9

No sé qué temperatura haría en Moscú en la primavera de 1938, pero en la de 2009 hacía un frío helador.

Me sentía feliz de estar en una ciudad que se me antojaba llena de misterios. Como, para mi sorpresa, doña Laura me había vuelto a llamar para decirme que había hecho un ingreso en mi cuenta corriente y que además me había reservado una habitación en el hotel Metropol, se me antojaba que todo iba a ir sobre ruedas.

¡Vaya lujazo!, pensé cuando entré en el vestíbulo del Metropol. Desde luego la ciudad que había vislumbrado a través de las ventanillas del taxi no parecía tener nada que envidiar a Nueva York, París o Madrid, salvo que en pocos minutos había visto más Maseratis y Jaguars que en toda mi vida. ¡Caramba con los excomunistas, no han perdido el tiempo para ponerse al día con el sistema capitalista!, me dije.

Una vez instalado en la habitación me puse a hacer mis «deberes» y llamé a la profesora Tania Kruvkoski.

La profesora hablaba inglés, ¡menos mal!, y nos entendimos de inmediato, aunque me llevé una gran sorpresa cuando me dijo que si lo prefería podíamos hablar en español. Concertamos una cita para la mañana siguiente en su casa; según me explicó, no estaba lejos del Metropol, así que podía ir dando un paseo.

Aproveché el resto del día para hacer turismo, fui a la tumba de Lenin, paseé por la plaza Roja, visité la catedral de San Basilio, y me perdí en animadas calles repletas de bares, restaurantes y tiendas de ropa de las marcas más sofisticadas.

No tenía ni idea de cómo había sido Moscú antes de que cayera el Muro de Berlín, pero lo que mis ojos veían era que aquella ciudad era la quintaesencia del capitalismo. Desde luego no se parecía a la ciudad que me había descrito mi madre: gris, pobre y triste. Bien es verdad que ella había hecho un tour por la Unión Soviética en plena era comunista y si la viera ahora creería estar alucinando en colores.

El apartamento donde vivía la profesora Kruvkoski era pequeño pero cómodo, con estantes de madera repletos de libros, cortinas de cretona, un sofá, un par de sillones de terciopelo verde y una mesa de comedor llena de papeles. La profesora era tal como esperaba que fuera: una mujer entrada en años y en carnes, con el cabello blanco recogido en un moño detrás de la nuca. Me sorprendió su vestido floreado, casi juvenil, y el chal de lana que llevaba sobre los hombros.

Pero tras su aspecto de dulce abuelita encontré a una mujer enérgica, nada dispuesta a regalarme ni un segundo de más de su tiempo, de manera que tenía preparados varios dossieres sobre Pierre Comte y Amelia.

—Lo que me han pedido mis colegas, el profesor Soler y el profesor Muiños, es que le explique qué fue de Pierre Comte y de Amelia Garayoa cuando llegaron a Moscú en febrero de 1938. Bien, no sé si va a tomar notas…

—Preferiría grabar la conversación, ya que usted habla un español tan excelente —le respondí con ánimo de halagarla.

—Haga lo que quiera. No dispongo de demasiado tiempo. Le voy a dedicar la mañana pero ni un minuto más —advirtió.

Asentí poniendo en marcha el minidisc.

—Como usted sabrá, la perversidad del camarada Stalin no tenía límites. Nadie estaba seguro, todos eran sospechosos, y por aquel entonces las purgas se sucedían a diario. Poco a poco había ido quitando de en medio a los hombres que lucharon en primera línea por la revolución, bolcheviques abnegados que fueron acusados de traición. Nadie tenía segura la cabeza sobre los hombros. Stalin contaba para su política criminal con hombres sin escrúpulos, dispuestos a arrastrarse y cometer las mayores atrocidades sólo por servirle, creyendo que así se ganaban su derecho a vivir, pero muchos de éstos seres infectos también terminaron sus días de mala manera, porque Stalin no agradecía nada ni reconocía a nadie.

—Por su edad… En fin… Creía que usted fue una revolucionaria en su juventud.

—Soy una superviviente. Cuando vives en un régimen de terror lo único a lo que aspiras es a ganar un día más a la vida, y bajas la cabeza; no ves, ni oyes, casi ni sientes, temiendo que se fijen en ti. El terror anula a los seres humanos, y para poder sobrevivir saca los peores instintos. Pero no se trata de mi vida, sino de las de Comte y Garayoa.

—Sí, sí, perdone la interrupción, es que pensaba que era usted una comunista convencida.

La profesora se encogió de hombros y me miró con cara de pocos amigos, de manera que opté por callarme.

