A Amelia no le fue demasiado bien con su nueva familia en París. ¿Que cómo lo sé? Pues, como le dije, llevé a cabo una exhaustiva investigación sobre los espías durante la guerra civil española para escribir el que considero uno de mis mejores libros. Y Pierre fue un agente muy especial; aparentemente colaboraba con la Internacional Comunista, y eso le permitía entrar en contacto con sus camaradas de todo el mundo, pero la realidad era, como le dije, que pertenecía al INO.
No crea que no me costó reconstruir su vida para poder contextualizar su importancia dentro del movimiento revolucionario y su presencia en la guerra civil. Pasé varios meses en París entrevistándome con gente que tenía informaciones precisas de él; algunos le conocieron, otros tenían información de segunda o tercera mano. Desde luego su liaçon con Amelia no fue ningún secreto, y hay documentos que acreditan la presencia de «la bella española» en aquellos días en París.
La madre de Pierre, Olga, la recibió de mala gana. No le gustaba que su hijo uniera su suerte a una mujer casada. El padre, Guy, como buen francés, toleró mejor la situación. Además, conocía bien a su hijo y sabía que éste no se apartaría un ápice de sus obligaciones como revolucionario, ni siquiera por «la bella española». Guy Comte estaba al tanto de la colaboración de su hijo con la Internacional Comunista, al fin y al cabo si Pierre era comunista era gracias a él, pero ignoraba que se hubiera convertido en un agente soviético.
—Así que has abandonado a tu familia por mi hijo —le preguntó Olga sin ningún miramiento cuando Pierre les hubo puesto al tanto de la situación.
Amelia enrojeció. Había sentido la animadversión de Olga apenas cruzó el umbral de la puerta del piso que Pierre compartía con sus padres.
—¡Por favor, madre, trata con más cortesía a nuestra invitada!
—¿Nuestra invitada? Mejor di: tu amante. ¿Acaso no se les llama así a las mujeres casadas que pierden la cabeza por un hombre y dejan su hogar para vivir una aventura que no tiene futuro?
—¡Mujer, no hables de esa manera! Si Pierre quiere a Amelia, bienvenida sea a nuestra familia, formará parte de nosotros. Y tú, hija, no te dejes acobardar por mi mujer, ella es así, dice lo que se le pasa por la cabeza sin pensar, pero es buena persona, ya lo verás, terminará queriéndote. —Y, dirigiéndose a Olga, añadió—: Es tu hijo quien la ha elegido, nuestro Pierre, y debemos respetar sus decisiones.
—Quiero a Pierre, de lo contrario… de lo contrario no habría sido capaz de haber hecho lo que he hecho… y además… creo en la revolución, quiero ayudar… —balbuceó Amelia con los ojos anegados de lágrimas. Se sentía humillada, y puede que por primera vez se diera cuenta de que a los ojos del mundo su decisión la convertía en una paria.
—Madre, Amelia es mi mujer, si no la aceptas nos iremos ahora mismo, tú decides. Pero si quieres que nos quedemos, la tratarás con el respeto y la consideración que merece una mujer que ha demostrado ser valiente y que ha sacrificado una vida cómoda y sin problemas para luchar por la revolución mundial. No sólo tiene mi amor, también mi más profundo respeto.
Pierre miraba a su madre con ira, y Olga se dio cuenta de que si no quería perder a su hijo tendría que aceptar a aquella española loca. Tendría que resignarse una vez más, igual que cuando aceptó que su marido y su hijo fueran comunistas furibundos.
Olga había conocido a Guy Comte cuando era señorita de compañía de una anciana aristócrata rusa, una duquesa, que pasaba temporadas en París. La anciana era una lectora empedernida y gustaba de comprar personalmente los libros, así se convirtió en clienta asidua de la librería Rousseau, situada en el boulevard Saint-Germain, en la margen izquierda del Sena y propiedad de monsieur Guy Comte.
Olga y Guy primero se miraban de reojo. Luego Guy empezó a hablar con ella mientras la duquesa husmeaba entre las estanterías buscando libros. Más tarde, Guy, con permiso de la duquesa, consiguió una cita con Olga. Si por Guy hubiera sido, su relación con Olga no habría pasado de una simple seducción, pero la duquesa no estaba dispuesta a que echaran a perder la reputación de su señorita de compañía, y en cuanto se enteró de que Olga se había quedado embarazada, les conminó a casarse. Ella misma fue madrina de la novia y la dotó con una buena cantidad de dinero.
Ya fuera los años vividos con la aristocracia, ya fuera que no le gustaban los revolucionarios porque constituían una amenaza para su burguesa existencia con su marido librero, el caso es que Olga jamás se dejó engatusar por ideas que, según afirmaba, no sabía adónde conducían. De manera que, para Olga, Amelia era sólo una chica tonta que se había dejado engatusar por su muy atractivo hijo, la dejaría plantada en cuanto se cansara de ella. Así terminaban esas historias de amores prohibidos; bien lo sabía ella, que se había leído a todos los clásicos rusos. Tolstoi, Dostoiesvski, Gogol, eran su mejor referente.
Pierre disponía de dos cuartos dentro de la casa paterna; uno le servía como dormitorio y el otro, como despacho. Amelia pasó más tiempo en el despacho de Pierre que en el salón de la casa para no encontrarse con Olga. Las dos mujeres se trataban con frialdad y procuraban evitarse.
Amelia se daba cuenta del gran apego de Pierre por sus padres, y cómo, a pesar de las peleas continuas entre madre e hijo, estaban unidos por un profundo afecto.
A Amelia, aquel París le resultó diferente al que había conocido con sus padres. En esta ocasión sus días no los pasaba visitando a su tía abuela Lily, hermana de su abuela Margot; ni tampoco en recorrer museos, como había hecho guiada por su padre junto a su madre y su hermana Antonietta. Le hubiera gustado ir a ver a su tía abuela, pero ¿cómo iba a decirle que había abandonado a su familia? Tía Lily no lo hubiera entendido, seguro que hubiera reprobado su decisión. Pierre parecía tener prisa porque la conocieran sus amistades y, sobre todo, porque tomara el pulso a las actividades políticas de aquella ciudad fascinante donde parecía haber revolucionarios en todas las esquinas. Aun así, siempre encontraba tiempo para seguir con las clases de ruso que a Amelia le hacían tanta ilusión.
