19 de mayo.
19:32 h.
La noche del día 17 efectuaron su asalto. Estábamos observándolos a través de las cámaras térmicas y de la cámara descubierta de la entrada principal cuando sucedió. Trajeron montones de cadáveres al agujero de lanzamiento, al mismo punto en el que muchos de los no muertos ya habían caído. La pantalla de la cámara térmica más cercana al silo enseguida se puso completamente blanca. Yo puse una mano enguantada sobre la escotilla de acceso al silo. La puerta era maciza, resistente, pero al otro lado había fuego. Estaban incinerando a los no muertos en el pozo. Querían bajar, y yo estaba justo detrás de la puerta.
Teníamos que trazar un plan. John me contó lo que había visto en la pantalla, justo antes de que todo se volviese blanco: cuatro hombres transportaban una caja grande a través de la sección derruida de la alambrada. Debía de tratarse de una herramienta para cortar. En las veinticuatro horas anteriores, la noche del dieciséis al diecisiete había observado que usaban aquella táctica, parecida a la de un pastor, para controlar a los no muertos.
Con su convoy habían traído un tanque de gasolina de dieciocho ruedas. Esto lo vimos con las imágenes vía satélite, antes de que se nublase el día. Ahora estimaba que ya debían de ser unos cincuenta hombres, con unos veinte vehículos.
Comprobamos la radio por si recibíamos alguna información. Oíamos a la perfección cómo se comunicaban. El código que usaban sonaba muy familiar, igual que el que habíamos escuchado hacía un par de semanas. Pero podía haber sido chino… Ya no importaba. A juzgar por las imágenes térmicas, el incendio todavía no se había apagado. Tenía que encontrar una forma de subir sin que me descubrieran, y desorientarlos de forma que tuvieran que acabar rindiéndose. Necesitábamos colaborar todos para salir de esta situación.
Este era mi plan: le enseñé a Jan cómo lanzarles un mensaje a los merodeadores con la radio a una hora determinada. La llamada serviría para informarles de que se trataba de una base oficial del gobierno, y de que había más de cien soldados, todos armados. Si no se retiraban, los soldados serían autorizados a defenderse usando fuerza letal. Tenía que emitir la llamada por la frecuencia de los merodeadores exactamente cuarenta y cinco minutos después de que nosotros saliésemos del complejo.
John y yo recordamos el día en que llegamos al Hotel 23. Habíamos dormido en una pequeña área, cercada por una valla metálica, que también tenía dentro una especie de hueco. En los días que habíamos pasado desde que descubrimos este refugio, John, Will y yo habíamos averiguado que se trataba de una salida de emergencia, diseñada por si el resto de accesos quedaban neutralizados. Estaba bastante alejada de las compuertas del silo y de la entrada principal, así que teníamos bastantes oportunidades de que no se dieran cuenta de nuestros movimientos.
Las chicas se armaron con los fusiles y las pistolas. Les enseñé cómo debían usar una pistola en un área forrada de acero; si la apuntaban hacia el suelo, a unos 45 grados, los proyectiles del calibre .12 rebotarían y destruirían cualquier elemento que estuviese delante de ellas, en el pasillo. Me enseñaron esta táctica en un entrenamiento antiterrorista; servía para detener a los terroristas que hubiesen invadido barcos americanos. Con esta estrategia ni tan siquiera tenías que ver a tu objetivo.
Cogí el M-16 con el lanzagranadas M-203, toda la munición que podía llegar a necesitar, una manta y mis gafas de visión nocturna. John también agarró los M-16, dos pistolas M-9 y los prismáticos. Nos dirigimos a la salida de emergencia, que estaba aproximadamente a quinientos metros de distancia, descendiendo por un túnel oscuro.
Algunas de las bombillas que iluminaban el corredor se habían fundido, y tenía que cambiar constantemente a la visión nocturna para mostrar el camino hacia la escotilla a John y a Will. La mano de John permanecía en mi hombro cuando los guiaba por la oscuridad. Olía el miedo en el aire. Todos estábamos asustados. Ninguno de nosotros deseaba tener que matar a otro ser humano, pero nuestra supervivencia estaba en juego.
No podíamos arriesgarnos con los que nos deseaban mal. Llegamos a la escotilla. Jan empezó la cuenta atrás en aquellos momentos. Comprobé la hora. Eran las 21.55, y ella realizó la transmisión a las 22.40 h. No podíamos arriesgarnos a abrir la pesada escotilla con el motor hidráulico, pero parecía que todo lo que había en las instalaciones tenía un plan B. Con sesenta y dos giros de la rueda de apertura manual, logramos abrir medio metro la escotilla. No había luna; la noche estaba nublada. A lo lejos percibía la luz que emitía el fuego del silo, que se veía por encima de la colina que había al lado de la valla tras la que nos encontrábamos.
