El presidente Alcalá Zamora no lograba domeñar la situación de enfrentamientos entre derechas e izquierdas, y el malestar en España era creciente, así que finalmente no tuvo otra opción que convocar elecciones generales para el 16 de febrero de 1936. Ninguno de nosotros podíamos imaginar lo que pasaría después…
Desde el PSOE, Prieto defendía la necesidad de rehacer una gran coalición de izquierdas, mientras que Largo Caballero pugnaba por un frente único con los comunistas, pero no se supo imponer; además, no sé si lo sabe, pero desde Moscú se aconsejó al Partido Comunista una alianza con la burguesía de izquierdas contra la derecha y el fascismo. Sin duda era una posición más realista. Y así nació el Frente Popular.
—¡Amelia, Amelia! ¡Hoy se ha formado el Frente Popular!
Santiago llegó eufórico a casa aquel 15 de enero de 1936, sabiendo que su mujer se llevaría una gran alegría por la noticia. Además, Santiago creía que el hecho de que Izquierda Republicana estuviera en ese pacto con socialistas y comunistas le acercaría a su mujer, cada vez más imbuida en la ideología de su amiga Lola y de Josep.
—¡Menos mal! Es una buena noticia. ¿Y qué crees que harán si ganan las elecciones?
—Lo que he oído a algunos amigos de Izquierda Republicana es que se tratara de relanzar lo que ya se hizo en la legislatura del treinta y uno al treinta y tres.
—¡Pero no es suficiente!
—Pero, Amelia, ¿qué dices? Lo sensato es ir por ese camino. Mira, no me gusta contrariarte, pero me preocupan las ideas que te meten en la cabeza Lola y ese Josep. ¿De verdad crees que los problemas de España se resolverían con una revolución? ¿Quieres que nos matemos los unos a los otros? No puedo creer que seas tan inconsciente…
—Mira, Santiago, sé que te molesta que no comulgue con tus ideas, pero al menos respeta las mías. Lo siento, no me parece justo que nosotros tengamos de todo y sin embargo otros… A veces pienso en Pablo, el hijo de Lola. ¿Qué futuro le espera? A nuestro Javier no le faltará de nada, y eso me consuela, pero no es justo. No, no lo es.
La discusión la interrumpió Águeda, que estaba alarmada por los llantos continuos de Javier.
—No sé qué le pasa al niño, pero no quiere comer, y no deja de llorar —explicó el ama de cría.
—¿Desde cuándo está así? —Quiso saber Santiago.
—Ha pasado una mala noche, pero desde esta mañana no ha dejado de llorar y creo que ahora tiene fiebre.
Santiago y Amelia fueron de inmediato a la habitación de Javier. El niño lloraba desconsoladamente en su cuna y, en efecto, tenía la frente ardiendo.
—Amelia, llama al doctor Martínez, algo le pasa a Javier, o si no, mejor vamos al hospital, allí le atenderán mejor.
Amelia envolvió a Javier en una toquilla, y abrazando al niño se fue con Santiago al hospital.
Todo quedó en un susto. Javier tenía otitis, y el dolor de oídos era la causa de que llorara. Afortunadamente no era nada grave. Pero aquel susto impactó a Amelia, que hasta entonces vivía despreocupada de Javier puesto que Águeda se ocupaba de todo, desde bañarle hasta darle de comer.
—Edurne, no soy una buena madre —me confesó Amelia aquella noche entre sollozos, mientras contemplaba a su hijo en la cuna.
—No digas eso…
—Es la verdad, me doy cuenta de que a veces realmente estoy más preocupada de lo que le pasa a Pablo, el hijo de Lola, que de Javier.
—Es normal, sabes que a tu hijo no le falta de nada, mientras que Pablo, el pobrecillo, carece de todo.
—Pero tiene algo más importante: el amor y la atención continua de su madre. —Era la voz de Santiago.
Nos sobresaltamos. Había entrado tan despacio en el cuarto que no nos habíamos dado cuenta ninguna de las dos.
Amelia miró a Santiago con desesperación. Lo que acababa de decir su marido le había herido profundamente, sobre todo porque ella sentía que él tenía razón.