A los pocos días de llegar a París, Pierre avaló su ingreso en el Partido Comunista, pese a las reticencias de algunos camaradas, que consideraban precipitado dar la bienvenida a sus filas a una española a la que apenas conocían.
Jean Deuville, un poeta amigo y correligionario de Pierre, fue quien más firmemente se opuso a la entrada de Amelia en el Partido Comunista Francés.
—No sabemos quién es —argumentaba ante el comité de París—, por mucho que el camarada Comte responda por ella.
—¿No te basta con mi aval? Te recuerdo que fue suficiente para que te convirtieras en nuestro camarada —contraatacaba Pierre.
Quizá porque se intervino discretamente desde la embajada soviética o porque Deuville decidió ceder para no perder la amistad de su amigo, lo cierto es que Amelia Garayoa se convirtió en militante del Partido Comunista de Francia. Ella, una extranjera, sin más credenciales que ser la amante de un hombre valioso para los soviéticos que estaba convencido de que la española podía serle de gran utilidad. Lo que Amelia no sabía es que, semanas atrás, el controlador de Pierre le había transmitido las últimas órdenes de Moscú del jefe de operaciones del INO: debería trasladarse a Sudamérica para afianzar y ampliar las redes que se estaban empezando a poner en marcha allí con agentes locales.
El jefe de operaciones le había advertido del carácter, a veces explosivo, de los sudamericanos, instándole a que fuera cuidadoso a la hora de elegir a sus colaboradores.
Pierre no había dejado de pensar en la misión que se avecinaba, y en que necesitaría una coartada más creíble que la de un librero en busca de joyas bibliográficas; eso tenía sentido en Europa, pero no en aquella parte del mundo, que se le antojaba tan lejana como ignota.
Cuando conoció a Amelia, empezó a pensar que la joven podía serle de utilidad. No sólo tenía una belleza delicada y ademanes elegantes, sino que además era una ingenua total, arcilla pura en sus manos, incapaz de ver más allá de sus propias emociones.
Instalarse en México o Argentina como dos enamorados que huyen de un marido abandonado daría verosimilitud a la coartada de por qué debían establecerse en el continente. Y siendo ella española, aún reforzaría más la coartada.
Tenga en cuenta que Pierre era un agente soviético, un hombre que sólo vivía por y para la revolución, y su ceguera era tal que los seres humanos que se iba encontrando en el camino eran sólo peones a los que utilizar y sacrificar en pro de una idea superior. Y Amelia no era una excepción.
Desde que decidió convertirla en parte de su plan sudamericano, Pierre procuró no dar ni un paso en falso con Amelia, ante la que se mostraba como un seductor que había caído en las redes del amor.
Para reforzar la dependencia de Amelia con él, Pierre no dudaba en hacerse acompañar por ella a todas las reuniones de amigos donde podían encontrarse con algunas de las amantes que la habían precedido y con las que intercambiaba alguna mirada cómplice que ponía en estado de inquietud a la española.
De manera que Amelia se vio envuelta en una vorágine de reuniones políticas desde el mismo día de su llegada, salpicadas por cenas con los amigos de Pierre, algunos de los cuales comentaban a sus espaldas no entender por qué un hombre de sus convicciones y valía se había rendido ante una mujer tan bella pero insustancial dada su ingenuidad.
En aquellos días las conversaciones giraban en torno a Léon Blum, y a las consecuencias de la disolución de Acción Francesa, a cuenta de que en febrero de 1936 unos jóvenes militantes de esta formación derechista agredieron a Blum cuando formaba parte del cortejo fúnebre del académico Bainville.
Y fue precisamente en una cena celebrada en La Coupole para celebrar el cumpleaños de Pierre donde se produjo el primer encuentro entre Amelia y Albert James.
Albert James era un periodista norteamericano de origen irlandés que trabajaba como freelance para varios diarios y revistas de su país. Alto, con el cabello castaño y los ojos azules, era bien parecido y tenía gran éxito entre las mujeres. Le gustaba comportarse como un bon vivant, era un antifascista furibundo, pero eso no le había llevado a enamorarse del marxismo. No era amigo de Pierre pero sí de Jean Deuville, así que se acercó al grupo a saludar, sobre todo atraído por la presencia de Amelia.
Bebió una copa de champán con el grupo de Pierre y procuró colocarse al lado de Amelia, que parecía estar fuera de lugar.
—¿Qué hace una joven como usted aquí? —le preguntó sin preámbulos aprovechando que Pierre daba la bienvenida a otro amigo que se unía al alegre grupo.
—¿Y por qué no habría de estar aquí?
—Se nota que no es su ambiente, la imagino detrás de unos cristales, bordando, a la espera de que llegue el príncipe azul a rescatarla.
Amelia rio ante la ocurrencia de Albert James, al que encontró simpático a primera vista.
—No soy ninguna princesa, de manera que difícilmente puedo esperar bordando a que llegue el príncipe azul.
—¿Francesa?
—No, española.
—Pero habla francés perfectamente.
—Mi abuela es francesa, del sur, y con ella siempre hablábamos en francés; además, los veranos los pasábamos en Biarritz.
—Habla con añoranza.
—¿Añoranza?
—Sí, como si fuera usted muy viejecita y recordara tiempos pasados.
—No te dejes engatusar por Albert —les interrumpió Jean Deuville—. Aunque es norteamericano, su padre era irlandés y ha aprendido el arte de la seducción de nosotros los franceses, y como suele suceder, el alumno supera a los maestros.
—¡Oh, pero si no charlábamos de nada en especial! —se justificó Amelia.
—Además, aunque Pierre no lo parezca, es celoso, y no me gustaría asistir como padrino a un duelo entre dos buenos amigos —continuó bromeando Deuville.
