En Moscú parecían satisfechos con el trabajo de Pierre Comte. Al menos eso le había dicho su controlador. En poco más de seis meses había captado dos colaboradores situados en lugares estratégicos, y ambos estaban demostrando ser una mina suministrando información.
Amelia no sospechaba nada de la relación de Pierre con Natalia y seguía manteniendo un trato amistoso con ella. No era infrecuente que ésta cenara en casa de la pareja, que les acompañara a las exposiciones de la galería de Gloria Hertz o que los días de fiesta fueran de excursión por los alrededores de Buenos Aires.
Se convirtieron en un trío inseparable y Pierre se sentía estimulado por las descargas de adrenalina que le producía salir con sus dos amantes, una a cada lado, en perfecta armonía.
—Me da pena Amelia —solía decirle Natalia—, la pobrecilla es muy inocente. ¿Cómo es posible que no se dé cuenta de que es a mí a quien amas?
—Mejor así, querida, no tengo valor para abandonarla, al menos por ahora, llevamos poco tiempo en Buenos Aires, y después de haberla traído hasta aquí… Debes comprenderlo, necesito tiempo.
En realidad Pierre necesitaba a Amelia. La joven española tenía una capacidad natural para ser aceptada por todo el mundo; ella abría todo tipo de puertas a Pierre, y sobre todo éste no olvidaba que la mayoría de sus nuevas amistades lo eran en relación de Carla Alessandrini. Si la diva se enteraba de que abandonaba o traicionaba a Amelia era más que seguro que movilizaría a sus amistades porteñas para que le dieran la espalda. Así, Pierre le había impuesto a Natalia una severa discreción para que no trascendiera que eran amantes.
Pierre tampoco había abandonado su amistad con Michelangelo Bagliodi y su esposa Paola. También ellos continuaban siendo una excelente fuente de información. Natalia solía unirse a los almuerzos en casa de los italianos, que estaban encantados de tener entre ellos a una mujer que trabajaba cerca del presidente de la República. Además, aconsejada por Natalia, Paola comenzó a cuidar su aspecto, eligiendo una ropa elegante pero atractiva, cambiándose el peinado o depilándose las cejas.
En uno de esos almuerzos Bagliodi explicaba a Pierre el apoyo decidido de Hitler y el Duce al general Franco.
—Tiene usted que tener en cuenta que, al margen de las afinidades ideológicas, el Führer no puede permitir un régimen prosoviético en España, además de tener a sus puertas al Frente Popular francés. Por eso Franco contó desde el primer momento con los Junkers que Hitler le envió a Tetuán y con la Legión Cóndor, y no dude usted que con el asesoramiento de los militares alemanes tiene el triunfo asegurado. No hay otro ejército como el alemán.
—¡Ah, Pierre! Tengo para usted la Encíclica Divini Redemptoris del papa Pío XI en la que condena el comunismo ateo —intervino Paola entregándole una carpeta a Pierre.
—¡Cómo van a ganar la guerra Azaña y los comunistas del Frente Popular si no tienen a Dios de su parte! —exclamó Michelangelo Bagliodi, ante la mirada de fastidio de Amelia y la sonrisa de Natalia.
—¿Usted cree que Dios está con los fascistas? —preguntó Amelia sin poder reprimirse.
—¡Desde luego, querida! ¿No creerá que Dios se puede poner de parte de quienes le escupen y queman iglesias? Paola me contaba hace unos días que los milicianos de izquierdas fusilan a sacerdotes y monjas y profanan las iglesias.
—No sólo eso, querido, también hay grupos de milicianos que se presentan en los pueblos para asesinar a personas de bien, a los católicos y a los militantes o simpatizantes de los partidos de derecha.
—Sin embargo, Franco no termina de hacerse con Madrid —recalcó Amelia conteniendo la ira que la embargaba.
—Pero entrará, querida, entrará, lo que no plantea son batallas inútiles. Es verdad que le han parado en el Jarama, pero ¿por cuánto tiempo?
—El general Miaja tiene mucho prestigio —contestó Amelia.
—¡Ah! El que se tiene por el gran defensor de Madrid —respondió Bagliodi.
—Es quien preside la Junta de Defensa y dicen que es un militar capaz —intervino Pierre.
—Pero el Gobierno es una jaula de grillos con Largo Caballero al frente, y los comunistas y los anarquistas… ¿Usted cree que pueden ponerse de acuerdo? Y eso que le ha permitido a su compañero Prieto hacerse con las carteras de Marina y Aire. Pero ¿qué sabe Prieto de guerras?
Para Amelia aquellos almuerzos constituían una pesadilla que luego reprochaba a Pierre.
—No entiendo cómo les aguantas, sus comentarios sobre el comunismo son ofensivos, pero tú no dices nada, como si no fuera contigo y nosotros no fuéramos comunistas. ¿Lo has olvidado?
—¿Y qué pretendes que haga? El diálogo con ellos es inútil, pero son una buena fuente de información y así estamos enterados de lo que sucede en España.
—También lo cuentan los periódicos.
—Sí, pero ellos tienen más información.
—¿Y para qué queremos nosotros esa información? La Unión Soviética está ayudando a la República, de manera que de sobra saben cuál es la situación. No hay nada que podamos contar a nuestros camaradas que ellos no sepan ya —razonó Amelia.
Una noche de abril, Miguel López llegó a casa de Amelia y Pierre sin avisar. Ella estaba escribiendo al dictado de Pierre. Él continuaba dándole clases de ruso a diario.
A Miguel se le notaba agitado, ansioso de hablar, pero Pierre le hizo una seña para que no dijera una palabra hasta que Amelia no les dejara a solas.
