5

Charlotte me abrió la puerta y me acompañó hasta el despacho de su marido.

—Ahora mismo hago café —nos dijo en tono maternal.

Unos minutos después, la doncella entraba portando una bandeja con una cafetera, una jarra de leche y un plato con tostadas. Don Pablo sirvió café para los dos, pero no hizo ademán de coger una tostada, de manera que me abstuve, aunque la verdad es que me hubiera apetecido comerme una bien untada con mantequilla y mermelada.

—Y bien, ¿qué le ha contado doña Laura? —me preguntó.

—No he podido verla, está un poco pachucha, pero he hablado con Edurne, ya sabe usted quién es.

—La buena de Edurne, claro que sí. Doña Laura le tiene un inmenso afecto. Por cierto, anoche hablé con ella y me aseguró que se encontraba mejor. En cuanto a Edurne… ella fue un testigo excepcional de lo que sucedió. Lola le tenía mucho aprecio, mucho más que a Amelia; la reconocía como una igual, como una trabajadora. Lola solía decir que los Garayoa hacían caridad y por eso trataban bien a Edurne, pero, claro, ella defendía la justicia social.

—Bueno, tenía razón —respondí.

—Sí, en eso sí, aunque Lola era bastante arbitraria en sus juicios.

—Las cosas no le resultaron fáciles —la excusé.

—No, realmente no. Pero vamos a lo nuestro.

Le expliqué cuanto me había contado Edurne, y él me escuchó atento, e incluso tomó algunas notas, para mi sorpresa. Luego, después de apurar el último sorbo de café, Pablo Soler retomó el relato donde lo había dejado tras nuestro primer encuentro.

Pierre tomó la decisión de regresar a Barcelona, donde quería establecer contacto con uno de sus informantes para inmediatamente después ir a Francia y una vez allí reunirse con Igor Krisov. La sublevación militar podía poner en jaque al gobierno de la República. Teniendo en cuenta que Pierre era un agente que se movía por todas partes, pero que tenía contactos valiosos en España, no sabía si sus jefes de Moscú podían tomar la decisión de suspender el proyectado viaje a Sudamérica. El barco salía a finales de julio y Pierre llegó a Barcelona el 19, cuando la ciudad estaba viviendo el primer día de lo que acabaría siendo la guerra civil.

Recuerdo como si fuera hoy la noche que Lola y Josep me llevaron a casa de doña Anita, donde estaban reunidas varias personas, algunos de ellos líderes comunistas de agrupaciones y gremios, periodistas y dirigentes sindicales, en total alrededor de una veintena de personas.

Amelia me abrazó con cariño. Me llamó la atención su palidez y sus ojos enrojecidos. Doña Anita le recriminaba que hubiera adelgazado tanto en tan pocos días. Josep comenzó a resumir la situación.

—La gente está preocupada porque teme que aquí también se subleve el Ejército. Parece que la rebelión está triunfando en Galicia, en Castilla la Vieja, en Navarra, en Aragón, en algunas ciudades andaluzas y en Asturias; y también se dice que en Baleares y Canarias. Pero son noticias sin confirmar, hay demasiada confusión. Y todo apunta a que la aviación se mantiene fiel a la República.

—Y Companys ¿qué hace? —Quiso saber Pierre.

La respuesta se la dio Marcial Lluch, un periodista simpatizante del PSUC que además era amigo de Pierre.

—Intenta ganarse a los militares, está hablando con ellos, pero por lo que sé, no sabe si fiarse de todos los que le aseguran que se mantendrán leales a la legalidad de la República.

—¿Y nosotros qué estamos haciendo? —preguntó Pierre a Josep.

—Nuestra gente fue a las sedes pidiendo instrucciones. No es que tengamos mucho con lo que defendernos pero algo tenemos. Los de la CNT están mejor organizados y no parecen tener problemas de armamento. Pero que te lo cuente Lola, ella ha sido testigo de alguna de las refriegas.

Pierre miró con interés a Lola. La veía dura como el pedernal, la clase de comunista que necesitaba la revolución. Ella no dudaba.

Lola tragó saliva antes de comenzar a hablar. Prefería la acción a los discursos.

—De madrugada salió una compañía de militares de los cuarteles de Pedralbes, y se organizó una buena en la plaza de la Universidad. Afortunadamente los guardias de asalto les hicieron frente con ayuda de los milicianos, pero no pudimos evitar que tomaran la Telefónica, el Círculo del Ejército y la Armada, y hasta el hotel Colón. Los milicianos estábamos pésimamente armados.

—¿Y tú estuviste allí? —preguntó Pierre asombrado.

—Salí a la calle con un grupo de camaradas.

—El general Llanos de la Encomienda se ha mostrado contrario a la sublevación —afirmó Marcial Lluch.

