12 de abril.
22:19 h.
No he mencionado ni documentado las posibilidades de entretenimiento que nos ofrecen estas nuevas instalaciones. Hay una salita de estar, equipada con un televisor, un vídeo y un DVD. Encima del mueble sobre el que reposa la tele había varios DVD. Tras abrir la puertita del armario y comprobar su contenido, he encontrado uno de mis clásicos favoritos, El último hombre vivo, en VHS. Por algún motivo no me decido a verla; sería como ponerse una película bélica mientras te encuentras en el campo de batalla.
Me he acostumbrado a correr por la verja del perímetro durante el día. Antes de salir compruebo la pantalla del circuito cerrado de cámaras, para asegurarme de que la multitud de muertos continúa en el mismo lugar que la última vez, golpeando con desesperación la gruesa puerta de acero de la entrada principal. Tras dar unas cincuenta vueltas a la valla, vuelvo a entrar y tomo una ducha rápida. Me cronometro al hacerlo, para ahorrar la mayor cantidad posible de agua. Me recuerda a los campamentos de entrenamiento, a la academia de oficiales, cuando me tenía que enjabonar el pelo antes de meterme bajo el agua para no perder tanto tiempo en la ducha. He logrado hacerlo en menos de un minuto.
Parece que el resto no tiene ni la disciplina de la conservación, ni interiorizado el concepto del ahorro. Supongo que tampoco puedo esperar que todo el mundo actúe como si fuese una máquina. Creo que tal vez éste sea el problema que he tenido durante los últimos días; he estado en unas situaciones tan extremas que he reaccionado respondiendo siempre con lógica, sin emociones, para poder ocuparme de todas las situaciones que nos surgen.
Tras examinar con minuciosidad todas las instalaciones durante días, hemos logrado habilitar una entrada que podemos usar sin tener que trepar a todas horas por la escalerilla del silo. Hay una escalera que asciende hacia donde calculábamos que se alzaba la cabaña de ladrillos que tenía la puerta de acero pintada de gris. Como esta puerta de acceso daba a la superficie en un punto muy cercano a las compuertas de lanzamiento, hemos pensado que sería la forma más segura de entrar y salir.
Hoy, Tara y yo hemos pasado algo de tiempo juntos. Nos estamos haciendo amigos. Hemos dejado que Annabelle y Laura saliesen al exterior, vigiladas muy de cerca por nosotros dos; han podido jugar en el área del perímetro. Ayer por la tarde John y yo también salimos. Con un poco de cordel y cuatro estacas que hemos sacado del departamento de mantenimiento, hemos alzado un cercado improvisado alrededor de las compuertas de la zona de lanzamiento. No quiero que ninguno de nosotros caiga dentro por accidente. Obviamente, todavía no hemos descubierto el código necesario para poder accionar el sistema de las compuertas. John sabe ya cómo acceder al área adecuada del sistema informático, pero no quiere equivocarse y abrir por error las puertas principales del complejo. Si abriese la caja de Pandora, dejaría entrar a centenares de esos demonios, y nos obligaría a parapetarnos en una zona cerrada del complejo.
Al contemplar cómo Laura jugaba con Annabelle, me he olvidado de los no muertos durante un buen rato. Media hora después, cuando el viento ha arrastrado hasta mí sus gemidos, he recordado las circunstancias acuciantes que nos trajeron hasta aquí, hasta el Hotel 23. Las he apresurado a volver a las instalaciones antes de que en el viento flotase el hedor de la putrefacción como acompañamiento de la sinfonía de gimoteos espeluznantes.
14 de abril.
23:57 h.
Hemos sufrido un apagón de aproximadamente dos horas. Las baterías de refuerzo se han puesto en marcha y han iluminado el interior del complejo de un tono rojo de combate. Supongo que la red eléctrica finalmente está fallando en esta zona, aunque no hay forma de estar seguro. La luz ha vuelto a las 23.30. El sistema debe de ser automático; tengo serias dudas de que, con los tiempos que corren, todavía haya algún técnico en sus puestos en las centrales eléctricas.
15 de abril.
19:20 h.
Esta noche saldré a dar una vuelta de reconocimiento al área con mis gafas de visión nocturna. Evitaré la densa población de no muertos congregada ante las puertas de seguridad atrancadas de la entrada principal. Esa zona está a unos cuatrocientos metros de distancia, tras una pequeña colina. John me vigilará con las cámaras de seguridad.
Le he dicho que si se producía el más mínimo problema, les alejaría del complejo, que no se preocupase. Tampoco es que me puedan ver en la oscuridad. Tal vez me acomodo demasiado, tal vez les subestimo. Soy consciente de que cuando hay un gran número de ellos, resultan letales. Pero es que también son letales cuando sólo hay uno.
Hoy he escuchado cuatro veces el extraño sonido mecánico. Una de las veces, he corrido hacia la sala de control ambiental para comprobar si se originaba allí. Pero no. El sonido surge de algún lugar en las entrañas del complejo. Debe de ser una especie de bomba, un sistema de soporte, no sé. Es el primer año que no he pagado a Hacienda a tiempo.
16 de abril.
14:00 h.
Anoche patrullé el área. Antes de salir comprobé, acompañado por John, todos los detalles de las fotos de satélite del día anterior. El área está cercada por dos vallas, y sólo se puede acceder por un pasadizo subterráneo o saltando la segunda verja por la superficie. En las fotos descubrimos que en la zona nordeste del complejo parece haber un pequeño grupo de cadáveres amontonados. Subí la escalera que llevaba a la puerta de salida y le pedí a John que apagase las luces de mi área, de manera que ellos tuviesen tiempo de aclimatar su vista a la oscuridad antes de que yo saliese. Esperé veinte minutos para que se produjese el ajuste completo a la oscuridad nocturna.