Amelia enrojeció. No estaba acostumbrada a esas bromas desenfadadas. Le costaba acostumbrarse al papel de amante que había asumido entre aquellos hombres y mujeres aparentemente sin prejuicios pero que la escudriñaban y murmuraban a sus espaldas.
—¿Es usted novia de Pierre? —preguntó Albert James con curiosidad.
—Más que su novia, es la mujer que le ha robado el corazón. Viven juntos —apostilló Jean Deuville para no dejar lugar a dudas al norteamericano de que no debía avanzar ni un paso más con Amelia.
Ella se sintió incomoda. No entendía por qué Jean había tenido que ser tan explícito colocándola en una situación en la que se sentía en inferioridad de condiciones.
—Ya veo, es usted una mujer liberada, lo que me sorprende siendo española, aunque me han contado que algunas cosas han cambiado en España y que gracias a las izquierdas las mujeres empiezan a tener un lugar destacado en todos los órdenes de la sociedad. ¿También es usted una revolucionaria? —preguntó Albert James con sorna.
—No se burle —acertó a decir Amelia, que suspiró aliviada al ver acercarse a Pierre.
—¿Qué te están contando estos dos sinvergüenzas? —preguntó divertido señalando a Albert y a Jean—. Por cierto, Albert, muy bueno el artículo del New York Times sobre el peligro del nazismo en Europa. Lo he leído a mi vuelta de España y, francamente, me ha sorprendido tu agudeza. Dices estar convencido de que Hitler no se estará quieto dentro de sus fronteras, que su objetivo será la expansión, y señalas como primer «bocado» a Austria, y que Mussolini no hará nada para impedirlo, no sólo porque es un fascista sino también porque sabe que perdería el envite ante Alemania.
—Sí, eso creo. He pasado un mes viajando por Alemania, Austria e Italia y así están las cosas. Los judíos son las principales víctimas de Hitler, aunque algún día lo será el mundo entero.
—La cuestión no es luchar contra el nazismo porque persigue a los judíos, sino porque es una lacra para la humanidad —respondió Pierre.
—Pero no se puede obviar lo que les sucede a los judíos.
—Yo soy comunista y mi único fin es la revolución, librar a todos los hombres de la losa del capitalismo que les aplasta y explota sin permitirles ser libres. Y me es indiferente que sean judíos o budistas. La religión es un cáncer, sea cual sea. Deberías saberlo.
—Hasta para no creer en Dios se tiene una idea de Dios —afirmó Albert encogiéndose de hombros.
—Si crees en Dios nunca serás un hombre libre, estarás dejando que tu vida la determine la superstición.
—¿Y si sólo soy comunista? ¿Crees que seré más libre? ¿No tendré que estar pendiente de las directrices de Moscú? Al fin y al cabo, Moscú quiere salvar a los hombres del mal del capitalismo y muchos termináis convirtiendo el comunismo en una nueva religión. Vuestra fe es más grande que la de nuestros padres recitando la Biblia. No sé si te gustará tanto mi próximo reportaje sobre la Unión Soviética, donde espero viajar muy pronto. Ya sabes que el Ministerio de Cultura soviético ha preparado un tour para que periodistas y escritores europeos veamos los logros de la revolución; pero ya me conoces, tengo el defecto de analizar y criticar todo lo que veo.
—Por eso no le terminas de caer simpático a nadie. —La respuesta de Pierre reflejaba cuánto le fastidiaba Albert.
—Nunca he creído que los periodistas tengamos que caer simpáticos, más bien lo contrario.
—Puedes asegurar que lo consigues.
—¡Vamos, vamos, chicos! —les interrumpió Jean Deuville—, cómo os ponéis por nada. No les hagas caso, Amelia, estos dos son así, en cuanto se encuentran se ponen a discutir y no hay quien los pare. Llevan el germen del debate dentro de ellos. Pero hoy es tu cumpleaños, Pierre, de manera que vamos a celebrarlo. A eso hemos venido, ¿o no?
Albert se despidió dejando a Pierre malhumorado y a Amelia sorprendida. Había asistido a la discusión en silencio, sin atreverse a decir palabra. Los dos hombres parecían mantener un duelo que venía de antiguo.
—Es un pobre diablo, que no deja de ser un capitalista como la mayoría de los norteamericanos —sentenció Pierre.
—No seas injusto. Albert es un buen tipo, solamente que no se ha «caído del caballo» como san Pablo; pero la culpa es nuestra, no hemos sido capaces de convencerle para que se una a nuestra causa, aunque tampoco está en contra. Pero si de alguien está cerca es de nosotros, odia a los fascistas —respondió Jean Deuville.
—No me fío de él. Además, tiene un buen número de amigos trotskistas.
—¿Y quién no conoce un trotskista en París? —justificó Jean Deuville—. No nos volvamos paranoicos.
—Vaya, ¡cómo defiendes al norteamericano!
—Le defiendo de tu arbitrariedad. Los dos sois insoportables cuando queréis tener razón.
—¡No me compares con él!
Había ferocidad en el tono de voz de Pierre, y Jean no respondió. Sabía que, de continuar hablando, terminarían discutiendo, y ya se habían enfrentado en las semanas anteriores a causa de Amelia, por la que ahora Jean sentía una sincera simpatía al darse cuenta de que era del todo inofensiva.
—Vamos, Amelia, no hay nada que no pueda arreglarse con una copa de champán —dijo Pierre cogiendo a Amelia del brazo y dirigiéndose con ella hacia la mesa en la que estaba sentado el resto del grupo que les acompañaba.
Pierre fue organizando con cautela el viaje que Moscú le había ordenado a Sudamérica. La primera parada sería Buenos Aires, donde el Partido Comunista local parecía contar con gran predicamento entre los sectores culturales de la capital argentina. Desde el punto de vista estratégico, la zona no era vital para los intereses soviéticos, pero el jefe del INO quería tener ojos y oídos en todas partes. Durante su entrenamiento en Moscú, los instructores del INO le habían insistido a Pierre acerca de la importancia de saber escuchar y recoger todo tipo de informaciones por insustanciales que pudieran parecer; en ocasiones, informaciones clave se recogían a miles de kilómetros del lugar donde se iban a producir determinados hechos. También le habían recalcado la importancia de contar con agentes que se movieran por las esferas de influencia del país en que tuviera que operar. De nada les servían militantes entusiastas cuya actividad laboral transcurriera lejos de los centros de poder.