—La mía es una familia que participó en la Revolución de Octubre, pero eso no nos garantizó nada; mi padre y algunos tíos y primos murieron en los gulags porque en algún momento se atrevieron a decir en voz alta lo que era evidente: el sistema no funcionaba. No es que creyeran que el comunismo no tenía las respuestas adecuadas para construir un mundo mejor, lo que pensaban es que quienes dirigían el país no lo hacían con acierto. Stalin mató de hambre a miles de campesinos… Pero eso es historia, una historia que no es la que ha venido usted a buscar. Ya le he dicho que, para sobrevivir, uno termina adaptándose a las circunstancias, y en mi familia aprendimos a bajar la cabeza y a callar. ¿Podemos continuar?

—Sí, sí, perdone.

Amelia y Pierre se instalaron en casa de su tía Irina, la hermana de la madre de éste. Ella estaba casada con un funcionario del Ministerio de Exteriores, Georgi, un hombre sin ningún cargo ni relieve importante. Tenían un hijo, Mijaíl, periodista, más joven que Pierre y casado con Anushka, una belleza que se dedicaba al teatro. La casa tenía dos habitaciones y una pequeña salita, que se convirtió en el dormitorio de Pierre y Amelia.

Al día siguiente de su llegada Pierre se presentó en la sede de la NKVD en la plaza Dzerzhinski, la tristemente conocida como Lubianka…

Pierre no fue recibido por ningún responsable destacado de la NKVD. Un funcionario de menor rango le informó que a partir de ese momento estaba a libre disposición de la NKVD y que ya se le asignaría un cometido. Mientras tanto debía escribir detalladamente sobre la red de Krisov, de la que había formado parte, precisando los nombres y datos de todos los agentes «ciegos» que venían colaborando en Europa con la NKVD.

Pierre protestó. Si estaba allí, dijo, era para ayudar a organizar una visita, para la celebración de un congreso con intelectuales de todo el mundo. El funcionario no se anduvo con contemplaciones y le amenazó: o cumplía las órdenes o sería considerado un traidor.

Pierre no se atrevió a seguir discutiendo y aceptó a regañadientes las instrucciones del hombre.

—Trabajará usted en el Departamento de Identificación y Archivo, ayudando al camarada Vasiliev.

En ese momento Pierre recordó que Igor Krisov le había hablado de un amigo caído en desgracia, un tal Iván Vasiliev, y se preguntó si sería el mismo.

Iván Vasiliev tenía en aquel entonces treinta y cinco años. Era un hombre alto, delgado, y muy fuerte, y había trabajado desde su creación para el Departamento Extranjero de la NKVD.

La oficina donde estaba situado el Departamento de Identificación y Archivo estaba ubicada en uno de los sótanos de la Lubianka, y para acceder a ella había que bajar por unas escaleras donde no era raro encontrarse con detenidos que caminaban con la cabeza baja, sabedores de que allí rara vez se salía con vida.

Vasiliev le indicó a Pierre la mesa donde trabajaría, que estaba iluminada por una bombilla de gran potencia. Apenas había sitio para moverse porque unos inmensos archivadores cubrían cada palmo de pared.

—¿Usted era amigo de Igor Krisov? —le preguntó Pierre apenas se sentó.

Iván Vasiliev le miró con dureza, reprochándole en silencio que hubiera pronunciado ese nombre. Después tragó saliva y buscó cuidadosamente las palabras para responder.

—Ya sé que usted era uno de los agentes del camarada Krisov, un traidor de la peor especie.

Pierre dio un respingo al escuchar la respuesta y a punto estuvo de replicarle, pero los ojos de Vasiliev le indicaron que mantuviera la boca cerrada.

Vasiliev se enfrascó en sus papeles y de cuando en cuando se levantaba para dirigirse a otras mesas donde otros hombres como él trabajaban en silencio. En una de esas ocasiones, al pasar cerca de la mesa de Pierre, deslizó un papel. Éste se quedó extrañado y lo abrió.

No sea estúpido y no haga preguntas que pueden comprometernos a los dos. Rompa esta nota. Cuando pueda hablaré con usted.

Cuando Pierre regresó a casa de su tía Irina bien entrada la tarde, Amelia le esperaba impaciente.

—¿Qué ha pasado? ¿Cómo no has llamado para decir que estabas bien? —le recriminó con angustia en francés, idioma en que también podía entenderse con los tíos de Pierre.

Le contó a Amelia y a sus tíos cada detalle vivido aquella jornada, sin escatimar su sentimiento de angustia y decepción. Aquélla no era la «patria» a la que venía entregando lo mejor de sí mismo. Su tía Irina le mandó hablar en voz baja.

—¡No hables tan alto y sé prudente o terminaremos todos en la Lubianka! —le regañó.

—Pero ¿por qué? ¿Acaso no se puede hablar libremente? —preguntó Amelia con cierta ingenuidad.

—No, no se puede —sentenció el tío Giorgi.

De repente Pierre y Amelia se encontraron con que el mito al que tanto habían sacrificado era un monstruo despiadado que podía devorarles sin que nadie pudiera mover un dedo para evitarlo.

—De manera que has venido engañado —dijo el tío Giorgi.

—Por lo que cuenta, es evidente —apostilló la tía Irina.

—Krisov te lo advirtió —recordó Amelia.

