26 de enero.
18:42 h.
Ayer fue un día muy duro. Cuando ya estaba sobre el circuito, todavía quedaba mucho combustible. La valla seguía intacta y no había ninguna criatura alrededor. Parecía que tendría espacio suficiente para aterrizar, pero me fijé en que el terreno era irregular y parecía tener una inclinación de diez grados. Debería controlar a la perfección los alerones para mantener el control de las dos ruedas cuando aterrizase.
Me dirigí hacia el extremo norte del circuito a una velocidad de 85 nudos. Reduje la velocidad, encendí los propulsores, corregí la posición de las ruedas traseras… Empujé el timón de profundidad con lo que el morro se inclinó hacia delante. Puse el motor al ralentí, y dejé que se posase y rodase hasta detenerse; no podía usar los frenos porque el circuito era de tierra. Eché un vistazo al piernógrafo, y pasé las páginas hasta llegar a la lista de instrucciones para apagar el motor. Lo apagué tras llevar el avión hasta el punto menos visible, que estaba en un extremo del circuito.
Ahora tocaba esperar. Cuando aterricé eran las nueve y media, y no veía el H2 por ninguna parte. Era difícil no localizar un Hummer de color amarillo canario, con más de tres kilómetros de visibilidad. Si John se acercaba, vería el avión y sabría que estaba cerca. Decidí buscar algo para poder cubrir el aparato, de forma que llamase menos la atención… tanto a los vivos como a los muertos. Era un circuito; estaba seguro de que debía de haber una lona en alguna parte. Agarré mi fusil y me dirigí hacia el área de mantenimiento. Tras la valla de tela metálica, vagaba un gran número de no muertos. Algunos arañaban la valla, furiosos por su incapacidad para atravesarla. Era consciente de que si llegaba el número suficiente de muertos vivientes, lo lograrían.
Me acerqué con cautela al área de mantenimiento. Me quedé delante de la puerta de acero y escuché… Oía el sonido de alguien que golpeaba metal; como si alguien en el interior aporrease el suelo con un martillo. Siempre he preferido el sigilo por encima de la violencia. Rodeé el edificio en busca de ventanas. Había una en la parte trasera, a dos metros y medio de altura. El único problema era que había un cadáver que se tambaleaba en la zona exterior de la verja. No podía avanzar hasta mí, pero si llegaba a verme, haría mucho ruido. La ventana tampoco me servía. Volví hacia la puerta, caminando pegado al muro.
El sonido se había detenido. Ya empezaba a joderme la mente. No pude soportarlo más así que abrí la puerta y eché un vistazo al interior. Estaba oscuro, excepto por un rayo de luz que penetraba por la ventana que acababa de ver. Olía a carne putrefacta.
Cerré la puerta de nuevo. Todos mis instintos me decían que olvidase de una puta vez el camuflaje para el avión, que no era tan importante, pero por algún motivo ignoré la lógica del proceso mental. Saqué la linterna LED y la encajé en el soporte de mi fusil. Encendí la luz y abrí un poco la puerta. Introduje el cañón del arma para que el oscuro garaje quedase iluminado. El hedor era insoportable.
Enseguida vi la fuente del ruido. Un mecánico muerto, aplastado por una grúa hidráulica, estaba tumbado de espaldas al suelo; se había reanimado y golpeaba con una llave dinamométrica contra el suelo. De su cuerpo mutilado brotaba un gruñido grave cada vez que intentaba erguirse para mirarme. Se alargaba hacia mí. Lo que pasó a continuación, sucedió en un solo segundo.
Distinguí las marcas de mordisco, la carne que le habían arrancado en el rostro, en el cuello. No se lo había hecho a sí mismo, por lo que deduje que en aquella estancia debía de haber otro puto cadáver. Al final, la puerta se abrió de golpe y una de aquellas criaturas me derribó, seguramente la misma que se había zampado al mecánico para desayunar.
Lo único que impedía que aquel hediondo montón de mierda me arrancase la nariz de cuajo era que yo mantenía el arma elevada, separándonos. Lo aparté de mí de un empujón, pero aquella cosa, no podría decir si había sido un hombre o una mujer, logró agarrarme por la muñeca. Le pegué un buen culatazo con el fusil y se desplomó a un lado. Me puse en pie a toda prisa y le disparé una bala en la cabeza. Deseaba partírsela por la mitad, pero una parte de mí, todavía sensata, se hizo con el control y me recomendó que sería mejor no derrochar la munición de aquel modo.
