Cuando llegué a casa me puse a escribir todo lo que me había contado doña Laura. Lo tenía fresco en la memoria y no quería olvidar ningún detalle.
Estuve escribiendo hasta la madrugada acompañado de una buena botella de whisky. Clareaba el día cuando me metí en la cama, y dormí como un niño hasta que la música del móvil, que había dejado en la mesilla, me devolvió a la realidad.
—Hola, hijo, ¿qué tal te va?
—¡Uf, madre, ya me podías haber llamado a otras horas!
—Pero si son las dos. ¿No estarás durmiendo?
—Pues sí, eso es lo que estaba haciendo, he estado trabajando hasta tarde. Ayer me contaron un montón de cosas sobre la bisabuela y no quería que se me olvidara nada.
—De eso quería hablarte. Verás, Guillermo, estoy preocupada por ti. Me parece que te estás tomando demasiado en serio el encargo de tu tía Marta, y estás descuidando tu profesión. Ya sé que la tía te paga generosamente; escribir sobre la bisabuela está bien como divertimento, pero no para que te despistes y dejes de buscar trabajo en lo tuyo, de periodista.
Sentía la cabeza como un corcho, pero sabía que si mi madre había decidido echarme un sermón nada la detendría, de manera que decidí rendirme de antemano.
—Ya me gustaría a mí que me saliera un buen trabajo. ¿Crees que no estoy dando voces por todos lados? Pero no me ofrecen nada, mamá. La derecha no se fía de mí porque me considera un «rojo», y la izquierda tampoco porque no les hago la ola, de manera que no tengo muchas salidas.
—Vamos, Guillermo, las cosas no pueden ser como las pintas. Tú eres un buen periodista; además, hablas perfectamente inglés y francés, e incluso bastante bien el alemán, es imposible que con lo que vales no te ofrezcan ningún trabajo.
—Mamá, para ti valgo muchísimo, pero para ellos no.
—Pero las empresas periodísticas no pertenecen a los políticos.
—No, pero como si pertenecieran; unos tienen intereses en unas y otros en otras. ¿No oyes la radio? ¿No ves la tele?
—¡Guillermo, no seas cabezota y escúchame!
—¡Pero si te estoy escuchando! Sé que te cuesta entender de qué va el negocio del periodismo, pero créeme que es así.
—Prométeme que seguirás intentando encontrar un empleo.
—Te lo prometo.
—Bien. ¿Cuándo vendrás a verme?
—No lo sé, déjame que me levante y me organice, luego te llamo, ¿vale?
Superado el trance de la conversación con mi madre, me metí en la ducha para despejarme. Las sienes me latían aceleradamente, y sentía un nudo en la boca del estómago. El whisky había hecho de las suyas.
Eché un vistazo a la nevera y encontré un cartón con zumo de frutas y un yogur. Suficiente para reponer energías antes de telefonear a Pablo Soler. Claro que previamente me metí en internet en busca de información sobre él, y para mi sorpresa encontré que el profesor Soler era un reputado historiador, que había enseñado en la Universidad de Princeton y regresado a España con todos los honores en el año ochenta y dos. Tenía publicados más de una veintena de libros y estaba considerado una notoriedad en la guerra civil española.
Busqué el número de teléfono que me había facilitado doña Laura.
—¿Don Pablo Soler?
—Al habla.
—Don Pablo, me llamo Guillermo Albi Carranza. Me ha dado su teléfono doña Laura Garayoa, creo que ha hablado con usted sobre la investigación que estoy llevando a cabo.
—Así es.
El hombre no parecía muy hablador, así que fui yo quien continuó hablando.
—Si no es molestia, me gustaría que me recibiera para que me aclarara algunas cosas sobre Amelia Garayoa, que no sé si se lo ha dicho doña Laura, pero era mi bisabuela.
—Me lo ha dicho, sí.
—Bueno, pues, ¿cuándo podría ir a verle?
—Mañana a las ocho en punto.
—¿De la noche?
—No, de la mañana.
—¡Ah!, bueno, pues… bien… si me da usted la dirección allí estaré.