Me puse las gafas de visión nocturna, ajusté las tiras de sujeción y abrí la escotilla. El aire fresco de la noche olía a madreselva en flor. Crucé el umbral y penetré en su mundo. Tras cerrar la escotilla a mi espalda, cogí la manta que llevaba colgada al hombro y la lancé sobre la alambrada, en el mismo punto en el que la saltamos la primera vez.
Tenía los códigos para la puerta, pero no quería tener que manipular el cierre electrónico durante un subidón de adrenalina. En la situación en la que nos encontrábamos, era mucho más seguro usar el sistema de la manta para cruzar la verja. La manta ya se había rasgado en varios puntos, y tras un par más de usos, ya no serviría más que para alimentar una hoguera. La dejé colgada sobre el alambre de espino, salté sobre mis botas y empecé a recorrer el perímetro en dirección contraria a las agujas del reloj.
Cuando puse en marcha el sensor infrarrojo en las gafas nocturnas, vi brillar los ojos de muchos animales nocturnos escondidos en la zona. Rebosaba de conejos, de ratones y de ardillas. Era algo a tener en cuenta por si sufríamos escasez de comida en el futuro. Doblé la primera esquina de la verja, y seguí avanzando.
Cuando abandoné el área con la que estaba familiarizado, me adentré en la parte del complejo que sólo había visto. Había un campo de trescientos metros entre nuestra verja y la siguiente, que nunca había pisado. Calculé que John estaba en el mismo punto que yo, sólo que 30 metros por debajo. En las esquinas de nuestra valla percibía las luces de las cámaras de seguridad que me seguían. También usaban tecnología de infrarrojos, así que para mis gafas eran como faros en la noche. Corrí durante un minuto, en dirección hacia la segunda valla. Giré hacia la esquina nordeste. Los gemidos y el hedor de los muertos se hacían más penetrantes a medida que me acercaba. Ahora estaba fuera del alcance de la mayor parte de las cámaras de las instalaciones, excepto las de la puerta principal.
Ahora veía los cuerpos apilados tras la segunda verja, y a lo lejos distinguía la masa de muertos que golpeaban, incansables, la puerta principal. Me agazapé y avancé a hurtadillas hacia los cadáveres del suelo. Cuanto más me acercaba, más sentido le encontraba a todo. En la valla había varios agujeros, varios puntos en los que se había roto, supongo que a causa de unos disparos efectuados desde el interior con armas automáticas. Los cadáveres que hay amontonados fueron víctimas de alguien de dentro que disparó contra ellos; llevan aquí mucho tiempo. Tienen la piel cubierta de gusanos y de otros insectos.
Miré el interior de la segunda verja e intenté localizar a la persona armada que había sido responsable de aquella matanza. No veía nada, sólo la hierba crecida. Este cercado debe de guardar algo importante, pero no veo ninguna escotilla de acero parecida a la de la primera. No podía dejar de imaginar que quienquiera que disparase contra estos engendros tuvo que replegarse de nuevo en la oscuridad del bunker, en busca de seguridad, pero nosotros ya habíamos rastreado todas las instalaciones sin encontrar a nadie, ni vivo ni muerto. Mi mente todavía se preguntaba qué debía de ser aquel ruido mecánico, intermitente.
Comprobé la verja que había sido afectada por los disparos, pero aunque la habían dañado, nada mayor que un brazo humano podría atravesarla. Había manchas de sangre seca, jirones de piel que colgaban de los afilados bordes del alambre de espino. Algunos habían intentado atravesarla con sus brazos, algunos habían intentado agarrar a su verdugo.
En silencio me di la vuelta y volví por el mismo camino por el que había venido, pero en lugar de saltar enseguida por la primera verja, decidí tomar una ruta distinta y rodear el perímetro de la zona que hay entre los dos cercados, hasta llegar al costado oeste. Volví a fijarme en esta enorme extensión de hierba: ya lo había hecho cuando llegamos aquí. Podría hacer despegar o aterrizar un avión en esta zona. No sería mala idea intentar encontrar un aparato. Después de todo, volar no es como ir en bicicleta, es una habilidad que se olvida. Salté la verja, recuperé la manta y entré en el complejo. Empecé a contarles a los demás lo que me había encontrado fuera.
19 de abril.
12:11 h.
Anoche volví de una excursión de tres días para conseguir más víveres y algo de equipo que necesitábamos. Estoy herido, y de nuevo estuve a punto de no sobrevivir a la salida. John ha acabado un poco mejor que yo: sólo tiene un arañazo en la cara. Uno de ellos, a pesar de avanzar entre tambaleos, logró arañarle. Hicimos la mayor parte del trayecto a pie.
Con el mapa de carreteras y la carta de navegación aérea que habíamos conseguido antes, fuimos capaces de establecer cuál era la población más cercana que contase con un aeródromo. Según la carta, había un pequeño aeropuerto privado llamado Eagle Lake a unos treinta kilómetros en dirección nornordeste desde el Hotel 23. La noche anterior a nuestra salida, John sacó una foto con el satélite del área, y pudimos apreciar dos carreteras de hormigón paralelas en la imagen. Había un hangar y dos pequeñas avionetas estaban aparcadas cerca de una diminuta torre de control. Cuando alejamos la imagen, vimos el curso de la I-10 a unos diez kilómetros al norte del aeródromo. Éramos conscientes de que necesitaríamos un medio de transporte para la vuelta, así que nos centramos en la franja de la I-10 que quedaba justo sobre el aeropuerto. Había coches detenidos al azar por toda la carretera. Era la vía principal que recorría las ruinas de San Antonio y la ciudad de Houston.
En la carretera había manadas de cadáveres. Los dos pensamos que sería inútil usar la carretera para llevar a cabo nuestra misión. El fresco aire de abril se coló por la escotilla cuando descorrimos el cerrojo. Las flores se estaban abriendo; iba a ser un día bonito. John y yo íbamos cargados con equipo. Introdujimos el código numérico y abrimos la verja que nos unía de nuevo a un mundo en el que no éramos bienvenidos.
