quería poner en peligro a aquel hombre que al menos la había ayudado a saber dónde estaba Pierre.
Olga lloró desconsoladamente mientras escuchaba el relato de Amelia y el padre de Pierre pareció envejecer según iba sabiendo del horror al que se había enfrentado su hijo.
—¡Tú tienes la culpa! ¡Tú y tus malditas ideas sobre el comunismo que metiste en la cabeza a nuestro hijo! No quisiste escucharme y ahora nuestro hijo está muerto. ¡Tú también le has asesinado! —gritó Olga a su marido.
—¡Por favor, señora Comte, cálmese! —le rogó Albert James.
Pero no había manera de controlar la ira y el dolor de Olga, ni de encontrar palabras para consolar al padre de Pierre. Jean Deuville tampoco suponía ninguna ayuda, puesto que tampoco era capaz de reprimir las lágrimas.
Olga les echó de su casa maldiciendo a Amelia, a la que advirtió que nunca más la quería volver a ver.
Jean Deuville y Albert James se hicieron cargo de Amelia. Parecían sentirse responsables de ella. En aquel momento gobernaba Francia Édouard Daladier y los extranjeros, sobre todo los españoles, comenzaban a tener problemas para residir legalmente en el país. El éxodo de españoles huyendo de la guerra había desbordado a la Administración francesa, y París empezó a legislar en contra de los extranjeros.
Así que tanto Jean Deuville como Albert James tuvieron que recurrir a todas sus amistades para lograr un permiso de residencia para Amelia. A nadie le extrañó que Albert James la contratara como secretaria. Hasta el momento no había necesitado ninguna, pero era la manera de ayudarla sin ofenderla. En cuanto a Jean, se convirtió en su sombra, solía ir a buscarla a casa y la obligaba a salir a pasear, al teatro, a escuchar música. Amelia se dejaba llevar y parecía una autómata, como si nada de lo que sucedía a su alrededor le importara realmente.
Mis padres se preguntaban por qué un periodista como Albert James había decidido ocuparse como lo hacía de Amelia. El caso de Jean Deuville era distinto, había sido el mejor amigo de Pierre y eran camaradas en el Partido Comunista, pero no era el caso de Albert James, que tampoco conocía tanto a Amelia. Pero la ayudó cuanto pudo.
Albert James colaboraba con algunos periódicos y revistas estadounidenses, y también con algún diario británico. Para el gusto de mis padres era extremadamente independiente. Ellos creían que en la época que les estaba tocando vivir había que tomar partido. La objetividad de James les irritaba, y discutían abiertamente con él. En realidad Albert James se negó a ser «compañero de viaje» del partido, lo que le convertía en un personaje incomodo. No obstante le respetaban, tenía una enorme influencia, y sus artículos eran tenidos en cuenta tanto por el Gobierno estadounidense como por el británico y el francés.
Lo que escribió del congreso de intelectuales en Moscú fue decepcionante para sus anfitriones soviéticos. James afirmó que las aldeas y las fábricas que habían visitado parecían escenarios destinados a convencer a los forasteros de que todo era de color de rosa en la Unión Soviética y criticó que en ningún momento les permitieran viajar por el país a sus anchas ni visitar nada fuera de programa. Aseguró en uno de sus artículos que allí no se respiraba libertad. En fin, que sus críticas fueron un jarro de agua fría para las autoridades soviéticas, aunque naturalmente las opiniones de James fueron compensadas por una multitud de elogios de otros intelectuales europeos.
Amelia acudía todas las mañanas, temprano, a la oficina de James, y se encargaba de responder el correo, ordenar sus archivos, organizarle la agenda, pasar a limpio algunos de sus escritos y llevar la contabilidad.
Quizá la mayor alegría que tuvo en aquellos días fue la aparición en París de Carla Alessandrini. La diva iba a permanecer quince días en la ciudad interpretando La Traviata en la Ópera Garnier. Su llegada se convirtió en un gran acontecimiento.
Jean Deuville se comprometió a acompañar a Amelia a la ópera para escuchar a Carla.