—¿Quién es Krisov? —Quiso saber la tía Irina.

—Un hombre para el que trabajé… —respondió Pierre.

—Su controlador —contó Amelia.

—No es momento de reproches pero… en fin… ser espía no es la mejor tarea. —La tía Irina no quería reprimir su disgusto por el tipo de trabajo de su sobrino—. Dedicarse a fisgonear a los demás y denunciarlos…

—¡Jamás he denunciado a nadie! —protestó Pierre—. Mi único cometido ha sido el de recabar información que pudiera servir a la Unión Soviética y a la revolución.

—Pierre no ha hecho nada malo —le defendió Amelia.

—¡Espiar es de truhanes! —insistió la tía Irina.

—Vamos, mujer, no te alteres, tu sobrino es uno de los muchos ingenuos que se ha creído lo de la revolución; también nosotros creímos en ella y dimos lo mejor de nosotros mismos —terció el tío Giorgi.

—Por supuesto que lo hemos hecho, pero Stalin es…

—¡Calla! Ahora eres tú la imprudente, sabes que las paredes oyen. ¿Quieres que nos detengan a todos? —Le recordó el tío Giorgi.

La tía Irina se calló y entrelazó las manos para ocultar su crispación. Le hubiera gustado no tener que acoger a su sobrino, pero Olga era su única hermana y su única esperanza en el caso de que algún día pudieran salir de la enorme prisión en la que se estaba convirtiendo su patria.

Poco después llegó Mijaíl y se unió a la conversación. Al joven le incomodaban los comentarios de Pierre.

—¡Exageráis! —protestó Mijaíl hablando en ruso—. ¡Claro que hay problemas! Estamos construyendo un nuevo régimen, una Rusia donde ya no hay siervos, sino hombres libres, y tenemos que aprender a ser responsables de nosotros mismos. Naturalmente que se cometen errores, pero lo importante es el camino que hemos emprendido, y adónde nos llevará. ¿Acaso se vivía mejor en tiempos del zar? No, y lo sabéis bien.

—Yo sí vivía mejor en tiempos del zar —afirmó Irina, mirando desafiante a su hijo—. Ahora mira a tu alrededor, y sólo verás hambre. La gente se muere de hambre, ¿es que no lo ves? Ni siquiera tú, que eres de ellos, tienes más que la mayoría de los desgraciados de este país. Sí, hijo, sí, yo vivía mejor en tiempos del zar.

—Pero tú no eres la medida de todas las personas de Rusia, tú eras una burguesa privilegiada. Mira a tu alrededor, madre, ahora todos somos iguales, tenemos las mismas oportunidades.

—La gente se muere de hambre y desaparece en las cárceles por protestar; Stalin es peor que el zar —respondió Irina.

—¡Si no fueras mi madre…!

—¿Me denunciarías? Stalin ha logrado pudrir el alma de Rusia porque no serías el primer hijo que denuncia a sus padres. Aunque Stalin no es el único culpable, él sólo es el discípulo aventajado de Lenin, a quien tenéis por un dios. Con él la dignidad humana dejó de tener sentido, la convirtió en moneda devaluada.

—¡Basta, Irina! No quiero esta discusión en casa. Y tú, hijo… algún día verás la realidad tal como es más allá de tus ilusiones y sueños. Fui un bolchevique, luché por la revolución, pero no la reconozco. Me callo, porque quiero vivir y no deseo perjudicarte, y porque soy un cobarde.

—¡Padre!

—Sí, hijo, sí, soy un cobarde. Luché por la revolución, y a punto estuve de perder la vida y no tuve miedo. Pero ahora tiemblo al pensar que me puedan llevar a la Lubianka para confesar algún delito inexistente como les ha sucedido a algunos amigos, o que me envíen a uno de esos campos de trabajo en Siberia de los que no se regresa jamás.

—Yo creo en la revolución —respondió Mijaíl.

—Y yo hice la revolución, pero no ésta, que es una pesadilla desatada por Stalin.

—¡Stalin vela porque nadie se desvíe de los objetivos de la revolución! —gritó Mijaíl.

Se quedaron en silencio, exhaustos, sin mirarse los unos a los otros. Amelia y Pierre se sentían sobrecogidos por lo que acababan de escuchar.

Irina tomó la mano de Amelia intentando animarla.

—No te asustes, son discusiones de familia, pero Mijaíl nos quiere, y nunca movería un dedo contra nosotros.

Se callaron al oír el ruido de la llave en la cerradura. Anushka llegaba de trabajar, y aunque estaba casada con Mijaíl, ni Irina ni Giorgi hablaban libremente delante de ella.

—¡Uf! Por las caras que tenéis veo que habéis vuelto a discutir —dijo al entrar en la sala.

—Mis padres son demasiado críticos con la revolución —respondió Mijaíl.

—Son mayores y no entienden que para no desviarnos de los objetivos de la revolución hay que extirpar a sus enemigos.