Nos quedamos cerca de las zonas de hierba alta o de árboles, y avanzamos. Cuando llegamos a la entrada principal, vimos el comité de bienvenida sin necesidad de usar ningún artilugio que nos aumentase la imagen. John y yo los contemplamos por turnos, con los prismáticos, desde unos arbustos alejados de ellos. Con dos palabras podríamos resumir su estado: hambre, rabia. Dudo de que exista alguien que pueda llegar a comprender de dónde surge su odio visceral hacia los seres vivos, pero no me importa.
Sentí una gran repulsión cuando ellos intentaron agarrar la puerta, seguían aporreando el grueso acero; se rompían las uñas y dejaban tras de sí un líquido marrón con cada golpe, con cada arañazo. Había algunos que parecían todavía más nerviosos, y empujaban a otros a un lado para poder tener la oportunidad de convertir sus manos en muñones a fuerza de golpes.
Otro hecho que me llamó la atención y que creo que merece la pena reseñar es que uno de ellos se ayudaba con una piedra para efectuar sus golpes. La roca tenía el tamaño de un bate de béisbol; la criatura aporreaba con un ritmo marcado, incansable. Y fui consciente de por qué no lo habíamos oído antes: la puerta de seguridad exterior es la primera de tres puertas que separan el mundo exterior de nuestro grupo, afincado en el Hotel 23. Es evidente que estas criaturas retienen algún sentido primario sobre el funcionamiento de las puertas.
John y yo seguimos nuestro camino hacia el norte. Antes de abandonar el Hotel 23 intentamos imprimir la foto del satélite, para llevarnos con nosotros una referencia visual. Por algún motivo, el sistema de seguridad de la consola de control no permite imprimir nada que tenga acceso a las carpetas de las imágenes del Departamento de Inteligencia (IMINT). Tuvimos que reemplazar la impresión con notas y bocetos sobre nuestro mapa de carreteras.
Tras contemplar los cadáveres que no paraban de aporrear la puerta durante unos minutos, reemprendimos el viaje. El terreno era irregular, implacable, y lo notábamos más a medida que avanzábamos. El alambre de espino de la naturaleza nos arañaba las piernas. Tras dos horas de caminata, de avanzar con cuidado para que no se nos viese desde la carretera de dos carriles junto a la que andábamos, fuimos a parar a un campo en el cual habían alzado un grupo de cruces. Había cuatro de diferentes alturas. Había tres no muertos atados a cada una de las cruces; el cuarto estaba muerto. Parecía que la población de aves de la zona se había comido a picotazos la mayor parte de su cerebro, sirviéndosela directamente de la cabeza.
Los otros tres engendros nos miraron al mismo tiempo cuando nos acercamos. Sus cabezas se retorcieron mientras ellos intentaban alzarlas para poder mirarnos, para poder seguir nuestros movimientos. Uno de ellos no estaba tan bien sujeto como los otros, y sus piernas empezaron a patalear de forma salvaje en un intento de liberarse de aquella prisión de madera cruzada y de ataduras. Tanto John como yo sabíamos que si los matábamos de un tiro, atraeríamos a más a nuestra posición. Las cruces se balanceaban dentro de los agujeros del suelo en las que estaban clavadas, con cada tirón que los no muertos daban al intentar liberarse.
Decidimos abandonar aquel lugar y seguir hacia el norte. Al abandonar aquel campo maldito, me pregunté qué tipo de gente retorcida había perdido el tiempo construyendo las cruces, plantándolas en el suelo y después crucificando a los cuatro no muertos. Pero mi mente dio un salto a un pensamiento bastante angustioso: ¿Y si no estaban muertos cuando los crucificaron?
No se lo expuse a John, ya que no tenía ningún sentido que los dos nos inquietáramos por nada. Nos acercamos a los límites del campo, salvamos la verja y nos adentramos en las llanuras abiertas de Texas.
No sé si fue la perspectiva de volar de nuevo lo que me impulsó a volver a caminar entre ellos o si fue la necesidad de observar con mis propios ojos lo que sucedía en el mundo. Aunque ya sabía bastante bien lo que estaba pasando: estamos jodidos y no se puede decir o hacer nada para arreglarlo. Ni una araña gigante es rival para un ejército de hormigas.
Nos encaminamos al hangar por la simple razón de que necesitábamos algunos objetos, como la sierra de arco para el armario del arsenal, y porque estaría bien tener un avión en el Hotel 23 por si necesitamos escapar. Otra de las razones es que si logramos despejar las puertas de entrada del silo de cadáveres andantes, un avión sería una buena manera de explorar la zona.
Volví a pensar en las fotos del aeródromo que sacamos con el satélite. Estaban hechas desde un ángulo superior directo, ya que la cámara está en el espacio. Nos servían perfectamente para reconocer las siluetas de los aviones, pero viendo sólo la forma de las alas no podía estar seguro de si se trataba de dos Cessna 172 o de 152. No importaba. De nuevo, la idea de volver a volar me hacía sentir bien. John y yo continuamos nuestro viaje hacia el aeródromo de Eagle Lake. Eran las 7.00 de la tarde cuando lo olimos: no era el hedor a carne podrida; lo que la brisa arrastraba era el familiar aroma del agua de un lago. Cuando coronamos la siguiente colina, una gran extensión de agua apareció ante nosotros.
Según el mapa, Eagle Lake no era muy grande. Parecía que nos diese la bienvenida, aunque tras nuestra experiencia en los muelles, sólo Dios sabía qué podía estar acechando en sus profundidades. Estábamos cerca del aeródromo, pero antes tendríamos que encontrar un lugar en el que guarecernos antes de que anocheciera. En el otro lado del lago había una carretera; saqué los prismáticos y vi que había un enorme autobús de línea de acero, en la cuneta, junto con otros vehículos más pequeños.