Salió del cuarto llorando. Santiago se acercó a la cuna de su hijo y se sentó al lado, dispuesto a pasar la noche velándole. Yo me ofrecí a quedarme junto a Águeda cuidando a Javier, pero Santiago no quiso, y nos envió a las dos a dormir.
—Un hijo enfermo necesita a sus padres; además, yo no estaría tranquilo, no podría dormir pensando que el niño llora porque le duelen los oídos.
Yo me fui a dormir, pero al día siguiente supe que Águeda se había levantado a medianoche para estar al lado de Javier. Santiago y ella velaron al pequeño, en silencio, pendientes de su respiración.
Amelia amaneció con los ojos rojos e hinchados de tanto llorar y aún lloró más cuando se enteró de que su marido y Águeda habían pasado la noche junto a la cuna del niño.
—¿Te das cuenta, Edurne, como soy una mala madre?
—Vamos, no te culpes…
—Santiago estuvo toda la noche con nuestro hijo, y también Águeda, que no es nada suyo, sólo… sólo es…
Sé que iba a decir que Águeda era sólo una criada, pero no lo hizo consciente de que decirlo sería traicionar sus ideas revolucionarias.
—Águeda es el ama de cría —la consolé yo— y es su obligación atender a Javier.
—No, Edurne, no, no es su obligación velar al niño cuando está enfermo, está su madre. ¿Qué me pasa? ¿Por qué no soy capaz de dar lo mejor de mí a mi hijo y a mi marido?
Amelia tenía razón. Su comportamiento era extraordinario con los extraños, por los que se desvivía hasta límites insospechados, y sin embargo cada vez prestaba menos atención a Santiago y a su hijo, y eso que Javier estaba en los primeros meses de vida.
No me atreví a preguntarle si seguía queriendo a Santiago, pero en ese momento pensé que Amelia lloraba precisamente por eso, porque no se sentía capaz de querer a su marido ni de sentir la ternura que una madre siente por sus hijos. Pero no la juzgué porque por aquel entonces al igual que ella, yo también estaba imbuida por ideas revolucionarias y creía que lo que nos pasaba a mí o a ella era una minucia al lado de lo que le sucedía al resto de la humanidad, y que lo importante era construir un mundo nuevo como el que Josep nos contaba que se estaba conformando en la Unión Soviética.
—Señora, el niño está mejor. Esta mañana le he dado de mamar y no lo ha rechazado. Ya no vomita y está más tranquilo.
Amelia contemplaba a Águeda acunando a Javier. Era evidente que la mujer quería al pequeño y que había venido a cubrir su desconsuelo por el hijo muerto.
El 16 de febrero el Frente Popular ganó las elecciones, aunque por un margen más que ajustado del previsto respecto a la CEDA y las otras fuerzas de la derecha. Mientras que el PNV, el partido de centro del presidente Alcalá Zamora y la Lliga Catalana obtuvieron el resto de los votos.
Con esos resultados don Manuel Azaña lo tenía difícil para devolver el sosiego que el país necesitaba.
La gente estaba harta de pasarlo mal, de que la explotaran, y en Andalucía y Extremadura los campesinos empezaron a ocupar algunas fincas; también hubo huelgas que pusieron en aprietos al nuevo gobierno, y por si fuera poco, gentes de la recién creada Falange se aplicaron a la tarea de desestabilizar el Frente Popular.
Azaña restableció la autonomía de Cataluña y Lluís Companys volvió a la Presidencia de la Generalitat. Y luego hubo un pulso para echar al presidente Alcalá Zamora… Y los socialistas, bueno, mejor dicho, el sector de Largo Caballero, vetaron a Prieto para que no estuviera en el gobierno… Fue un error… No… no se hicieron las cosas bien, pero eso lo podemos decir ahora que ha pasado el tiempo; en aquel momento lo estábamos viviendo y no teníamos ni un segundo para reflexionar sobre lo que hacíamos, ni mucho menos sobre sus consecuencias. ¿Y sabe una cosa, joven?, no, no lo hicimos bien, nosotros que teníamos los mejores ideales, que representábamos el progreso, que teníamos la razón, nosotros tampoco lo hicimos bien.
—Creo que deberías irte una temporada con el niño a casa de tu abuela —le propuso Santiago a Amelia—. No me gusta cómo están las cosas, y en Biarritz estaríais más tranquilos. ¿Por qué no le pides a tu hermana Antonietta que te acompañe?
