22:43 h.
Si existe el infierno en la Tierra, hoy lo he encontrado. Estoy pensando en tirar la cámara. Aunque la humanidad sobreviva a este calvario, no creo que nadie quiera ver esto… porque lo único que encuentro son imágenes de muerte y destrucción.
La mayor parte del trayecto he conducido yo. Tras dejar atrás la ciudad de Universal, hemos subido por la I-35 hacia San Marcos. Hemos tenido que esquivar varios coches y esos malditos sacos de pus andantes. Ya estoy empezando a pagar las consecuencias. He empezado a sentir respeto por los veteranos de guerra que tuvieron que enfrentarse con la muerte a diario. No sé cómo lo lograron. Incluso antes de llegar a San Marcos, ya podíamos ver el humo que cubre Austin. Necesitábamos gasolina, por lo que he girado por la salida 1900 y he virado a la derecha, hacia el aparcamiento de un Wal-Mart abandonado ya hace mucho tiempo.
John vigilaba mientras yo me aliviaba en la cuneta. Después me ha tocado a mí vigilar. Hemos colocado el Hummer cerca de algunos coches para poder recolectar más gasolina, cada vez más necesaria. Al menos en esta ocasión hemos encontrado un Chevy Blazer de finales de los 80 con el depósito lleno. Hemos llenado tres cuartas partes del Hummer. Como yo sólo llevaba 880 balas del calibre .223 y 300 de 9 mm, y John tenía mil del.22, le he preguntado si se sentía con ánimos de ir de compras.
La puerta principal estaba cerrada. He vuelto al Hummer, lo he llevado hasta ella y he buscado una palanca. La he encontrado y he intentado forzar la cerradura. Tenía un buen punto de apoyo, por lo que me he dedicado a ello con todas mis fuerzas. John vigilaba el aparcamiento, para no encontrarnos con ninguna sorpresa mientras yo me peleaba con la puerta. De pronto he notado un golpe seco; he alzado la vista y, para mi decepción, me he encontrado cara a cara con un cadáver ataviado con el traje azul de Wal-Mart, sucio de sangre, que golpeaba la puerta de cristal e intentaba salir. La criatura se ha separado un poco de la puerta y ha golpeado el pestillo que la mantenía cerrada.
La puerta se ha abierto ligeramente mientras aquel ser intentaba deslizarse por la abertura para llegar a nosotros. Ha sacado la cabeza y he aprovechado para clavarle la herramienta que llevaba en la mano; le he atravesado la cuenca del ojo, y ha muerto al instante. He mantenido la puerta abierta, como un perfecto caballero, para permitir que el cadáver cayese sobre la acera. Después he abierto la puerta del todo y he apoyado en ella el contenedor de la basura, para que no se cerrase.
Le he comunicado a John que lo más probable es que hubiera más criaturas de aquéllas en el interior. Hemos empujado el Hummer más cerca de la entrada, para que nadie pudiese entrar y para que, para salir, tuviesen que escalar por la puerta del conductor y atravesar el asiento del copiloto. Ha sido idea mía, para impedir que llegase algún visitante inesperado durante nuestra tarde de compras. Le he enseñado a John a usar su arma en espacios cerrados: yo le llamo el movimiento de reconocimiento, como algunos marines amigos míos, que me lo enseñaron. John y yo hemos empezado a avanzar por los pasillos… Me cago en la puta… ¿por qué en los Wal-Mart siempre ponen los artículos de deporte al fondo?
Le he hecho gestos a John para que viniese a ver lo que yo estaba viendo. Otro trabajador, que debía de haber muerto durante su turno, se acercaba poco a poco hacia nosotros. Le he hecho una señal a John para que disparase; su arma es menos ruidosa que la mía. John ha apuntado con cuidado, y se ha cargado a la criatura. Esta ha quedado tumbada en el suelo, quieta, sin vida.
Le doy las gracias a Dios por los tragaluces del techo, porque sin ellos toda aquella expedición se habría ido a tomar por culo. John y yo hemos avanzado hacia el fondo de la tienda. Hemos llegado a la sección de deportes para descubrir que la mayoría de armas habían desaparecido: o bien las habían vendido o las habían robado. Había varias cajas de munición de .223 y algunos cartuchos del calibre.12. En el mostrador quedaba un arma que me ha interesado bastante: una escopeta de corredera Remington 870 del calibre.12. He roto el cristal del escaparte y le he pasado el arma a John, que es el menos dotado en cuestiones armamentísticas. Hemos recogido los cartuchos y las balas y nos hemos dirigido hacia la salida.