—Ya, pero no tiene ninguna autoridad sobre los que se han rebelado —apostilló doña Anita.

—Pero su actitud es un aviso para los tibios —insistió el periodista—. Lo mejor es que a mediodía se ha desalojado a los militares rebeldes del edificio central de la Universidad; también se les ha echado de la plaza de Cataluña, y se ha vuelto a tomar la Telefónica.

—Dicen que Buenaventura Durruti ha dirigido el asalto —comentó doña Anita.

—Así es —ratificó el periodista Marcial Lluch—. Y lo ha hecho sin la ayuda de nadie, sólo con los milicianos de la CNT. El tío los tiene bien puestos. Y la última noticia es que la Comandancia Militar ha sacado la bandera blanca esta tarde a eso de las seis. Creo que los milicianos querían fusilar al general Goded, pero alguien de arriba lo impidió.

Estuvieron hablando durante horas, analizando la situación y las decisiones adoptadas por los jefes comunistas.

Pierre estaba preocupado, lo mismo que Josep; sin embargo, Lola parecía eufórica. Era como si creyese que sólo el enfrentamiento armado podría acabar con los odiados fascistas. Ella anhelaba el paraíso, donde los ángeles serían los proletarios como ella. Josep, por su parte, no había participado en ninguna refriega porque no había llegado a Barcelona hasta una hora antes, ya que se encontraba con su jefe en Perpiñán. Josep y Lola habían discutido porque ella me había dejado solo en casa para irse a pelear. Lola le dijo que si lo había hecho era para que yo algún día fuese un hombre libre, y le advirtió que nada ni nadie impediría que ella luchara contra los fascistas. Incluso le amenazó con dejarle si intentaba impedírselo. Creo que aquel día Josep se dio cuenta de que la única pasión de mi madre era el comunismo y su único objetivo, derrotar el fascismo; todo lo demás eran circunstancias que la acompañaban, incluidos él y yo.

Lola parecía otra, segura, relajada, como si la pelea hubiera hecho aflorar su verdadera naturaleza. Hablaba con aplomo, y todos notaron que algo había cambiado en ella.

Mientras ayudaban a doña Anita a servir un tentempié le preguntó a Amelia si había visto a su familia en Madrid.

—He estado con mi prima Laura, pero mi familia no quiere saber nada de Pierre, y por eso no he podido reunirme con mis padres ni mis tíos —respondió, intentando contener las lágrimas.

—Son unos burgueses convencionales, de manera que era de esperar. Una cosa es decir que se cree en la libertad y otra muy distinta demostrarlo. Tu familia no quiere permitir que uses tu libertad como te venga en gana —le replicó Lola.

—No se trata de eso, mi padre y mi tío son azañistas, lo que pasa es que creen que me he equivocado abandonando a mi hijo y a mi marido. Mi padre siempre me habló de la libertad responsable…

—¡Libertad responsable! ¿Y eso qué es? ¿Que tienes que hacer lo que les conviene a los demás? Tú te has unido a un revolucionario y él cree que puedes aportar mucho a nuestra causa. Tal vez sea así. En todo caso eres una privilegiada por poder demostrar que no eres como esa gentuza de la derecha, esos hipócritas que hablan de los derechos de los demás pero se niegan a perder sus privilegios.

—¡Mis padres no son así! Siento que hayas sufrido, que te haya maltratado la vida, porque eso te impide ver la realidad. Todo lo juzgas bajo el mismo prisma, divides el mundo en buenos y malos, y eres incapaz de ponerte en la piel de los demás. El que posee algo es para ti malvado, pero cuanto tienen mis padres lo han conseguido con su esfuerzo, con su trabajo, no han explotado a nadie.