Saltamos la alambrada juntos, con ayuda de la manta que había traído conmigo. Ya estábamos al otro lado. No había movimiento de no muertos a nuestro alrededor a ese lado de la valla. Ascendimos agachados por el terraplén, para igualar nuestro punto de vista con el de los bandidos. Allá estaban. Con ayuda de los prismáticos, los conté. Había cuarenta y cinco. Muchos de los vehículos que conducían parecían bastante caros. Había Landrovers y Hummers completos. Estaban reunidos junto a la valla, cerca de los vehículos y el tanque de gasolina que usaban para rellenar sus dinosaurios.
En ese punto estaba desesperado. Nos superaban en número y si había un tiroteo, estaba claro que perderíamos. Lo único que podíamos hacer era esperar al mensaje de Jan y desear que se lo tragasen. Eran ya las 22.15 h… Oía cómo hablaban. Me puse las gafas de visión nocturna para comprobar las áreas más oscuras que había tras el fuego del silo. Era irónico que pudiese ver los sacos de patatas iluminados por las luces infrarrojas de las cámaras que cubrían. Los sacos parecían una versión verde de las antiguas lámparas de acampada que usaban propano y un fondo de tela para generar luz.
Eran ya las 22.35. Cada minuto se me antojaba una hora. En cinco minutos sabríamos a qué nos enfrentábamos. Los maleantes iban vestidos con tejanos o con pantalones de camuflaje. Muchos parecían gordos, en poca forma, y las panzas les colgaban por encima del cinturón. No importaba; no hay que estar muy delgado para apretar un gatillo y acertar a tu objetivo.
Vamos, ya las 22.40. Comprobé mi reloj y le hice un gesto con la cabeza a John y a Will, para pedirles que se quedasen muy callados. No había señal de que hubiesen escuchado el mensaje de Jan. Y entonces llegó. Algunos del grupo sisearon un familiar «SHHH» al unísono, ordenando mantener silencio. Y entonces alguien soltó una carcajada, y otro grito: «¡JÓDETE, PUTA! ¡LO QUE TÚ TIENES LO QUEREMOS NOSOTROS!». Rieron, soltaron tacos y dispararon hacia el cielo nocturno.
Tuve que agarrar a William del brazo para evitar que se pusiese en pie de la rabia. Las llamas se extinguían, y ya no veía las puntas a medida que desaparecían tras las compuertas del silo. Se nos acababa el tiempo. Con ayuda de los prismáticos, vi cómo introducían un artilugio cortante o para soldar. Aquellos hombres nos querían ver muertos.
Era una cuestión de supervivencia del más fuerte. Tomé la decisión. En lugar de esperar a que nos superaran en número en el interior de las instalaciones, decidí golpearlos cuando todavía estaban juntos. Y esta decisión me atormentará para siempre. Les ordené a John y a Will que mantuvieran la cabeza gacha mientras cargaba el lanzagranadas que llevaba con el M-16. Sabía que estaba muy lejos del tanque de combustible. Ajusté la mirilla para un objetivo a cien metros. Lo medité durante un instante, ponderé mi decisión. No quedaba tiempo para pensar. No quedaba tiempo para dudar… Y apreté el gatillo.
La granada silbó al volar por el aire en dirección al tanque de combustible. Aterrizó a dos o tres metros del centro del camión y detonó, lanzando centenares de astillas de metralla que atravesaron la piel de metal que rodeaba los miles de litros de gasolina. Y se produjo una enorme explosión. No recuerdo lo que sucedió después.
Lo siguiente que recuerdo es a John y a William haciendo turnos para intentar reanimarme en la base de la alambrada. Después descubrí que la onda expansiva me lanzó diez metros hacia atrás, y aterricé en la base de la valla. Tuve suerte al golpear la sección central de la verja y no uno de los postes o el alambre de espino.
He estado en cama desde ese día, recuperándome de las quemaduras y de una probable conmoción cerebral, según Jan. John y William me llevaron de vuelta al centro de mando y llamaron por radio al resto de los merodeadores. Supongo que estaban fuera, pastoreando a los cadáveres andantes. John emitió el siguiente mensaje en todas las frecuencias disponibles:
«Para el grupo rebelde que recientemente ha llevado a cabo actividades hostiles contra las instalaciones militares del gobierno: les advertimos que hemos desplegado cuatro helicópteros Apache para neutralizar todas las fuerzas hostiles de las cercanías. Cualquier hostilidad adicional por su parte se contrarrestará con la extinción total de su facción».
John ha repetido el mensaje durante media hora. Hasta ahora no hemos recibido ninguna respuesta a la advertencia. Sólo espero que el engaño de John funcione. Tal vez hemos ganado la batalla por el Hotel 23, pero si una fuerza similar decidiera atacarnos ahora, no lograríamos salir de ésta. De todas formas, después de matar a casi cincuenta personas, ya tengo bastantes problemas por los que preocuparme. De alguna forma me alegro de haberme quedado inconsciente, al borde de la muerte; al menos no he tenido que oír sus gritos.