Moscú ya contaba con un «residente» en Buenos Aires, pero carecían de agentes bien situados capaces de trasladar información de interés.
Amelia no quería marcharse de París, y le insistía a Pierre que esperaran un poco más, que aún no se hacía a la idea de estar tan lejos de su hijo. No es que tuviera en mente regresar a España, pero le parecía que si se iba a Buenos Aires, la distancia le resultaría insoportable.
Con mucho tiento y paciencia, Pierre la intentaba convencer de que era mejor iniciar una nueva vida en algún lugar donde nadie les conociera.
—Necesitamos saber si realmente lo nuestro merece la pena. Quiero que estemos solos, sin nadie que nos conozca, sólo tú y yo. Estoy convencido de que nada ni nadie logrará separarnos, pero debemos poner a prueba nuestro amor, sin interferencias, sin familia, sin amigos.
Ella le pedía tiempo, tiempo para hacerse a la idea de que lo mejor era emprender una nueva vida al otro lado del océano. Pierre no quería obligarla, temiendo que ella, angustiada, decidiera regresar a España.
En ocasiones le desesperaba la actitud de Amelia, porque en cuestión de segundos pasaba de la euforia al abatimiento. Con frecuencia la encontraba llorando, lamentándose de ser tan mala madre y de haber abandonado a su hijo. En otros momentos parecía alegre y feliz, le animaba a salir para divertirse un rato perdiéndose como enamorados en cualquier rincón de París.
Su madre, Olga, tampoco le facilitaba las cosas, convencida como estaba que perdía a su hijo por culpa de la española.
—¡Vas a echar por la borda tu vida por esa mujer! ¡Y no se lo merece! ¿Qué haremos con la librería si no regresas? Tu padre está sufriendo aunque no te lo diga —le reprochaba a su hijo.
La realidad es que Guy Comte aceptaba resignadamente la decisión de Pierre de irse a vivir a Sudamérica. Tenía una fe ciega en su hijo, y estaba convencido de que si Pierre había tomado esa decisión, era la mejor. No obstante, en su fuero interno se preguntaba cómo era posible que su hijo sacrificara tanto por una mujer como Amelia, a la que encontraba bella pero insípida.
El 4 de junio de 1936, Léon Blum se convierte en presidente del gobierno del Frente Popular en Francia. Para entonces, don Manuel Azaña ya ha asumido la presidencia de la República Española en una votación en la que la derecha se abstuvo. Indalecio Prieto no pudo hacerse con el gobierno por el veto del sector largocaballerista del PSOE.
Amelia seguía con inquietud las noticias que publicaban los periódicos franceses sobre España, y sabía que la situación continuaba aún más revuelta que cuando se marchó.
Los amigos de Pierre aseguraban que en España podía suceder cualquier cosa, habida cuenta de que las fuerzas extremas de la derecha no cejaban en su política de pistolerismo y provocación.
Pierre había previsto salir hacia Buenos Aires para finales del mes de julio. Lo harían en un camarote de primera de un lujoso barco que partía de Le Havre.
—Será nuestra luna de miel —le aseguraba él intentando vencer sus últimas resistencias.
A principios de julio, Pierre se reunió con su «controlador» en París. Igor Krisov parecía lo que no era: un apacible judío británico de origen ruso, dedicado a las antigüedades.
En realidad, Igor Krisov supervisaba a unos cuantos agentes en el Reino Unido, Francia, Bélgica y Holanda.
Krisov llegó al Café de la Paix y buscó con la mirada a Pierre. Este leía un periódico, aparentemente distraído, mientras bebía café. Se sentó en la mesa situada al lado de la de Pierre y pidió al camarero que le trajera un té.
—Ya veo que recibió mi mensaje a tiempo.
—Sí —respondió Pierre.
—Bien, camarada, tengo instrucciones para usted. Moscú quiere que vaya a España antes de iniciar su largo viaje.
—¿A España, otra vez?
—Sí, la situación allí se deteriora día tras día, y queremos que hable con alguna gente. En este sobre están las instrucciones. Preferimos que sea usted el que cubra esta misión, serán pocos días.
—Me crea un pequeño conflicto, ya sabe que me he buscado como «pantalla» a una joven española y no se muestra muy convencida del viaje que vamos a emprender; si la dejo sola durante unos días, puede que se eche atrás…
—Le creía más persuasivo con las damas —respondió Krisov con ironía.
—Es una chiquilla. He invertido mucho empeño y paciencia en ella. Y creo que terminará siendo una buena agente, una agente «ciega», pero eficaz.
—No cometa el error de decirle qué es lo que usted hace —le advirtió Krisov.
—Por eso le he dicho que será una agente «ciega», trabajará para nosotros sin saber que lo hace. Es una romántica empedernida y está convencida de que mi único afán es lograr extender el comunismo por el mundo entero.
—¿Y no es así?
La mirada irónica de Krisov incomodó a Pierre.
—Naturalmente, camarada.
—Hemos aprobado la utilización de la señorita Garayoa. Creemos, como usted, que, dadas sus características, le puede ser útil, pero no se confíe.
—Y no lo hago, camarada.
—Bien, nos veremos cuando regrese de España.
El 10 de julio, Pierre y Amelia llegaban a Barcelona y de nuevo se alojaron en casa de doña Anita. Para Pierre era una tranquilidad contar con la hospitalidad de la viuda, ya que ésta se encargaba de Amelia durante las reuniones que él mantenía a lo largo del día. En un principio había pensado en dejar a Amelia en París al cuidado de sus padres, pero descartó la idea sabiendo que su padre nada podría hacer si Olga y Amelia se enfrentaban. Además, Pierre empezaba a preocuparse porque cada día que pasaba Amelia parecía más arrepentida del paso dado, y eso le obligaba a no perderla de vista.