La puerta del garaje se había cerrado. Y así se iba a quedar, joder. Oía el golpeteo de los puños contra ella. Había más allí dentro. Corrí al lateral del garaje; había visto unos cuantos bidones de aceite e hice rodar uno hasta la parte delantera. Lo coloqué ante la puerta, para impedir que lo que hubiese tras aquella puerta lograse abrirla y me amargase el día.
Se habían acabado las exploraciones. Volví poco a poco hacia el avión, mientras constataba que había convocado todo un séquito de admiradores al otro lado de la verja. Esperaba que hubiesen disfrutado del espectáculo de la ejecución que había ofrecido. Mordisqueaban el alambre, gruñían, golpeaban contra el metal. Ver aquella muchedumbre de maldad grisácea hacía que me sintiese muy intranquilo.
En aquellos momentos escuché el sonido de un vehículo que se acercaba. Me escondí tras uno de los tenderetes de los concesionarios para poder vigilar. El color amarillo confirmó mis sospechas: era John. Corrí hacia la verja de entrada para dejarlo pasar. Estaba cerrada con candado.
A regañadientes, preparé el fusil para disparar. Apunté a la zona que sujetaba la cadena y no a la cerradura… Con tres disparos, el candado se soltó de la cadena y cayó al suelo. Me decía a mí mismo que lo de disparar contra los cerrojos sólo funcionaba en las películas mientras sacaba la cadena y abría la verja.
John la atravesó a toda leche. Yo cerré con rapidez la puerta, volví a asegurarla con la cadena y corrí hacia el avión. Me había acordado que en la cabina había visto una prensa-C que sujetaba unos auriculares. La desenrosqué a toda velocidad y volví corriendo a la puerta. Ya había unas cuantas criaturas a un tiro de piedra. Deslicé los extremos de la cadena en la prensa y la enrosqué, hasta tensarlos. Aquello no detendría a una persona viva, pero dudaba de que aquellos miserables restos de humano averiguasen el funcionamiento del mecanismo.
Volví caminando al avión. John ya había aparcado. Le miré; le sangraba la mejilla. Le pregunté qué había pasado, y me contó que había tenido que parar a obtener algo de gasolina, y había acabado teniendo que disparar a tres muertos. Había matado al primero, pero al disparar por segunda vez erró el tiro, la bala rebotó en un murete de hormigón y una astilla le arañó la mejilla. Mató al último y se largó de aquel puto lugar. Por suerte ya había acabado de absorber la gasolina cuando todo había pasado.
Cuando lo he visto, había temido que lo hubiesen mordido, que lo hubiesen arañado, que mi único amigo en el mundo se hubiera convertido en uno de ellos.
Le comuniqué a John que nos quedaba combustible para volar unas dos horas (apenas 190 millas náuticas, a una velocidad de crucero máxima de 95 nudos).
El avión estaba listo para despegar, pero decidimos que era mejor dejarlo allí, encaminarnos a casa e intentar planear nuestros siguientes pasos desde allí. Estábamos a tan sólo unos veinte minutos en coche de casa. Recogí mis cosas del Cessna y las guardé en el Hummer. Si teníamos que salir por el mismo camino por el que había entrado John, tendríamos que encontrar una forma de distraer a aquellas criaturas.
Me acerqué a la verja y capté su atención. Me usé a mí mismo como cebo para que me siguieran mientras John se preparaba para escapar en el Hummer. Me siguieron hasta el otro extremo del recinto. Esto me proporcionaba un tiempo de unos doscientos metros para volver corriendo, abrir la puerta, entrar en el coche, atravesar la abertura, salir del coche y volver a asegurar la verja. Ningún problema. Todo fue a pedir de boca. Nos encaminamos de vuelta a casa, esquivando coches, sobreviviendo.
Aquella forma de vida se había convertido ya en natural. Cuando llegamos a nuestro barrio, John avanzó por callejones y aparcó el vehículo en un solar en construcción. Sacamos las armas y los utensilios esenciales, y volvimos convertidos en sombras a casa de John. Durante el camino evitamos que algunos de aquellos seres nos viese. Saltamos el muro que rodeaba la finca de John y él corrió a buscar a su perra mientras yo comprobaba el estado del resto de la casa. La perra subió corriendo la escalera, saltó sobre John y le empezó a lamer la cara. Le sugerí a John que usásemos mi casa como base de operaciones, ya que yo seguía teniendo energía eléctrica. Después de todo, si íbamos a morir, mejor que estuviéramos juntos. Lo que llega a cambiar la perspectiva.