Me lamenté de mi suerte. Me hubiera gustado recuperarme del sueño y del whisky, pero no tenía más remedio que meter cuatro cosas en una bolsa e ir al aeropuerto para coger el primer puente aéreo a Barcelona. Menos mal que la tía Marta no estaba escatimando fondos, porque tendría que dormir allí, y tal y como me encontraba no estaba dispuesto a irme a un hotel de menos de cuatro estrellas.
Pablo Soler resultó ser un anciano alto, delgado, muy tieso para su edad, ya que sobrepasaba los ochenta, aunque mantenía una agilidad sorprendente. Me abrió él mismo la puerta de su casa, un ático situado en una zona residencial de Barcelona.
¡Vaya con el comunista!, pensé al entrar en el espacioso piso decorado con elegancia. En las paredes distinguí un Mompó, dos dibujos de Alberti, un Miró… o sea, una pasta gastada en decoración.
—¿Le interesa la pintura? —me preguntó al ver que se me iban los ojos a los cuadros.
—Pues sí, soy periodista, pero estuve dudando si estudiar Bellas Artes.
—¿Y por qué no lo hizo?
—Para no morirme de hambre. Sé que carezco del talento necesario para hacer algo grande, claro que como periodista tampoco es que me vaya muy bien.
Pablo Soler me condujo a su despacho, cuyas paredes estaban revestidas de arriba abajo por estantes repletos de libros. El retrato de una joven ocupaba el único hueco de la pared donde no había libros. Me distraje mirando el cuadro, porque la joven pintada parecía mulata.
—Es mi mujer —dijo él.
—¡Ah! —Fue lo único que se me ocurrió responder.
—Bien, vamos a lo nuestro. Usted dirá.
—Le habrá contado doña Laura que…
—Sí, sí —me cortó—, ya lo sé, está usted intentando conocer la vida de Amelia.
—Pues sí, de eso se trata. Era mi bisabuela, pero en mi familia no sabemos nada de ella, ha sido siempre un tema tabú. Mire, traigo una copia de una vieja foto. ¿La reconoce?
Pablo Soler miró la foto con detenimiento.
—Fue una mujer muy bella —murmuró.
Cogió una campanilla que agitó haciéndola sonar. Acudió al instante una doncella filipina, perfectamente uniformada. Yo no salía de mi asombro habida cuenta de que le tenía por un revolucionario. Pidió que nos trajera café, lo que le agradecí porque normalmente a las ocho de la mañana no suelo estar en mi mejor momento.
—¿Por dónde quiere que empiece? —me preguntó sin más preámbulos.
—Había pensado en que me contara si usted vio a Amelia precisamente aquí, en Barcelona, cuando ella se escapó con Pierre. Por lo que me ha contado doña Laura, precisamente en esos días su madre lo trajo a vivir aquí. Y bueno, si usted pudiera informarme sobre quién era realmente Pierre…
—Pierre Comte era un agente del INO.
—¿Y eso qué es? —pregunté estupefacto, puesto que jamás había escuchado esas siglas.
—Departamento Exterior de Inteligencia, una sección de la NKVD, que a su vez procedía de la Cheka creada en 1917 por Félix Dzerzhinsky. ¿Sabe de lo que le estoy hablando?
Pablo Soler me miraba con curiosidad puesto que yo me había quedado con cara de alelado en vista de su revelación. Me acababa de enterar que aquella bisabuela mía se había fugado con un agente soviético como quien se va de paseo.
—Sé quién fue Félix Dzerzhinsky, un polaco que se encargaba del servicio de seguridad de Lenin y que terminó poniendo en marcha la Cheka, una policía cuyo objetivo era perseguir a los contrarrevolucionarios.
—Si quiere decirlo así… La Cheka fue aumentando su poder y sus funciones y pasó a llamarse GPU, que son las siglas de Dirección Política del Estado, y luego OGPU, que significa Dirección Política del Estado Unificada. Hasta que en 1934 fue incorporado a la NKVD. Pero a usted le sonará más el nombre de KGB, que es como se llamó a partir del cincuenta y cuatro. En aquel entonces la NKVD estaba organizada como un ministerio; de ellos dependía todo: la policía política, los guardias de frontera, el espionaje exterior, los gulag, y dentro de la NKVD estaba el INO, que estaba formado por un auténtico ejército en la sombra que actuaba en todas partes del mundo. Sus agentes eran temibles.