Aún la recuerdo la noche del estreno. Amelia tenía una elegancia natural y aunque en aquella época no disponía de ropa adecuada parecía una princesa con su traje negro, sin adornos.
Carla Alessandrini estuvo magnífica; puestos en pie, los espectadores la aplaudieron cerca de veinte minutos. Según nos contó Jean, Amelia lloró de emoción y al concluir la función se dirigió al camerino de Carla convencida de que le permitirían ver a la diva, pero los responsables de la Opera habían montado un dispositivo para que nadie que no hubiese sido invitado expresamente por la gran Carla pudiera acceder al camerino.
—Dígale que está aquí su amiga Amelia Garayoa —le dijo a un poco convencido hombrecillo que le impedía el paso en dirección a los camerinos.
Pero para su sorpresa sí le dieron el recado y minutos más tarde salió a su encuentro Vittorio Leonardi, el marido de la diva.
Vittorio estrujó a Amelia entre sus brazos, la regañó por su excesiva delgadez, apretó la mano de Jean como si fueran amigos de toda la vida y les condujo al camerino.
Las dos mujeres se fundieron en un abrazo interminable. Tengo entendido que Carla estimaba de verdad a Amelia, la tenía por una hija.
—¡Pero cómo no me has avisado de que estabas en París! No sabes lo preocupada que me has tenido. Gloria y Martin Hertz me dijeron que Pierre y tú ibais a emprender un viaje de un par de meses, pero que no sólo no habíais regresado sino que no sabían nada de vosotros. Déjame que te mire… estás demasiado delgada, niña y… no sé… te veo diferente, ¿dónde está Pierre?
—Está muerto.
—¿Muerto? No sabía que estaba enfermo… —dijo Carla.
—No lo estaba. Le han matado.
Carla y su marido Vittorio Leonardi se quedaron conmocionados por el anuncio de Amelia. La diva la abrazó como una madre abrazaría a su hija para protegerla.
—¡Tienes que contármelo todo!
Amelia le presentó a Jean Deuville, que había permanecido en silencio contemplando la escena. Éste se sentía impresionado por la amistad entre las dos mujeres. Al fin y al cabo, Carla Alessandrini era un personaje de fama mundial, una de las mujeres más deseadas de su época.
Durante la estancia de Carla en París no hubo día en que no se viera con Amelia. Mis padres y yo fuimos por primera vez a la Opera invitados por la Alessandrini, y para nosotros fue todo un acontecimiento estar allí, entre aquellos ricos y burgueses que parecían vivir de espaldas a la realidad y que reían y bebían champán como si nada de lo que sucedía en la vida cotidiana les afectase.
Amelia visitaba a Carla en su hotel, o ésta la invitaba a sus almuerzos y cenas con gente distinguida; incluso un día fue Carla quien visitó a Amelia en nuestra casa. Me quedé detrás de la puerta del salón espiándolas, no porque me importara lo que hablaban, sino porque sentía auténtica fascinación por Carla, quien había sustituido a Amelia en mis sueños adolescentes.
—Niña, tienes que decidir qué vas a hacer, y me gustaría que pensaras en la posibilidad de venir con nosotros. No creo que tengas mucho porvenir en Francia, mira cómo se están poniendo las cosas para los extranjeros. He hablado con Vittorio y está de acuerdo conmigo en que lo mejor es que vengas con nosotros.
—Quiero regresar a España, sé que ahora no puedo por la guerra, pero algún día terminará. Necesito saber de mi familia, quiero estar con mi hijo.
—Lo comprendo, pero ¿crees que tu marido lo permitirá?
—No lo sé, pero necesito pedirle perdón y le suplicaré que me deje ver a Javier. No podrá negarse, es mi hijo.
Carla se quedó en silencio. Se le antojaba difícil que el marido español fuera a perdonar a su mujer después de haber huido ésta con su amante. Pero no quiso romper las esperanzas de Amelia, a la que sabía especialmente frágil después de la pesadilla vivida en Moscú.
—Entiendo que quieras regresar a España; pero, como tú misma dices, ahora no es posible, de manera que podrías estar con nosotros y, cuando llegue el momento, te ayudaremos a regresar a Madrid.