—Querida, ¿por qué no preparas algo para cenar? Mientras, Miguel y yo tomaremos una copa y charlaremos. Estoy cansado de hacer números, de manera que, amigo mío, me estás dando la excusa que necesitaba para dejarlo.
Amelia se fue a la cocina. Miguel le caía bien, de manera que no tenía nada que objetar a que se quedara a cenar.
—¿Qué sucede? —Quiso saber Pierre.
—Esta tarde nos ha llegado una comunicación de nuestra embajada en Madrid: la Legión Cóndor ha bombardeado Guernica; no queda nada en pie. Aún no es oficial, no creo que los periódicos lo cuenten mañana.
—Guernica es la patria espiritual de los vascos —musitó Pierre.
—Lo sé, lo sé, y no han dejado piedra sobre piedra… —afirmó Miguel.
—Guernica se convertirá en un símbolo, y eso, amigo mío, servirá de acicate para quienes luchan por la República.
—El general Miaja cuenta con aviones y carros de combate soviéticos y, según nuestro embajador, las dos brigadas formadas con milicianos de las Brigadas Internacionales están combatiendo con éxito.
—¿Qué pasa con Inglaterra y con Francia?
—Según nuestra embajada en Madrid, prefieren no intervenir oficialmente en la guerra de España; no quieren que se internacionalice el conflicto, poco les importa que Italia y Alemania estén apoyando a los golpistas desde la primera hora. Además, Franco cuenta con reconocimiento diplomático.
—¿Cuál es la opinión de vuestra embajada sobre la marcha de la guerra?
—Dicen que Franco lleva ventaja.
Miguel le dio copia a Pierre de algunos despachos recibidos desde otras embajadas. Documentos valiosos que servían a la rezidentura soviética de Buenos Aires para recibir felicitaciones de sus superiores moscovitas.
Amelia les llamó para que se sentaran a cenar en la cocina, y allí compartieron carne asada, que había sobrado del almuerzo, y ensalada con una botella de vino de Mendoza. Hablaron de todo y de nada y, como siempre, Amelia preguntó a Miguel si tenía alguna noticia nueva de España; éste miró a Pierre antes de responder.
—Ya sabes que desde el treinta y uno de marzo comenzaron los bombardeos sobre el País Vasco; la que más ha sufrido ha sido Vizcaya, y… bueno, no es oficial pero la Legión Cóndor ha destruido Guernica.
Miguel se dio cuenta del impacto que la noticia le había producido a Amelia, que palideció y apartó el plato de comida.
—¡Amelia, es la guerra! Sabes que estas cosas pasan. —Pierre intentó calmarla porque estaba temblando.
—Yo soy vasca, y… tú no sabes lo que significa Guernica —respondió ella con un hilo de voz.
—Tú eres comunista, y tu patria es el mundo; por más que lleves apellidos vascos ¿qué más da? Queremos construir un mundo sin naciones, ¿lo has olvidado?
—No, no lo he olvidado, pero tampoco quiero dejar de lado quién soy, ni de dónde vengo. Cuando era pequeña mi padre me decía que ser vasca era una emoción…
En julio comenzó a hacer un frío intenso en Buenos Aires. Hacía un año que Pierre y Amelia habían dejado España para llegar hasta la capital austral. Para ella el tiempo transcurrido se le antojaba una eternidad, pero él parecía satisfecho y decía no sentir nostalgia. Los numerosos baúles repletos de libros con los que había viajado constituían la base de su negocio, que había ido ampliando comprando ediciones de libros argentinos y de otros países sudamericanos. Su padre también le enviaba algunos libros desde París. No era un gran negocio pero les daba para vivir con desahogo y mantener la cobertura que Pierre había diseñado.
Amelia continuó sin sospechar de la relación entre Pierre y Natalia, hasta que una tarde en que estaba merendando con Gloria Hertz en la confitería Ideal ésta le dijo una frase que le produjo un malestar en el estómago sin saber el porqué.
—¿No te resulta demasiado empalagosa la presencia de Natalia? Ya le he dicho que os debería dejar respirar, siempre está entre vosotros dos, como la tercera en discordia. No sé, pero harías bien en poner un poco de distancia con ella, yo le tengo mucho afecto, pero no soportaría que siempre estuviera entre mi marido y yo.
Sin saber qué responder, Amelia nerviosa, se apretó las manos.
—Bueno, no le des más importancia a lo que he dicho —la quiso tranquilizar Gloria—, ya sabes que yo soy muy celosa, estoy demasiado enamorada de Martin.
A partir de entonces Amelia puso especial atención en observar a Natalia y sobre todo en cómo se comportaba Pierre con ella. Al cabo de unas semanas llegó a la conclusión de que no tenía de qué preocuparse. Natalia era una mujer que padecía de soledad y había encontrado un refugio en ellos, y Pierre no parecía impresionado por Natalia que, aunque era una mujer elegante, no tenía un físico demasiado atractivo.
Pero Pierre y Natalia continuaban su romance fuera de los ojos de todos y habían llegado al virtuosismo en su disimulo.
A finales de agosto Pierre recibió una comunicación de Moscú felicitándole por la labor realizada y anunciándole que en breve recibiría nuevas instrucciones.
Un día saliendo de casa de Natalia, Pierre se encontró en el portal a Igor Krisov.
Al principio no supo cómo reaccionar, pero la sonrisa socarrona del ruso le animó a darle un abrazo.
—¡Parece que has visto un fantasma! —le dijo Krisov.
—¡Eres totalmente un fantasma! ¿De dónde sales? Te hacía a muchos miles de kilómetros de aquí, con un océano por medio…
—Y yo te hacía enamorado de la dulce Amelia —respondió el ruso dándole una palmada en la espalda.