Contemplé el autobús durante varios minutos y me cercioré de que no se producía ningún movimiento en el interior ni a su alrededor. Le pasé los prismáticos a John, que hizo lo mismo que yo. Con mucho cuidado, bordeamos el lago por el camino más corto, que nos llevaba hasta la carretera. El sol descendía peligrosamente cuando llegamos a los dos carriles. Había muchos coches abandonados, pero no se produjo ningún movimiento de no muertos. Sabía que estaban allá fuera, pero no podía verlos. Mantuvimos nuestras armas preparadas mientras rodeábamos el autobús. No queríamos arriesgarnos. Clavé una rodilla en el suelo, apoyé el arma de forma que apuntase hacia fuera y le susurré a John que se aupase sobre mis hombros y mirase el interior del autobús, para asegurarnos.
Tras repetir lo mismo en intervalos de un metro hasta llegar a la cola del vehículo, nos dimos por satisfechos. Estaba vacío. Y nosotros, nerviosos. No es que me muriese de ganas de volver a ver a uno de esos hijos de puta podridos, pero estaba seguro de que tarde o temprano durante aquella expedición, sucedería. Me acerqué a la puerta del autobús, que se abrió con mucha facilidad. La barra de cierre no estaba en el asiento del conductor, las llaves estaban en el contacto. La batería no debía de funcionar ya, pero no me importaba: aquello era sólo un hotel donde pasar la noche.
Subí al autobús, con prudencia. John me siguió. Cerramos la pesada puerta de acero y cristal y colocamos la barra de cierre en su sitio, de manera que resultaba imposible abrirla desde el exterior. Los pelos de la nuca se me erizaron al vislumbrar algo en el hueco que quedaba ante los asientos del fondo. Había un brazo humano tirado en el pasillo. Por lo que parecía, estaba en un avanzado estado de descomposición.
John se quedó atrás, vigilando el perímetro del autobús mientras yo comprobaba aquel despojo. Con el arma en ristre, me acerqué a la cola del autobús. Cuando llevaba avanzados dos tercios, pude confirmar que el brazo era tan sólo eso, un brazo. Me puse los guantes de Nomex, abrí poco a poco una ventanilla y tiré aquella extremidad, tan sólo un hueso con algunos jirones de carne encima. Parecía como si alguien se hubiera limpiado el culo en los asientos del fondo; pero no, era sólo sangre seca. Le comuniqué a John por señas que todo iba bien. Empezamos a montar el campamento en silencio, después de que yo hubiese comprobado dos veces que bajo los asientos no había nada.
Llevaba dos paquetes de pilas AA para las gafas de visión nocturna, pero había decidido racionarlas, por lo que sólo me las ponía cuando era del todo necesario. Aquella noche sin luna la pasé sumido en la más completa oscuridad. John y yo hablamos en susurros y planificamos qué haríamos al día siguiente. El aeródromo no aparecía en el mapa de carreteras. Tendríamos que extrapolar su localización en la carta de navegación aérea que había traído conmigo. El mapa y la carta estaban dibujados a escalas distintas; nos iba a llevar bastante tiempo encontrar el punto exacto en el que se encontraba el aeródromo.
Aquella noche me dormí con el repiqueteo de la lluvia sobre el techo de acero de fondo. Ya eran las 3.00 de la madrugada cuando me despertó el ruido de los truenos y, el destello de los relámpagos. Me froté los ojos, recobré la consciencia y miré afuera a través de los cristales semitintados de las ventanillas del autobús. Los rayos eran cada vez más frecuentes; qué bien que estábamos bajo techo. Otro destello; pude ver una silueta humana a sólo 20 metros. Ésta era una de esas ocasiones en las que es del todo necesario, por lo que me coloqué rápidamente las gafas de visión nocturna. No era humana: era un cadáver solitario que vagaba con una mochila a la espalda. Podía ver los huesos de los pómulos que sobresalían entre la cuarteada piel del rostro de la criatura, mientras ésta se movía arriba y abajo. La mochila era de esas que no sólo se cuelgan de los hombros, sino que también se aseguran con una correa que cruza el pecho, para que no se mueva al caminar. Los dientes de la criatura eran visibles en una sonrisa eterna; el agua goteaba de aquel cuerpo sin vida.
No podía vernos. John seguía dormido. No quise molestarlo. En poco tiempo el vagabundo pasó de largo, hacia la oscuridad de la noche tejana, hacia su siguiente parada.
La mañana del día siguiente, el día 17, guardamos con rapidez todas nuestras cosas y empezamos a salir. Antes de abrir la puerta, le pedí a John que me cubriese mientras yo intentaba encender el motor del autobús, sólo por curiosidad. Es cierto que eso causaría ruido, pero quería comprobar si la batería seguía funcionando tantos meses después. Giré la llave y apreté el starter. Ningún ruido. Estaba más muerto que el vagabundo de la noche anterior. Nos marchamos a buscar el aeródromo.
Tras un par de horas de búsqueda, encontramos las pistas de aterrizaje. No estaban muy lejos de la carretera principal. Tenían el mismo aspecto que habíamos apreciado en la fotografía, así que estábamos casi seguros de que estábamos en el campo adecuado. A lo lejos, distinguía las formas de los dos aviones aparcados cerca de la torre. Con cuidado, nos acercamos al perímetro del aeródromo; nos deteníamos a escuchar a intervalos regulares. La verja no estaba rematada de alambre de espino. Trepamos con facilidad y entramos en el recinto. Teníamos ante nosotros una vista de cientos de metros; no había ningún movimiento. Por el momento, nos sentíamos seguros.
Esta zona parecía totalmente desprovista de cualquier actividad de no muertos. Era consciente de que la I-10 estaba sólo unos kilómetros al norte de nuestra posición, y que las fotos de satélite nos habían indicado que había una gran población de no muertos en la zona. Tal vez se reunían en la I-10, de la misma forma que las gotas de agua se ven atraídas entre sí. O tal vez era el ruido que ellos mismos hacían. Podía ser cosa de mi imaginación, pero en ocasiones creí oír el ya familiar y macabro sonido, que el viento arrastraba desde la distancia.