—Vittorio y tú sois muy generosos conmigo, pero aquí tengo un trabajo que me ayuda a mantenerme, y no sé qué podría hacer si os acompaño.
—Nada, no tienes que hacer nada excepto estar con nosotros. No necesitas trabajar, sólo acompañarnos.
Pero Amelia era orgullosa y por nada del mundo hubiera aceptado depender de alguien y no ganarse su pan. Buscó el modo de decirlo sin ofender a Carla.
—No me sentiría bien viendo cómo vosotros trabajáis y yo estoy sin hacer nada.
—Bueno, entonces puedes hacer de secretaria de Vittorio.
—¡Pero si no necesita otra secretaria!
Estuvieron hablando un buen rato y Carla le hizo prometer que la tendría en cuenta en caso de dificultad.
Además de en el ánimo de Amelia, cuando la Alessandrini se marchó de París dejó un gran vacío en todos nosotros.
Un día Amelia regresó llorando a casa. Mi madre intentó consolarla.
—Yo… yo… tenía una tía abuela viviendo en París, la tía Lily. Hoy me he atrevido a acercarme a su casa con la esperanza de que me recibiera y me diera noticias de mi familia, pero el portero me ha dicho que murió hace unos meses.
Ansiaba saber de su familia, y le contaba a mi madre que rezaba para que la perdonaran.
Echaba de menos a sus padres, a su hijo, a sus primos, incluso a su marido.
—¡He sido tan mala con él! Santiago no se merecía lo que le hice —se lamentó.
El 7 de noviembre sufrió un atentado el secretario de la embajada de Alemania en París, Ernst von Rath. Dos días más tarde tuvo lugar en Alemania la tristemente famosa Noche de los Cristales Rotos. Más de 30.000 judíos fueron arrestados, se destruyeron 191 sinagogas, fueron saqueados más de 7500 comercios… Albert James solía decir que lo peor estaba por llegar y tenía razón. Los gobiernos europeos no querían asumir que tenían enfrente a un monstruo, y le dejaron hacer…
Parecía que aquellos días de finales de 1938 todo se venía abajo. En diciembre Franco comenzó una gran ofensiva militar contra Cataluña que prácticamente decidiría el fin de la guerra y el triunfo de los fascistas.
Poco antes de Navidad, Albert James se marchó a Irlanda. Aunque él era norteamericano sus padres eran irlandeses, y visitaban con frecuencia su país, donde tenían muchos familiares. Los padres de James habían viajado hasta Dublín y él no dudó en pasar con ellos las fiestas navideñas. No sé si mi querido amigo Pablo Soler se lo ha explicado, pero Albert James pertenecía a una familia acomodada y entre sus antepasados contaba con militares ilustres. El abuelo de James sirvió en la corte de la reina Victoria. En aquella época algunos otros miembros de su familia también ocupaban puestos de responsabilidad en el Gobierno británico, creo que un primo hermano de su madre ocupaba un alto cargo en el Ministerio de Relaciones Exteriores, y un tío por parte de su padre estaba en el Almirantazgo.
El viaje de Albert James avivó aún más la nostalgia de Amelia y el día de Navidad mis padres, Danielle y André Dupont, invitaron a Jean Deuville a compartir el almuerzo con nosotros para intentar levantar el ánimo de la joven.
Hablaron, como es natural, de España. Negrín aún creía que era posible resistir. Pero no podía, era puro voluntarismo. Además, a Inglaterra y Francia lo único que parecía importarles era contemporizar con Hitler, y éste y Mussolini eran los principales apoyos de Franco en el exterior.
El día 26 de enero de 1939 Barcelona cayó en manos de las tropas de Franco, pero desde días antes se había organizado un éxodo masivo hacia Francia. El Gobierno francés intentó evitar que cientos de miles de refugiados españoles pasaran la frontera, pero se vio sobrepasado por los acontecimientos y tuvo que abrirla.
En la prensa de la derecha más reaccionaria se podían leer artículos realmente xenófobos contra los exiliados españoles; le dejaré leer algunos de ellos para que pueda usted tener una idea precisa del ambiente que se vivía en Francia en aquel momento.