—Prefiero quedarme. ¿De qué tienes miedo?
—No tengo miedo, Amelia, pero no me gustan algunas cosas que escucho y preferiría que Javier y tú estuvierais fuera una temporada. Me habías dicho que de pequeña siempre esperabas la llegada de las vacaciones para ir a casa de la abuela Margot.
—Es verdad, pero ahora es distinto, prefiero quedarme, no quiero perderme lo que está pasando.
—Se trata de adelantar un poco las vacaciones, nada más, yo me reuniré con vosotros en cuanto pueda. Estoy preocupado, las cosas no van bien, y a tu padre los negocios tampoco le están saliendo como esperaba. Las importaciones de Estados Unidos son ruinosas, y no podemos seguir apoyándole para que traiga la maquinaria y los repuestos de allí, los gastos son demasiado cuantiosos.
—¿Vais a dejar los negocios con papá? —preguntó Amelia alarmada.
—No se trata de dejar los negocios, simplemente hay que cerrar esa línea de importación. No es rentable.
—¡Esto es cosa de tu padre! Sabes bien que mi padre tuvo que cerrar su negocio en Alemania y que por más gestiones que ha hecho los nazis le expropiaron cuanto tenían… y, pese a todo, a tu padre sólo le preocupa el negocio.
—¡Basta, Amelia! Y deja de acusar a mi padre de todos los males de este mundo. En mi familia te quieren y hemos demostrado nuestro afecto con creces hacia la tuya, pero no podemos seguir perdiendo dinero, porque a nosotros tampoco nos va bien.
—Precisamente ahora que gobierna el Frente Popular y que estoy segura de que se van a arreglar las cosas, vosotros habéis decidido abandonar a mi padre…
—No, Amelia, el Frente Popular desgraciadamente no parece que pueda afrontar lo que está pasando. Ya conoces mi admiración por don Manuel Azaña; sé que si dependiera de él… Pero las cosas no son como nos gustarían, y Azaña tiene muchas dificultades que afrontar. Las huelgas nos están desangrando…
—¡Los obreros tienen razón! —protestó Amelia.
—En algunas cosas tienen razón, pero en otras… En todo caso, no se puede arreglar en unos meses lo que no se ha resuelto en siglos, y eso es lo que está pasando, que la impaciencia de los unos y el boicot de los otros al Frente Popular nos están llevando a una situación imposible.
—¡Tú siempre tan ecuánime! —respondió Amelia con ira.
—Trato de ver las cosas como son, con realismo. —En el tono de Santiago se notaba el cansancio por las continuas discusiones con Amelia.
—Mi sitio está aquí, Santiago, con mi familia.
—¿De verdad te quieres quedar por nosotros?
—¿Qué insinúas?
—Que pasas más tiempo con tus amigos comunistas que en casa… Desde que conociste a Josep has cambiado. Si de verdad te importáramos, si pensaras tan sólo en Javier, entonces aceptarías marcharte una temporada con tu abuela Margot.
—¡Cómo te atreves a decirme que no me importa mi hijo!
—Me atrevo porque resulta que Águeda pasa más tiempo con él que tú.
—¡Es su ama de cría! ¿Crees que le quiero menos por asistir a reuniones políticas? A lo que aspiro es a ayudar a construir un nuevo mundo en el que Javier no tenga que sufrir ninguna injusticia. ¿Eso te parece tan malo como para recriminármelo?
Aquellas discusiones agotaban tanto a Amelia como a Santiago, y les estaba separando. Tengo que reconocer que Santiago se llevaba la peor parte, porque sufría por la situación en que vivían; mientras que Amelia, a través de la política, estaba viviendo su propia historia, su marido hacía lo imposible por salvar su matrimonio.
Los enfrentamientos eran cada vez más frecuentes, y tanto los Garayoa como los Carranza eran conscientes del deterioro de la relación entre sus hijos.
Doña Teresa reprendía a Amelia diciéndole que no se estaba comportando como una buena esposa, pero Amelia calificaba a su madre de «anticuada» y de no entender que el mundo estaba cambiando y las mujeres no tenían por qué ser sumisas.