Mi preocupación principal eran los dos aviones. Nos acercamos a la torre, con los ojos clavados en los dos aparatos, los dos aparcados muy juntos uno del otro. Uno de ellos era un 172; el otro un 152, el tipo de Cessna menos potente. No era un experto en repararlos, pero desde donde me encontraba me parecía que los dos estaban en un estado de conservación decente. Volví a sacar los prismáticos para poder examinar el perímetro desde nuestra situación, un poco elevada. Me intimidaban un poco las ventanas tintadas de la torre, ya que no podía distinguir si había alguna criatura allá arriba enseñándonos los dientes. Pero teníamos que acercarnos, porque tendríamos que pasar la noche del día 17 refugiados en el interior de la torre.
John y yo avanzamos hasta la puerta de entrada de la torre. El me cubría las espaldas mientras yo accionaba con mucha prudencia el pomo de acero de la puerta. En el interior estaba oscuro. Encendí la linterna que llevaba mi fusil y empecé a comprobar la escalera. No había restos de sangre, no había señales de lucha. La torre estaba abandonada.
Cuando empezamos a ascender por la escalera, la sensación de miedo empezó a abandonarnos. La planta superior estaba vacía. Encontrarnos dentro de otra torre de control nos trajo recuerdos de nuestra primera huida. Parecía que hubiesen pasado años. No había electricidad, aunque en el hangar estaba encendida una luz exterior. Debía de tratarse de un diferencial activado. No me preocupé en descubrir qué era.
Lo siguiente que teníamos que hacer era registrar los hangares, donde seguramente encontraríamos las herramientas y los materiales que necesitábamos. Eran casi las 14.00 horas, y hacía un día muy caluroso. Con la tranquilidad asentada en nuestros cuerpos, John y yo nos acercamos con despreocupación al primer hangar. Le pedí a John que me cubriese y abrí la puerta. Nuestra actitud displicente estuvo a punto de matarnos.
Un cadáver podrido vestido con un mono blanco y una camiseta interior nos embistió en el mismo umbral de la puerta; blandía unas tijeras de podar en la mano izquierda. Parecía que no tenía ni idea de que las podía usar como un arma cuando atacó a John e ignoró casi por completo mi presencia. La criatura se desplazó con rapidez, entre tambaleos, y cayó encima de John, chasqueando sus dientes cariados. Las tijeras rasgaron la mejilla de John. Oí el ruido de algo más que se movía en el interior del hangar. Aparté la criatura de encima de John de una patada y me volví enseguida, para estar de cara a la puerta abierta, sumida en la oscuridad. Creía que John estaba bien, pero había quedado inconsciente al caer al suelo. La criatura que había alejado de John tenía ahora otro objetivo… Yo.
Cargó de nuevo contra mí, con su lento bamboleo. Era demasiado tarde; en el tiempo que reaccioné al familiar barboteo que emitía, ya me había clavado sin advertirlo las tijeras de podar entre las costillas. Me di la vuelta, encendido de rabia. Le pegué una patada en el pecho que le envió al suelo, al lado de John, le apunté entre los ojos y lo neutralicé. El cerebro desparramado, antes de quedar cubierto por una capa de tierra, se me antojó una coliflor azul. Las tijeras seguían en manos de la criatura; supongo que debían de llevar allí meses. Ahora seguirían con él toda la eternidad.
Me arrodillé al lado de John y le pegué un par de cachetes en la cara. Me quedaron las manos empapadas de su sangre. Aunque mi herida era peor que la suya, él sangraba más. Comprobé las tijeras; aparte de por nuestra sangre, parecían secas. Un sonido proveniente del hangar me recordó que había otra amenaza con la que tendría que enfrentarme. No podía dejar a John ahí, inconsciente.
Le golpeé el rostro hasta que se despertó. Le ayudé a ponerse en pie, y le pedí que vigilase a nuestro alrededor. La luz que había visto la noche anterior en el hangar estaba situada encima de la puerta abierta. A ambos lados de la puerta que yo había abierto, había dos enormes persianas de hangar. Mi idea era penetrar en el edificio y poner en marcha el interruptor de las persianas, para que el interior quedase bañado de luz del sol.
Cuando crucé el umbral, vislumbré a uno de ellos. No tenía otra opción; tenía que acabar con él. La luz de la linterna acoplada al cañón me mostró a algunos más. La luz era brillante, y grabó a fuego la imagen de seis cadáveres más en el fondo de mi retina. Estiré el brazo, en busca de un interruptor, y lo accioné. Nada. Intenté con el que había debajo y empecé a oír el familiar rugido de una puerta de garaje al moverse.
Avancé hacia la puerta, le di la espalda a John y apunté con el arma hacia delante, hacia la oscuridad del hangar. Miré detrás de mí, y vi a un John con aspecto mareado, que se apoyaba sobre su fusil. Le grité que se reuniese conmigo. Había llegado la temporada de caza. Preparé el fusil y esperé a que el primero se acercase. El que estaba más cerca fue el que inauguró la lista. Lo maté de un solo disparo. Los siguientes lo siguieron, excitados porque veían comida por primera vez en meses. Intentaban cazarme con sus brazos extendidos. John intentaba disparar contra ellos, pero fallaba cada vez que apretaba el gatillo. Me cargué a la mayoría de un solo tiro, pero contra dos de ellos fallé en dos ocasiones. La última criatura se desplomó a sólo un metro de mis pies.
En los muelles de carga y en el suelo ante el hangar había ocho no muertos… muertos. Los había matado a todos. Comprobé el cargador y lo reemplacé por uno nuevo. John recobraba la compostura, y la hemorragia de la mejilla parecía haberse detenido. Me hizo un gesto con la cabeza, para asegurarme que ya se encontraba mejor, e indicar que necesitábamos apartar aquellos cadáveres de la vista; los muertos no eran los únicos que debían de haber escuchado los disparos. Los dos sabíamos en qué pensaba el otro: en las cruces.