Albert James decidió ir a la frontera para hacer un reportaje de la llegada de los exiliados y le pidió a Amelia que le acompañara en calidad de ayudante.
—Cuatro ojos ven más que dos y, además, me ayudarás con el idioma. Yo no hablo bien español y me cuesta entenderlo si me hablan muy deprisa.
Amelia aceptó sin vacilar. Era una oportunidad de acercarse a España e incluso creo que secretamente soñaba con poder encontrar a alguno de los suyos.
Llegaron el 28 de enero y se encontraron con un panorama desolador. Mujeres, niños, ancianos, enfermos, gente de toda condición que huían de los franquistas. Gente desesperada, que se enfrentaban al abismo del exilio sin saber si algún día podrían regresar.
Las autoridades francesas se vieron desbordadas e improvisaron campos de refugiados en el departamento de los Pirineos orientales. El primero de ellos se instaló en Rieucros, cerca de Mende (Lozère); después hubo más, en las playas de Argeles y Saint-Cyprien, en Arles-sur-Tech…
Albert James escribió alguno de los artículos más sentidos de toda su carrera; guardo algunos de los que publicó en la prensa inglesa.
Durante aquellos días Amelia le sirvió de intérprete, y entrevistaron a decenas de refugiados que les dieron noticia precisa del sufrimiento vivido y de cómo la guerra estaba irremediablemente perdida.
El 5 de febrero por la noche, justo un día después de que las tropas franquistas se hicieran con Gerona, el Gobierno francés se vio de nuevo en la tesitura de permitir que entrara una nueva oleada de personas, en esa ocasión militares a los que previamente se les obligó a dejar las armas.
Fue un milagro que en medio de aquel caos Amelia encontrara a Josep Soler y a su hijo Pablo. Al parecer Albert James y ella estaban hablando con unos refugiados cuando la mujer sintió que alguien le tocaba la espalda. Se volvió y se encontró con Josep agarrado de la mano de Pablo. Para Amelia fue un duro golpe verlos.
—¡Dios mío, estáis vivos! ¡Cuánto me alegro! ¿Y Lola?
—No ha querido venir, ya la conoces. No ha habido manera de convencerla —explicó Josep.
—Mi madre ha dicho que a ella los fascistas no la van a echar de España —dijo Pablo.
Amelia les apartó del grupo de refugiados. Estaba impresionada por la extrema delgadez de Pablo y por el envejecimiento prematuro de Josep.
—Lo primero que vamos a hacer es comer algo —propuso.
—Eso va a ser difícil, los franceses intentan evitar que nos desperdiguemos —dijo Josep.
Pero Amelia no estaba dispuesta a dejar a Josep y a Pablo abandonados a su suerte. El dinero siempre ha hecho milagros, y aun en medio de aquel caos había refugiados con diferente suerte. Los que llevaban dinero, joyas, objetos de valor o tenían amigos gozaban de alguna posibilidad de poder escapar de aquellos campos. Josep y Pablo carecían de dinero o cualquier objeto de valor, pero habían encontrado en Amelia el mejor salvoconducto para escapar del caos…
Victor Dupont se sirvió la última copa de vino que quedaba en la botella.
—Creo que por hoy es bastante. Quizá deberíamos llamar a nuestro amigo Pablo Soler para que sea él quién le cuente lo que sucedió a continuación, al fin y al cabo fue uno de los protagonistas de aquel suceso.
—Lo haré en cuanto regrese a España. Menuda sorpresa me ha dado usted al contarme que el profesor Soler volvió a ver a Amelia.
—Sí, claro que sí. Él se lo contará. ¿Le parece bien mañana?
—¿Mañana?
—Sí, llega temprano a París, de manera que si usted no tiene nada mejor que hacer después del almuerzo podemos reunirnos los tres.
Victor Dupont soltó una carcajada ante mi expresión de incredulidad. Le divertía haber podido sorprenderme.
—Pablo y Charlotte vienen de vez en cuando a París, y tenían programada esta visita desde hace tiempo.