—¡Caramba con mi bisabuela!
—Cuando Amelia se fugó con el camarada Pierre, no tenía ni idea de a lo que se dedicaba éste. Ni Josep ni Lola le habían dicho nada sobre él, salvo que era un librero de París, y un camarada comunista; tampoco sabían que Pierre era un agente soviético. Y eso que tanto Josep como Lola eran comunistas convencidos, capaces de hacer cualquier cosa que les hubiesen pedido.
—Creía que su madre era socialista.
—Y lo fue al principio, pero terminó militando con los comunistas; a ella no le gustaban las cosas a medias. Lola era todo un carácter.
—Me sorprende que cuando habla de sus padres lo haga con sus nombres de pila…
—Es bueno poner distancia cuando se trata de resaltar unos hechos históricos, pero en mi caso empecé a pensar en ellos como Josep y Lola cuando llegué a la adolescencia. Y, sí, eran comunistas de una pieza, nada ni nadie habría logrado hacer tambalear sus convicciones. Eran tremendos. ¿Sabe? Nunca he dejado de admirarles por su fe en una causa, por su honradez, por su sentido de la lealtad y del sacrificio, pero tampoco he dejado de reprocharles su ceguera.
—Perdone, profesor, le voy a hacer una pregunta que quizá le puede parecer una impertinencia: ¿es usted comunista?
—¿Cree que hubiese podido dar clases en Princeton si lo fuera? Bastante tuve con mis padres… No, no soy comunista, y nunca he participado de ello, de su idea pueril del paraíso. Me rebelé contra mis padres como suelen hacerlo los jóvenes; en mi caso por cuestiones personales, sobre todo con mi madre, pero en aquel entonces yo era un chiquillo que además adoraba a mi padre, y sentía por él una admiración sin límites. Si quiere saber qué pienso, se lo resumiré: aborrezco todos los «ismos»: comunismo, socialismo, nacionalismo, fascismo… En definitiva, todo lo que lleva el germen del totalitarismo.
—Pero tendrá usted alguna ideología…
—Soy un demócrata que cree en la gente, en su iniciativa y en su capacidad para salir adelante sin tutelas políticas ni religiosas.
—De manera que le salió usted rana a sus padres…
—¿Cómo dice?
—Es una expresión coloquial. Supongo que los hijos solemos terminar decepcionando a nuestros padres, nunca somos lo que soñaron que seríamos.
—En mi caso le puedo garantizar que así fue.
—Perdone mi indiscreción, procuraré no volver a interrumpirle.
Pablo comenzó su narración.
Josep admiraba a Pierre. Creo que, aunque no sabía que era un agente de los soviéticos, por sus idas y venidas y su colaboración con la Internacional Comunista, intuía su importancia, sobre todo porque era evidente que Pierre se dedicaba a recoger información. Le interesaba todo, desde cómo se organizaban los comunistas españoles, hasta los movimientos de los trotskistas o la fuerza de la gente de la CNT, de los socialistas, o del gobierno de Azaña. A veces en alguna conversación dejaba caer que había charlado con algún político de las izquierdas, o que había cenado con algún periodista ilustre.
Pierre tenía la mejor de las coartadas: librero, especialista en libros raros y antiguos. Su librería en París era un referente para todo aquél que buscara una edición rara, un incunable, o libros prohibidos. Eso le permitía viajar por todo el mundo, y relacionarse con las gentes del mundo de la cultura, siempre inquietas y abiertas a las novedades, incluidas las ideológicas. De manera que a nadie le sorprendía que cada cierto tiempo este librero llegara a España, y se quedara un tiempo entre Madrid y Barcelona, a la vez que visitaba otras capitales españolas.
Yo era un crío cuando lo conocí. Me hacía gracia que hablara español con acento francés, también hablaba inglés y ruso. Su madre era una rusa que se había casado con un francés. El padre de Pierre compartía ideología con su hijo, pero la madre daba gracias a Dios por haberse librado de la revolución, ya que muchos de sus familiares desaparecieron sin dejar rastro por la política represiva de Stalin.
