15 de febrero.
22:43 h.
La situación es crítica. He dejado de sangrar, pero la cabeza aún me da vueltas por la pérdida de sangre. Lograron abrirse paso justo cuando estaba escribiendo la entrada de ayer. No me di cuenta de que estaban en el interior del perímetro hasta las 14.45 h. Entonces ya era demasiado tarde. Tanto John como yo los vimos: una sección de alrededor de un centenar de metros de la verja había cedido y estaban penetrando en el aeródromo como hormigas de fuego.
Reunimos todos los objetos esenciales, al menos, los que creíamos que necesitaríamos, y fuimos hacia la puerta. Embarcaríamos en el avión y escaparíamos de allí. Cuando llegamos a la planta baja y abrimos la puerta, ya había cuatro esperándonos. Cerramos de golpe y colocamos el escritorio que habíamos bajado hacía unos días delante de la entrada.
Joder, estábamos atrapados como putas ratas, y esos cabrones lo sabían. No pasó mucho tiempo antes de que comenzásemos a escuchar los gemidos de centenares de esas criaturas y que empezase el golpeteo incesante contra la única puerta de acceso. La torre tenía 60 metros de altura y una sola salida. Me asomé al balcón y confirmé mis peores sospechas.
Había literalmente trescientos congregados alrededor de la puerta exterior, así como ante la zona cubierta de la torre. John le puso el bozal a Annabelle, que estaba empezando a enloquecer. Agarré la cuerda y miré hacia abajo, para ver dónde iría a parar si la lanzaba. Nada. Volví a guardar la cuerda en el balcón, con amargura, porque no iba a ser posible descender por ella sin que al menos cien engendros nos viesen y nos atacasen antes de que tuviésemos la posibilidad de alcanzar el suelo.
Entonces la situación se hizo todavía más complicada. Oíamos el sonido chirriante del acero al combarse en el piso de abajo. Había tantos que la masa bruta se abría camino a la fuerza. En ese momento me di cuenta de que estábamos jodidos del todo. Miré a John y le dije: «No estoy preparado para morir». «Yo tampoco», contestó él, y los dos corrimos hacia la puerta que comunica con la escalera y empezamos a lanzar por ella televisores, escritorios y sillas. Con eso ganaríamos algo de tiempo. Cerramos la puerta, que se abría hacia fuera, gracias a Dios.
La puerta de la planta de arriba no era tan robusta como la exterior. Cuando la atrancamos y le colocamos el último escritorio que quedaba delante, empezamos a oír el chasquido metálico de los zapatos sobre los escalones. John metió a Annabelle en su mochila y abrochó la cremallera hasta llegar al cuello de la perra. Le hice un gesto, para que subiese por la escalerilla del techo e hiciésemos una cadena. Yo le pasaría los víveres y los demás objetos.
John esperaba con Annabelle metida en la mochila en el peldaño superior. La perra notaba nuestro miedo y no cesaba de gimotear. Primero le entregué los dos objetos más importantes de mi plan: los dos paracaídas que todavía no había devuelto al avión. Después un paquete con seis botellas de agua, las gafas de visión nocturna y unos cuantos paquetes de MRE. Por alguna extraña necesidad, le entregué el maletín que contenía mi portátil. Al final, todas nuestras armas y la mayor parte de nuestra munición; al fin y al cabo, aunque disparásemos todas nuestras balas, todavía quedarían centenares en pie.
Ya estaban ante la puerta del piso superior. En medio de la puerta había una ventanita rectangular de 15x25 cm. Veía a la perfección cómo un engendro apretaba la cara contra el cristal reforzado, cómo mostraba los dientes, cómo intentaba descubrir qué había en el interior. Empezó a dar golpes y a gemir cuando me vio. Los otros le imitaron enseguida. John acabó de trepar hasta el tejado; subí detrás de él. Hacía viento, como anteayer. Buenas noticias, seguramente.
John se descolgó la mochila, y la perra, de la espalda y le dio la vuelta, para podérsela colgar del pecho. Le ayudé a ponerse el paracaídas y con algunos amarres se lo até sin dificultarle mucho la capacidad de movimiento. Le di unos consejos esenciales de cómo quitarse el paracaídas una vez hubiese aterrizado en el suelo.