Arrastramos los cadáveres hasta un rincón del hangar; las tijeras de podar acompañaron a su propietario. Rebuscamos durante unos minutos por el interior del edificio hasta encontrar una lona azul que nos permitiría disimular la presencia de aquellas endemoniadas criaturas. Me olvidé por completo de mi herida hasta que John encontró un botiquín de primeros auxilios colocado sobre un extintor.
Usé la navaja para hacer saltar el cierre y empecé a sacar lo que necesitaba: el yodo, el esparadrapo y las gasas. Desabroché la cremallera de mi traje de vuelo y me lo bajé hasta la cintura. La sangre, oscura, manchaba la camiseta de color verde que llevaba. Me daba miedo levantar aquella prenda… Poco a poco, deslicé la tela por encima de las costillas, y pude apreciar que no estaba tan mal, pero que necesitaba primeros auxilios. Agité el bote de yodo, lo abrí y lo apliqué directamente sobre la herida. Estaba frío y escocía un poco. El yodo tintó la piel de color naranja brillante. Coloqué una gasa sobre la herida y la sujeté con esparadrapo a mi caja torácica.
A continuación, comprobamos la valla y descubrimos que en la distancia se había reunido un pequeño grupo de tres no muertos. El sonido de los disparos les había atraído. Estaban demasiado lejos para poder vernos, pero era perturbador saber que estaban allí, saber que reaccionarían ante cualquier sonido que produjésemos.
Tras encontrar los artilugios que necesitábamos, la sierra de arco, llaves inglesas, un sifón para combustible y una vieja chaqueta de cuero, empecé a examinar los libros que tenían en el archivo del hangar. Había sobre todo listas de comprobación del Cessna, algunas de fechas antiguas, pero me servían igual en la situación en la que nos encontrábamos. Hice otro hallazgo importante: un manual de mantenimiento que incluía indicaciones sobre los Cessna 172 y los 152. John y yo recogimos nuestro botín y nos encaminamos a los aviones; yo enseguida empecé a comprobar todos los elementos de la lista, para decidir si el aparato seguía estando operativo.
Tardé unos minutos en acabar, pero tras intentar tres veces encender el motor, el propulsor se puso en marcha y cobró vida entre toses. Puse todos los sistemas en funcionamiento y comprobé el combustible. Se encontraba a la mitad de su capacidad, lo que se traducía en un vuelo de dos horas. Calculé que el Hotel 23 debía de estar a unos veinticinco minutos, por lo que el combustible no era problema… no como el creciente número de no muertos en la parte exterior de la alambrada. Apagué el motor, y volvimos al hangar a buscar una lata, para llenarla con combustible del 152 y llenar el depósito del 172. Tras la verja se habían reunido ya diez seres. No intentaban entrar, pero deambulaban alrededor de la zona, atraídos por los sonidos de los disparos y del motor del aparato.
John y yo cogimos la lata y nos dedicamos a llevar a cabo la tediosa tarea de extraer con el sistema de sifón ochenta y tres litros de combustible para acabar de llenar el otro aparato. Cuando llevábamos unos setenta y cinco litros, el 152 estaba seco. Vaya. Hice unos cálculos mentales rápidos, y llegué a la conclusión de que podíamos contar con apenas tres horas y cuarenta y cinco minutos de vuelo, antes de que el avión cayese del cielo. Cargamos los asientos traseros con todo nuestro equipo. Yo llené todos los recovecos de la carlinga con todo lo que cupo. También me adjudiqué un poco de aceite para aviones que encontré en el hangar de mantenimiento; nunca se sabe si podría ser útil.
Como últimos preparativos, saqué la batería del 152 y la coloqué entre el montón de vituallas del asiento trasero. Llevábamos mucho peso encima, pero yo ya tenía experiencia y en esta ocasión tenía una pista de despegue real, no un camino de tierra. Se hacía tarde. Había sólo trece seres en la verja, por lo que dudaba que lograsen atravesarla. Cuando realizamos las últimas preparaciones en el avión, escuchamos el eco de unos disparos realizados con metralletas a lo lejos. Al oír este nuevo sonido, la mayoría de las criaturas abandonaron la valla y empezaron a tambalearse hacia allí.
¿Quién era? No había forma de saberlo. Lo peor, y seguramente sería lo peor, serían los cabrones pirados que habían crucificado a los pobres hijoputas en el campo a unos kilómetros al norte de Hotel 23. Dejamos preparado todo lo que pudimos, y nos retiramos a la torre de control para pasar una noche de sueño intranquilo.
Me desperté a la mañana siguiente con un dolor penetrante en las costillas. La cara de John tenía mucho mejor aspecto, pero mi herida se infectaba. La volví a limpiar y me puse un vendaje nuevo. Hasta las 10.00 de la mañana no me sentí con fuerzas para abandonar la torre. No había rastro de los no muertos en la verja, pero no oímos ningún disparo más, como la noche anterior. Ahora teníamos un problema. Íbamos a volar de vuelta con el avión y aterrizar en la zona de hierba que había junto al Hotel 23, ¿saldríamos del aparato y lograríamos saltar la valla antes de que se nos zamparan?
Le dimos vueltas al problema durante unas horas, hasta decidir que lo mejor sería realizar el trayecto de noche, y usar las gafas de visión nocturna para mejorar nuestras posibilidades de salir airosos. Yo seguía preocupado por el fuerte ruido del motor que los atraería hasta nuestra posición, fuese de día o de noche. Fue entonces cuando John me sugirió: «¿No se puede aterrizar con el motor apagado?». Me reí de aquella idea, y le respondí que no lo sabía; nunca había intentado aterrizar con el motor apagado excepto en misiones de entrenamiento con la situación controlada por completo. Pensé en ello durante un buen rato, hasta decidir que sí podría funcionar.