—No me ha dicho nada…
—Lo sé, pero tampoco tenía por qué, ¿no le parece?
Tanto daba lo que me pudiera parecer, de manera que, obediente, acepté las instrucciones de Victor Dupont y al día siguiente a las tres de la tarde me reuní con los dos. Bueno, en realidad con los tres, porque cuando llegué a casa de Dupont también estaba Charlotte.
—Yo no les molestaré, tengo planeado ir de compras, de manera que les dejo. Regresaré a las siete, ¿les parece bien? —dijo Charlotte a modo de despedida.
—Bueno, Guillermo, mi amigo Victor me ha puesto al corriente de lo que le ha ido contando.
—La verdad es que voy de sorpresa en sorpresa, profesor —respondí con ironía.
—Es lo que tiene la investigación —respondió sin darse por aludido.
—De manera que usted volvió a ver a mi bisabuela…
—Ya le dije que había vivido en casa de Victor Dupont.
—Sí, es verdad.
—¿Y cómo cree que llegué allí?
—Supongo que es lo que ahora me va a explicar.
—Así es —respondió el profesor Soler.
Amelia nos instaló en una habitación del hotel donde estaba alojada porque creyó convencer al prefecto de que éramos de su familia y se hacía cargo de nosotros, pero en realidad fue Albert James quien consiguió vencer las resistencias de las autoridades francesas. James era un periodista muy importante, y nadie quería aparecer señalado en uno de sus artículos en la prensa británica o en la estadounidense. Aun así, no estábamos seguros de poder librarnos de ser internados en alguno de los campos.
—Quiero que me cuentes lo que está pasando, si de verdad la guerra está perdida —le pidió Amelia a Josep.
—¿Crees que estaría aquí si no fuera así? Es inútil seguir luchando, hemos perdido.
—Pero ¿por qué?
—Ellos han tenido más ayuda.
—Pero nosotros hemos contado con las Brigadas Internacionales y con el favor de Moscú —insistió Amelia.
—No te engañes, hemos estado solos. Europa nos ha dado la espalda, Francia y Gran Bretaña han observado de lejos lo que pasaba, pero sin querer comprometerse. Y sí, ha venido gente de todo el mundo a apoyar la República, le han echado valor y sacrificio, pero con eso no bastaba. Franco ha contado con la ayuda de Alemania y de Italia, pero sobre todo con la pasividad de Europa. No sabes lo que ha sido la batalla del Ebro, ahí es donde nos han dado la puntilla. Han muerto miles de los nuestros y también de los suyos, pero han ganado.
—Es un buen estratega —apuntó Albert James.
—¿Quién? ¿Franco? —Amelia pareció extrañada por esta afirmación de James.
—¿Sabes, Amelia?, es imposible derrotar al enemigo si no reconoces sus virtudes.
—¡Virtudes! ¿Cómo puedes decir que Franco tiene virtudes? Es un traidor a la República, ha destrozado España —respondió Amelia enfadada.
—En vista del resultado de la guerra ha demostrado ser un buen estratega militar. Admitir esto no quita que, efectivamente, sea un fascista y una desgracia para España. ¿Te quedas más tranquila si reconozco todo esto?
—No se trata de que lo reconozcas como si me hicieras un favor, se trata de la realidad.
—Yo te explicaré una parte de la realidad que supongo no te va a gustar. Es verdad todo lo que dice Josep, pero hay más problemas, y son las muchas energías que el bando republicano ha gastado combatiendo consigo mismo —sentenció Albert James.
Josep bajó la cabeza. Parecía no querer escuchar lo que estaba diciendo el periodista.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Amelia con acritud.
—Quiero decir que mientras el ejército fascista tenía un claro y único enemigo, en el bando republicano no ha sido así. ¿Me equivoco, Josep, si afirmo que los comunistas habéis gastado muchas energías persiguiendo a las gentes del POUM, y que las peleas entre socialistas, anarquistas y comunistas han sido continuas? ¿Quién mató a Andreu Nin?
—Ha habido problemas, sí —admitió Josep.