Los Carranza, tanto don Manuel como doña Elena, procuraban no intervenir en las desavenencias del matrimonio, pero sufrían al ver a su hijo preocupado.
Una de las cada vez más escasas ocasiones en que las dos familias se reunían a cenar fue el 7 de marzo. Lo recuerdo porque don Juan llegó tarde y Amelia estaba impaciente por tener que retrasar la hora de comenzar a cenar.
Cuando por fin llegó, traía una noticia que parecía haberle conmocionado especialmente.
—Alemania ha invadido Renania —explicó con voz cansada.
—Sí, lo hemos escuchado por la radio —respondió don Manuel.
—He intentado hablar con Helmut Keller durante todo el día y al final lo he conseguido… El pobre hombre está desesperado y avergonzado por lo que está pasando. Ya saben que Helmut es un hombre sensato, una buena persona…
Don Juan hablaba atropelladamente. Como su fortuna se había torcido el día que Hitler llegó al poder, desde entonces seguía los acontecimientos de Alemania con tanta pasión como si de su país se tratara. También seguía empeñado en sacar de Alemania al señor Itzhak, pero éste insistía en que era su tierra y por nada del mundo dejaría su patria.
—Hitler ha violado el Tratado de Versalles —afirmó Santiago.
—Y el de Locarno —apuntó don Manuel.
—Pero ¿qué le puede importar a él violar tratados internacionales? Algún día las potencias europeas se arrepentirán de no haberle parado los pies —se quejó don Juan.
Al día siguiente de aquella cena, el día 8, Santiago volvió a marcharse de viaje sin avisar. Tardó varios días en regresar, al parecer había ido a Barcelona a reunirse con los socios catalanes.
Amelia montó en cólera, y al segundo día de estar ausente su marido decidió que ya nada la obligaba a guardar ningún tipo de convención social.
—Si él puede ir y venir cuando le viene en gana, yo haré lo mismo. Así que prepárate, Edurne, porque esta noche nos acercaremos a casa de Lola, hay una reunión y asistirán algunos amigos de Josep.
Estuve tentada de decirle que no debíamos ir, que Santiago se enfadaría, pero me callé. Santiago no estaba, y cuando se enterara, habrían pasado unos cuantos días.
Amelia fue a la habitación de Javier a darle un beso antes de que nos fuéramos.
—Cuídale bien, Águeda, es mi mayor tesoro.
—Estése tranquila, señora, ya sabe que conmigo está bien.
—Sí, lo sé, le cuidas mejor que yo.
—¡No diga eso! Sólo que procuro darle todo lo que necesita.
Águeda tenía razón: le daba a Javier todo lo que necesitaba, sobre todo el cariño y la presencia que Amelia le escatimaba. No crea que la juzgo, ella hacía lo que creía mejor. Estábamos convencidas de que teníamos que aportar nuestro grano de arena para que el mundo fuera mejor. Éramos muy jóvenes, muy inexpertas, y estábamos convencidas de la bondad de nuestras ideas.
Aquella noche había más gente de lo habitual en casa de Lola. Y allí estaba él, Pierre.
No contábamos que estuviera Josep, porque se había marchado quince días antes, pero al parecer su jefe había tenido que viajar con urgencia a Madrid.
—Pasad, pasad… Ven, Amelia, quiero presentarte a Pierre —dijo Josep, que siempre se mostraba especialmente deferente con Amelia.
Pierre debía de tener unos treinta y cinco años por aquel entonces. No era muy alto, pero tenía el cabello de color oro viejo y unos ojos grises acerados que cuando te miraban parecían poder leer hasta los pensamientos más ocultos.
Josep nos lo presentó como un camarada medio francés, de profesión librero y de visita en Madrid por asuntos de trabajo.
Mentiría si no reconociera que tanto Amelia como Pierre parecieron sentir una atracción inmediata el uno por el otro.
Aunque aquella noche Pierre era requerido para que explicara la situación en la Unión Soviética y, sobre todo, por qué los intelectuales europeos cada vez apoyaban en mayor número la revolución de Octubre, él no dejaba de buscar la mirada de Amelia, quien le escuchaba en silencio, fascinada.
—¿Por qué no vienes conmigo a París? —le propuso en un aparte.
—¿A París? ¿A qué? —respondió Amelia con cierta ingenuidad.