Esperamos con paciencia a que cayera la noche. No fue hasta las 8.50 del día 18 de abril que decidimos que había llegado la hora de volver a casa. Aquella noche, mientras guardábamos los sacos de dormir y el resto del equipo que habíamos rescatado de la torre dentro del avión, volvimos a oír disparos. Esta vez sonaban cerca, mucho más cerca. En medio de las ráfagas, nos pareció escuchar también el ronroneo de motores de coche. Saltamos en el interior, nos ajustamos los cinturones del arnés, y decidimos llevar nuestros culos de vuelta a casa. No me costaría mucho localizar el Hotel 23 gracias a las cámaras de seguridad. Con las gafas de visión nocturna, era capaz de localizar cualquier cosa que brillase con la frecuencia de infrarrojos, como si fuesen faros.
Le habíamos pedido a William que se asegurase de que las cámaras estuviesen encendidas y en frecuencia de infrarrojos antes de acostarse cada noche. Serviría de sistema de seguridad, nuestro rastro de miguitas de pan que nos llevaría de vuelta a casa. Hice que el avión rodase por la pista y evité pasar por el punto que enciende las luces de aterrizaje. No encendí tampoco los faros estroboscópicos; no podíamos encender nada que revelase nuestra posición.
Mientras colocaba el morro de la nave en la línea central de la pista, pude ver unas formas de color verde granulado; eran figuras humanas reunidas al otro lado de la verja. Ni John ni yo queríamos quedarnos a averiguar si eran amigos o enemigos. Solté los frenos y cuando el indicador anunció que habíamos llegado a los cincuenta nudos de velocidad, elevé el morro; volábamos de nuevo. Con ayuda de la carta de navegación aérea, dirigí el aparato en dirección al Hotel 23.
Cuando llegamos al extremo de la pista, vi unos destellos provenientes del morro de una ametralladora bajo nosotros, en el suelo. No tenía ni idea de si disparaban contra nosotros o de si se defendían. Volví a pensar en las cruces mientras yo viraba hacia nuestro hogar.
No pasó mucho tiempo antes de que localizara el brillo de las cámaras de seguridad con las gafas de visión nocturna. Sobrevolé la zona en círculo para orientarme, ascendí hasta 760 metros y empecé a realizar el acercamiento circular. A regañadientes, apagué el motor; íbamos a acabar en el suelo, lo quisiéramos o no. No sabía cómo volver a encender el motor en el aire. Era un billete sólo de ida hacia el nivel del mar. El ala derecha estaba colocada en paralelo con la verja oeste, con las dos cámaras de la esquina oeste. Seguí controlando el altímetro y la velocidad. Ochenta nudos, 450 metros.
Tracé un nuevo círculo, esta vez con un ángulo de ataque más agudo, porque nos encontrábamos a demasiada altura. Disminuí la elevación, y me coloqué en posición de última aproximación a 180 metros. Caíamos más rápido de lo que consideraba tranquilizador. Veía el H23 tras mi ala izquierda. Las gafas de visión nocturna eran una mierda para lograr una buena percepción de la profundidad, así que tenía que vigilar constantemente el altímetro. Lo coloqué en el nivel del mar antes de despegar. Noventa, setenta, cincuenta… Setenta nudos…
Cuando estábamos a tres metros, enderecé el aparato para suavizar el aterrizaje. El propulsor todavía expulsaba aire cuando el tren de aterrizaje topó con el suelo; la rueda delantera enseguida tocó tierra. Fue un topetazo terrible, y todos los objetos sueltos en la cabina saltaron por los aires. Mantuve el avión derecho mientras apretaba lo que quedaba de los frenos hidráulicos para reducir nuestra velocidad.
Los frenos hidráulicos no funcionan muy bien con el motor apagado. No me podría haber importado menos el equipo que dejábamos atrás. Lo único que me llevé del avión fue el fusil, y abandoné el aparato en medio del campo mientras corría hacia la alambrada con John pisándome los talones.
John tecleó el código de acceso. El chasquido metálico indicó que la puerta estaba abierta. Atravesamos la verja, cerramos la puerta tras nosotros… Por fin estábamos a salvo. Atravesé la escotilla y caí rendido entre los brazos de Tara, que observaba con ojos preocupados mi ropa empapada en sangre. He estado dormido casi toda la mañana, y después Jan se ha ocupado de mis heridas. Le ha parecido una buena idea coser el corte, y ha reabierto la herida de forma abrupta. La ha limpiado y a continuación ha empezado a coserla. Aunque me dolía horrores, no me he quejado. Simplemente me he tomado unos tragos de ron que tenía el capitán Baker.
21 de abril.
21:18 h.
Hemos pasado el día camuflando el avión con arbustos y hierba, y transportando los nuevos suministros desde el aparato hasta el H23. John comprueba activamente las fotos para determinar la identidad de las personas que nos atacaron desde el suelo. Tara ha estado muy pegada a mí desde que hemos vuelto. Mañana intentaremos acceder al arsenal con la sierra de arco.
24 de abril.
20:41 h.
En el hotel está todo en silencio. Mi infección del pecho está remitiendo. Me pica, me escuece; siento el dolor habitual de una infección grave. Jan me ha contado que me quitará los puntos en una semana. Por desgracia para mí, usó hilo de costura normal. En la mañana del día 22, William, John y yo hicimos turnos para serrar el enorme candado del arsenal de acero. Yo me dediqué a ello diez minutos, como los otros dos.
Aplicamos algo de lubricante en la sierra para evitar que se calentase y que las puntas de los dientes se mellasen. Tardamos casi una hora en cortarlo. En mi mente, casi esperaba que una bandada de cadáveres saliese de dentro del arsenal en cuanto abriésemos la puerta.