—Bueno, no es lo que crees… —intentó disculparse Pierre.
—Sí, sí es lo que creo. Tienes otra amante, se llama Natalia Alvear, trabaja en la Casa de Gobierno y es una de tus agentes. Te sacrificas por la causa —dijo Krisov riéndose.
—Sí, algo así; pero, dime, ¿qué haces aquí?
—Es una larga historia.
—¿Una larga historia? ¿Qué sucede? Hace poco me han felicitado desde Moscú, están satisfechos con la información que obtengo…
—Sí, eso te habrán dicho. ¿Dónde podemos hablar?
—Pues… No sé… Vayamos a mi casa, allí podremos estar tranquilos, a esta hora Amelia estará merendando con alguna de sus amigas.
—¿Continúa sin saber la verdad? —Quiso saber Krisov.
—¿La verdad? ¡Ah!, desde luego que no sabe nada. Pero es una joya, una auténtica joya, se le abren todas las puertas, y la gente más importante se la disputa como invitada. Ya sabía yo que era una apuesta segura.
Llegaron a la casa y para sorpresa de Pierre se encontraron con Amelia.
—¡Vaya, te hacía con tus amigas! —le dijo en tono de reproche.
—Iba a salir pero se te ha olvidado que hoy venían unos clientes para ver esa edición del Quijote del siglo XVIII.
—¡Vaya, es cierto, no lo recordaba! —se lamentó Pierre.
—Creo conocerle —le dijo Amelia a Krisov con una sonrisa y tendiéndole la mano.
—Efectivamente, señorita Garayoa, nos conocimos en París.
—Sí, un día antes de dejar Francia…
—Lo dice con añoranza.
—Sí, siento nostalgia de todo lo que dejé atrás. Buenos Aires es una ciudad espléndida, muy europea, no es difícil sentirse a gusto, pero…
—Pero echa de menos España y a su familia, es natural —respondió Krisov.
—Si no te importa, Amelia, tengo algunos asuntos que tratar con el señor Krisov…
—Procuraré no importunar, pero prefiero quedarme, ya no me apetece salir de casa.
A Pierre le fastidió la decisión de Amelia pero no dijo nada, mientras que Igor Krisov parecía disfrutar de la presencia de ella.
Los dos hombres se quedaron solos en la sala que hacía de librería.
—Y bien, ¿qué sucede? —Quiso saber Pierre.
—He desertado. —Mientras hacía esta afirmación, el rostro de Krisov reflejó una mueca de dolor.
Pierre se quedó conmocionado por la noticia. No sabía ni qué hacer ni qué decir.
—Le sorprende, ¿verdad? —preguntó Krisov.
—Sí, realmente sí. Le creía un comunista convencido —acertó a decir Pierre finalmente.
—Y lo soy, soy comunista y moriré siéndolo. Nadie podrá convencerme de que hay una idea mejor para hacer de este mundo un lugar habitable donde todos seamos iguales y nuestra suerte no dependa de los avatares del destino. No hay causa más justa que la del comunismo, de eso no tengo ninguna duda.
La declaración de Igor sorprendió aún más a Pierre.
—Entonces… no le comprendo.
—Hace dos meses me llamaron a Moscú. Tenemos un nuevo jefe, el camarada Nikolái Ivánovich Yezhov. Es el hombre que ha sustituido al camarada Génrij Grigórievich Yagoda al frente de la NKVD. Desde luego, el camarada Yezhov no tiene nada que envidiar al camarada Yagoda en cuanto a crueldad.
—El camarada Yagoda ha sido un hombre eficaz, aunque creo que en los últimos tiempos se desvió… —alcanzó a decir Pierre.
—Sabe, hacía más de ocho años que no pisaba tierra rusa y por lo que ahora sé, Yagoda, Génrij Grigórievich Yagoda, ha sido mucho peor de lo que me habían contado.
—El camarada Yagoda, como jefe de la NKVD, gozó de la total confianza del camarada Stalin… —apenas se atrevió a replicar Pierre.
—Y no es de extrañar que Yagoda llegara tan alto, recibiendo órdenes directas de Stalin y convirtiéndose en su brazo ejecutor, pero al final ha terminado siendo víctima de su propia medicina. Él mismo no ha podido escapar del terror que había creado. Está detenido, y le aseguro que terminará confesando lo que Stalin desea.
—¿Qué quiere decir?
—Que está en prisión sometido a los mismos interrogatorios que él personalmente llevaba a cabo con otros personajes molestos a Stalin y enemigos declarados de la revolución. No seré yo quien lamente la suerte de Yagoda después de los crímenes que ha cometido.
—Los criminales deben ser juzgados y aquéllos que traicionan la revolución lo son de la peor calaña —replicó Pierre.
—Vamos, Pierre, no se haga el ingenuo, usted sabe como yo que en la Unión Soviética se vienen sucediendo purgas contra todos aquéllos a quienes Stalin declara contrarrevolucionarios; pero la cuestión es, ¿quiénes son los que están traicionando a la revolución? La respuesta, amigo mío, es que el mayor traidor es Stalin.
—Pero ¿qué está diciendo?
—¿Le escandalizo? Stalin ha ido ordenando asesinar a muchos de sus camaradas de la vieja guardia, aquéllos que estuvieron en primera línea luchando por la revolución. De repente, hombres intachables se han convertido en personajes molestos para Stalin, que no quiere que nadie le dispute el poder absoluto del que goza. Cualquier crítica u opinión contraria a sus deseos es castigada con la muerte. Usted ha oído hablar de los procesos contra supuestos contrarrevolucionarios…
—Sí, contra gente que ha traicionado la revolución, que añora los viejos tiempos, burgueses que no se adaptan a la nueva situación, a perder sus viejos privilegios.