John y yo cruzábamos los pasillos con mucha precaución, temerosos de encontrarnos con un nuevo muerto viviente. Al doblar la esquina en la que acababa el departamento de deportes, un cadáver femenino me ha derribado. Me he dado un terrible porrazo contra el suelo, al mismo tiempo que sentía como me tiraban con fuerza del tobillo. Estaba mordiendo mi bota militar reforzada, intentaba llegar a mí a través del talón. Le he pegado una patada en toda la nariz y he oído como el cartílago se partía. Me he levantado y he reculado unos pasos, para poder comprobar si me había llegado a herir en el talón. Dios bendiga al diseñador de las botas Altama. No se ha levantado, porque se había partido la espalda con la estantería que le había caído encima, seguramente hacía semanas. Me enseñó los dientes con una mueca terrorífica. John la ha apuntado, pero yo le he hecho un gesto para indicarle que no disparara. Me he acercado a ella y le he pisado la sien con el talón; he presionado con todas mis fuerzas. Ya no era una amenaza.
Hemos llegado a la puerta principal. Como me temía, se había reunido ante ella un comité de bienvenida. He llegado a contar treinta cadáveres andantes. John se ha colado por la ventanilla del asiento del conductor y ha pasado al asiento del copiloto; yo le he imitado y me sentado en el lugar del conductor. He encendido el motor y he subido la ventanilla. Si no hubiésemos colocado el H2 bloqueando la puerta de entrada a la tienda, nos habríamos encontrado en un buen fregado. Al salir al aparcamiento, me he quitado todas las preocupaciones y he avanzado por encima de ellos. John estaba ocupado arrancando todas las etiquetas y el envoltorio de su nueva Remington.
Había llegado el momento de buscar un refugio; empezaba a anochecer. Hemos avanzado por la vía I-35, hacia el norte, en busca de un lugar en el que descansar. Al final le he sugerido a John que buscásemos un punto que nos pareciera seguro y que durmiésemos en el Hummer. Él se ha mostrado de acuerdo y hasta ha bromeado: «No creo que encontremos ningún motel abierto».
He conducido hasta que hemos llegado a un pueblecito, Kyle, al sur de Austin. En la señal de la entrada decía KYLE, TEXAS. BIENVENIDOS A CASA. Y allí he encontrado el punto que buscábamos: un gran campo de heno, rodeado por una valla; no había ni rastro de ninguna de esas criaturas vagando a su alrededor. He virado por el sendero de acceso y he alzado la barra en forma de «T» que mantenía cerrada la puerta. Le he pedido a John que condujese él, para que yo pudiese cerrar de nuevo la puerta de la verja cuando él hubiese entrado en el campo. Hemos aparcado el Hummer entre cuatro balas de heno, colocadas de forma que los lados quedasen tapados. Si algo se acercaba a nosotros, tendría que hacerlo desde delante o desde atrás. John y yo nos hemos asegurado de que todas las puertas estuviesen cerradas, y John se ha dormido. Ya son las 23.30; supongo que debería hacer lo mismo.
24 de enero.
15:34 h.
Nos hemos despertado a las 6.15 h de la mañana al oír el canto de un gallo a lo lejos. He puesto en marcha el H2 y lo he sacado de entre las balas de heno. Nos hemos dirigido hacia la puerta de entrada, y hemos mirado por la carretera, en dirección al camino por el que habíamos llegado. Había un montón de aquellos seres en la distancia. No he sabido distinguir si venían hacia nosotros. ¿Era posible que hubiesen oído nuestro vehículo y hubiesen seguido el sonido desde tan lejos? Espero que no.
Hemos llegado a las afueras de Austin a las 7.05. El humo casi no se podía soportar. La visibilidad se veía restringida a unos ciento cincuenta metros. En algunos momentos, cuando el viento soplaba en la dirección correcta vislumbrábamos los edificios más altos. Uno de ellos parecía una antorcha; los pisos superiores ardían con furia. A la derecha, he logrado distinguir lo que me ha parecido una torre de control de tráfico aéreo. Hemos virado hacia allí y nos hemos dirigido hacia ella.