Amelia recibió con alegría la noticia de regresar a España. Le había pedido ir a Madrid para intentar ver a su hijo, y Pierre decidió no decirle tajantemente que no, aunque no tenía la más mínima intención de complacerla.
—¡Vaya, vaya, otra vez tenemos aquí a la pareja feliz! —les dijo doña Anita a modo de recibimiento—. Y en esta ocasión, ¿cuántos días podré disfrutar de su presencia?
—Tres o cuatro. Tengo que ver a un cliente que asegura ha encontrado un ejemplar que llevo años buscando. Si las cosas van bien, a lo mejor aún podemos acercarnos a Madrid —respondió Pierre.
—Y usted, Amelia, ¿visitará a su amiga Lola García? Hace unos días estuvo aquí Josep; es un buen hombre, y hay que ver lo orgulloso que está de ese mocoso que tiene por hijo.
Amelia asintió incómoda. Después de la discusión que habían tenido no le apetecía nada ir a ver a Lola. En realidad, empezaba a sentir aversión por su antigua amiga, a la que culpaba de la deriva que había tomado su vida.
Al día siguiente, en cuanto Pierre se despidió de ella para dedicarse a sus quehaceres, Amelia le dijo a doña Anita que iba a hacer algunas compras que le eran necesarias teniendo en cuenta el viaje que iban a emprender a Buenos Aires. La viuda dudaba de si debía dejarla marchar sola, puesto que Pierre le había indicado que tenía que vigilarla, pero aquella mañana recibía un pedido de libros y aunque contaba con un mozo que le ayudaba, no le gustaba abandonar la librería, de manera que permitió a Amelia que saliera sola.
—Pero no tarde demasiado o me preocuparé —le advirtió.
—No se preocupe, doña Anita, no me perderé. Las telas que necesito seguro que las encontraré por los alrededores.
—Sí, ya le he indicado que a dos calles se encuentra la Sedería Inglesa, y allí puede encontrar cuantas telas necesite.
En realidad Amelia tenía otro plan: acercarse a la central de teléfonos para llamar desde allí a su prima Laura. Ansiaba tener noticias de su familia, de su pequeño Javier. Desde que había huido no se había puesto en contacto con Laura, y a sus padres ni siquiera se atrevía a mandarles una carta solicitando su perdón.
Desde París no se había atrevido a telefonear a su prima temiendo que Pierre la intentara disuadir. Se daba cuenta de que por primera vez desde su fuga iba a disponer de unos momentos para estar sola.
Salió de la librería de doña Anita y empezó a caminar sintiendo que estaba a punto de quebrar la confianza que Pierre tenía en ella. Pero de la misma manera que estaba segura de que él tenía sus secretos, ella también tendría los suyos.
Poco podía imaginar Amelia que la suerte no iba a estar de su lado. Cuando en la central de teléfonos se acercó a una empleada solicitándole una conferencia con el número de la casa de sus tíos en Madrid, no se dio cuenta de que el hombre que estaba al lado de la empleada la miraba fijamente con sorpresa. Ella no le recordaba, pero él sí la recordaba a ella. Durante su anterior estancia en Barcelona, Amelia había acompañado a Pierre a una reunión con algunos camaradas entre los que estaba el hombre de la central de teléfonos, un militante local del partido situado en un lugar estratégico. Al hombre le sorprendió verla allí sola y, sobre todo, tan nerviosa.
Amelia se retorcía las manos a la espera de que le pusieran la ansiada conferencia, y, mientras, el hombre convenció a su compañera de que se tomara un respiro habida cuenta de que la comunicación tardaba.
—No te preocupes, ya me encargo yo.
—Gracias, llevo una hora deseando ir al retrete.
El hombre había decidido no perderse ni una palabra de la conversación que pudiera mantener Amelia, de manera que pinchó la línea desviándola hacia su propio teléfono.
Luego, cuando la operadora de Madrid le avisó de que ya había contestado el teléfono pedido, hizo una indicación a Amelia, que seguía distraída, para que entrara en una cabina desde donde poder hablar.
—Ya pueden hablar —dijo la operadora de Madrid.
—¿Laura? Quisiera hablar con Laura —musitó Amelia.
—¿De parte de quién? —preguntó la doncella que había respondido al teléfono.
—De Amelia.
—¿La señorita Amelia? —preguntó alarmada la doncella.
—¡Por favor, dese prisa! Avise a mi prima, no dispongo de mucho tiempo.
Minutos más tarde Amelia escuchó la voz de su tía Elena.
—¡Amelia, gracias a Dios que sabemos de ti! ¿Dónde estás?
—Tía, no tengo mucho tiempo para explicarle… ¿Dónde está Laura?
—A estas horas está en clase, lo sabes bien. Pero ¿y tú? ¿Dónde estás? ¿Piensas regresar?
—Tía, yo… yo no puedo explicarle… siento mucho lo que ha pasado… ¿Cómo está mi pequeñín? ¿Y mis padres?
—Tu hijo está bien. Águeda lo cuida como una madre, aunque no lo hemos vuelto a ver. Santiago… bueno, Santiago ha preferido cortar todo contacto con la familia. Tus padres llaman a Águeda para saber del niño.
—¿Y mi padre? ¿Cómo está mi padre? ¿Sabe algo de herr Itzhak?
—Tu padre… bueno, sufrió un ataque al corazón cuando te marchaste, pero no te asustes, no fue nada grave, el médico dijo que era por la tensión, ya se ha recuperado.
Amelia rompió a llorar. De repente se daba cuenta de las consecuencias que había desencadenado su fuga. No había querido pensar en lo que dejaba atrás, prefería pensar que todo seguiría igual, que nada cambiaría. Y se encontraba con que Santiago impedía que sus padres pudieran ver a Javier, que su padre había sufrido un ataque al corazón… y todo por su culpa.
—¡Dios mío, qué he hecho! ¡Nunca podrá perdonarme! —decía entre lágrimas.