Le expliqué que era básico que desatase las dos tiras interiores antes de la pectoral. Asintió para comunicarme que lo había entendido, y yo me incliné para coger mi propio paracaídas. Del interior de la torre nos llegó el sonido de cristales rotos. Debían de haber arrancado el cristal reforzado del marco. Esperaba que esas criaturas no fuesen capaces de subir por escaleras de mano. Sujeté mi fusil con los mosquetones de la mochila, y aseguré la culata en la anilla de mi pecho. Llevaba el cuchillo enfundado en el cinturón, para poder agarrarlo enseguida cuando llegase al suelo.
Yo iba a ser el primero en saltar… En ese momento volví a escuchar el ya familiar sonido del acero al combarse, el chirrido que emitía el escritorio al arrastrarlo por el suelo. No teníamos ninguna forma de atrancar la escotilla de acceso al tejado desde fuera. Era muy sencillo: si podían trepar, llegarían aquí arriba. Una última lección para John: «Asegúrate de tirar de los elevadores para frenar la caída». Le describí el aspecto que tenían los elevadores.
Hice que John me observase mientras yo avanzaba poco a poco hacia el borde del tejado. Aún oía todo el ruido que hacían ellos debajo de mí, el ruido que hacían al intentar localizar su comida. La puerta del balcón se abrió de un empujón. Por alguna razón no parecían tan putrefactos como creía. Calculé que en aquel momento en el interior de la torre debía de haber doscientos muertos vivientes.
John se inclinó y los vio. Palideció de miedo. No era sólo miedo a que se lo comiesen vivo… sino a saltar de la torre, romperse ambas piernas y no poder defenderse… Yo era consciente de lo que estaba pasando por su cabeza, porque yo también pensaba lo mismo. En ese momento la escotilla de acceso al techo se elevó y volvió a cerrarse con un chasquido. Clang… Clang… La alianza de una criatura resonaba al chocar contra la escotilla, al alzarla unos cuantos centímetros y dejarla caer de nuevo con estruendo cada vez que la mano la empujaba hacia arriba. Durante un instante lograba ver la exangüe mano, cuando el peso de la escotilla volvía a empujarla hacia abajo. Estuve a punto de perder los nervios.
Logré que John me volviese a prestar atención y le mostré cómo tirar de la anilla de apertura del paracaídas piloto. El piloto es un paracaídas pequeño que captura la fuerza del viento y jala el resto de la tela, hasta sacar todo el paracaídas. El piloto del tipo que llevábamos se activaba con un muelle: se tiraba de la anilla y salía disparado, capturaba el viento y desplegaba el resto. Comprobé la manga de viento que había al otro lado del aeródromo… Podíamos saltar. Miré al suelo. Había demasiados, pero parecía que la mayoría ya se había metido en la torre. Tiré de la anilla y me mantuve en el borde, para no caer antes de que todo el paracaídas se desplegase.
El viento llenó el paracaídas principal y me alzó por los aires literalmente. Vi cómo la escotilla se abría del todo y oí el estruendo al golpear contra el tejado cuando cayó a un lado. John estaba justo detrás de mí. Las criaturas del balcón vieron cómo John y yo saltábamos y empezaron a gritar. Alcé la mirada cuando sus manos, estiradas hasta el límite, se alargaban para intentar agarrar la tela del paracaídas.
A cada pocos metros había ventanas que daban a la escalera. Maldición: estaban trepando unos encima de los otros para llegar arriba. Muchos iban vestidos con uniformes militares. Mis cálculos de que había unos doscientos se habían quedado cortos: por la forma en que estaban apilados en la escalera, debía de ser casi un millar. Floté poco a poco hacia el suelo durante lo que me pareció una eternidad. Cada ventana ante la que pasábamos al descender era como una instantánea, un Picasso de rostros muertos, de extremidades entremezcladas… Volví a la realidad al chocar contra el suelo. No fue un aterrizaje suave, pero no me rompí nada. Solté los amarres del paracaídas y di una voltereta para escapar de la tela. Desenfundé el cuchillo y esperé a que John aterrizase. Las criaturas se acercaban.
Cuando John llegó al suelo, empezó a desembarazarse del paracaídas. Ninguno de los dos quería que el viento nos arrastrase hacia un grupo de aquellos monstruos. Tuve que ayudarle y rasgar el arnés de nailon con el cuchillo. Le pedí a John que agarrase uno de los extremos de la tela. Corrimos hacia un grupo de engendros que se interponían entre nosotros y el avión.