—Le creo más inteligente, Pierre, como para que se trague toda esa propaganda. Aunque debo decirle que al principio yo también lo veía así, me resultaba imposible aceptar que ese mundo nuevo que íbamos a construir no era otra cosa que convertir a nuestra amada Rusia en una dictadura feroz, donde la vida tiene menos valor que en tiempos del zar.
—¡No diga eso!
—Primero supe de amigos que habían desaparecido, buenos bolcheviques a los que los agentes de la NKVD detenían de madrugada en sus casas acusándoles de contrarrevolucionarios. El camarada Yagoda desempeñó con especial brillantez el cargo de comisario del pueblo para Asuntos Internos. Todo aquél del que Stalin quería deshacerse recibía la visita de los hombres de Yagoda.
—Muchos de los detenidos confesaron estar conspirando contra la Unión Soviética.
—No sé qué es lo que llegaría usted a confesar si durante días enteros le torturaran hasta reducirlo a un guiñapo.
—Pero ¿qué pretende usted con lo que está diciendo? Yo jamás seré un traidor.
—Y yo tampoco, no, jamás traicionaré mis ideales, todo aquello por lo que he luchado. Soy mucho mayor que usted, Pierre, tengo edad casi como para ser su padre, y fui un joven entregado a la causa cuando participé en la revolución. Maté y arriesgué mi vida, porque creía que estábamos alumbrando un mundo mejor. Es Stalin quien ha traicionado todo aquello por lo que luchamos.
—¡Cállese!
—Si quiere, me iré, pero debería escucharme.
Pierre escuchaba con los puños cerrados, se sentía desgarrado. Había admirado tanto a Igor Krisov…
—Las purgas se extienden a todos los estamentos, nadie está libre de ser declarado sospechoso, ni siquiera los mejores oficiales del Ejército Rojo tienen la cabeza segura. Nikolái Ivánovich Yezhov es igual de sanguinario que Yagoda, y terminará como él, porque Stalin no confía en nadie, ni siquiera en quienes asesinan en su nombre.
»Yezhov está purgando a todos los que trabajaron con Yagoda. Le repito que no se fía de nadie. Y tanto yo como usted hemos trabajado para Yagoda.
—¡No! Yo trabajo para la NKVD, los nombres no importan, lo que vale es la idea, yo sirvo a la revolución.
—Sí, de eso se trataba, de servir a una idea superior, pero las cosas no son así, Pierre, y estamos trabajando para psicópatas.
»¿Sabe quién ha sido fusilado recientemente? El general Berzin, un militar brillante destinado en España como responsable del GRU. Se preguntará cuál ha sido su delito y la respuesta es que ninguno, absolutamente ninguno. Muchos amigos suyos, camaradas, han sido fusilados, los que han tenido menos suerte han pasado primero por la Lubianka, otros son deportados a campos de castigo donde el gran Stalin pretende reeducarlos…
»Moscú es una ciudad donde impera el miedo, donde nadie se fía de nadie, donde se habla en voz baja, donde los amigos se traicionan para ganar una semana de vida. Los intelectuales se han convertido en sospechosos, ¿sabe por qué? Porque piensan, y se han creído que podían expresarse libremente, que para eso se hizo la revolución. Los artistas tienen que seguir los dictados de Stalin; la creación puede ser contrarrevolucionaria si no se atiene a sus criterios.
»¿Sabe, amigo mío, que los homosexuales son considerados escoria, seres perversos de los que la sociedad se tiene que librar?
—¿Y eso es lo que le afecta a usted? —preguntó de forma brutal Pierre.
—Sí, soy homosexual. No lo pregono pero tampoco lo oculto, no tengo por qué. En el mundo nuevo que íbamos a construir nadie podría ser discriminado por su raza, por su condición sexual, ni siquiera por sus creencias… Cuando luché en el diecisiete, nadie me preguntó lo que era, todos éramos camaradas que soñábamos con la misma idea. Ser homosexual no me impidió luchar, pasar hambre, sentir frío, matar y exponerme a morir; en realidad estoy vivo de milagro, una bala me atravesó el hombro, y guardo como recuerdo la herida cicatrizada de una bayoneta que me atravesó una pierna.
Igor Krisov encendió un cigarrillo sin pedir permiso para hacerlo. Tanto le daba lo que pudiera decirle Pierre, al que veía empequeñecido, como si le estuvieran golpeando, o acaso como el niño que descubre de repente que no existen los Reyes Magos.
Sin darle tregua, Krisov continuó hablando.
—En Moscú se respira miedo, el que imponen hombres como Yagoda o ahora Yezhov, simples brazos ejecutores de las locuras de Stalin. La madre de usted es rusa, y por lo que sé nunca ha simpatizado con la revolución, pero seguramente aún tiene familiares y conocidos en la Unión Soviética. ¿Le ha preguntado si continúan vivos?
—Para mi madre todos los revolucionarios estamos locos, ella era una pequeño-burguesa, señorita de compañía de una aristócrata —respondió Pierre, con cierto tono de desprecio.
—De manera que prefiere no saber qué ha sido de sus familiares en Rusia y da por bueno que lo que les haya sucedido se lo merecen… No me decepcione, le creía capaz de pensar por sí mismo.
—Dígame qué quiere.