—La revolución necesita mujeres como tú, hay mucho trabajo que hacer. Creo que podrías ayudarme, trabajar conmigo. Me ha dicho Lola que hablas francés, y hasta un poco de inglés y de alemán, ¿es verdad?
—Sí… mi abuela paterna es francesa, y mi padre antes tenía negocios en Alemania, mi mejor amiga es alemana; el inglés lo aprendí con mi niñera, aunque no lo hablo muy bien…
—Te reitero la invitación, aunque en realidad es una oferta de trabajo. Podrías serme de mucha utilidad.
—Yo… yo no sé en qué.
Pierre la miró fijamente, y aquella mirada estaba cargada de palabras que sólo ella podía interpretar.
—Me gustaría que vinieras conmigo no sólo por trabajo, piénsalo.
Amelia se sonrojó y bajó la mirada. Así, tan directamente nunca un hombre le había hecho una proposición. Como yo estaba cerca, al acecho por si me necesitaba, y había escuchado la invitación de Pierre, me acerqué de inmediato.
—Es tarde Amelia, deberíamos irnos.
—Sí, tienes razón, se ha hecho muy tarde.
—¿Tienes que irte ya? —Quiso saber Pierre.
—Sí —murmuró ella, pero sin moverse. Era evidente que no tenía ningunas ganas de que nos fuéramos.
—¿Pensarás lo que te he dicho? —insistió Pierre.
—¿Ir a París contigo?
—Sí, estaré en Madrid unos días, pero no muchos, y no sé cuándo podré regresar.
—No. No puedo ir a París, ya nos veremos en otra ocasión —dijo Amelia con un suspiro.
—¿Qué te impide venir conmigo?
—Tiene un marido y un hijo —respondí yo, aunque me arrepentí de inmediato de haber hablado sobre todo por la mirada de rabia que Amelia me dirigió en aquel momento.
—Sí, ya sé que está casada y que tiene un hijo. ¿Quién no lo está? —respondió Pierre con tranquilidad.
—No, no puedo ir. Gracias por la invitación.
Salimos de casa de Lola en silencio. Amelia estaba enfada por mi interrupción, y yo temía que eso provocara, más que su enfado, una pérdida de confianza.
No hablamos hasta llegar a casa. Me iba a retirar a mi habitación cuando me agarró del brazo y me dijo muy bajito:
—Si alguien debe saber algo de mí, seré yo quien se lo diga. Tenlo en cuenta para la próxima vez.
—Perdona, yo… no era mi intención entrometerme…
—Pero lo has hecho.
Se dio media vuelta y me dejó allí, plantada en el vestíbulo, hecha un mar de lágrimas. Era la primera vez que se enfadaba conmigo desde que nos conocimos, la primera vez que no la sentí una amiga, sino una extraña.
A la mañana siguiente Amelia se levantó tarde. La doncella nos dijo que había pedido que no la molestaran, y aunque yo tenía el privilegio de poder entrar en su habitación, no me atreví a hacerlo después del incidente de la noche anterior.
No vi a Amelia hasta mediodía; parecía tener fiebre y se quejaba de dolor de cabeza. Su madre, que había acudido a almorzar con ella y a visitar a su nieto, achacó esta indisposición al disgusto que tenía su hija por la ausencia de Santiago; pero yo intuía que el marido no era la causa de su situación febril sino la irrupción de Pierre en su vida, en nuestras vidas, porque nos cambió la existencia a ambas.
Antonietta llegó hacia las seis a buscar a su madre, y Amelia se despidió de ellas aliviada, porque aquella tarde no parecían distraerla ni su madre ni su hermana.
A eso de las siete Lola se presentó en casa. Nada más verla supe que venía enviada por Pierre, porque me pidió ver a Amelia a solas. No sé de qué hablaron, pero es fácil de suponer, porque media hora más tarde Amelia me llamó para decirme que salía a una reunión política con Lola pero que no quería que la acompañara. Protesté. Santiago no quería que saliera sin mí, pero sobre todo me dolía sentirme excluida.
Amelia fue a la habitación de Javier. El niño estaba en brazos de Águeda, y ésta le cantaba. Sonreía y alzaba sus manitas hacia el rostro del ama. Amelia besó a su hijo y salió deprisa, seguida por Lola.