—De manera que mientras Franco tenía un único objetivo, que era acabar con la República para establecer un régimen fascista, las izquierdas han combatido contra él y han combatido entre sí. En las guerras civiles sale lo peor de las personas, Amelia.
—Tú no conoces bien mi país. Franco es un traidor, como lo son todos los sublevados.
—Sí, Franco es un traidor, pero eso no quita que yo tenga razón en lo que he dicho —respondió James.
—No hemos perdido la guerra sólo por las diferencias en la izquierda —afirmó Josep.
—Desde luego que no, decir eso sería además de mentira una simpleza. Únicamente he apuntado que quienes habéis defendido la República habéis malgastado energías que os eran muy necesarias, porque enfrente teníais a un enemigo que sólo os combatía a vosotros y además contaba con ayuda de Alemania e Italia —replicó Albert James.
—¿Qué está pasando en Madrid? —preguntó Amelia con angustia.
—Madrid resiste, y una parte de La Mancha y Valencia aún está en manos republicanas, pero no sé por cuánto tiempo, no creo que puedan resistir mucho más —respondió Josep.
—Ya sé… ya sé que es difícil que sepas algo, pero ¿tienes alguna noticia de mi familia? ¿Habéis visto a Edurne o a mi prima Laura?
—No, Amelia, no sé nada de ellas, nosotros hemos pasado buena parte de la guerra en Barcelona.
—¿Y ahora qué piensa hacer? —preguntó Albert James a Josep.
—No lo sé, por lo pronto vivir. ¿Qué cree que va a hacer Franco con los comunistas?
Ni Albert James ni Amelia respondieron. Josep no necesitaba una respuesta; sabía mejor que nadie lo que les esperaba a sus camaradas.
—Puede que me apunte a la Legión Extranjera, me han dicho que es la única manera de librarse de ir a uno de esos malditos campos de internamiento —confesó Josep.
—Pero ¿y Pablo? Es un niño…, él… —Amelia no apartaba los ojos de mí.
Josep se encogió de hombros.
—Tendría que estar con Lola, es su madre, pero las cosas son como son, ya nos apañaremos.
Amelia convenció a Albert James de que nos ayudara a Josep y a mí; quería intentar que los franceses nos permitieran trasladarnos a París y evitar así el internamiento en los campos. No era fácil, porque si algo querían impedir los prefectos de la zona era precisamente que los refugiados pudieran llegar a otros lugares y sobre todo a París, pero Amelia demostró una vez más su talento para hacer frente a situaciones imposibles. Había plantado cara a los soviéticos en Moscú logrando la liberación de Pierre, y ahora estaba dispuesta a rescatar a sus amigos.
El hotel en el que estaban instalados pertenecía a un matrimonio con dos hijos, el mayor de los cuales trabajaba transportando frutas y verduras con un pequeño camión. Amelia le pidió que nos ocultara entre las cajas de hortalizas y nos trasladara a París. Ella nos acompañaría por si había algún problema. Naturalmente le ofreció una suma considerable de dinero, todo el que había ido ahorrando. El joven dudó, pero al final decidió aceptar.
Albert James no tuvo manera de convencerla de que aquello era una locura y de que si nos detenían, a pesar de que ella tenía la documentación en regla, no dejaba de ser extranjera —española, en ese momento lo peor que se podía ser en Francia— y podía terminar en un campo de refugiados.
Pero tuvo éxito y llegamos a París sin contratiempos. Amelia no dudó en llevarnos a casa de los Dupont.
Danielle no supo qué hacer cuando al abrir la puerta se encontró a Amelia con un niño agarrado de la mano y a Albert James y un desconocido flanqueándola. Invitó a pasar a aquel extraño grupo, a cuyos integrantes miró con cierta aprensión.
La familia estaba cenando en aquel momento, y la sorpresa de André Dupont y Víctor fue mayor si cabe.
—Permitidme que os explique —dijo Amelia, decidida a salvar la situación—. Josep es un viejo amigo, un camarada, y éste es su hijo Pablo. Han podido escapar de España. Franco tiene ganada la guerra y yo… yo quiero ayudarles.