—Ya le he dicho que estuve con Yezhov y me trató con desprecio, con asco. ¿Sabe por qué apodo se le conoce? El Enano, sí, Yezhov es un enano, pero eso no sería ningún problema si fuera otra clase de hombre. Me pidió que le diera la lista de todos mis agentes, de quienes llevan tantos años colaborando conmigo para la NKVD. Quería saber nombres, direcciones, coberturas, quiénes son sus familiares y amigos… En fin, todo, absolutamente todo. Y me reprochó que mis informes no hubieran sido más prolijos sobre la personalidad de mis agentes, que tendría que haber sido menos conciso a la hora de explicar quiénes son nuestros colaboradores. En definitiva me exigía conocer hasta el más mínimo detalle de todos aquéllos que a lo largo de estos años han colaborado incluso como agentes «ciegos» con la NKVD. Usted sabe que he controlado a un grupo de agentes directos, como usted, pero también a colaboradores ocasionales, personas que nunca habrían aceptado convertirse en agentes pero sí ayudar ocasionalmente a la causa de la revolución. Sobre estos últimos y sobre los agentes «ciegos» Moscú aún no tiene información precisa, y era esa información la que Yezhov me reclamaba. Pregúntese por qué. Éste me anunció que había pensado en un nuevo destino para mí, en Moscú. Pude leer en su mirada, en sus gestos, en la sonrisa cruel que apenas disimulaba, que yo era para él pasado, y que en cuanto tuviera lo que deseaba me enviaría a una celda de la Lubianka donde me torturarían hasta confesar lo que ellos quisieran.
»Tenía que ganar tiempo, así que le expliqué que guardaba en una caja fuerte de un banco londinense todos los detalles precisos de mis agentes, algunos de los cuales sólo son conocidos en Moscú por sus apodos y por el lugar donde están infiltrados. Un banco capitalista es el lugar más seguro para guardar los secretos comunistas, le dije al camarada Yezhov. No me creyó, pero tampoco se podía arriesgar a que fuera verdad lo que le estaba diciendo, de manera que cambió de táctica, y pasó a desplegar una amabilidad empalagosa. Me invitó a almorzar, y, de repente, me preguntó por usted. No me sorprendió, porque usted es un agente ya veterano en la NKVD. En realidad usted empezó a colaborar con nosotros con la OGPU. Ni siquiera Yezhov pone en cuestión que sea usted un agente valioso. Su cobertura como librero le ha permitido viajar por Europa y entablar contactos con las élites intelectuales logrando colaboraciones importantes, pero sobre todo reportando una información fiable. Pocos como usted conocen la política española tan detalladamente.
—¿Qué quería saber el camarada Yezhov de mí?
—Nada en concreto, pero me sorprendió su interés por usted, incluso que me preguntara a mí si sus convicciones comunistas eran firmes o si por el contrario era sólo uno de esos intelectuales diletantes. Le daré mi opinión: usted no le gusta a Yezhov. Más tarde me encontré con un viejo camarada, Iván Vasiliev, que ha sido relegado a un departamento administrativo de la NKVD; era uno de los hombres de confianza de Yagoda y le han apartado, pero está contento de no haber sido fusilado. Este amigo había sido hasta hace poco el receptor de sus informes desde Buenos Aires, y me aseguró que usted estaba teniendo un gran éxito porque había logrado captar a dos agentes en el corazón del estado, de manera que no se explicaba por qué Yezhov le había puesto en su punto de mira. Pero sería inútil intentar comprender el alma de un asesino.
—Creo que usted pretende alarmarme sin ningún fundamento. Me parece lógico que el camarada Yezhov le pregunte por sus agentes, su obligación es rendirle cuentas.
—Pierre, usted ya no es uno de mis agentes, está aquí, en Buenos Aires, y tiene otro controlador. Dos días más tarde ese amigo del que le hablo me confirmó lo que yo intuía; Yezhov quería hacer una «limpia», sustituirme, poner al frente de la red a un hombre de su confianza y depurar a quienes a mi sustituto le pudieran parecer tibios. Mi amigo me dijo que a Yezhov no le gustaban los burgueses, por muy revolucionarios que pudieran ser, y que podría suceder que usted hubiera caído en desgracia, al igual que yo.
»Yezhov me permitió regresar a Londres, pero cuando llegué, encontré esperándome en el aeropuerto a un viejo colega, un hombre con el que mantuve disputas en el pasado. Sus órdenes eran precisas, yo debía entregarle toda la información que había dicho que guardaba en un banco y, después, regresar a Moscú. Este agente no debía separarse de mí ni de día ni de noche hasta que no hubiera embarcado en el avión y, hasta ese momento, se instalaría en mi casa.
—Pero usted está aquí…
—Sí, llevo demasiados años en el oficio para no haber pensado en más de una ocasión qué hacer si un día tenía que marcharme precipitadamente, ya fuera porque el Servicio de Inteligencia británico descubriera que soy un agente soviético, o por perder la confianza de Moscú, como les había sucedido a otros colegas. Puede no creerme, pero le aseguro que muchos de los camaradas junto a los que luché en la revolución del diecisiete están muertos, víctimas del terror de Stalin. Otros han sido enviados a campos de trabajo, y algunos tienen tanto miedo que no se han atrevido a hablar conmigo y me han cerrado la puerta con lágrimas en los ojos suplicándome que me marchara y no les comprometiera con mi presencia. Así que aun antes de salir de Moscú empecé a poner en marcha un plan para desertar.