—Entiendo que defiendas a los tuyos, eso te honra, pero la realidad es la que es, en el mundo hay explotadores y explotados y yo lucho por acabar con esa división y para que todos seamos iguales, para que nadie tenga ventaja porque ha nacido en una familia determinada. Mi madre me parió sola, con la ayuda de mi hermana mayor. ¿Sabes cuántos años tenía mi hermana? Ocho, ocho añitos. Y ese mismo día tuvo que dejarme a su cuidado para irse a fregar a casa de una familia burguesa para la que mi madre era menos que nada. Mi padre había muerto dos meses antes de tuberculosis, dejándola con dos hijas. Vivíamos en un cuartucho, donde teníamos que compartir el mismo colchón. Para lavarnos mi madre iba a la fuente a llenar dos cubos; aun así se empeñaba en que nos laváramos incluso en invierno cuando el agua estaba helada. ¿Sabes cuándo empecé a trabajar? Pues igual que mi hermana: con ocho años ya acompañaba a mi madre a fregar. Ella acudía todos los días a una casa a hacer el trabajo más duro: fregar los suelos, limpiar los cristales, vaciar los orinales… Jamás pudimos ir a la escuela, ni siquiera teníamos tiempo para asistir a la catequesis. Mira mis manos, Amelia, míralas y dime qué ves. Son las manos de una fregona. Crecí sintiendo envidia, sí, envidia de aquellas casas a las que mi madre iba a fregar y donde las niñas de mi edad jugaban tranquilas y felices con muñecas con las que yo jamás podría soñar. Una vez, una señora me regaló una muñeca de su hija. Ya no la quería, le había arrancado un brazo y le faltaba un ojo, pero para mí se convirtió en un tesoro. La cuidaba y la mimaba como si fuera una criatura de carne y hueso y le aseguraba que yo no le haría daño como se lo había hecho aquella niña rica. Por las noches me abrazaba a la muñeca para darle calor y a veces hasta procuraba dejarle mi trozo de colchón para que estuviera cómoda, aunque eso me llevara a dormir en el suelo. ¿Te has fijado en mis rodillas? Están encallecidas de tanto fregar; no sabes cuántas horas he pasado arrodillada en el suelo enjabonándolo, dándole cera, temiendo que no brillara lo suficiente, y las señoras me regañaran o decidieran pagarme menos por ello. Una vez en Navidad, en una de las casas a las que íbamos a fregar le regalaron a mi madre la cabeza y las patas del pollo que acababan de matar para la cena de la noche. Las patas, Amelia, no los muslos. Esas patas delgadas con tres uñas. Eso y una barra de pan. ¿Te imaginas el festín? A los trece años, el hijo mayor del señor se encaprichó de mí, así que tuve que soportar sus manoseos temiendo que si me rebelaba nos despidieran a mi madre y a mí. Para entonces mi hermana mayor había muerto de tuberculosis, como mi padre. Mi madre era muy creyente y me decía que teníamos que aceptar lo que nos enviaba Dios, pero yo le preguntaba qué le habíamos hecho para que nos tratara así. Durante mucho tiempo me sentí culpable, estaba segura de que algo muy malo debíamos haber hecho para que nos condenara a la miseria, pero luego empecé a rebelarme. El párroco llamó a mi madre para decirle que me había vuelto una soberbia, que cuando acudía al confesionario lo único que hacía era increparle por nuestra situación, que tenía que enseñarme a aceptar con alegría lo que nos enviaba Dios. De la envidia pasé a la rabia. Dejé de sentir envidia de las señoritas de la casa y empecé a odiarlas. Sí, a odiarlas. Vivían alegres y protegidas, y su único afán era encontrar un buen marido que siguiera ofreciéndoles una vida como la que llevaban, con comodidades, sin preocupaciones. Mi madre le había insistido al párroco para que las beatas que hacían caridad en la parroquia y enseñaban a coser a las pobres también me ayudaran a mí. Así que cuando terminaba de fregar, iba a que me enseñaran a bordar. Mi pobre madre soñaba con que me convirtiera en costurera y no tuviera que seguir fregando. Al parecer yo tenía algún talento para la costura, al revés que mi hermana, que se había tenido que conformar con la carrera de fregona. Aguanté a aquellas beatas hasta que aprendí a coser y después le dije al párroco que nunca más me vería en la iglesia de aquel Dios que me castigaba sin haberle hecho nada. Puedes imaginar cómo se escandalizó. Mi madre me suplicó con lágrimas que no intentara entender a Dios, que Él sabía lo que hacía, pero yo había tomado una decisión de la que jamás me he vuelto atrás.

»Un día conocí a Josep; fue sincero conmigo y me contó que había estado casado, pero que se había distanciado de su mujer. Él me enseñó lo que era el comunismo, cómo canalizar mi rabia de manera provechosa, cómo luchar por quienes nada tienen, como yo. Me enseñó también a leer, me dio libros, me trató como a una igual. Nos enamoramos, nació Pablo y hasta aquí hemos llegado. Yo lucho para que mi hijo no sea menos que el tuyo. ¿Por qué habría de serlo? Dime ¿por qué?

Amelia se quedó en silencio mirándome. Realmente no encontraba ninguna respuesta a las preguntas de Lola: ¿por qué yo, Pablo Soler, había de tener menos que Javier Carranza, su hijo? ¿Por qué él tenía asegurado el porvenir y yo no? Amelia era muy buena persona, e inocente, de manera que, aun sintiéndose desgarrada por las preguntas de Lola, le daba la razón, aunque eso significara poner distancia con quienes más quería, su familia.

—¿Cuándo os marcháis? —preguntó Lola cambiando bruscamente de conversación.

—No lo sé, Pierre no me lo ha dicho. Pero nuestro barco sale el día veintinueve de julio de Le Havre, de manera que no podemos quedarnos mucho, a no ser que él cambie de planes.

—¿Y por qué habría de cambiarlos?