Ése era Pierre, un hombre que resultaba irresistible a las mujeres porque era galante y, sobre todo, porque las escuchaba, toda una rareza en una época en que los hombres, incluso los revolucionarios, no se andaban con las sutilezas de hoy en día. Pero Pierre había hecho un arte del saber escuchar, no había nada que no le interesara, nada que considerara una anécdota menor. Parecía que todo lo que le contaban le servía, lo iba almacenando en el cerebro a la espera de que fuera de alguna utilidad. En alguna ocasión mi madre le reprochaba a Josep que no era capaz de escucharla como lo hacía Pierre, y eso que mi padre también cultivaba el don de escuchar, por eso logró convencer a Amelia de las bondades de la revolución.
Amelia se enamoró de Pierre sin pretenderlo. Él era muy guapo, y además diferente; vestía con despreocupación pero siempre elegante; derrochaba simpatía y buen humor, y era extremadamente culto, aunque nunca pedante.
Efectivamente, yo me encontré con Amelia y Pierre en Barcelona a principios de abril del treinta y seis. Mi madre y yo llegamos dos días después de que lo hicieran ellos.
Mi padre había decidido que fuéramos a vivir con él. Había conseguido un trabajo para mi madre como costurera en la casa de su patrón.
La buhardilla en que vivía mi padre era más espaciosa que la que ocupábamos en Madrid. Tenía tres piezas y la cocina aparte, incluso disponía de un pequeño excusado con lavabo, lo que en aquel entonces era un lujo. Estaba situada en la última planta de la casa del patrón de mi padre; se la había cedido para tenerle siempre a disposición, día y noche, por si tenía que salir de improviso o llevar a la señora a algún sitio. Antes de darle tanto espacio, mi padre compartía habitación en otra buhardilla con el mayordomo, pero mi padre le explicó a su patrón que quería vivir con su familia y que necesitaba un espacio donde acomodarles o, de lo contrario, tendría que dejar el trabajo y buscarse otro.
El patrón le cedió la buhardilla pero pidió a mi padre que no le dijera a su esposa que no estaba casado, que mi madre, Lola, no era su legítima, porque de lo contrario tendrían problemas los dos. A él tanto le daba el estado civil de mis padres; era un comerciante pragmático satisfecho con tener a un chófer a su disposición las veinticuatro horas, y sobre todo discreto, ya que todos los jueves por la tarde mi padre le llevaba a cierta casa, donde le esperaba una joven a la que mantenía; incluso en alguna ocasión, cuando viajaban a Madrid por negocios, ella le acompañaba. Así que llegaron a un acuerdo: la buhardilla grande, pero menos sueldo.
A los pocos días de llegar a Barcelona fui con Lola a casa de doña Anita. Y allí estaba Amelia. Doña Anita era viuda de un librero del que había heredado la librería y sus convicciones comunistas, o acaso fue él quien se contagió de ella. Doña Anita, antes de ser tratada como «doña», había ejercido como planchadora y entre sus clientes estaba la familia del librero. Al parecer, por aquel entonces ella ya militaba con los comunistas. Como era una chica lista, terminó engatusando al hijo, con el que se casó, pero tenía la salud muy frágil y murió a edad temprana de un ataque al corazón. Ella defendió con uñas y dientes frente a sus suegros el quedarse al frente de la librería que había sido de su marido, y lo consiguió. Empezó a organizar lo que ella llamaba «tardes literarias», y logró que acudieran muchos intelectuales, aspirantes a escritores, periodistas y políticos de izquierdas. Precisamente en uno de mis libros, el que escribí sobre Alexander Orlov y la presencia de agentes soviéticos durante los años previos a la guerra civil, me refería también a la librería de doña Anita: era un lugar donde se dejaban mensajes, se pasaba información y se realizaban encuentros discretos entre algunos agentes y sus respectivos controladores.
La librería de doña Anita tenía una escalera interior que comunicaba con su casa, situada en la primera planta de un edificio situado cerca de la plaza de San Jaime. Allí fue donde nos reencontramos con Amelia.
—Lola, Pablo, ¡qué alegría! —Amelia parecía contenta de vernos.
—¿Cómo estás? ¿Va todo bien? —preguntó Lola.