»Logré zafarme del hombre que Yezhov había enviado para vigilarme; le diré cómo lo hice, poniendo un narcótico en su copa de vino. Estuve a punto de tener que bebérmelo yo, puesto que él parecía desconfiar de mis buenas intenciones cuando le propuse un brindis por la gloriosa Unión Soviética y por el camarada Stalin. Una vez que se quedó profundamente dormido lo até a la cama y lo amordacé. Dediqué lo que quedaba de noche a ponerme en contacto con mis agentes y avisarles de que estuvieran preparados por lo que pudiera suceder. A primera hora de la mañana me presenté en mi banco, pedí la caja de seguridad donde guardaba dinero, pasaportes falsos y documentos, y pasé a Francia, donde lo mismo que usted, embarqué rumbo a esta ciudad. En nuestra querida Europa corría peligro, allí tarde o temprano podían localizarme, pero el Nuevo Mundo es inmenso, y como usted bien sabe aún no tenemos redes muy sólidas, de manera que Iberoamérica es el mejor lugar para perderse.
—¿Adónde irá?
—Eso, amigo mío, no se lo voy a decir. Si estoy aquí es porque aún conservo intacta parte de mi integridad como hombre y como bolchevique, y me siento en la obligación de avisarle a usted de que puede correr peligro. Debo lealtad a los camaradas que han trabajado conmigo, que han puesto lo mejor de sí mismos para lograr extender la revolución y engrandecer la idea del comunismo. Hombres que, como usted, se han sacrificado y han renunciado a existencias acomodadas porque creen que todos los seres humanos somos iguales y merecemos lo mismo. Cuando se combate en una guerra sabes lo importante que es ser leal y contar con la fidelidad de tus camaradas. Uno no es nada sin ellos, ni ellos lo son sin uno, de manera que he cumplido con mi obligación.
»Como le conozco bien, sé que si le hubiera enviado una carta habría desconfiado de mí. Ya le he dicho que la larga noche antes de mi partida me puse en contacto con los agentes de Londres más comprometidos, hombres que tarde o temprano sé que estarán en la lista negra de Yezhov. Les advertí de la situación para que ellos elijan lo que deben hacer. Antes de embarcar avisé a otro agente para que fuera a mi casa a desatar al hombrecillo de Yezhov. Bueno, y aquí estoy. Creo que un día de éstos recibirá una invitación para ir a Moscú; yo de usted no iría, y mucho menos acompañado de Amelia Garayoa. En Moscú la conocen como agente “ciega” pero, por lo que sé, creen que Amelia es sólo un capricho pequeño-burgués, una excusa que se ha buscado usted para mantener una relación adulterina con una mujer. Amelia no vale nada para ellos, de manera que yo no la expondría a las elucubraciones mentales de Yezhov.
—¿Me está diciendo que ha venido hasta Buenos Aires sólo para decirme que debo desertar?
—No le estoy diciendo que deserte, le estoy exponiendo cuál es la situación, le estoy dando información y ahora es usted quien debe decidir lo que hace. Yo he cumplido con mi obligación.
—No quiera hacerme creer que ha desertado pero que se ha sentido en la obligación de venir a avisarme antes de desaparecer. Eso es pueril —dijo Pierre, levantando la voz.
—Tener conciencia es un inconveniente y yo, amigo mío, la tengo, nunca he podido desprenderme de ella. Soy ateo, he borrado de mi mente todas las historias que mis padres me contaban de niño, y las que el pope se empeñaba en que aceptáramos como única verdad. No, no creo en nada, pero me quedó grabada una conciencia en algún lugar de mi cerebro; le aseguro que me hubiera gustado poder prescindir de ella porque es la peor compañera que pueda tener un hombre.
Pierre daba vueltas por la sala. Estaba fuera de sí, asustado e irritado a partes iguales. No quería creer a Igor Krisov, pero tampoco se atrevía a dejar de hacerlo.
De repente los dos hombres se dieron cuenta de que Amelia estaba en el umbral muy quieta, pálida, con los ojos arrasados por las lágrimas.
—¿Qué haces aquí? —le gritó Pierre—. ¡Eres una entrometida! ¡Siempre estás donde no debes!
Amelia no respondió, ni siquiera se movió. Igor se levantó y la abrazó como se hace a los niños, intentando transmitirle consuelo y seguridad.
—¡Vamos, querida, no llore! No sucede nada que no se pueda remediar. ¿Desde cuándo estaba ahí, escuchando?
Pero Amelia no acertaba a decir palabra. Igor la ayudó a sentarse y se dirigió a la cocina a buscar un vaso de agua mientras Pierre le recriminaba que hubiera escuchado la conversación. Finalmente ella pudo decir que había ido a avisarles de que la cena estaba lista y no había podido evitar escuchar parte de lo que Igor decía.
—¡Es horrible! ¡Horrible! —repitió entre lágrimas.
—¡Basta ya! Deja de ser una niña. Yo no te he engañado, has sido tú quien te has querido engañar —le decía Pierre, que a duras penas contenía la ira desatada por las revelaciones de Krisov.
—Debería controlarse; veo que no está usted preparado para afrontar una crisis, le creía un hombre más consistente —le reprochó Krisov a Pierre.
—¡No me sermonee! —continuó gritando Pierre.
—No, no tengo intención de hacerlo. He cumplido con mi deber, ahora me voy. Haga usted lo que tenga que hacer… Lo siento por usted, Amelia, sé que abrazó la causa del comunismo con ilusión, no deje que esa idea sea abatida por el mal uso que hacen de ella algunos hombres. La idea es hermosa, y merece la pena luchar y sacrificarse por ella. Pero cuídese y aprenda a cuidar de usted misma, coja las riendas de su propia vida.
—¿Adónde va usted? —preguntó Amelia intentando controlar las lágrimas.
—Comprenda que no se lo puedo decir. Por mi seguridad y por la suya.
—¡Váyase antes de que le denuncie! —amenazó Pierre.