—¿Por qué no regresas? Si lo haces, todo se arreglará… Estoy segura de que Santiago te sigue queriendo, y si le pides perdón… tenéis un hijo… él no puede negarle el perdón a la madre de su hijo. Vuelve, Amelia, vuelve… Tus padres se llevarían una alegría, no hay día que no lamenten tu ausencia, lo mismo que nosotros. Laura también ha estado enferma, y ha sido del disgusto… Estoy segura de que si regresas no habrá reproches. ¿Te acuerdas de la parábola del hijo pródigo?
—¿Y Edurne? —Acertó a preguntar Amelia.
—Está con nosotros, tu prima Laura insistió para que se quedara aquí… Santiago no quería tenerla…
—¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho!
—Hija, la culpa han sido las malas compañías. Esa Lola, esos comunistas… Déjales, Amelia, déjales y regresa.
El hombre decidió cortar la comunicación. Intuía que aquella joven amante del camarada Pierre estaba a punto de ceder a las súplicas de su tía. Lo mejor era que no continuaran hablando y llamar de inmediato a doña Anita; ella sabría qué hacer.
—¡Oiga, oiga, se ha cortado la línea! —gritaba Amelia intentando llamar su atención.
—Un momento, señorita, veré si puedo restablecerla, aguarde en la cabina.
Pero en lugar de eso telefoneó a doña Anita, a la que explicó rápidamente cuanto había escuchado.
—Retenla, que no tardo ni un minuto en llegar allí. Estas burguesitas se creen que la vida es un juego.
Amelia aguardaba impaciente en la cabina a la espera de que se restableciera la comunicación con la casa de sus tíos. Hubiera preferido hablar con Laura, pero su tía se había mostrado cariñosa y comprensiva. Si regresaba… acaso todos la perdonarían.
De repente sintió unos ojos fríos que la taladraban. Doña Anita se dirigía hacia la cabina donde aguardaba.
—Amelia, querida, ¡qué casualidad! He tenido que salir a un recado y me ha parecido verla desde la calle, ¿quiere que la acompañe? ¿Con quién espera hablar, hija?
Sintió deseos de salir corriendo, de escapar, pero doña Anita ya había cerrado su mano sobre su brazo.
—Quería hablar con mi familia —respondió entre lágrimas.
—¡Claro, claro! Bien, esperaré mientras le ponen la comunicación.
—No, no se preocupe, hay problemas en las líneas, ya volveré a llamar.
—Pero no hace falta que venga hasta aquí, ya sabe que en la librería dispone de teléfono, es uno de los pocos lujos que me permito.
—Era por no molestar… —se excusó Amelia.
—¿Molestar usted? De ninguna manera, Pierre y usted son bien recibidos en mi casa. Tenemos un ideal común. Hija, no sabe la suerte que tiene con que Pierre se haya enamorado de usted. ¡Cuántas mujeres no desearían ser las elegidas! Y es tan atento y caballero con usted… Aproveche la vida y no renuncie a este amor tan grande, se lo digo yo que tengo experiencia.
Amelia pagó el importe de la llamada, y salió de la central de teléfonos agarrada por doña Anita, que no la soltaba del brazo.
—Bien, ahora le acompañaré a comprar sus telas, ¿le parece bien? Y deje de llorar, se le ha puesto la nariz como un pimiento morrón, y los ojos se le han empequeñecido a causa de las lágrimas. ¡Qué disgusto se llevaría Pierre si la viera así! Vamos, y esta tarde visitaremos a su amiga Lola, seguro que ella sabrá cómo animarla.
Doña Anita no la volvió a dejar sola ni un minuto. Disimulando la irritación que sentía por convertirse en «guardiana» de la «burguesita», como ella calificaba a Amelia, pasó el resto del día acompañándola en un deambular sin sentido por la ciudad. Cuando por la tarde se reunieron con Pierre, doña Anita a duras penas ocultaba su malhumor y Amelia tampoco hacía ningún esfuerzo por mantener a raya la depresión que la había invadido después de la conversación con su tía.
Pierre ya había sido informado por el hombre de la central de teléfonos del contenido de la conversación entre Amelia y doña Elena.
—¿Qué tal habéis pasado el día? —preguntó haciéndose de nuevas.
—Bien, muy bien, hemos estado de compras. Amelia necesitaba algunas cosas para vuestro viaje a Buenos Aires —respondió doña Anita.
—Bueno, si os parece os invito a cenar. Me he encontrado con Josep y se va a unir a nosotros con Lola y Pablo. Cenar con amigos es lo mejor después de un día de trabajo. Vamos, Amelia, alegra esa cara y arréglate un poco; mientras, quiero hablar con doña Anita del libro que he venido a buscar, necesito el consejo de su ojo experto.
Amelia, obediente, se encerró en el cuarto que compartía con Pierre. Se le hacía cuesta arriba tener que ver a Lola, sobre todo en un momento en que tenía el ánimo por los suelos. Pero no se atrevía a contrariar a Pierre, de manera que abrió el armario y buscó ropa que ponerse. Mientras tanto, Pierre y doña Anita habían bajado a la librería, lejos de los oídos de Amelia.
—Ya sé lo que ha pasado, me avisó el camarada López al mismo tiempo que a ti. Por lo que me ha contado, la charla con su tía fue insustancial —afirmó Pierre.
—A mí no me ha podido decir de qué han hablado, pero la chica lleva todo el día lloriqueando y lamentándose por su hijo. No sé, pero me da que vas a tener problemas con ella. Es muy joven y para mí que está arrepentida de haber abandonado a su familia —respondió doña Anita.
—Si se convierte en un problema yo mismo la enviaré a Madrid.
—¡Vaya, te hacía enamorado de ella!
Pierre no respondió. Le irritaba perder el control sobre Amelia. Estaba harto de comportarse como un rendido enamorado, harto de tener que fingir ser un seductor a diario, de estar pendiente de cualquier mohín. Casi deseaba que ella le dijera que volvía a Madrid. Si no fuera porque ya había diseñado su cobertura en Buenos Aires con Amelia, la dejaría plantada allí mismo, en Barcelona, y que ella se las arreglara como pudiera para regresar a Madrid.
Amelia bajó a buscarles y todo en ella indicaba desgana: el gesto, la manera de caminar, su actitud ausente.