—No lo sé, pero lo que está pasando aquí es importante, aún no se sabe el alcance de esta sublevación.

—En realidad, es lo mejor que ha podido pasar, ahora seremos nosotros o ellos, y la razón está de nuestra parte, de manera que acabaremos con el fascismo de una vez por todas y pondremos en marcha una República de trabajadores. Sabemos que es posible, en Rusia lo han hecho.

—¿Y qué haréis con quienes no son comunistas?

Lola clavó sus ojos negros en Amelia y pareció dudar un segundo antes de responder.

—No tendrán más remedio que aceptar la realidad. Acabaremos con las clases: tu hijo Javier no será más que Pablo.

Amelia me miró con afecto. Yo estaba sentado en una silla, cerca de ellas, muy quieto. Mi infancia transcurrió en silencio, para no molestar, mientras mis padres soñaban con hacer la revolución.

El presidente Lluís Companys había exigido al general Goded que se dirigiera a las tropas rebeldes a través de la radio instándolas a rechazar la sublevación. El general, cabeza visible de los sublevados en la ciudad, no tuvo más remedio que aceptar, aunque bien es verdad que lo hizo con poco entusiasmo. Terminó siendo ejecutado.

Los enfrentamientos armados continuaron a lo largo de toda la noche, y las noticias, que corrían como la pólvora, señalaban el triunfo de los leales a la República. Sabe, los de la CNT pelearon como jabatos, en aquellos primeros días su intervención fue fundamental.

El lunes 20 de julio, Barcelona parecía haber recobrado la calma. Las milicias cenetistas patrullaban la ciudad. La Generalitat promulgó al día siguiente un decreto por el que se creaba el Cuerpo de Milicias Ciudadanas, cuya misión era luchar contra los fascistas y defender la República. A partir de ese momento las milicias iban a constituir un auténtico contrapoder, y la Generalitat no podría dar un paso sin su apoyo.

El Cuerpo de Milicias Ciudadanas estaba dirigido por el Comité Central de las Milicias Antifascistas, en el que estaban representados todos los partidos y sindicatos. Lola se incorporó a las Milicias, lo mismo que Josep, pero la verdad sea dicha: ella era una mujer de acción, mientras que él era un buen organizador, de manera que pasó a colaborar con el Comité Central de las Milicias, ordenando el trabajo de las patrullas, mientras que Lola se convertía en una miliciana que, pistola al cinto, formaba parte de las patrullas de control, escuadras cuyo objetivo era mantener el orden en la ciudad, detener a sospechosos, y registrar locales y viviendas, buscando cualquier resquicio de insurrección.

Aún la recuerdo con el cabello negro peinado hacia atrás, muy tirante, recogido con horquillas en un moño improvisado. A mí me gustaba el pelo negro de Lola. De pequeño, cuando me refugiaba en sus brazos, aspiraba el olor a lavanda de mi madre. Por eso lloré cuando se lo cortó. Una mañana antes de salir a patrullar, la encontré frente al espejo cortándose con las tijeras su larga melena.

—¡Pero qué haces! —grité.

—Quiero comodidad, y no están los tiempos para preocuparse por el pelo. Me molesta, se me caen las horquillas; así estaré mejor.

Me costaba reconocerla con el cabello cortado a trasquilones, que ni siquiera le cubría las orejas.

—¡No me gustas así, mamá! —le dije con rabia.

—Pablo, ya no eres un niño, de manera que no me hagas perder el tiempo con tonterías. Tu madre está luchando por ti —me respondió dándome un beso y abrazándome con fuerza. Aunque en realidad luchaba por ella, por la infancia que no pudo tener.

Doña Anita nos invitó a una cena de despedida que había organizado para Pierre y Amelia. Sólo estábamos nosotros, porque tanto Pierre como doña Anita creían que Lola y Amelia eran grandes amigas, y que para ésta nosotros éramos lo más parecido a una familia.

Amelia parecía resignada a marcharse, pero no disimulaba su apatía y su falta de entusiasmo, aunque Pierre prefería no darse por enterado. Había concebido un plan para su estancia en Sudamérica, y Amelia era una coartada a la que no estaba dispuesto a renunciar. No obstante se le veía contenido, como si estuviera hastiado de ella.

Amelia y Pierre llegaron a París el 24 de julio, y allí les esperaba un nuevo encuentro con Igor Krisov, que contaba con recibir de primera mano las impresiones de Pierre sobre la situación en España.

Krisov le pidió a Pierre que fuera acompañado de Amelia, y les citó dos días más tarde en el Café de la Paix. Se harían los encontradizos y él se presentaría como un anticuario nacionalizado inglés, una falsa personalidad con la que en alguna ocasión había acudido como cliente a la librería Rousseau.

La tarde del 26 de julio, Pierre invitó a Amelia a dar un paseo por la ciudad.