—Sí, sí, soy muy feliz, aunque no puedo dejar de pensar en mi hijo y en…
—¡Calla! ¡Calla! Has tomado la decisión acertada. Tú y Pierre tenéis una misión que cumplir, y además… os queréis. Amelia, has decidido ser una revolucionaria y para serlo tenías que revolucionar tu propia vida de burguesita tonta.
Lola no se andaba con contemplaciones cuando trataba con Amelia. Con el tiempo he comprendido que sentía una secreta envidia por ella. Amelia era guapa, elegante, afable, tenía cierta cultura, y sobre todo la pátina que le da a uno haber crecido rodeado de cosas bellas, libros, cuadros, muebles… Lola primero había sido asistenta y luego planchadora y costurera, y era lo que era: una proletaria llena de ilusiones, convencida de que había llegado la hora de quienes, como ella, nada tenían.
—No puedo evitarlo. ¡Quiero tanto a Javier! Espero que algún día mi pequeñín entienda lo que he hecho, aunque Pierre me ha prometido que volveré a estar con mi hijo, que esta separación es temporal…
Amelia quería engañarse a sí misma, pero Lola no se lo permitía.
—A tu hijo no le faltará de nada, lo mismo que a tu primo Jesús, que es de la edad de mi Pablo y sin embargo… Pero hay millones de niños que jamás tendrán ni la cuarta parte de lo que tiene el tuyo; es por esos niños por los que tienes que sacrificarte. Olvídate de ti misma, deja tus egoísmos pequeño-burgueses.
Aquella tarde no había mucha gente en casa de doña Anita, quien, por cierto, torció el gesto al verme. Por muy hijo de Lola y Josep que fuera, a ella no le gustaban los mocosos, y lo dijo sin miramientos.
—Aquí el chiquillo está de más.
—No tengo dónde dejarle y Josep me dijo que debía venir aquí a reunirme con él —dijo encogiéndose de hombros.
Lola reconocía en doña Anita a la proletaria que había sido, y a la que reconocía a pesar de la falda de buen corte, de la blusa de seda, de los pendientes de perlas y del cabello bien peinado. A ella no le impresionaba una mujer como doña Anita.
—Esta tarde viene gente importante a ver a Pierre y no quiero que nadie les moleste —insistió doña Anita.
—Pablo no molesta, mi hijo es comunista desde el mismo día en que le parí, y está acostumbrado a las reuniones políticas. Además, conoce bien a Pierre. Díselo tú, Amelia.
—No se preocupe, doña Anita, el niño es muy bueno y no dará guerra.
Josep ocupaba un lugar destacado entre los comunistas catalanes; no era un dirigente de primera, pero sí un hombre de confianza de los jefes. Actuaba de «correo», gracias a su trabajo como chófer y a sus viajes frecuentes a Madrid.
Para un niño, aquélla no fue una tarde divertida. Sentado en una silla, sin que me permitieran moverme, nada podía hacer más que observar. Cuando llegó Pierre, Amelia se dirigió nerviosa hacia él.
—Has tardado mucho —se quejó.
—No he podido venir antes, tenía que ver a unos camaradas.
—¿Y no podías verles aquí?
—No, a ésos no. Y ahora permíteme hablar con esos caballeros que acaban de entrar, luego te los presentaré. Uno de ellos es el secretario de un miembro del Consell Executiu de la Generalitat.
—¿Y es comunista?
—Sí, pero su jefe no lo sabe. Ahora calla y escucha. Tienes que acostumbrarte a moverte en estas reuniones. Sobre todo escucha, y luego me lo cuentas, ya te he dicho que quiero que te acuerdes de todo por insignificante que te parezca. Mira, procura hablar con los de ese grupo, los de la derecha son dos periodistas que tienen mucha influencia aquí en Cataluña, y el hombre con el que están hablando es un dirigente socialista. Seguro que lo que dicen nos puede interesar. Pídele a doña Anita que te los presente, y actúa como te he dicho, hablando poco y escuchando mucho. Eres muy guapa y muy dulce y no desconfiarán de ti.