Albert James le explicó a André Dupont los pormenores del viaje desde el sur de Francia hasta París y les pidió que nos acomodaran hasta que pudieran buscarnos un lugar donde vivir. Él mismo se comprometió a intentar arreglar la documentación necesaria para que pudiéramos vivir en la capital.
André Dupont se quedó en silencio. No sabía qué responder, ni cómo sortear el compromiso en que Amelia y James le habían puesto a él y a su familia. Por fin tomó una decisión.
—De acuerdo, pueden quedarse por un tiempo, pero no es una buena solución.
Amelia suspiró aliviada y Albert James, discretamente, hizo un gesto a Danielle y le entregó un sobre.
—Es para ayudar a la manutención de los amigos de Amelia —le susurró al oído.
—No… no hace falta —respondió ella un tanto azorada.
—Claro que sí, no podéis asumir una carga así —dijo James, dando por zanjada la cuestión.
Josep tuvo que dormir en el sofá y Victor ceder parte de su habitación a aquel español, adolescente como él, que acababa de irrumpir en su casa.
Según pasaban los días, Josep seguía insistiendo en que su única salida era apuntarse a la Legión Extranjera. El único problema era yo; no sabía qué hacer conmigo. El 9 de febrero de 1939 Franco promulgó la Ley de Responsabilidades Políticas, que era el preámbulo de las purgas y persecución a la que ya eran sometidos los perdedores.
Pero para todos nosotros supuso un golpe peor que Francia y Gran Bretaña decidieran reconocer al Gobierno de Franco instalado en Burgos. En esas fechas, finales de febrero, Albert James anunció a Amelia que tenían que viajar a México. Hacía tiempo que había pedido una entrevista con León Trotski y por fin el político ruso había aceptado. En aquel entonces vivía en México, que fue la última parada de un largo exilio que comenzó en Kazajistán, siguió por Turquía, Francia, Noruega y acabó recalando allí.
Yo solía acompañar a Amelia a la oficina de James, y allí me quedaba muy quieto leyendo en un rincón para no molestar. Mi padre salía temprano en busca de trabajo para lograr con qué mantenernos, y gracias a la ayuda de algunos camaradas franceses de vez en cuando conseguía alguna chapuza. Un día, fui testigo de una discusión entre Amelia y Albert James.
James estaba encerrado en su despacho escribiendo cuando recibió una llamada en la que le anunciaban la fecha en que Trotski le recibiría para la entrevista. Sería diez días después y tenía que responder de inmediato si estaba dispuesto a viajar a México. Naturalmente, no lo dudó.
—Amelia, nos vamos a México —dijo saliendo del despacho.
—¿A México? ¿Y por qué tienes que ir allí? —preguntó Amelia.
—He dicho que nos vamos, tú y yo. Me acaban de llamar y Trotski acepta recibirme. No sabes lo que he tenido que mover para conseguir la entrevista. En diez días tenemos que estar allí.
—Pero yo no puedo irme, y, además… bueno, no creo que allí vaya a serte útil.
—Te equivocas, precisamente en México es donde más te voy a necesitar. Serás mi intérprete, como cuando fuimos a la frontera con España.
—Pero Trotski habla francés…
—Sí, pero yo no hablo español y en México se habla español. No sólo voy a hablar con Trotski, espero poder hacerlo con la gente que le ha dado cobijo allí y también con sus enemigos del Partido Comunista.
Discutieron un buen rato. Amelia no quería dejarnos solos a Josep y a mí, pero Albert James se mostró inflexible y le recordó que aquel viaje era parte del trabajo.
Amelia le contó a Danielle que debía irse, y que por lo menos tardaría un mes en regresar. Sabía que ponía a los Dupont en un compromiso dejándonos a su cuidado, pero no tenía otro remedio ya que no podía permitirse perder el trabajo con James. A André Dupont no le gustó nada la noticia, pero al fin aceptó la propuesta de Amelia. En cuanto ella regresara, dijo, nos buscaría una solución, o mejor dicho se haría cargo de mí con todas las consecuencias, puesto que Josep iba a solicitar el ingreso en la Legión Extranjera.