John comprendió cuál era mi plan. Atrapamos al menos a diez criaturas en el paracaídas estropeado; los rodeamos y atamos el arnés rasgado con el paracaídas piloto. Por suerte, con nuestro salto desde el techo, nos habíamos acercado cincuenta metros en dirección al avión. Corrimos todo lo rápido que pudimos. Con todo el movimiento, la perra resbaló de la mochila de John y cayó al suelo. John estaba delante de mí, por lo que pude recogerla al pasar. Estaba tan asustada que intentó treparme hasta la coronilla. No la culpo, joder. Sentí la orina caliente que me caía por el traje. Se había meado encima.
Llegamos hasta el avión, abrí la mampara de la cabina y lancé todas mis cosas en el asiento trasero. John y Annabelle saltaron en la parte de atrás y le recomendé a John que se pusiese el cinturón. Salté al asiento del piloto, cerré la cabina y pasé el cierre. Recordé la secuencia de arranque de la lista de comprobación, y por costumbre, empecé a recitarla en voz alta mientras llevaba a cabo la secuencia…
1.-Encender el reloj.
2.-Interruptor de arranque.
3.-Baterías por encima de los diez voltios.
4.-Luz de ignición encendida.
5.-Luz de la presión del combustible apagada.
6.-Presión del aceite aumentando.
7.-NI sobre el 12%.
8.-Palanca de condición a posición paralela.
9.-Indicar que todo va bien al señalizador.
Casi me reí al recordar este paso. No había ningún señalizador, aunque estaba seguro que el muy cabrón estaba allí fuera, en alguna parte, buscándonos. Coloqué la palanca de condición a máxima potencia y sentí como el propulsor agarraba aire.
De ninguna manera podría haber evitado lo que sucedió a continuación. Había cincuenta de ellos acercándose a nosotros. Lo único que podía hacer era colocarme en posición de despegue. Uno, que estaba cerca del morro, se acerco a la hélice. Siempre me había preguntado cómo sonaría, pero ahora ya lo sabía: era como un triturador de verduras. El cadáver perdió todo el hombro izquierdo. Comprobé las revoluciones de la hélice; habían bajado un poco pero volvían a aumentar hasta estabilizarse en 2200 rpm. No quería golpear a ninguno más. Pulsé los pedales, alejé el morro de los cadáveres e hice rodar el aparato hasta colocarlo en posición de despegue. Llegué a rozar a algunos más, pero nada tan bestia como el primero.
Comprobé la presión del combustible, perfecta, todo estaba en verde, empujé la palanca de energía al máximo e inicié el rodaje de despegue. 50 nudos… El indicador de velocidad se puso en marcha, 65 nudos… 70 nudos… Uno se quedó pegado en el ala izquierda, pero la cadera se le quebró, por fin, antes de alcanzar los 80 nudos. Al llegar a los 85, tiré de la palanca hacia mí: ya estábamos en el aire. John se había puesto el casco; yo cogí el mío, lo llevaba sobre el regazo, y me lo puse. Comprobé con John el funcionamiento del sistema de comunicaciones interno. Me recibía, pero por la forma en que hablaba era evidente que en estado de shock. Además, por el retrovisor veía que tenía los labios morados.
Lo peor de todo era que no teníamos ningún lugar al que ir. Mientras nos elevábamos, volví la vista hacia la torre. El techo estaba lleno de no muertos, y caían por el borde como si fuesen lemmings. Yo intentaba pilotar el avión y consultar la carta de navegación al mismo tiempo. Avanzaba a bandazos, y por los auriculares del casco oía cómo John vomitaba. Era un sonido divertido, pero no quería burlarme de él. Encontré un aeródromo abandonado llamado «Isla Matagorda» a unos ciento cincuenta kilómetros al noreste de nuestra posición. Lo marqué en la carta con un bolígrafo rojo. Parecía que había muchas islas alrededor, y no estaba muy alejada de Corpus, por lo que seguramente la energía eléctrica seguiría funcionando.
Volamos al noreste durante unos veinte minutos a 180 nudos cuando empecé a tener problemas de propulsión. El motor funcionaba correctamente, pero la hélice estaba perdiendo su ángulo de incidencia, por lo que no agarraba el aire necesario. En poco tiempo, empezó a colocarse en paralelo a mí. Estaba convencido que el problema lo había provocado el cadáver que habíamos triturado. No tenía elección. Tenía que hacer que el avión planeara, ya que el aceite del control de ángulos de la hélice debía de estar perdiendo presión. Coloqué la hélice en paralelo con ayuda de la palanca y reduje el motor a trescientas libras-pies de torque.