—Mañana nos vamos a Le Havre, será nuestra despedida de París —dijo.

Amelia aceptó, indolente. Tanto le daba; tenía la sensación de haberse convertido en un objeto en manos del destino, ante el que se doblegaba.

Caminaron con aparente despreocupación hasta el Café de la Paix, donde Pierre propuso que entraran a tomar algo. Llevaban diez minutos allí cuando apareció Igor Krisov.

—¡Monsieur Comte! ¿Cómo está usted? Precisamente pensaba en pasarme un día de éstos por su librería.

—Encantado de verle, míster Krisov, permítame presentarle a la señorita Garayoa. Amelia, el señor Krisov es un viejo cliente de la librería.

Igor estrechó la mano de Amelia y no pudo evitar un sentimiento inmediato de simpatía por ella. Fuera por su juventud, por su belleza o por su aire desvalido, el caso es que el experimentado espía quedó prendado de Amelia.

—¿Me permiten que los invite a un café? Es el primer momento del día en que puedo disfrutar de cierta calma, y su compañía me sería muy grata.

—Desde luego, señor Krisov —aceptó Pierre.

—¿Es usted española? —preguntó el señor Krisov.

—Sí —respondió Amelia.

—Conozco poco su país, sólo he visitado Madrid, Bilbao y Barcelona…

Krisov llevó la voz cantante de la conversación. Al principio Amelia se mostraba fría y distante, pero el ruso supo derrumbar sus defensas hasta hacerla sonreír. Hablaron en francés hasta que Amelia le contó que había estudiado inglés y alemán. Krisov cambió al inglés y después al alemán para comprobar, entre bromas, si realmente la joven conocía estas lenguas como decía, y le sorprendió ver que no sólo se defendía con soltura, sino que tenía en ambos idiomas una buena dicción.

—Mi padre se empeñó en que estudiáramos inglés y alemán, y pasamos algún verano en Alemania, en casa de un socio suyo, herr Itzhak Wassermann.

El ruso le pidió que le hablara de herr Itzhak, y Amelia se explayó relatando escenas de su infancia en Berlín, con su amiga Yla.

—Desgraciadamente, la llegada de Hitler al poder ha supuesto un duro revés para el negocio de mi padre. A los judíos les han ido quitando todo cuanto tenían. Mi padre ha insistido a herr Itzhak para que abandone Alemania, pero él se resiste, dice que es alemán. Espero que al final haga caso a mi padre, no quiero imaginar a Yla llevando una estrella amarilla cosida en la solapa y tratada como si fuera una delincuente.

—Si en algo coincido con el señor Comte es en el peligro que resulta Hitler para toda Europa, la suya es la peor cara del fascismo —dijo Krisov.

—¡Oh! Es peor que el fascismo, se lo puedo asegurar —respondió ingenuamente Amelia.

Una hora después Pierre cortó la reunión aduciendo que sus padres los esperaban para cenar.

—Espero que nos volvamos a ver —dijo Krisov a Amelia en la despedida.

—Mi querido amigo, eso será difícil porque mañana salimos para Le Havre, nuestro barco nos espera para poner rumbo a Buenos Aires —apostilló Pierre.

Esa noche, después de la cena, Pierre alegó que tenía una cita ineludible con unos camaradas.

—Mi madre te puede ayudar a cerrar el equipaje…

—No, prefiero hacerlo sola. ¿Tardarás mucho?

—Espero que no, pero ya que vamos a Buenos Aires, quiero saber si puedo ser útil a nuestra causa. Ya sabes que suelo colaborar con la Internacional Comunista.

Amelia aceptó sin desconfianza la excusa de Pierre; casi prefería quedarse sola.

Pierre se reunió con Igor Krisov, su controlador, delante de la puerta de la iglesia de Saint-Germain.

—Y bien, ¿qué le ha parecido? —preguntó a Krisov.

—Triste y encantadora —respondió éste.

—Sí, no resulta fácil estar con ella.

—Pues yo, amigo mío, le envidio, es muy bella. Le será útil a donde va, su inocencia es un buen parapeto. Pero tenga cuidado, no es tonta, y algún día puede salir del letargo de la melancolía…

—¿Quién se hará cargo de mis contactos en España? —Quiso saber Pierre, inquieto como estaba por el estallido de la rebelión militar.

—No se preocupe. En Moscú ya tienen toda la información sobre lo que está pasando. Ahora concéntrese en lo que se le ha encargado.

—No discuto las órdenes, pero dada la situación, ¿no sería más útil en España?

—Eso, amigo mío, no lo puedo decidir yo. El departamento ha decidido ampliar nuestra red de inteligencia en Sudamérica, y eso es lo que hay que hacer.

—Ya, pero en vista de las circunstancias, insisto en que soy más necesario en España.