Pierre la estaba preparando para convertirla en una agente. Una agente que trabajara para él. Amelia era una señorita distinguida, educada, que podía encajar en los ambientes más selectos sin llamar la atención. Pierre se había dado cuenta de aquel potencial y pensaba utilizarlo a su favor. Eso sí, no tenía la más mínima intención de sincerarse con ella, de explicarle que era un agente del INO. Le había contado medias verdades: que si formaba parte de la Internacional Comunista, que si a veces les representaba en algunos de sus viajes llevando algún encargo a camaradas de otros países… y explicaba estas actividades de tal manera que parecieran del todo inocentes, sobre todo a oídos de una mujer tan inexperta como ella.
Amelia se acercó a doña Anita y le dijo en voz baja que Pierre quería que le presentara a los señores que departían animadamente en el fondo del salón.
Doña Anita asintió y la cogió del brazo iniciando una charla intrascendente mientras se iban acercando a los periodistas y al dirigente socialista catalán.
—Mis queridos amigos, ¿os he presentado a Amelia Garayoa? Es una amiga de Madrid que está de visita estos días en Barcelona. Y me comentaba lo agitada que está la capital, ¿verdad, Amelia?
—Sí, en realidad hay mucha gente que está deseando que el gobierno dé muestras de autoridad ante los desórdenes y las provocaciones de la extrema derecha.
—Sí, habría que pararles los pies —reconoció el político socialista.
—¿Y qué se dice del futuro del presidente Alcalá Zamora? —preguntó uno de los periodistas.
—Qué quiere que se diga. En realidad toda la atención está centrada en don Manuel Azaña.
Los tres hombres se miraron entendiendo que Amelia sabía más de lo que decía, pero ella había dicho aquello por salir del paso. Poco podía imaginar que Alcalá Zamora iba a ser destituido dos días más tarde como presidente de la República. Y es que había una operación política en marcha para llevar a la presidencia a don Manuel Azaña, y algo de eso sabían aquellos tres hombres.
Al principio hablaron delante de Amelia con cautela y luego con confianza. Ella se limitaba a escuchar, asentir, sonreír, pero sobre todo ponía mucha atención en todas y cada una de las palabras que ellos decían, lo cual les hacía sentirse el centro del mundo.
Ésa fue una de las cualidades que Amelia cultivó a lo largo de su vida con éxito, y esa cualidad es la que supo ver, moldear y fomentar Pierre.
Josep llegó tarde acompañado de dos dirigentes sindicales a los que Pierre quería conocer. De manera que aquella velada se alargó hasta más allá de las diez. Fuimos los últimos en irnos, y recuerdo que Amelia me dio un beso mientras me apretaba con afecto. Ella y Pierre se alojaban en casa de doña Anita. Pierre había descartado ir a ningún hotel dado que no quería poner en evidencia a Amelia al compartir habitación con ella. Sabía que debía ir con tiento para que ella no se arrepintiera del paso dado, y por nada del mundo quería exponerla a una humillación. La casa de doña Anita era lo suficientemente amplia como para acomodarles sin restar espacio a su anfitriona, y allí pasarían esos primeros días y muchos más en visitas posteriores. Precisamente sería en casa de doña Anita donde vivirían los primeros días de la guerra civil.
No es difícil imaginar lo que hablaron aquella noche Amelia Garayoa y Pierre Comte.
—Y bien —preguntó Pierre—, ¿qué han contado esos periodistas?
—Criticaban a Alcalá Zamora por haber disuelto las Cortes en dos ocasiones, porque eso no está previsto en la Constitución. Y el socialista decía que no era descartable que Prieto terminara siendo el encargado de formar gobierno. Luego se acercaron Josep y los sindicalistas de la UGT, y uno de ellos aseguró que Largo Caballero no permitiría que Prieto se saliera con la suya.
—A Largo Caballero le cuesta entrar en razón, no entiende que aún no es el momento de un gobierno de izquierdas, que todavía es preciso entenderse con la burguesía que no es fascista.
—Pero eso parece una contradicción…
—No lo es, se trata de actuar de acuerdo con las circunstancias de cada momento. No se puede asestar el golpe definitivo a la burguesía antes de tiempo porque se correría el riesgo de perderlo todo. La burguesía no fascista no puede dar un paso sin nosotros.