Amelia no dijo nada, pero no estaba segura de que Anushka tuviera razón.

Esa noche, cuando todo dormía, Amelia se acercó a Pierre. Ambos compartían un colchón sobre el suelo.

—Tenemos que irnos de aquí —le susurró al oído.

—¿De casa de mis tíos?

—De la Unión Soviética. Corremos peligro.

—Es imposible, no me dejarán irme ni a ti tampoco.

—Pensaremos algo, pero debemos irnos. Siento que me ahogo. Tengo miedo.

Pierre le apretó la mano, su miedo era aún mayor.

Tía Irina comenzó a dar clases de ruso a Amelia. Les había sorprendido comprobar que la joven española tenía unos conocimientos amplios del idioma.

—En realidad no tengo mucho que enseñarte, te defiendes muy bien —le dijo tía Irina.

—Pierre ha sido un buen maestro —respondió la joven.

Ella demostró ser una buena alumna dado que tenía una facilidad notable para los idiomas, y además las clases le ayudaban a sobrellevar la situación.

La tía de Pierre resultó ser una mujer agradable, que velaba por los suyos y se dedicaba a las labores de la casa desde que seis meses antes había sobrevivido a una delicada operación de corazón.

A principios de marzo, el tío Giorgi anunció a Amelia que tenía un trabajo para ella.

—En el ministerio tenemos un departamento al que llegan periódicos y revistas de todo el mundo en los que se habla de la Unión Soviética. Allí se leen esos artículos y los clasifican, y los que merecen la pena de ser traducidos para que los lea el ministro Molotov se traducen al ruso.

—Pero yo no domino el ruso —se excusó Amelia.

—No se trata de que traduzcas nada, simplemente de que leas la prensa española, alemana y francesa, y si hay algo que merece la pena, se lo pases al jefe del departamento y éste lo mandará traducir, aunque creo que tú también podrías hacerlo. Es un trabajo como otro cualquiera; no puedes quedarte en casa, no estaría bien.

—Pero soy extranjera…

—Sí, española, y miembro del Partido Comunista Francés. Una revolucionaria internacional —respondió con ironía el tío Giorgi.

Amelia no se atrevió a negarse y Pierre, por su parte, la animó a que aceptara el trabajo.

—Es mejor que trabajes, aquí si no haces algo te consideran sospechoso: podrían acusarte de contrarrevolucionaria.

De manera que Amelia comenzó a ir al Ministerio de Exteriores todas las mañanas al mismo tiempo que el tío Giorgi, y no regresaba al apartamento hasta media tarde. Al principio lo pasó mal a pesar de que se defendía con el idioma, pues los compañeros de trabajo la miraban con desconfianza. El jefe del departamento le explicó que no podía hablar del contenido de los artículos publicados en la prensa extranjera con nadie, y si había alguno crítico con la Unión Soviética se lo debía entregar a él personalmente.

El 13 de marzo, el tío Giorgi llegó a casa presa de una gran agitación.

—¡Hitler ha anexionado Austria a Alemania! —anunció.

—Lo sé, papá —respondió Mijaíl—, ese hombre es un peligro al que alguien tendrá que pararle los pies.

—¿Y seremos nosotros quienes lo hagamos? —Quiso saber Anushka.

—Puede —afirmó el tío Giorgi—, aunque por ahora nuestra política es observar sin intervenir.

Aquella noche, Pierre le comentó en susurros a Amelia que había podido hablar con Iván Vasiliev.

—Ha sido a la salida de la oficina, se ha hecho el encontradizo conmigo y hemos andado un trecho juntos.

—¿Por qué no lo has comentado durante la cena?

—Porque no me fío de Mijaíl. Es mi primo y a pesar de eso no me fío, es un fanático, y Anushka no es mucho mejor que él. Son miembros del partido que cuentan con la confianza de sus jefes.

—¿Y qué te ha dicho Iván Vasiliev?

—Me ha aconsejado prudencia. Al parecer en estos momentos me están observando y quieren ponerme a prueba porque no se fían de mí, ya que fui uno de los agentes del camarada Igor Krisov. Vasiliev cree que me tendrán un par de meses en el departamento y luego decidirán qué hacer conmigo, él dice que lo mejor que me puede pasar es que se olviden de mí.

—¿Y cuándo piensa que te dejarán regresar a Buenos Aires?

Pierre se quedó en silencio y agarró con fuerza la mano de Amelia antes de responder.

—No lo sabe, dice que puede que nunca.

—¡Pero tus padres pueden reclamarte!

—Saben que tengo familia aquí: la tía Irina, el tío Giorgi… Si mis padres protestaran podrían tomar represalias contra mis tíos, de manera que cuentan con que no lo harán.

—Pierre, eres ciudadano francés, vayamos a la embajada de Francia.

—No nos dejarían ni acercarnos; según Vasiliev, me siguen.

—Pero tú no haces nada malo… ¿Qué más te ha dicho Vasiliev?