—Usted es necesario allí donde Moscú decida. No estamos en este oficio para satisfacción nuestra, sino por una idea grandiosa. Hay asuntos sobre los que no le corresponde pensar; usted tiene sus órdenes, obedezca, ésa es la regla principal. ¡Ah! Ya sabe que debe ponerse en contacto con la embajada soviética, pero tómese su tiempo para hacerlo; todo tiene que resultar casual. No puede usted presentarse en la embajada ni llamar por teléfono. No le diré cómo debe hacerlo, usted es un profesional y ya encontrará la manera.

—Con todo el respeto, camarada, no termino de entender la importancia de mi misión.

—Pues la tiene, camarada Comte, la tiene. Moscú necesita oídos en todas partes. Su misión es conseguir agentes que estén bien situados en los aledaños del poder, preferiblemente en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Personas cuyo trabajo sea seguro, funcionarios, que no dependan de las vicisitudes de la política. En Buenos Aires trabajará con tranquilidad, puesto que las grandes potencias no lo consideran un terreno de juego para sus intereses. Sin embargo, al Ministerio de Exteriores argentino llegarán comunicaciones de sus embajadores en todo el mundo revelando pequeños secretos, conversaciones mantenidas con los altos dirigentes de los países en que están acreditados, análisis de la situación. Todos esos informes serán un material importante para nuestro departamento. En este momento ni Estados Unidos, ni Francia, ni Gran Bretaña, ni Alemania tienen ningún interés estratégico en la zona, de manera que no le será difícil llevar adelante y con éxito la misión. Las batallas no se libran solamente en el frente.

Durante los primeros días Amelia disfrutó de la travesía. Viajaban en un elegante camarote de primera clase y compartían las veladas con un pasaje formado por comerciantes, hombres de negocios, familias e incluso una diva del bel canto, Carla Alessandrini, que desde el comienzo del viaje se convirtió en el centro de atención tanto de los pasajeros como de la tripulación.

Fue en el tercer día de navegación cuando, durante un paseo por cubierta, Amelia entabló conversación con Carla Alessandrini. La diva italiana era una mujer de unos cuarenta años, rellenita pero sin llegar a estar gorda, alta, de cabello rubio y ojos de un azul intenso. Había nacido en Milán, de padre milanés y madre alemana, a la que debía el haberse convertido en una gran estrella de la ópera, porque fue ella la que contra viento y marea, es decir, imponiéndose a la opinión del padre, no paró hasta lograr que su hija fuera abriéndose paso y llegara a ser la diva que era entonces.

Carla Alessandrini viajaba con su representante y a la vez marido, Vittorio Leonardi, un perspicaz romano dedicado en exclusiva a rentabilizar la voz de su esposa.

Amelia y Carla estaban muy cerca la una de la otra, apoyadas en la barandilla, mirando la lejanía y perdidas en sus pensamientos, cuando Vittorio, el marido de la diva, las sacó de su ensimismamiento.

—¡Las dos mujeres más bellas del barco están aquí, solas y en silencio! ¡No puede ser!

Carla se volvió sonriente hacia su marido y Amelia miró intrigada al despreocupado italiano.

—Mirando al mar una se siente tan insignificante… —dijo Carla.

—¿Insignificante tú? Imposible, querida, hasta el mar se ha rendido ante ti, llevamos tres días navegando y no hemos visto ni una ola, parece que navegamos por un lago. ¿No es verdad, señorita? —dijo, dirigiéndose a Amelia.

—Sí, realmente el mar está tranquilo y es una suerte, así no nos mareamos —respondió ella.

—Vittorio Leonardi para servirla, señorita…

—Amelia Garayoa.

—Mi esposa, la divina Carla Alessandrini —dijo para presentarla Vittorio—. ¿Viaje por placer, para ver a la familia, por negocios?

—¡Vamos, Vittorio, no seas tan curioso! No le haga caso, señorita, mi marido es un poco indiscreto —intervino Carla.

—No se preocupe, no me molestan sus preguntas. Supongo que viajo para iniciar una nueva vida.

—¿Y cómo es eso? —continuó preguntando Vittorio sin ningún recato.

Amelia no supo qué responder. Le daba vergüenza decir que huía con su amante, y que en realidad no esperaba nada del porvenir.

—¡Por favor, Vittorio, no pongas en apuros a la señorita! Ven, vamos al camarote, se está levantando viento y no quiero que me afecte a la garganta. Disculpe a mi marido señorita, y no crea que todos los italianos son tan expansivos como él.

La diva y su marido se alejaron de la cubierta, y Amelia pudo escuchar cómo Carla regañaba cariñosamente a su esposo, que la miraba arrepentido.