—¿Y nosotros sin ellos?
—Sí, sí podríamos, aunque el coste sería mayor. Dejemos que el gobierno republicano de Azaña siga adelante, al menos durante un tiempo…
Volví a ver a Amelia al día siguiente cuando acudió a nuestra buhardilla para charlar con Lola. Siempre cariñosa conmigo, me trajo un paquete de caramelos de café con leche que me supieron a gloria. Parecía feliz, porque según contó a mi madre, Pierre le estaba enseñando ruso.
—Tengo facilidad para los idiomas —confesó.
Amelia y Lola pasaron buena parte de la tarde hablando de lo divino y lo humano; yo las escuchaba atento, porque me fascinaban las conversaciones de los mayores. Además, estaba acostumbrado a estar en silencio y sin molestar durante las reuniones que mis padres tenían con sus camaradas.
—Josep me ha convencido para que deje las Juventudes Socialistas. Y bien que lo siento, porque a mí me gusta lo que dice Largo Caballero, pero Josep tiene razón, no podemos estar cada uno por un lado, debemos compartirlo todo, y el momento es muy delicado, hay asuntos que él no podría contarme si yo estuviera en otro partido.
—Haces bien, Lola. ¡Me parece tan hermoso poder compartir todo con el hombre que amas! Al fin y al cabo, Largo Caballero no se encuentra tan lejos del comunismo, ¿verdad?
—Sí, sí hay diferencias, aunque no tantas como las que tiene Prieto con el PCE. Prieto es demasiado complaciente con los burgueses.
—Santiago simpatizaba con Prieto… Decía que era un político cabal, y se lamentaba del poder de Largo Caballero.
—¡Olvídate de tu marido! Es agua pasada, ahora tienes otra vida, vívela sin mirar atrás.
—Si fuera tan fácil… Lo que siento por Pierre es tan intenso que quema por dentro, pero no puedo dejar de pensar en Santiago y en mi pequeño Javier… Yo les quiero, a mi manera, pero les quiero. Desde que me he marchado tengo pesadillas, no logro conciliar el sueño. En cuanto cierro los ojos se me aparece el rostro de Santiago, y en cuanto me duermo me despierto sobresaltada porque creo estar escuchando el llanto de mi hijo. No puedo dejar de tener mala conciencia…
—¡La conciencia es un invento de la Iglesia! Es la manera fácil de tener dominada a la gente. Si dominan tu conciencia te dominan a ti porque dejas de ser libre. Desde que nacemos, los curas te dicen lo que es bueno y lo que según ellos es malo, y te convencen de que si no haces lo que ellos quieren vas derecha al Infierno. Pero el Infierno no existe, es un cuento para bobos, para tener dominada a la pobre gente. Quieren que suframos en la Tierra para que luego disfrutemos del Paraíso en el Cielo, pero nadie ha regresado del Más Allá para decirnos qué hay. ¿Y sabes por qué? Pues porque no hay nada, después de la muerte no hay nada. Los ricos se han inventado a Dios para dominarnos a los pobres.
—¡Qué cosas dices, Lola!
—¡Digo la verdad! Piensa, piensa dónde ves a Dios. ¿Acaso Dios hace algo por los pobres? Si todo lo puede, ¿por qué permite tanta injusticia? ¿Por qué permite el sufrimiento de tantos inocentes?
—¡No pretenderás juzgar a Dios, ni mucho menos entenderle! Él sabe por qué nos manda pasar por pruebas dolorosas, y debemos aceptarlo.
—Pues aunque Dios exista, te aseguro que yo no pienso aceptar que mi hijo sea menos que el tuyo, ni que carezca de la educación que va a recibir tu hijo, ni de los mismos alimentos, las mismas oportunidades. ¿Por qué tu hijo Javier y tu primo Jesús tienen que tener ventajas sobre Pablo? Anda, dime por qué.
Lola alzaba la voz y miraba desafiante a Amelia, cuya sonrisa se había convertido en un rictus de dolor. Amelia sufría al ver cuánto odio destilaba Lola y cómo parte de aquel odio lo dirigía hacia ella.