—Que puede que me interroguen y que debo estar preparado para ello; hay quien no supera un interrogatorio.

—No, Pierre, no te pueden hacer nada, no pueden torturar a un ciudadano francés. En cuanto a mí… soy española. No pueden retenernos contra nuestra voluntad. Quiero que nos vayamos. Has venido tal y como te pidieron, si hubieras hecho algo contrario a la Unión Soviética no estaríamos aquí, de manera que no tienen por qué desconfiar. Son ellos los que te han engañado diciendo que querían que participaras en ese congreso de intelectuales que se va a celebrar en junio.

—Calla, habla más bajo o nos escucharán Mijaíl y Anushka —le pidió Pierre.

—No debes tenerles miedo.

—Pues se lo tengo y tú también deberías tenérselo. No creas que Anushka es tu amiga, sólo intenta sonsacarte.

Iván Vasiliev tenía razón. Una tarde, cuando Pierre se disponía a salir de la oficina para regresar a casa, dos hombres se le acercaron.

—Acompáñenos, camarada —le ordenó uno de los hombres.

—¿Adónde? —preguntó Pierre, temblando.

—Las preguntas las hacemos nosotros, usted sólo obedezca.

Tres días y tres noches pasó Pierre en los calabozos de la Lubianka sin que nadie le dijera por qué estaba allí. Luego, al cuarto día dos hombres le subieron a una sala de interrogatorios donde le esperaba un hombre de pequeña estatura, pero de complexión fuerte, con el cabello ralo y una mirada helada.

El hombre le indicó una silla para que se sentara, y sin mirarle se entretuvo leyendo unos papeles que tenía sobre la mesa. A Pierre esos minutos se le hicieron eternos.

—Camarada Comte, tiene la posibilidad de hacer las cosas fáciles o difíciles.

—Yo… yo no sé qué está pasando.

—¿Ah, no? Pues debería saberlo. Usted trabajó para un traidor.

—Yo… yo… yo ignoraba que el camarada Krisov era un traidor.

—¿Lo desconocía? Es extraño, puesto que él le consideraba uno de sus mejores agentes; usted era un hombre de su máxima confianza.

—Sí, bueno, yo hacía cuanto me pedía Krisov, era mi controlador, nada más. Nunca fuimos amigos.

—¿Y nunca le dijo que pensaba desertar?

—¡En absoluto! Ya le digo que no éramos amigos; además cuando él desertó yo ya no trabajaba a sus órdenes, estaba en Buenos Aires.

—Sí, me consta, y también que el camarada Krisov fue a verle allí. Curioso, ¿no?

—Informé a mi controlador de Buenos Aires de la visita de Krisov y de cuanto me había dicho.

—Lo sé, lo sé. Una manera de cubrirse por si alguien le había visto junto a Krisov. Bien pudieron preparar lo que usted debía decir a su controlador.

—¡Desde luego que no! Krisov se presentó de improviso y tuvimos una discusión, incluso le llamé traidor.

—Queremos saber dónde se encuentra el camarada Krisov.

—No lo sé, no me lo dijo.

—¿Y pretende que le crea? Veamos, un viejo agente como Krisov se escapa y se toma la molestia de viajar hasta Argentina para verle a usted y explicarle por qué ha decidido huir. ¿Nos toma por tontos?

—Pero fue así… Él… Bueno, él dijo que se sentía responsable de sus agentes, de todos los que habíamos trabajado con él. Además… insinuó que el mejor lugar para desaparecer era América Latina.

—El traidor Krisov tenía muchos amigos entre los seguidores del camarada Trotski.

—Lo desconocía, nunca hablamos de cuestiones personales, no sé quiénes eran sus amigos…

—Camarada Comte, quiero que refresque su memoria, que me diga dónde se encuentra el traidor Krisov. Sabremos agradecerle esa información… De lo contrario…

—¡Pero es que no lo sé!

—Le ayudaremos a recordarlo.

El hombre se levantó y salió de la sala, dejando a Pierre temblando. Un minuto después entraron dos hombres que le llevaron de vuelta a la celda donde había permanecido encerrado los tres días anteriores. Pierre intentó protestar pero un fuerte puñetazo en el estómago le dejó sin habla. Y lloró tirado sobre el frío suelo de aquella celda oscura de la Lubianka.

La primera noche que Pierre no regresó a casa de sus tíos, Amelia aguardó impaciente hasta la madrugada; cuando ya no pudo resistir la angustia, despertó a Mijaíl.

—Tu primo no ha vuelto.

—¿Y por eso me despiertas? Estará emborrachándose con algún amigo, o amiga, los franceses son así —respondió Mijaíl con tono malhumorado.

—Sé cómo es Pierre y si no ha regresado es porque le ha sucedido algo.

—No te preocupes y duerme, verás como cuando regrese te contará una buena historia.

Amelia volvió al colchón donde dormía, y contó los minutos que iban transcurriendo, hasta que oyó levantarse al tío Giorgi.