Fueron andando hasta un pequeño restaurante cerca del Barrio Gótico propiedad de un camarada donde ya estaban esperándoles Josep, Lola y Pablo.
—Os habéis retrasado —se quejó Lola—, llevamos aquí más de media hora. Pablo está hambriento.
Nos sentamos en una mesa un poco separada del resto, y Pierre, haciendo un esfuerzo, intentó poner un poco de alegría en la reunión. Pero ni Amelia ni Lola estaban por la labor, y doña Anita tenía los nervios de punta después de todo el día de andar con contemplaciones con Amelia.
Josep se ocupó de los apuros de Pierre e hizo lo imposible por animar al grupo. Finalmente, los dos hombres decidieron rendirse ante la actitud de las mujeres, y se enfrascaron en una conversación sobre los últimos acontecimientos políticos que giraban en torno a las evidencias cada vez mayores de que un sector del Ejército parecía querer poner fin a la experiencia republicana. El nombre del general Mola corría en boca de todos.
Amelia apenas probó bocado; todo lo contrario que doña Anita y Lola, que siempre tenían buen apetito.
Cuando terminó la cena, Josep se ofreció a acompañarles durante un trecho en dirección a casa de doña Anita. Pierre y Amelia caminaban delante, y aunque hablaban en voz baja, llegaban a mí retazos de su conversación.
—¿Qué te pasa, Amelia? ¿Por qué estás triste?
—Por nada.
—¡Vamos, no me engañes, te conozco bien, y sé que algo te está haciendo sufrir!
Ella rompió a llorar tapándose la cara con las manos mientras Pierre le echaba la mano por el hombro en un gesto protector.
—Yo te quiero, pero… creo que he sido muy egoísta, sólo he pesando en mí, en que quería estar contigo, y no he actuado bien, sé que no he actuado bien —repitió.
—¿A qué viene eso, Amelia? Ya lo hemos hablado en otras ocasiones. Tú misma me dijiste que en España hay un refrán que dice que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Sé que no es fácil romper con la familia, ¿crees que no lo entiendo? Tú te llevas mal con mi madre, pero es mi madre y yo la quiero, sin embargo creo que debemos darnos la oportunidad de empezar una nueva vida, y lo mismo que tú has dejado a tu familia, yo dejé a la mía, como también abandoné mi negocio, mi porvenir.
—¡Pero tú no tienes ningún hijo!
—No, no tengo ningún hijo, pero aspiro a poder tenerlo el día que nuestra relación sea firme y definitiva. Nada me daría más alegría. Es la única pena que tengo, que no puedas llevar a Javier contigo, al menos por ahora, pero no descartemos que podamos tenerle con nosotros en el futuro.
—¡Eso jamás sucederá! Santiago no lo consentirá, ni siquiera permite que mis padres vean al niño.
—¿Y cómo es eso? ¿Has hablado con tus padres?
Amelia enrojeció. Sin darse cuenta se había puesto en evidencia, aunque después pensó que seguramente doña Anita se lo terminaría diciendo.
—He hablado con mi tía Elena. Había llamado a mi prima Laura pero no estaba, y mi tía se puso al teléfono.
—Eso está bien, no debes perder el contacto con tu familia. Sé que estarás más tranquila si sabes de ellos —afirmó Pierre disimulando que pensaba todo lo contrario—. Dime qué te ha dicho tu tía.
—Sabe que Javier está bien a través de Águeda, el ama de cría. Santiago no quiere tener tratos con mi familia y no les permite ver al niño. Mi padre se puso enfermo cuando me marché, el corazón… por mi culpa… ha podido morirse.
—¡Eso sí que no te lo consiento! No voy a permitir que te culpes de una enfermedad de tu padre. Sé racional, nadie se enferma del corazón por un disgusto; si a tu padre le ha dado un ataque, la causa no has sido tú. En cuanto a que tu marido no les permita ver a tu hijo, me parece una crueldad, no habla bien de él, ni me parece justo castigar a los abuelos sin ver al nieto. No, Amelia, tu marido no está haciendo las cosas bien.
Las palabras de Pierre aumentaron la llantina de Amelia, que intentaba justificar a su marido.
—Él es muy bueno y no es injusto, sólo que ver a mis padres le recuerda a mí, y tiene razones para querer olvidarme. ¡Me he portado tan mal con él! ¡Santiago no merecía lo que le he hecho!
Aquella noche Pierre la pasó consolando a Amelia, intentando paliar la herida abierta en su conciencia.
El día siguiente era 13 de julio, una fecha que resultaría clave en la historia de España: aquel día fue asesinado José Calvo Sotelo, líder de la derecha monárquica.
Pierre decidió ir a Madrid, aunque no tenía órdenes específicas de hacerlo; aquel acontecimiento era suficientemente grave como para ir a la capital y tomar contacto con algunos camaradas que puntualmente le pasaban informaciones precisas sobre el gobierno Azaña. Aunque en Madrid había agentes dependientes de la «rezidentura», ahora era Pierre quien quería evaluar la situación y enviar un informe preciso a Moscú.
Amelia recibió con alegría la noticia de que viajarían a Madrid. Pierre la engañó diciéndole que había tomado esa decisión en vista de la pena que ella sentía. La realidad es que no se atrevía a dejarla al cuidado de doña Anita, y Lola y Amelia se mostraban distantes la una con la otra, algo que en su momento tendría que averiguar por qué.
El viaje en tren se les hizo interminable. Cuando por fin llegaron a Madrid, encontraron la capital sumida en todo tipo de rumores. Pierre decidió instalarse en una pensión llamada La Carmela situada en la calle Calderón de la Barca, cerca de las Cortes. Los dueños de La Carmela mantenían la pensión limpia, y cuidaban mucho de quienes eran sus huéspedes. Se enorgullecían de contar entre sus clientes incluso con algún diputado. Sólo disponía de cuatro habitaciones y tuvieron suerte de que en aquel momento una de ellas estuviera vacía.
—Ayer se marchó don José, ya sabe, el viajante de comercio de Valencia que nos visita una vez al mes. Creo que ha coincidido con él en alguna ocasión —dijo la dueña, doña Carmela.