El profesor Soler dio por terminada la charla de repente y tengo que reconocer que esto me molestó.
—Mi querido Guillermo, tendrá usted que ir a México, yo desconozco lo que sucedió allí —sentenció, ante mi sorpresa.
—Pero profesor, ¿qué más da? Cuénteme qué sucedió cuando Amelia y James regresaron de México. Total: debieron de ir, hacer la entrevista y ya está.
—¡Ah, no! Eso sí que no. Las señoras Garayoa le han contratado para que investigue usted, quieren saber lo más detalladamente posible todo lo referente a la vida de Amelia, y le aseguro que la investigación histórica no es un trabajo fácil, a veces incluso es ingrato.
—Pero…
—No hay «peros», Guillermo, usted tiene que llenar todas las lagunas. No sabemos lo que sucedió realmente en México, pero convendrá conmigo en que entrevistar a Trotski tuvo su importancia.
—De acuerdo, iré, pero ¿por qué no me cuenta qué sucedió cuando Amelia regresó? Luego, a la hora de escribir, ya ordenaré correlativamente los hechos.
—No, no, tiene que ir paso a paso, hágame caso. Doña Laura me ha pedido que le guíe y eso estoy haciendo. En mi opinión debe ir a México.
Me resigné a seguir su consejo, aunque el viaje me parecía que sería una pérdida de tiempo. En realidad no se me ocurría cómo buscar una pista sobre Amelia en la capital azteca. Pero la suerte estaba de mi lado, porque me telefoneó Pepe, el redactor jefe del periódico, para anunciarme que me enviaba unos cuantos libros a casa para que los fuera leyendo y le mandara las críticas cuanto antes.
—Oye, ¿tú no fuiste trotskista? —le pregunté.
—Sí, ¿a qué viene eso? —me respondió mosqueado.
—Trotski vivió en México, ¿no es así?
—Sí, allí le asesinaron.
—¿Crees que aún hay trotskistas en México?
—¡Pero a qué viene esta bobada! ¿A ti qué te importa si quedan trotskistas en México?
—Necesito que me busques un contacto con algún trotskista mexicano.
—¡Tú estás pirado! Hace veinte años que dejé todo ese rollo.
—Bueno, pero seguro que sabes de alguien que me pueda ayudar. Busco un trotskista en México, no un marciano en la Gran Vía.
—¿Me puedes decir para qué? No sé en qué andas metido, pero me estoy mosqueando…
—Te estoy pidiendo ayuda, no creo que te cueste tanto.
Discutimos un buen rato pero al final le convencí para que me echara una mano. Mientras organizaba el viaje al Distrito Federal esperé impaciente la llamada de Pepe, que al final llegó.
—He perdido toda la tarde para encontrar a alguien que conociera a algún camarada en México. Por fin he dado con un amigo que estuvo una temporada trabajando en la secretaría de relaciones internacionales de la Liga, y me ha dado el teléfono de un periodista mexicano que debe de tener más años que Matusalén. Llámale, pero a mí no me metas en tus líos, que no sé ni por qué te ayudo.
—Porque a pesar de ser un explotador tienes tu corazoncito.
—¡Guillermo, no me vaciles que no estoy de humor!
—Eso es porque nuestro querido director te explota, aunque no tanto como a mí, al menos te paga mejor.
—¡Oye, nada de discursos! Cuanto antes me envíes las críticas de los libros que te he mandado, mejor que mejor.
Y, en efecto, estaba de suerte, porque llamé al periodista mexicano y éste se mostró encantado de ayudarme no bien llegara a su país.
El viejo colega resultó ser de lo más eficaz, porque cuando lo llamé desde el hotel para decirle que había llegado ya me había preparado una cita.
—Mañana le recibirá don Tomás.
—¿Ah, sí? Estupendo… y dígame, ¿quién es don Tomás?
—Un hombre sorprendente, es muy anciano, más que yo, este año cumple los cien.
—¿Cien años?
—Sí, cien años, pero no se preocupe, tiene una memoria prodigiosa. Conoció a Trotski, a Diego Rivera, a Frida…