—Tío, Pierre no ha regresado, estoy preocupada.

—Irina y yo no hemos pegado ojo pensando en él. Intentaré averiguar qué ha pasado.

Amelia no quería ir a trabajar, pretendía presentarse en la Lubianka para preguntar por Pierre, pero la tía Irina le quitó la idea de la cabeza.

—No seas insensata, lo mejor que podemos hacer es esperar.

—¡Pero no es normal que no haya venido! —se lamentó Amelia.

—No, no lo es, pero en Rusia ya nada es normal. Espera a que Giorgi nos diga algo, y… Bueno, le pediré a Mijaíl que también él trate de averiguar qué ha pasado.

Por la tarde, cuando Amelia regresaba del trabajo rezaba pidiendo encontrar a Pierre en casa de sus tíos. Pero Irina le dijo que no había sabido nada de él, de manera que las dos mujeres esperaron sentadas y en silencio a que llegara Giorgi, pero éste les confesó que no había podido averiguar nada. Había telefoneado a un amigo que tenía un cuñado trabajando en la Lubianka y en cuanto le dijo de qué se trataba el hombre le colgó el teléfono conminándole a no llamarle nunca jamás.

Mijaíl y Anushka llegaron un poco más tarde. Él sorprendió a Amelia diciéndole que había tenido mucho trabajo y ni siquiera había podido preocuparse por la ausencia de Pierre.

—¡Cómo es posible que seas así! —le gritó Amelia—. ¡Pierre es tu primo!

—¿Y por qué debo preocuparme por él? Ya es mayorcito. Si no ha regresado es porque no ha querido. Y si ha hecho algo, entonces que asuma las consecuencias.

Amelia salió de la casa dando un portazo. Estaba decidida a presentarse en la puerta de la Lubianka y preguntar por Pierre. El tío Giorgi salió tras ella, intentando convencerla de que fuera prudente o de lo contrario podía poner a toda la familia en un aprieto.

—Hay familias enteras que sufren represalias porque alguno de sus miembros es considerado un contrarrevolucionario. Les mandan a campos de trabajo, a las minas de sal, incluso a hospitales de los que salen completamente trastornados. No nos pongas en peligro Amelia, te lo ruego.

Pero ella no le escuchó y salió a la calle dispuesta a presentarse en la Lubianka. Caminaba deprisa, llena de miedo y de ira, cuando advirtió que un hombre se situaba a su lado.

—Por favor, dé la vuelta en la próxima esquina y sígame. Quiero ayudarla.

—¿Quién es usted? —preguntó Amelia sobresaltada.

—Iván Vasiliev. Llevo aguardando toda la tarde en los alrededores de su casa, no me atrevía a subir al apartamento.

Amelia obedeció al hombre, lamentándose de no haber pensado en ir a verle. Si alguien podía decirle dónde estaba Pierre ése era Vasiliev.

Le siguió un buen trecho, hasta un edificio sombrío de apartamentos donde el hombre entró y subió rápidamente las escaleras hasta la primera planta. Allí introdujo la llave en una puerta y entró en el apartamento seguido de Amelia.

—No podemos estar mucho tiempo aquí —advirtió Iván Vasiliev.

—¿No es su casa? —preguntó Amelia, extrañada.

—No, no lo es, aquí vive un amigo que ahora se encuentra fuera de Moscú. Podremos hablar tranquilos.

—¿Dónde está Pierre?

—Detenido, le tienen en una celda de la Lubianka.

—Pero ¿por qué? No ha hecho nada. Pierre es un buen comunista.

—Lo sé, lo sé, no hace falta ser un mal comunista para que te detengan. Quieren a Krisov y están convencidos de que Pierre sabe dónde está.

—¡Pero no lo sabe! No se lo dijo.

—Igor Krisov ha sido uno de mis mejores amigos, combatimos juntos y… Bueno, mantuvimos una amistad muy especial.

Amelia miró con asombro a Iván Vasiliev. Krisov había confesado a Pierre que era homosexual, y de las palabras de Vasiliev se deducía que éste también podía serlo. Él pareció leerle el pensamiento.

—No se equivoque. Fuimos buenos camaradas sólo eso, luego él se marchó a Londres. Tenía una cobertura perfecta, puesto que una de sus abuelas era irlandesa. Él dominaba el inglés, lo mismo que el francés y el alemán, tenía un gran talento para los idiomas. Pierre me ha dicho que usted también lo tiene. En fin, pese a nuestra separación siempre conservamos el afecto y la amistad, aunque ellos creen que nos odiábamos.

—¿Ellos?

—Sí, los jefes del Servicio Exterior de la NKVD. Igor dijo que lo mejor para protegernos a ambos era que pasáramos por enemigos irreconciliables y durante años mantuvimos esa farsa. Yo le avisé de que había perdido la confianza de los jefes.

—Lo sé, se lo dijo a Pierre. ¿Por qué es tan importante Krisov?