—Sí, creo que sí —respondió Pierre sin muchas ganas de charla.
—No sabía que estaba usted casado —preguntó doña Carmela, curiosa.
—Pues ya ve usted… —contestó Pierre sin decir ni que sí ni que no.
A Pierre le preocupaba qué hacer con Amelia durante su estancia en Madrid. No podía llevarla a todas partes, tenía que reunirse con agentes, mantener conversaciones confidenciales, lo cual sería imposible con Amelia presente. Pero si la dejaba sola estaba seguro de que ella terminaría cediendo a su impulso de ver a su familia sin que pudiera prever las consecuencias. De manera que decidió tomar la iniciativa, ser él quien facilitara el encuentro, y estar presente.
—Quizá usted debería hablar con doña Laura. Ella mejor que yo le podrá decir qué pasó durante aquellos días en Madrid. Luego vuelva y continuaremos hablando —concluyó Pablo Soler sonriéndome satisfecho.
Pablo Soler me sonreía satisfecho. Llevaba más de cuatro horas hablando y yo no había abierto la boca. Yo no salía de mi asombro: mi bisabuela se había fugado con un francés agente de la inteligencia soviética y había ingresado en el Partido Comunista de Francia. Parecía increíble lo que ocurría con las mosquitas muertas, en cuanto te descuidas te encuentras con una Mata Hari en ciernes.
—¿Volvió usted a ver a Amelia?
—Sí, claro que sí, en cuanto regresaron a Barcelona. Pero además ya le dije que uno de mis mejores libros trata sobre los agentes soviéticos en aquellos días, y Pierre era uno de ellos. De manera que tuve que investigar a fondo qué fue de él. Era un hombre muy interesante, un fanático, aunque no lo pareciera. Creo que debería leer mi libro, seguramente le será de mucha utilidad.
—¿Habla de mi bisabuela?
—No, no hablo de ella.
Don Pablo se levantó y sacó de un estante un libro bastante voluminoso. Le agradecí el regalo y le aseguré que volvería a llamarle.
—Sí, hágalo, estos días no tengo tanto que hacer, acabo de mandar un libro a la imprenta, así que estoy medio de vacaciones.
Me acompañaba hacia la puerta cuando nos salió al paso su esposa.
—¿No se queda a almorzar con nosotros? —preguntó sonriendo.
—Ah, Charlotte, no te he presentado al señor Albi.
—Encantado de conocerla, señora. Soy Guillermo Albi.
—Señor Albi, tengo que darle las gracias por haber tenido entretenido a mi marido; cuando no escribe no sabe qué hacer con el tiempo, y como acaba de terminar un libro no tiene más remedio que darse un respiro. Así que es usted bienvenido.
—Muchas gracias, espero no darles la lata muy a menudo, aunque don Pablo me ha dado permiso para volver a visitarles en breve.
Aunque con más años, era evidente que Charlotte era la misma mujer del cuadro que me había llamado la atención. Parecía norteamericana, aunque hablaba un español fluido, con un suave deje sureño. Pensé que era muy simpática la esposa de don Pablo, y además, a la vista del cuadro, debió de ser muy hermosa, aún quedaban en ella vestigios de su antigua belleza.
Me fui al hotel para llamar tranquilamente a doña Laura. Empezaba a divertirme la tarea encomendada por mi tía Marta. Iba de sorpresa en sorpresa, y yo mismo me imaginaba la escena cuando en las próximas Navidades mi familia leyera la historia de la bisabuela. Mi tía Marta, tan de derechas, iba a sufrir un soponcio al enterarse de que su abuela había sido amante de un agente soviético.
Conecté el móvil camino del hotel. Tenía un mensaje urgente del jefe de Cultura del periódico digital en el que colaboraba. Le llamé de inmediato.
—Guillermo, ¿dónde te metes? Tenías que habernos entregado ayer la crítica del libro de Pamuk. Menuda faena nos has hecho, porque tenemos publicidad de la editorial y esta mañana han llamado para preguntar qué pasaba.
—Lo siento, Pepe, me he despistado, ahora mismo te la mando, dame una hora.
—¿Una hora? Oye, que esto es un periódico digital, y tengo que meter la crítica ya. ¿Dónde narices estás?
—En Barcelona, he venido a conocer a un historiador, a Pablo Soler.
—¡Caramba! Soler es uno de los historiadores más prestigiosos, sus libros sobre la guerra civil son de lo más serio y ecuánime de cuantos se han publicado. Es una autoridad en el mundo universitario norteamericano.
—Sí, ya sé que es todo un personaje. Veras, tenía la oportunidad de conocerle y… bueno, se me ha pasado lo de la crítica de Orhan Pamuk, pero me he leído el libro y no tardo nada en escribir el artículo y enviártelo. Déjame que llegue al hotel, que voy de camino.
—Por esta vez vale… y, oye, ya que conoces a Pablo Soler, pídele una entrevista; sería un puntazo, porque no le gustan los periodistas y nunca concede entrevistas.
—Bueno, lo intentaré, veremos qué me dice.
—Sí, inténtalo, por lo menos al director se le pasará el cabreo que tiene contigo. Ah, y no tardes más de media hora en enviarme el puñetero artículo.
Al final tenía razón mi madre: estaba implicándome tanto en la historia de la bisabuela que me estaba alejando de mi propia realidad, que no era otra que un empleo del tres al cuarto en un periódico digital donde me pagaban a cien euros la pieza. Había meses que no pasaba de los cuatrocientos euros, justo para comprar tabaco, el bonobus y poco más. Si Pablo Soler se avenía a concederme una entrevista, lo mismo el director del periódico se terminaba convenciendo de que podía confiar en mí algo más que para que hacer crítica literaria. Las entrevistas las pagaban mejor. Claro que me daba apuro regresar a casa del profesor Soler para pedirle una entrevista; una cosa era que hubiera decidido hablarme de mi bisabuela y otra muy distinta querer hablar para la prensa. Pero lo intentaría. Mi economía no estaba para sutilezas, a pesar de que mientras durara la investigación sobre Amelia Garayoa contaba con la subvención de la tía Marta.