Durante todo el día, hemos pasado el equipo de John a mi casa, poco a poco, para evitar que nos descubrieran. Tengo la sensación de que nos iremos volando de aquí en breve.
27 de enero.
17:13 h.
Qué suerte que John sea ingeniero. Ha ideado un mecanismo de alarma que nos podrá salvar si es necesario. Se nos ha ocurrido hoy, cuando hemos tenido que salir para acabar en silencio con uno de ellos, que golpeaba con fuerza la puerta trasera. Lo he matado con un picahielos pegado con cinta aislante a una cañería de metal. Ha sido entonces cuando John me ha pedido la opinión sobre su plan: quiere conectar una radio a pilas al buzón de alguna finca que esté un poco alejada, a un par de casas de ésta. Tiene algo de cable en casa, en el sótano, y está seguro de que funcionará. Nos hemos colado en su casa para recoger algunos víveres más y el cable. El sótano está sembrado de cagadas de Annabelle.
Ha agarrado la radio a pilas, con función de despertador, el cable y un interruptor que ha arrancado de la pared de su casa, y ha preparado una especie de alarma con control remoto. Nuestra idea es que si aquellos seres nos asaltan de noche y hay demasiados, pulsamos el interruptor para encender el artilugio, de forma que se sentirán atraídos hacia el buzón al fondo de la calle, a unas puertas de nosotros.
John lo ha preparado de forma que la radio-despertador quepa en el interior del buzón, para que la caja de metal amplifique el sonido. Lo hemos probado un momento, y ha sonado lo bastante fuerte. Tenemos que usar la función de alarma, ya que no queda nadie que siga emitiendo en ninguna frecuencia.
Hemos enrollado el cable en el poste del buzón y lo hemos desenrollado a lo largo del bordillo, para que quede fuera de la vista. El problema ha venido en el momento de hacerlo cruzar la calle e introducirlo por el muro de mi casa, para poder acceder al interruptor con facilidad. Hemos extendido el cable sobre el asfalto; a continuación, John y yo hemos agarrado unas palas y lo hemos cubierto de tierra. Así aquellas criaturas no tropezarán con él ni desconectarán el circuito. En total hemos desenrollado unos cien metros de cable.
He empalmado el interruptor para la alarma a una caja de conexiones de la cocina, con la ayuda de un imán.
Pasaré el resto de la noche intentando decidir adonde ir ahora. Tal vez nos quedemos por aquí un tiempo, pero tal vez vuelva a apoderarse de mí la sensación que me invadió ayer.
Después de acabar con nuestro pequeño invento, he comprobado el estado del Hummer con los prismáticos. Desde mi posición, sólo puedo ver desde los retrovisores laterales hasta el morro. Había tres o cuatro seres de ésos vagando a su alrededor, curiosos. Lo he apuntado mentalmente.
28 de enero.
20:39 h.
Mientras comprobaba la banda de emisión ciudadana, he descubierto algo asombroso. He interceptado una grabación que se emite por el canal 9 en el que se solicita a los ciudadanos que se presenten voluntarios para convertirse en miembros del «nuevo ejército». Están emitiendo una grabación en bucle con fecha de ayer. A cada hora en punto, la grabación hace una llamada para que alguien responda, pero hay algo que no me acaba de encajar. Si son una banda de militares abandonados, y piden refuerzos, ¿qué les ha sucedido a los miembros originales? ¿Muertos? ¿Ejecutados? La apagué hasta que faltaron diez minutos para las seis de la tarde. Y luego escuché a ver si había otra gente que se ofreciera voluntaria.
— [**Estática**], Shane Stahl desde Concord, Texas. ¿Hay alguien?
— Sí, al habla el capitán Thomas Beverly, del 24.º Escuadrón de Tácticas Especiales. Me alegro de oírle.