Esa noche el capitán ofrecía un cóctel de bienvenida a los pasajeros de primera y, para sorpresa de Pierre, Carla Alessandrini y su esposo Vittorio se acercaron a Amelia. Ella se los presentó, y Pierre derrochó simpatía, consciente de que la pareja podía resultarle de utilidad. Charlaron despreocupadamente y a la hora de la cena Vittorio propuso que compartieran mesa.

A partir de ese día se convirtieron en inseparables. Vittorio, que sobre todo era un bon vivant, simpatizó de inmediato con Pierre, que parecía compartir con él el gusto por las cosas buenas de la vida. Carla, que tenía un desarrollado sentido dramático de la vida, se sintió impresionada por aquella historia de amor entre Amelia y Pierre, que les llevaba a huir a otra latitud para rehacer sus vidas.

La diva tenía previsto permanecer un mes en Buenos Aires, ya que debía actuar en el Teatro Colón interpretando Carmen, lo que sin duda favorecía los planes de Pierre, que pensaba que la pareja formada por Carla y Vittorio podría abrirles muchas puertas.

Llegaron a Buenos Aires en pleno invierno. Los últimos días de navegación no habían sido agradables. Las olas barrían la cubierta, y la mayoría de los pasajeros tenían que permanecer en sus camarotes a causa del mareo. Curiosamente, al contrario que sus respectivas parejas, ni Carla ni Amelia parecían afectadas por el oleaje. Vittorio se lamentaba de su suerte y le aseguraba a Carla que estaba a punto de morir. Pierre se limitaba a quedarse en el camarote, sin apenas ingerir alimentos, pese a la insistencia de Amelia. Esa circunstancia hizo que las dos mujeres estrecharan aún más los lazos de amistad, y así para cuando llegaron a puerto, Amelia creía haber encontrado en Carla una segunda madre y ésta a la hija que nunca había tenido.

—Bien, Guillermo, ¿me permite que le llame por su nombre? Llegados aquí, lo mejor es que hable con la señora Venezziani y con el profesor Muiños —concluyó Pablo Soler.

—¿Y ésos quiénes son? —pregunté, decepcionado.

—Francesca Venezziani es la máxima autoridad en ópera de todo el mundo. Ha escrito varios libros sobre este mundo y sus principales protagonistas. En una biografía sobre Carla Alessandrini, habla de Amelia Garayoa por su amistad con la diva. En el libro incluso hay varias fotografías de ambas juntas.

Debí de poner cara de tonto a causa de lo sorprendente de su revelación.

—No se extrañe, ya le he dicho que Francesca Venezziani es toda una autoridad en materia operística. He hablado con ella en un par de ocasiones intentando saber si Carla llegó a sospechar que Pierre Comte era un agente soviético, pero no ha encontrado nada en las cartas de ella ni en los testimonios de quienes la conocieron. En todo caso, si yo fuera usted, iría a Roma para hablar con la señora Venezziani, y a continuación viajaría a Buenos Aires para hacer otro tanto con el profesor Muiños.

—¿Y quién es Muiños?

—Por su apellido deducirá que es de origen gallego. Don Andrés Muiños es profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires; coincidí con él en Princeton donde enseñaba historia del continente iberoamericano. Ha publicado varios libros, y entre ellos, dos muy destacados que son una referencia indispensable para quienes quieran profundizar en el exilio nazi en América Latina y otro sobre los espías soviéticos en la zona.

—¿Y cuál es su ideología?

—Veo que le preocupa sobremanera la ideología de los demás…

—Es para saber con quién voy a hablar y depurar aquello que me cuente.

—Tiene usted muchos prejuicios, señor Albi.

—No, simplemente soy precavido; viviendo en este país, sientes el peso de las ideologías. Aquí o eres de unos o eres de otros, o no tienes nada que hacer, y, claro, la historia no la cuentan igual desde todos los lados. Usted debería saberlo mejor que nadie, porque además de historiador ha sido un testigo privilegiado de lo que sucedió en nuestra última guerra civil.

—El profesor Muiños es un erudito, estoy seguro de que lo encontrará interesante. Doña Laura coincide conmigo en que es imprescindible que hable con él. Me tomé la molestia de llamarle anoche mismo, después de hablar con ella y estará encantado de recibirle.

Pablo Soler me entregó una tarjeta con la dirección y el teléfono de Francesca Venezziani en Roma y del profesor Muiños en Buenos Aires.

—Con la señora Venezziani aún no he hablado, pero no se preocupe, lo haré.

Mientras don Pablo me hablaba, yo dudaba en si atreverme o no a solicitarle una entrevista tal y como me había propuesto el redactor jefe del periódico digital, y aunque temía que me despidiera con cajas destempladas, encontré el valor para decírselo.

—Me gustaría pedirle un favor, naturalmente no quiero que se sienta obligado…

—Joven, a estas alturas de la vida no me siento obligado por nada ni por nadie, así que dígame usted.