Me quedé sentada en el vestíbulo esperando a que regresara, lo que no hizo hasta pasada la medianoche. Llegó con el rostro enrojecido, sudorosa, y parecía temblar. Le contrarió verme allí, y me mandó que me fuera a la cama.
—Amelia, quiero hablar contigo —le supliqué.
—¿A estas horas? No, vete a descansar, yo no me encuentro bien y necesito dormir.
—Pero, Amelia, es que estoy preocupada, llevo todo el día con una opresión aquí en el pecho… quiero que me perdones por lo de anoche… yo… yo no quería ofenderte, ni inmiscuirme en tus cosas… sabes que… bueno, que sólo te tengo a ti y si tú no quieres saber nada de mí, no sé qué voy a hacer.
—Pero, Edurne, ¡qué cosas dices! ¿Qué es eso de que sólo me tienes a mí? ¿Y tu madre, y Aitor, y tus abuelos? Vamos, no digas tonterías y vete a descansar.
—Pero ¿me perdonas?
Amelia me abrazó dándome unas palmadas cariñosas; ella siempre fue muy generosa y no soportaba ver a nadie sufrir.
—No tengo nada que perdonarte, lo de anoche fue una bobada, tuve un ataque de malhumor, no le des importancia.
—Es que esta noche te has ido sin mí… y… bueno… es la primera vez que sales sin que te acompañe. Sabes que puedes confiar en mí, que yo nunca diré ni haré nada que te perjudique.
—¿Y qué habrías de decir? —me preguntó molesta.
—Nada, nada, de ti sólo puedo decir cosas buenas. —Empecé a llorar temiendo haber vuelto a meter la pata.
—¡Vamos, no llores! Estamos las dos muy sensibles, debe de ser el tiempo y la tensión política; las cosas no van bien, temo por el gobierno del Frente Popular.
—Tu madre está muy preocupada porque los campesinos ocupan tierras en Andalucía y Extremadura —respondí por decir algo.
—Mi madre es muy buena, y como ella se porta bien con todo el mundo cree que todo el mundo es igual, pero la gente vive en unas condiciones terribles… Además, no se trata de hacer caridad sino justicia.
—¿Te vas a ir?
No sé por qué le hice esa pregunta, aún hoy sigo preguntándomelo. Amelia se puso seria y noté el temblor de sus manos y cómo intentaba no perder el control.
—¿Adónde crees que me voy a ir?
—No lo sé… ayer Pierre te pidió que lo acompañaras a París… A lo mejor has decidido ir a trabajar allí…
—Y si lo hiciera, ¿qué pensarías?
—¿Podría acompañarte?
—No, no podrías. Si me voy tiene que ser sola.
—Entonces no quiero que te vayas.
—¡Qué egoísta!
Sí, tenía razón, era egoísta, pensaba en mí, en qué sería de mí si ella se iba. Bajé la cabeza, avergonzada.
—Si queremos que triunfe la revolución en todo el mundo no podemos pensar en nosotros, debemos ofrecernos en sacrificio.
—Pero tú no eres comunista —acerté a balbucear.
—¿Se puede ser otra cosa?
—Siempre has simpatizado con los socialistas…
—Edurne, yo era tan ignorante como tú, pero he ido abriendo los ojos, dándome cuenta de las cosas, y admiro la revolución, creo que Stalin es una bendición para Rusia y yo quiero lo mismo para España, para el resto del mundo. Sabemos que es posible hacerlo, lo han hecho en Rusia, pero hay muchos intereses en juego, los de quienes no quieren ceder nada, los que defienden sus viejos privilegios… No será fácil, pero podemos hacerlo. Ahora, gracias a las izquierdas, a las mujeres nos consideran, antes no valíamos nada, pero aún no es suficiente, debemos luchar para conseguir la verdadera igualdad. En Rusia ya no hay diferencias entre hombres y mujeres, todos son iguales.
Le brillaban los ojos. Parecía haber caído en éxtasis mientras me hablaba de Stalin y de la revolución, y supe que era cuestión de tiempo, de días, de horas, que Amelia se fuera, pero al mismo tiempo intentaba convencerme de que no era posible, de que no se atrevería a dejar a Santiago y abandonar a su hijo.