—Era uno de los principales agentes en Europa y sabe mucho: nombres, claves, cuentas bancarias, modo de operar… Temen que le venda toda esa información a alguien.

—¿Por qué?

—Porque son unos asesinos indecentes y ellos lo harían, de manera que piensan que los otros son igualmente capaces de sus mismas infamias.

—¿Y quién podría comprar esa información?

—Cualquiera, la Unión Soviética tiene muchos enemigos. Inglaterra estaría dispuesta a pagar un buen precio por conocer los nombres de los agentes soviéticos que operan allí. El Gobierno británico está preocupado por el auge del comunismo entre los jóvenes universitarios de su país.

—Pero Krisov…

—Igor estaba asqueado con lo que pasa aquí, como todos los que tienen un mínimo de decencia. De la noche a la mañana cualquiera se puede convertir en un «enemigo del pueblo», basta con una denuncia, una sospecha. Están matando a la gente sin piedad.

—¿Quiénes?

—Lo hacen en nombre de la revolución, para preservarla de sus enemigos. Y no crea que se ensañan sólo con los burgueses, aquí nadie está a salvo de que le acusen de contrarrevolucionario, hasta los campesinos son perseguidos ¿Sabe cuántos kulaks han sido asesinados?

—No sé qué son los kulaks

—Ya se lo he dicho, campesinos, pequeños propietarios aferrados a su tierra que se resisten a abandonarla o a llevar a cabo los estúpidos planes de los comités del partido.

—¿Qué harán con Pierre?

—Le interrogarán hasta que confiese lo que ellos quieren. O a lo mejor se convencen de que no sabe nada de Krisov. Nadie sale de la Lubianka.

—¡Pierre es francés!

—Y ruso, su madre lo es.

—Hay mucha gente que sabe que estamos aquí, no les conviene que el mundo sepa que en Moscú hay personas que desaparecen.

—¿Y quién va a creer eso? ¿Cómo va a demostrar que le tienen en la Lubianka?

—Usted…

—¡No, querida, no! Yo negaré haberle dicho nada, y si es necesario diré que el encuentro en este apartamento ha sido una cita amorosa.

Amelia le miró con horror y leyó en los ojos de Iván Vasiliev que estaba dispuesto a sobrevivir: no importaba lo que tuviera que hacer ni a quién tuviera que sacrificar.

—¿Qué puedo hacer? —pregunto Amelia con un timbre desesperado en la voz.

—Nada. No puede hacer nada. Con suerte condenarán a Pierre a algún campo; si no son muchos años y logra sobrevivir, será una suerte.

Se quedaron en silencio. Amelia deseaba ponerse a llorar y gritar, pero se contuvo.

—¿Qué me sucederá a mí?

—No lo sé. Puede que se conformen con Pierre. En su expediente se dice que usted es una comunista entusiasta y una agente «ciega», de manera que se supone que usted no sabe nada.

—No sé lo que ellos quieren, pero sé sobre ellos lo que nunca hubiera querido saber.

—Cuando se es joven uno tiene la arrogancia de creer que puede cambiar el mundo y… Mire lo que hemos hecho aquí, convertir nuestro país en la antesala del infierno —la intentó consolar Iván Vasiliev.

—Han traicionado la revolución —sentenció Amelia.

—¿De verdad lo cree? No, Amelia, no. Lenin y todos los que le seguimos ciegamente creíamos que no se podía hacer una revolución sin sangre, que era necesario el terror. Nuestra revolución partió de una premisa y es que la vida humana no es algo extraordinario y santificarla es cosa de las religiones, y aquí hemos decretado la muerte de Dios.

—¿Me detendrán?

—No lo sé, espero que no. Pero siga mi consejo, cuando hable con sus compañeros de trabajo muéstrese como una comunista fanática, convencida de que hay que depurar a todo aquél que no siga al dedillo lo que quiere Stalin. No exprese ninguna duda, sólo convicción en que el partido siempre tiene razón.

—¿Permitirán que me vaya?

—No lo sé, puede que sí o puede que no.

—No me está dando una respuesta.

—No la tengo.

—¿Qué puedo hacer por Pierre?

—Nada. Nadie puede hacer nada por él.

Acordaron volver a verse una semana más tarde en el mismo lugar. Iván prometió intentar llevarle alguna noticia de Pierre.

Mientras caminaba de regreso a casa, Amelia pensaba en lo que les diría a los tíos de Pierre, y sobre todo a Mijaíl y Anushka. Lo único que tenía claro era que en ningún caso podía revelar que había hablado con Iván Vasiliev.

Cuando llegó, la tía Irina estaba preparando la cena y tío Giorgi discutía con su hijo Mijaíl, mientras Anushka se pintaba las uñas y fingía indiferencia.

—¿Dónde has ido? —le preguntó Mijaíl, sin ocultar su enfado.

—A dar una vuelta. Necesitaba respirar.

—¿Has ido a la Lubianka? —insistió él.