—Lo hará, sé que lo hará, estoy seguro de que se pondrá en contacto con la rezidentura; si va a seguir con ellos es lo que debe hacer. Si por el contrario decide pensar en lo que le he dicho, entonces más vale que no sepan lo que le he contado. Pero la decisión es suya.
Igor Krisov besó la mano de Amelia y sin añadir palabra salió de la casa perdiéndose entre las primeras sombras de la noche.
—No quiero reproches —le advirtió Pierre a Amelia.
Ella se restregó los ojos intentando borrar las lágrimas. Se sentía anonadada por lo que había escuchado. No sabía muy bien ni qué hacer ni qué decir, pero era plenamente consciente que estaba despertando de un sueño, y la realidad que tenía ante sí la sobrecogía. Permanecieron un buen rato en silencio, esforzándose por recobrar la serenidad suficiente para poder enfrentarse el uno al otro. Fue Pierre quien rasgó con sus palabras el silencio que se había instalado entre ellos.
—No tiene por qué cambiar nada, a ti tanto te da mi grado de colaboración con la Unión Soviética; sólo que ahora, por el hecho de saberlo, estás expuesta a más peligros. Por tu propia seguridad debes olvidar cuanto has escuchado esta tarde, no podrás confiárselo a nadie, ni siquiera lo hablaremos entre nosotros. Es lo mejor.
—¿Así de fácil? —preguntó Amelia.
—Sí, podemos hacerlo así de fácil, depende de ti.
—Entonces siento decirte que no será posible, porque no podré olvidar lo que he oído hoy. Pretendes que no le dé mayor importancia al hecho de que me hayas engañado, y manipulado, a que seas un espía, a que tu vida, y también la mía, dependa de unos hombres que están en Moscú. No, Pierre, lo que quieres no es posible.
—Pues tendrá que ser así, de lo contrario…
—De lo contrario, ¿qué? Dime ¿qué harás si no acepto lo que quieres imponerme? ¿A quién se lo contarás? ¿Qué me harán?
—¡Basta, Amelia! No lo hagas todo más difícil de lo que ya lo es.
—No soy yo la responsable de esta situación, sino tú, tú eres el culpable. Me has engañado, Pierre, y sabes, yo te habría seguido igual, no me habría importado lo que fueras, habría abandonado a mi hijo y a mi marido por ti aunque me hubieras dicho que eras el mismísimo demonio. ¡Te quería tanto!
—¿Es que ya no me quieres? —preguntó Pierre con un tono de alarma en la voz.
—Ahora mismo no lo sé, si te soy sincera. Me siento vacía, incapaz de sentir. No te odio, pero…
Pierre sufrió un ataque de pánico. Lo único que jamás se le habría ocurrido prever es que Amelia dejara de quererlo, que dejara de ser la joven bella y obediente que le demostraba continuamente una devoción absoluta. Se había acostumbrado a que ella lo quisiera y la sola idea de perderla se le antojaba insoportable. En aquel momento se dio cuenta de que amaba a aquella joven que le había seguido hasta al otro extremo del mundo y de que no se imaginaba el resto de su vida sin ella. Se acercó a Amelia y la abrazó pero sintió su cuerpo rígido, rechazando su cercanía.
—¡Perdóname, Amelia! Te suplico que me perdones. Mi única intención era no ponerte en peligro…
—No, Pierre, eso te daba lo mismo. Aún no sé por qué me has traído hasta aquí, pero sé que no ha sido porque sintieras un amor como el mío —respondió ella mientras se deshacía de su abrazo.
Pierre se dio cuenta de que aquella noche Amelia había dejado de ser una joven para convertirse en una mujer, y que la que aparecía ante él le resultaba una desconocida.
—No dudes de que te quiero. ¿Crees que te habría pedido que abandonaras a tu familia y vinieras conmigo si no te quisiera? ¿Crees que no me importa la opinión de mis padres? Y aun así…
—Soy yo la que te he querido, y la que creí que tú me amabas a mí con la misma pasión. Esta noche he descubierto que nuestra relación está asentada sobre una mentira, y me pregunto cuántas otras no me habrás dicho.
—¡No pongas en duda lo importante que eres para mí!
Amelia se encogió de hombros con indiferencia; sentía que ya nada la ataba a aquel hombre por el que tanto había sacrificado.
—Necesito pensar, Pierre, tengo que decidir qué voy a hacer con mi vida.
—¡Nunca te dejaré! —afirmó él mientras volvía a abrazarla.
—No se trata sólo de lo que tú quieras sino también de lo que yo desee, y eso es lo que voy a pensar. Si no te importa dormir en el sofá, me quedaré aquí, de lo contrario le pediré a Gloria que me acojan en su casa durante unos días.
Estuvo tentado de negarse pero no lo hizo sabiendo que en aquel momento no podía plantear ninguna batalla sin perderla.
—Siento haberte herido y sólo espero que me puedas perdonar. Dormiré en el sofá y no te importunaré con mi presencia más que lo imprescindible. Sólo te pido que tengas presente que te quiero, que no me imagino la vida sin ti.
Amelia salió del salón y se encerró en el dormitorio. Quería llorar pero no pudo. Para su sorpresa, se quedó dormida de inmediato.
A partir de aquella noche, entre ellos se estableció una rutina repleta de silencios. Aunque Pierre se mostraba extremadamente deferente, procuraban evitarse.
Una de las escasas conversaciones que tuvieron fue cuando Amelia le preguntó si había denunciado a Igor Krisov.
—Era mi deber informar de su presencia aquí, Krisov es un desertor.
Ella lo miró con desprecio y Pierre la increpó malhumorado.
—¡Si no hubiese informado nos habríamos convertido en sospechosos, en colaboradores de un desertor! ¡Nunca seré un traidor!