Según la carta de navegación, debería ver la pista de aterrizaje, pero todavía no la veía. Descendí a 900 metros para poder planear correctamente. Lo que tenía ante mí, por debajo de mí, parecía una zona turística, con un montón de hoteles en primera línea de mar. Gracias a Dios, era febrero, y no estábamos en temporada alta. En ese instante, tuve que tomar una decisión. Podía buscar otro lugar para aterrizar o pasar de todo e intentarlo en la calle. Abajo vislumbré algunas criaturas, pero no era nada comparado con la cantidad de la que habíamos logrado escapar. Sin una hélice en buen funcionamiento, jugábamos en tiempo de prórroga. Tenía que hacer descender el aparato. Tiré de la palanca hacia mí y hacia la izquierda, para que virase en esa dirección, y planeé hacia un encuentro con la carretera que había debajo en un ángulo de aproximación de 180º. El morro y el motor apuntaban hacia abajo, pero en cuanto estuve cerca del asfalto, elevé el morro a toda prisa y tomé contacto con el suelo con el tren de aterrizaje.
Pisé los frenos e intenté conducir las alas por entre los postes de teléfono. El depósito seguía lleno de combustible y no quería que aquello se convirtiese en una pira sólo porque una de las alas decidiese pegarse un encontronazo con uno de esos postes. Durante el avance, me llevé por delante con el ala derecha una de las criaturas, que quedó doblada. Se había golpeado la cabeza con tanta violencia contra el ala que cuando la parte superior del cuerpo chocó contra ella, murió al instante y dejó un pudding de sesos marronuzcos esparcidos sobre ella. Comprobé la velocidad: 50 nudos. Frené hasta detener el avión; el área que nos rodeaba estaba despejada.
Le hice a John una señal para que saliese. Dejé el motor en marcha, para que el ruido del avión camuflase nuestra huida. Saltamos al exterior, cogimos todas las cosas y nos dirigimos hacia una señal que indicaba el PUERTO DE ISLA MATAGORDA.
Y aquí estamos ahora…
Me arañé la pierna con el parachoques cortante de un coche accidentado cuando llevábamos sólo cinco minutos fuera del avión. Era un trayecto largo, casi un kilómetro y medio de calles, playas y patios, pero al fin llegamos aquí. Se trata de un puerto marino decente, con un trasbordador bastante grande y una tienda de regalos. La electricidad todavía funciona. El puerto está abandonado. Es como si el capitán se hubiese suicidado. Su cuerpo hinchado estaba tirado sobre un escritorio, en el despacho principal; lo que quedaba de su cerebro estaba desperdigado sobre un calendario abierto por enero. El televisor seguía encendido, pero sólo se recibía nieve.
16 de febrero.
19:12 h.
Hoy me siento muy débil. Si no fuese por John, ya estaría muerto. Annabelle duerme junto a mí. Fuera está muy oscuro; llevo todo el día desmayándome y volviéndome a despertar. Se me ha infectado la pierna; necesito antibióticos. En un cajón del escritorio del capitán de puerto encontramos algo de whisky. Lo he estado usando todo el día de desinfectante y calmante. Mañana John hará una incursión en solitario para encontrarme medicamentos y tratar la infección. De momento no corremos peligro.
Ayer seguimos oyendo el ruido del motor del avión todavía en marcha durante al menos dos horas antes de que se apagase. De todas formas, sólo era chatarra; estoy seguro de que no queda nadie vivo que sepa cómo arreglarlo.
17 de febrero.
22:20 h.
Hoy ya me siento mejor. Hemos oído el sonido de un motor que nos ha parecido una moto de cross. John ha encontrado un botiquín de primeros auxilios en el transbordador. Dentro no había antibióticos en pastilla, pero sí algunos para uso tópico. He mantenido la herida limpia, la he lavado varias veces al día y me he aplicado la pomada. Parece que va haciendo efecto. Todavía está muy enrojecida, y me duele alrededor del corte. Anoche oímos algo en medio de la oscuridad. Nos pusimos las gafas de visión nocturna para intentar localizarlo, pero resultó ser sólo un mapache que buscaba algo de comer. Mañana intentaré empezar a caminar, para no quedarme demasiado entumecido. Necesitamos empezar a examinar toda el área; aquí estaremos seguros sólo por un tiempo.