—He renunciado a todo para luchar por los más débiles. He abandonado a mi hijo y a mi marido, mi casa, mis padres, mi hermana, mi familia, mis amigos, y lo he hecho porque creo que el mundo no es justo y nadie tiene derecho a tener más que el resto de los seres humanos. ¿Te parece poca mi renuncia?
—¿Y crees que tenemos que agradecerte la decisión que has tomado? ¿Lo habrías hecho si no te hubieras enamorado de Pierre?
Amelia se levantó de un salto con los ojos llenos de lágrimas. Lola le acababa de propinar un golpe bajo; en realidad había expresado en voz alta lo que todos sabían, lo que ella misma sabía: que de no haber aparecido Pierre, sólo se habría limitado a coquetear con las ideas revolucionarias.
Yo me asusté al ver a Amelia y a Lola mirándose en silencio, en el rostro de Lola se dibujaba la ira; en el de Amelia, el estupor. Al final tragó saliva, respiró hondo y recobró la calma que la había abandonado.
—Creo que es mejor que me vaya. Doña Anita ha invitado a unos amigos a cenar y debo estar allí pronto para ayudarla.
—Sí, de aquí a su casa tienes un buen trecho.
Amelia me besó y en un gesto de ternura me pasó la mano por la cara. Luego salió sin decir nada. Lola suspiró. Josep se iba a enfadar cuando se enterara de que había discutido con Amelia. Si Pierre había elegido a Amelia era porque tenía un valor especial para los intereses de la causa sagrada del comunismo, y era mejor no contrariarla, procurar que no se arrepintiera de haber abandonado a su marido y a su hijo. Pero a Lola le irritaba Amelia, nunca sintió afecto por ella.
Aunque aquél no fue el primer encontronazo que tuvieron, sí fue el que más afectó a Amelia; tanto, que no la volvimos a ver los días siguientes, y fue Josep el que una noche al llegar a casa anunció que Pierre Comte y Amelia se habían ido a París.
—¿Continúa enfurruñada conmigo? —preguntó Lola.
—No lo sé, ni siquiera sé si le ha comentado a Pierre vuestra discusión. Él no me ha dicho nada; en cuanto a ella, continúa siendo igual de encantadora que siempre. Ya sabes que has metido la pata —le reprochó Josep.
—¿Yo? ¡Porque tú lo digas! Estoy harta de esa mosquita muerta, os ha engatusado a todos, a ti también, si no se llega a cruzar Pierre habría terminado liándose contigo. ¿Crees que no me daba cuenta de que te miraba embobada? Y tú venga a adoctrinarla como si te fuera la vida en ello.
—¡Vamos, Lola, no te comportes como una mujer celosa! No me gustas en ese papel.
—¿Ah, no? Pues ya me dirá el señor cómo le gusto e intentaré complacerle. ¿Quiere el señor que baje los ojos y me ruborice cuando me mire?
—¡No digas más sandeces!
Terminaron a gritos, sin percatarse de mi presencia. No era la primera vez que se peleaban, pero nunca de aquella manera. Lola destilaba rabia. Era lógico que así fuera. Ella era una mujer valiente, capaz de grandes sacrificios por sus ideas, y además no sabía utilizar armas de mujer en su trato con los hombres. Les trataba como iguales, y en aquella sociedad, por más que a las gentes de izquierdas se les llenara la boca al hablar de igualdad entre hombres y mujeres, lo cierto es que todos eran fruto de lo que era el país, y aquellos hombres estaban acostumbrados a mujeres sacrificadas, pero no iguales.
Lola había luchado por tener el respeto y la consideración de sus camaradas, se había comportado con entereza y valentía durante los disturbios de la huelga general de octubre del treinta y cuatro. Era una revolucionaria auténtica, por convicción, por origen, y porque la razón le decía que ése era el camino de la liberación para mujeres como ella. Le irritaban, y sentía un íntimo desprecio, los hombres que no se rendían ante la valía de mujeres como ella, y no sabían librarse de la impresión que les causaban mujeres como Amelia. Lola defendía la igualdad, se había ganado el derecho a que la trataran como tal, pero en su fuero interno le irritaba que los hombres se olvidaran de que también ella era una mujer, no sólo un camarada.