—Krisov se comportó decentemente contigo —musitó Amelia.
Unos días más tarde, Natalia se presentó en la casa preocupada porque Pierre había dejado de visitarla, incluso de llamarla, y no pudo evitar una secreta alegría cuando se dio cuenta de la crisis por la que atravesaba la pareja.
—Perdonad que me presente sin avisar, pero os echaba de menos —dijo a modo de saludo cuando Amelia le abrió la puerta.
—Pasa, Natalia, Pierre está trabajando en el salón. ¿Quieres un té?
—Me vendrá bien, hace frío. ¿Cómo estás? No fuiste al almuerzo en casa de Gloria, te echamos de menos.
—Como le dije a ella, estoy un poco resfriada.
Natalia observó que Amelia no tenía ningún síntoma de ello, pero no dijo nada; en cambio, sí que le preocupó el saludo glacial de Pierre.
—¡Vaya, no te esperábamos! ¿Cómo tú por aquí?
—Bueno, os echaba de menos, llevo una semana sin saber de vosotros y todo el mundo me pregunta qué pasa con el «trío inseparable»…
Pierre no respondió y puso cara de fastidio cuando Amelia dijo que iba a la cocina a preparar un poco de té.
—Yo no quiero tomar nada, tengo trabajo —dijo sin disimular su malhumor.
—No estaré mucho tiempo —respondió Natalia, cada vez más incomoda.
En cuanto Amelia salió de la sala miró a Pierre, dispuesta a exigirle una explicación.
—¿Quieres decirme qué sucede?
—Nada.
—¿Cómo que nada? Tengo informaciones importantes que darte y tú no te has puesto en contacto conmigo. Además… bueno… además te echo de menos a mi lado —susurró.
—¡Calla! No quiero que me digas nada aquí, ya te llamaré.
—Pero ¿cuándo?
—En cuanto pueda.
Amelia entró con una bandeja con una tetera y tres tazas además de tarta de manzana que había comprado en El Gato Negro, una tienda propiedad de un español en la que uno podía encontrar de todo.
Por más que Natalia intentó animar la charla, ni Amelia ni Pierre parecían dispuestos a ayudarla. Se notaba la tensión entre ellos y cómo evitaban dirigirse el uno al otro. Natalia decidió que era mejor dejarles solos. Pero antes de marcharse, mientras Amelia iba a por su abrigo, le indicó a Pierre por lo bajo que era urgente que se vieran. Él asintió sin decir palabra.
Cuando Natalia se marchó, Amelia entró en el salón y se sentó frente a la mesa donde estaba Pierre.
—He tomado una decisión, y creo que cuanto antes te la diga será mejor para los dos. Nuestros amigos llaman y quieren saber por qué no aceptamos sus invitaciones y, ya ves, hasta Natalia se ha presentado en casa preocupada.
—Natalia es un poco entrometida —respondió Pierre.
—No, no lo es, tiene razón, siempre estaba con nosotros, de manera que no entiende lo que pasa. Bueno, si no te importa, creo que ha llegado el momento de que hablemos.
Pierre cerró el libro de contabilidad en el que estaba trabajando y se dispuso a escuchar a Amelia. Por nada del mundo quería contrariarla. Durante aquellos días se decía a sí mismo que sin ella estaría perdido.
—Voy a regresar a España. Mi país está en guerra, una terrible guerra civil, y yo no quiero seguir viviendo de espaldas a lo que allí sucede. No he sabido nada de mi familia desde que llegamos y no soporto la idea de que les haya sucedido algo. Sé que nunca perdonarán mi comportamiento caprichoso y egoísta, pero aunque decidieran no hablarme nunca más, yo me conformaré con estar cerca. Dudo que mi marido me permita ver a mi hijo, pero yo acudiré a verle aunque sea desde lejos: necesito verle crecer, correr, reír, llorar… y quizá algún día pueda acercarme a él y pedirle perdón…
—No puedes marcharte —musitó Pierre con el rostro crispado.
—Si lo que te preocupa es lo que sé, puedes estar tranquilo, jamás le diré a nadie que eres un espía soviético. Guardaré el secreto. No pretendo perjudicarte, sólo quiero regresar a casa.
—No puedo permitir que te marches…
—¿Y qué harás? ¿Vas a ir a denunciarme a la embajada soviética? Yo no soy una agente.
—Lo siento, Amelia, pero lo has sido sin saberlo, eres lo que llamamos un agente «ciego», alguien que trabaja para nosotros sin tener conocimiento de ello. Te traje aquí como coartada para instalarme sin que nadie sospechara de mí. Era más fácil que se abrieran las puertas a una pareja que dejaba atrás a sus familias porque se habían enamorado. Moscú aprobó mi plan y, de hecho, ha sido un éxito. Gracias a tu amiga Carla Alessandrini, y a los contactos que nos brindó, hemos podido conocer gente muy útil para nuestra causa. Y… bueno, mi misión era montar una red de agentes, eso lleva su tiempo, pero gracias a ti, lo he conseguido en pocos meses. Ya oíste a Igor Krisov, en Moscú valoraban mis informes, gracias a lo que me cuentan mis agentes.
—¡Eres un miserable! —estalló Amelia.
—Lo soy, lo siento. Lo único que te puedo decir es que te quiero, y más allá de servirme de ti, lo importante es lo que significas para mí. Te quiero, Amelia, mucho más de lo que yo mismo sospechaba. No te puedes ir, estamos unidos por una causa, eres parte del plan de Moscú en Buenos Aires. No te dejarán marchar así como así.
—Ni siquiera Moscú logrará evitar que me vaya, salvo que decidan asesinarme —respondió Amelia poniéndose en pie.