Hemos alcanzado la valla del perímetro exterior. Se trata de un pequeño aeropuerto privado, con algunos aviones Cessna y dos jets pequeños cobijados en el interior de unos hangares abiertos. Una sección de la valla estaba derruida, y la hemos cruzado para entrar en la pista. Hemos examinado el área, pero no hemos descubierto ningún peligro inmediato. He amarrado una cuerda en la rueda frontal de uno de los Cessna 172, he escogido el que tenía mejor aspecto, y he abierto la portezuela de la cabina. Para mi sorpresa, sobre el asiento del copiloto, he encontrado un piernógrafo, un ordenador de vuelo y un mapa.
He trepado hasta la cabina y le he gritado a John que nos condujera, con calma y tranquilidad, hasta la instalación de reabastecimiento. He cerrado la puerta y me he concentrado en comprobar todos los elementos, para poder encender el sistema eléctrico y revisar el nivel de combustible y que no hubiese nada que se saliese de lo normal. Cada pocos segundos sentía un temblor en el aparato, mientras John nos arrastraba hacia los surtidores. Los dos depósitos de las alas estaban llenos, por lo que he abierto la puerta, he saltado a tierra y he corrido hasta John para decirle que diese una vuelta completa y volviese a llevar el avión hasta la torre.
Al llegar a la torre, he usado la lista de control del avión para realizar una inspección minuciosa del aparato. No me gustaba nada la idea de quedarme sin motor cuando sobrevolásemos un área con un alto nivel de infectados. He dejado el aparato listo para emprender el vuelo y he discutido con John nuestro plan de actuación. Hemos sacado el mapa de carreteras y hemos buscado el aeropuerto más cercano a nuestras casas, en San Antonio. Yo buscaba y buscaba, pero sólo he encontrado el aeropuerto internacional que hay en el centro de la ciudad. Y es una opción del todo inaceptable.
John se ha dado la vuelta y me ha mirado con una expresión extraña. Me ha preguntado si conocía el circuito Retama Park, en la I-35. Habíamos pasado por delante al salir de la ciudad. Nunca había oído hablar de él, ya que hace poco que vivo en San Antonio. John quería saber cuánta distancia se necesita para aterrizar. He ido a la cabina y he revuelto el compartimento donde se guardan todos los papeles, pero no he podido encontrar ninguna información. Algunos de los aviones más pequeños que he pilotado requieren unos trescientos metros, usando un sistema beta. Pero aquel pájaro no tenía controles beta. Tendría que calcularlo a ojo. Seguramente necesitaríamos unos quinientos metros como mínimo. John creía que tendríamos suficiente espacio.
Hemos preparado las armas y nos hemos acercado poco a poco a la puerta de entrada de la torre. John la ha abierto mientras yo le cubría. El ascensor, evidentemente, no funcionaba, por lo que hemos tenido que subir por la escalera. Hemos cerrado y asegurado la puerta a nuestras espaldas antes de empezar a ascender. En cada tramo de escalera hay ventanas que dan a las pistas de aterrizaje. No hemos visto ni oído nada hasta que hemos llegado arriba del todo; frente a la puerta del centro de la torre de control había un charco de sangre coagulada.
Le he hecho un gesto a John para que lo examinase. Me he acercado a la puerta, la he abierto poco a poco y he saltado al interior, preparado para abrir fuego. No esperaba ver lo que me he encontrado: uno de los controladores se había cargado a cuatro criaturas de aquéllas hasta que, desesperado, había vuelto la pistola hacia sí mismo y se había disparado. He abierto las puertas que comunicaban con la cubierta de observación, y con la ayuda de John hemos arrastrado los cadáveres hacia ella. Los hemos tirado por el borde, al lado contrario de donde habíamos aparcado el avión.
Hemos vuelto a bajar. Hemos descargado el Hummer y subido todas nuestras pertenencias al centro de control, por pura precaución. He cerrado las puertas del Hummer y hemos vuelto al piso superior, para trazar un plan.