—Ya sabe que soy periodista, y… bueno, ¿sería mucho atrevimiento que me concediera una entrevista para hablar sobre sus libros, sobre todo el que está a punto de publicar?

—¡Ah, los periodistas! No me fío mucho de ustedes… y además no hago entrevistas.

—Lo entiendo, pero tenía que intentarlo —dije rindiéndome, sin dar batalla.

—¿Tan importante es para usted conseguir una entrevista conmigo?

—Pues la verdad es que sí, me marcaría un buen tanto ante mi jefe y me ayudaría a conservar mi precario empleo. Pero entiendo que no debo abusar de su amabilidad, y que usted me está ayudando mucho con lo de mi bisabuela, que al fin y al cabo es la razón por la que estoy aquí.

—Hágame llegar un cuestionario y contestaré a todo lo que me pregunte; procuraré ser breve en las respuestas, pero el pacto es que ustedes no pondrán ni una coma ni cortarán una línea por problemas de espacio. Si su jefe acepta el trato, en cuanto me entregue el cuestionario, lo responderé.

No sabía si darle dos besos además del apretón de manos, pero lo cierto es que siempre le agradeceré aquella entrevista.

Cuando salí de la casa de don Pablo, llamé a Pepe a la redacción para explicarle que aquél accedía a la entrevista si no le poníamos ni quitábamos una coma. Le insistí en que se lo dijera al director, pues no estaba dispuesto a que me crearan un problema con Soler.

—Mira, Pepe, le conozco por cosas de familia y no puedo quedar mal con él. Sabes que no da entrevistas y que nos apuntaremos un buen tanto, pero o es como él quiere o prefiero no correr riesgos.

Pepe me pasó con el director, quien me garantizó que aunque fuera un memorando no cortarían ni una palabra de la entrevista.

—Si de verdad la consigues, hablaremos de tu futuro aquí —me dijo a modo de gancho.

—Lo primero que tenemos que hablar es de cuánto me vas a pagar, porque no pensarás que lo vas a solventar con cien euros.

—No, hombre, no, si de verdad la consigues te pagaré trescientos euros por la entrevista.

—Pues va a ser que no. En cualquier suplemento cultural o en un dominical me darían más del doble por ella.

—¿Cuánto quieres?

—No la hago por menos de seiscientos euros.

—De acuerdo, mándala en cuanto la tengas.

Media hora después le adjunté el cuestionario por correo electrónico y me prometió que me devolvería las respuestas en breve.

Llamé a tía Marta para decirle que iba a necesitar más fondos, porque me iba a Roma y después a Buenos Aires.

—¿Cómo que te vas a Roma y a Buenos Aires? Así como quien coge el metro… Tendrás que darme alguna explicación.

—Porque tu abuela Amelia, es decir, mi bisabuela, tuvo una vida de lo más movidita, y si quieres que te escriba la historia no tengo más remedio que ir a donde me llevan las pistas. No creas que esta investigación está resultando un camino de rosas.

—No sé si será un camino de rosas, pero lo que sí parece es un camino bastante caro.

—Oye, eres tú la que quiere saber qué fue de tu abuela; como comprenderás, a mí me da lo mismo. Si quieres que lo deje, así lo haré.

Tía Marta dudaba si mandarme a paseo, y yo crucé los dedos pidiendo que no lo hiciera, porque sinceramente no quería perderme la historia de Amelia Garayoa.

—De acuerdo, pero dime por qué tienes que ir a Roma y a Buenos Aires.

—Porque en Roma tengo que ver a la mayor experta del mundo en ópera y en Buenos Aires a un profesor que lo sabe todo sobre espías soviéticos y nazis.

—¡Pero qué tonterías estás diciendo!

—Te digo que nuestra antepasada no se dedicó a bordar, y que se vio envuelta en historias alucinantes.

—¿No serás tú el que se las está inventando para tomarnos el pelo?

—Pues no, tía, no; te puedo asegurar que no tengo tanta imaginación como para estar a la altura de las cosas que hizo tu abuela. ¡Menuda señora!

Tía Marta aceptó hacer un nuevo ingreso en mi cuenta después de amenazarme con que me iba a enterar si estaba tomándole el pelo.

—Hablaré con Leonora para decirle que no te voy a consentir ni una broma con este asunto.

—Harás bien en hablar con mi madre, porque ella quiere que deje esta investigación; piensa que estoy perdiendo el tiempo.

Mi madre se preocupó cuando le dije que primero me iba a Roma y luego a Buenos Aires:

—Hijo, a mí todo esto me parece una tontería. Dile a la tía Marta que se guarde su dinero, y busca un trabajo como es debido.

—¿No sientes curiosidad por saber qué hizo tu abuela?

—¿Qué quieres que te diga? Sí… pero no a cambio de que tú pierdas oportunidades.