La conversación ha seguido, se han intercambiado alguna información y han decidido un punto de extracción no muy lejos de casa de Shane, cerca de una torre de agua al lado de la carretera interestatal. John y yo hemos hablado de este cambio en los acontecimientos, y hemos decidido que el mejor curso de acción sería seguir escuchando las conversaciones para recabar más información, hasta que tengamos la certeza de que este grupo independiente no es hostil y está formado por voluntarios abandonados.
He pasado una buena parte de la mañana leyendo manuales de aviación y procedimientos de emergencia. Quiero conocer a fondo los sistemas del avión la próxima vez que lo haga volar, por si acaso.
John y yo hemos pensado en posibles destinos para nuestra próxima salida. Contamos con dos opciones: continuar aquí y esperar que no nos superen, o salir con el avión y todo lo que podamos cargar en él, y dirigirnos hacia el sureste, hacia las islas ante la costa de Corpus Christi. En Corpus hay una estación aérea de la Marina. Estoy convencido de que allí podremos avituallarnos de combustible, o incluso encontrar un avión mejor.
Si decidimos escapar de aquí, tendremos que valorar muy cuidadosamente qué equipo nos llevamos en el avión y cuál abandonamos aquí. John y yo pesamos 165 kilos. Si a eso le sumamos el combustible y el equipaje, sólo podemos permitirnos volar con unos 180 kilos de víveres. Esto nos añade todavía más presión. Hemos empezado a hacer una lista de objetos que no podemos dejar atrás de ninguna de las maneras. John ha escrito: «perra, nueve kilos». He tranquilizado a John: no tiene por qué preocuparse. Annabelle se viene con nosotros.
29 de enero.
12:50 h.
Un grupo de motoristas ha pasado rugiendo por nuestro vecindario hace unos treinta minutos. John ha tenido que ponerle el bozal a Annabelle para que no empezase a ladrar. No creo que pudiesen oír los ladridos por encima del rugido de sus motores, pero mi filosofía de vida ahora es «nada de riesgos». He contado entre 70 y 80 motos mientras el convoy pasaba ante nosotros. Muchas iban con alguien de paquete. La mayoría llevaba un fusil o una pistola encajados en los manillares.
Me he fijado en algo que nunca pensaba que llegaría a ver antes de que estallase la epidemia. No eran sólo Harleys, sino que iban acompañadas por motos de carreras. Estoy seguro de que las usan como avanzadilla. Parecía un grupo duro; no he visto la necesidad de hacerles notar nuestra presencia.
18:47 h.
Los gemidos y el roce de los pies de los cadáveres resultan casi insoportables. Tres horas después de pasar la formación de motocicletas, las criaturas que sin duda los seguían han iniciado su lento desfile por el barrio. John y yo mantenemos el silencio. La luz del día se apaga, y hay demasiados para contarlos. Esto podría convertirse en algo peor de lo que habíamos imaginado. No creo que noten nuestra presencia, pero no hay forma de estar seguro del todo. Veo que a veces miran hacia aquí, que chocan contra el muro de mi casa, pero hay tanto ruido que no puedo cerciorarme de si intentan entrar.
He ido a la habitación donde guardo las armas y he traído cuatro tapones de espuma para los oídos. Le he dado un par a John. Si queremos salir de aquí mañana, tenemos que conseguir descansar. John se los ha guardado en el bolsillo y ha asentido.
22:13 h.
Tenemos todas las cosas preparadas, por si debemos escapar en cualquier momento. Muchos monstruos han continuado su marcha tras los motoristas. Hay otros cadáveres que parecen perdidos, confundidos, y han acampado en nuestra calle. Vagan, caminan dando vueltas hasta que chocan entre ellos y cambian de dirección. Me recuerdan a las clases de física de hace años, en que veíamos cómo las moléculas chocaban entre sí siguiendo patrones impredecibles… Simplemente se movían por el portaobjetos. He calculado que debe de haber unos ochenta y cinco muertos vivientes; he tenido que contarlos a la luz de la luna y de las estrellas.
Nota mental: encontrar gafas de visión nocturna a la de ya.
Si hoy fuese un día normal, mis compañeros de escuadrón y yo estaríamos pillando una turca en algún bar del paseo del río. Es mi cumpleaños, y estoy seguro de que no habrían dejado que me quedase encerrado en casa. Bueno, supongo que la celebración tendrá que esperar. Me he bebido un chupito de whisky con John; hemos brindado por la supervivencia. Buenas noches.