—No, no he ido. Pero lo haré mañana, alguien tiene que intentar saber algo de Pierre.

—Puede que él no sea como crees —dijo Mijaíl con cierto misterio.

—No sé qué quieres decir… —respondió Amelia.

—A lo mejor mi primo no es un buen comunista y ha traicionado al partido.

—¡Estás loco! No conoces a Pierre, antes nos sacrificaría a todos que al partido.

—No estés tan segura, Amelia —insistió Mijaíl.

Tía Irina se acercó indignada al escuchar a su hijo.

—Mijaíl, ¿cómo te atreves a cuestionar a tu primo? ¿Qué sabes para decir eso? —preguntó la mujer.

—Nada, no sé nada. Era sólo una suposición. La Unión Soviética tiene muchos enemigos, madre, gente que no comprende el alcance de nuestra revolución. Pero no nos preocupemos, puede que Pierre haya tenido que salir de viaje y regrese en unos cuantos días.

—Eso no es posible, Mijaíl, Pierre jamás se habría ido sin decírmelo —afirmó Amelia.

—Eres un poco ingenua —terció Anushka.

—Puede que lo sea pero ¿sabes?, creo conocer algo al hombre por el que abandoné a mi familia y a mi hijo, y te aseguro que Pierre no es un bebedor, ni tampoco un hombre que falta en su casa si no es por una causa mayor.

—Puede que exista esa «causa mayor», pero no nos preocupemos, ya aparecerá —insistió Anushka.

—¿Y si no es así? —preguntó la joven.

Mijaíl se encogió de hombros, mientras se sentaba al lado de su esposa.

—Mijaíl, ¿dónde está Pierre? —preguntó tía Irina plantándose delante de su hijo.

Éste se quedó en silencio, dudando sobre si dar una respuesta a su madre, y volvió a encogerse de hombros.

—No lo sé, madre.

—Pero él salió a trabajar como todos los días, y fue a la Lubianka. Debemos preguntar allí. Si ha tenido que salir de viaje como dices, allí nos lo dirán.

Anushka se miraba las uñas satisfecha tras habérselas pintado. Parecía ajena a la conversación, salvo los momentos que de vez en cuando cruzaba la mirada con Mijaíl; en sus ojos se podía leer que le animaba a mantener esa postura.

—Mañana iré a la Lubianka. Quiero que me informen sobre Pierre, quiero verle —declaró Amelia.

—Ése será un empeño inútil, querida Amelia. No te comprometas dando pasos que no te llevarán a ninguna parte y que, sin embargo, nos pueden perjudicar al resto de la familia —replicó Mijaíl.

—¿Perjudicar? ¿Por qué? ¿Por preguntar por Pierre? Si os puedo perjudicar por eso me iré de esta casa. Mañana mismo. Buscaré una habitación para vivir y así no os veréis comprometidos por mi presencia aquí.

—¡Vamos, Amelia, no seas melodramática! —la interrumpió Anushka—. Te recuerdo que aquí soy yo la actriz, y muy buena por cierto. Mijaíl tiene razón, si te presentas en la Lubianka y preguntas por Pierre puedes crearnos problemas, al fin y al cabo él ya te ha dicho que no sabe nada. ¿Qué más quieres?

—Quiero saber dónde está Pierre.

—¿No se te ocurre que pueda haber otra mujer? —preguntó Mijaíl, riéndose.

Amelia estuvo a punto de gritar y de expresarle todo su desprecio, pero se contuvo. No podía revelar lo que le había contado Iván Vasiliev, de manera que apretó los puños hasta hacerse daño. Cualquier indiscreción podría costarle caro a Vasiliev pero también a ella y a Pierre.

Sabía que de lo contrario Mijaíl no dudaría en acusarla de quién sabe qué convirtiéndola en «enemiga del pueblo». Le extrañaba que todavía no hubiera denunciado a sus padres teniendo en cuenta que en esos días era habitual que los hijos denunciaran las «desviaciones» de sus progenitores. No era infrecuente que la policía irrumpiera en una fábrica, en una casa, en cualquier lugar, para detener a alguien denunciado por un familiar, un amigo, una esposa, un marido, o un amante.

En realidad, en casa de los tíos de Pierre se hablaba con una libertad insólita y Amelia pensó que era cuestión de tiempo que Mijaíl o Anushka denunciaran a Irina y Giorgi.

De manera que Amelia tragó saliva y se despreció a sí misma por no dejar escapar las palabras que sentía.

—Hija, es mejor que te quedes aquí, es lo que a Pierre le gustaría. Y no te preocupes por nosotros, no nos causas ningún trastorno —dijo tía Irina.

—Se lo agradezco, y dadas las circunstancias, teniendo en cuenta que estoy trabajando, contribuiré a los gastos de la casa.

—Por eso no te preocupes —señaló tío Giorgi.

—Amelia tiene razón, debe ayudar, para eso trabaja. Sabes, querida, me parece que eres más lista de lo que das a entender a primera vista —sentenció Anushka.