John me ha comunicado que no abandonaría a su perra, encerrada en el sótano. Allí podría acabar por morirse de hambre. Le comprendo completamente. John quiere coger el H2 y reunirse conmigo en el circuito Retama Park; después, los dos podremos seguir hasta nuestras casas en el H2. Yo tengo que pilotar el avión y aterrizar sin complicaciones en el circuito. He pasado muchas horas volando en aviones militares, pero nunca he pilotado un Cessna. Es arriesgado, pero necesario.
He calculado que tardaré unos treinta y cinco minutos en realizar las comprobaciones, despegar y llegar al circuito, lo que se traduce en que, para ahorrar gasolina, John tendrá que partir en el coche antes que yo. Le espera un trayecto de dos horas. He compartido con John mis cálculos, y está de acuerdo en salir antes.
22:43 h.
Fuera está oscuro. Lo único que distingo, en la distancia, son los incendios. He encontrado algunos informes de despegue sobre la pista de aterrizaje. Ha sido una suerte, porque gracias a estos documentos he sabido que hay una torre de agua a 60 metros del final de la zona de despegue de la pista. Con todo el humo no lo habría podido ver a tiempo. Al menos ahora ya sé hacia qué dirección tengo que volar en el momento del despegue. Ha llegado la hora de acostarse.
25 de enero.
07:00 h.
Hora de dejar el nido, literalmente. Hemos salido al exterior y hemos mirado la base de la torre. Parece ser que hemos hecho demasiado ruido. Había diez cadáveres caminando alrededor de la torre, chocaban contra ella y provocaban ligeros chasquidos metálicos. Yo les he distraído mientras John lanzaba todo el material irrompible por el borde de la cubierta, para que no tuviésemos que hacer tantos viajes transportándolos. Cuando ha terminado, John se ha acercado a mí y me ha pasado su .22. Le he prometido que yo me ocuparía de las criaturas mientras él cargaba todos los víveres en el coche. Nuestra visibilidad todavía se veía limitada a unos cien metros.
He disparado contra las criaturas y me he apresurado a ayudar a John a cargar los últimos bultos. Hemos podido bajar la escalera sin ningún incidente. Yo me he quedado lo necesario para el vuelo, como mis armas, algo de comida y agua, y he dejado que John se llevase el resto. Le he preguntado a mi compañero si estaba seguro de lo que iba a hacer. Ha respondido que sí. Hemos quedado en reunimos en el circuito a las 9.30. Anoche cogimos una radio portátil de la torre, para que John pudiese comunicarse conmigo en la frecuencia 121.5 si necesitaba hablar. Es la frecuencia de emergencia de vuelos, pero no creo que a nadie le importe que la invadamos.
John ha montado en el Hummer y se ha alejado. Yo me he metido en el avión, he cerrado las puertas y he comprobado todo lo que he podido para hacer tiempo. Supongo que el humo y la falta de visibilidad están jodiéndoles los sentidos, porque yo me imaginaba que los disparos atraerían a más. Estoy empezando a asustarme, pero voy a salir ya…
08:12 h.
Estoy en el aire. El avión está estabilizado, por lo que tengo las manos libres. Me dirijo de nuevo hacia el circuito, ya que como he despegado muy pronto, primero he querido efectuar una vuelta de reconocimiento. Es un avión relativamente fácil de pilotar; pensaba que tendría más problemas. Después del despegue, he decidido encaminarme hacia la base para comprobar si los muros seguían en pie. He recordado la frecuencia VOR (Radiofaro Omnidireccional de VHF), la he sintonizado en el panel de navegación y he seguido la aguja. Mi corazón ha dado un vuelco cuando he descendido por debajo de las nubes, a 6500 metros de altura.
He sobrevolado la base a la menor altura que me he podido permitir y he observado todo el horror. Los edificios o estaban en llamas o destruidos… Era como si hubiesen sido víctimas de un ataque aéreo. Tal vez esto explique lo que sucedió en Austin. He virado con el avión, haciendo que se ladease en un ángulo de quince grados y me he dirigido a las puertas de acceso. Estaban destruidas por completo. A través del humo he podido distinguir miles de muertos vivientes que dominaban todos los terrenos de la base. He dirigido el avión al punto de reunión en el circuito.
23:56 h.
De vuelta a casa.
No tengo ganas de escribir.
Los muertos son los más afortunados.