Pero no fue el caso. Tuvimos suerte. El interior del armario contenía un alijo de armas militares de pequeño tamaño. Había cinco M-16, uno de ellos equipado con un lanzagranadas M-203. Como no me he entrenado como soldado de infantería, tengo que investigar cómo se usan antes de intentar lanzar una granada con ese artilugio.
Dentro de nuestro pequeño cofre del tesoro encontramos dos pistolas Remington 870, modificadas por los militares, y cuatro Berettas M-9. Cuando empezamos a transportar las armas desde sus colgadores hasta la sala de control, descubrí otro fusil, casi escondido en el fondo del arsenal, tras las cajas de munición. Volví al interior del armario para ver de qué se trataba. Estaba a punto de agarrar un arma rusa en un arsenal de un silo de misiles de Estados Unidos. Si no fuese por la inscripción que estaba grabada en el arma, siempre le habría dado vueltas a qué estaba haciendo allí ese fusil.
En inglés (y algo de ruso) habían escrito lo siguiente:
Para el coronel James Butler, USAF.
Guerra Fría 1945-1989.
Dimitre Nikolaevich.
No me costó mucho hacer una suposición más o menos decente sobre lo que hacía aquella arma aquí. Aunque mis conocimientos de ruso están un tanto oxidados, y siempre fueron bastante pedestres, he reconocido la palabra polkovnik, «coronel». También sé que voyna significa «guerra», y como se considera oficialmente que la Guerra Fría terminó en 1989, khalodny tiene que ser «fría» en ruso. Este AK-47 ruso debía de ser un regalo de buena voluntad de un militar de una superpotencia en declive al coronel Butler. Claro que no tengo ni idea de quién era Butler, pero es de suponer que había estado al mando de este puesto durante la Guerra Fría, y que había conocido a su adversario antes de la caída de la URSS.
Me pregunté qué debía de haberle regalado el coronel Butler a su camarada Nikolaevich. Nunca sabré la respuesta. El arma parecía estar en un estado excelente. Decidí llevármela a mi dormitorio como un suvenir… Un suvenir mucho más útil que un vaso de chupito.
Ahora estamos bien armados y tenemos al menos un arma militar para cada uno de nosotros. Por desgracia, las mujeres no saben cómo utilizar ninguna de ellas; deberíamos arreglarlo lo antes posible. John y yo volvimos a salir para camuflar mejor el avión.
Ahora casi tienes que tropezarte con él para encontrarlo. John sigue ocupado intentando averiguar cómo funcionan los distintos mecanismos del complejo. Todavía oímos el ruido intermitente que surge de algún lugar de las instalaciones, aunque los dos seguimos intentando aislar la fuente. Tras examinar literalmente docenas de fotos, hemos sido incapaces de encontrar ningún rastro de nuestro(s) atacante(s) de la otra noche.
Me pregunto si será lo suficiente bueno para localizarnos, si sigue la dirección general en que se desplazaba el avión. Si hubiese encendido los faros estroboscópicos y las luces de despegue nos habrían abatido a tiros, estoy seguro. Hubiese sido fácil alcanzar un objetivo iluminado; quien disparaba sólo apuntaba en la dirección en que oía el motor.
Hacemos turnos a intervalos regulares para comprobar las cámaras; John cree que debe de haber un sensor que si se acciona correctamente, hace que la cámara siga cualquier movimiento que haya en el exterior. Ahora me pondré a limpiar las armas.
26 de abril.
19:54 h.
Me ha llevado bastante tiempo, pero por fin he acabado de limpiar todas las armas que lo necesitaban. No me importaría conseguir algo de munición para el AK-47, ya que necesita un calibre distinto que su equivalente nacional, el M-16. Ayer pasé el día enseñando a Tara y a Jan a cargar, a apuntar y a ajustar el disparo al viento con los fusiles. Me parece que son habilidades muy necesarias hoy en día.
En un momento de aburrimiento, John y yo nos hemos dedicado a sacarle fotos a Houston. No logramos localizar ningún superviviente. Hubo un momento en que creímos haber descubierto una pista bastante buena, ya que en el techo de uno de los edificios más altos ondeaba una bandera bastante tosca en la que se leía simplemente «SOCORRO». Hasta que John no disminuyó la distancia, no descubrimos que los no muertos ya les habían socorrido suficiente. Había unos cuatro deambulando por encima del tejado; lo más seguro es que fueran los mismos cuatro que hicieron la bandera.
También hemos estudiado los manuales de los generadores diesel del complejo. En la sala de generadores, fuera de la vista, hay unas baterías grandes en las que no nos habíamos fijado antes. Al examinarlas de cerca, nos hemos dado cuenta de que los pilotos de estado de la batería estaban en rojo, no en verde.
John y yo hemos intentado descubrir qué significaba que las luces estuviesen en rojo; las baterías han perdido su carga a causa de la falta de cuidados. Hemos practicado la secuencia de encendido varias veces antes de realizar la secuencia real. Hasta que el sonido no ha sido tan fuerte que John y yo hemos tenido que gritar para poder escucharnos no nos hemos dado cuenta de las implicaciones de nuestras acciones. Hemos corrido hacia la sala de control y hemos encendido enseguida la cámara que enfoca a las puertas principales.
Seguían allí; parecía que no habían reaccionado al sonido. No había mucha distancia entre la sala de generadores y la de control. No sonaba muy fuerte, pero sí se podía oír el zumbido regular del motor. Satisfechos por no haber desencadenado un infierno sobres nosotros, hemos vuelto a la sala de generadores para seguir examinando los indicadores de las baterías. Poco a poco, cambiaban hacia el color verde. Han pasado sólo dos horas antes de que se cargaran completamente, y los hemos apagado. La energía principal, milagrosamente, sigue aguantando.
En el fondo de mi mente, aún pienso en lo que significa en realidad el destello de un disparo en el cañón de un arma. ¿Por qué alguien dispararía contra otro superviviente humano, a menos que él intentase hacerle daño? No sé qué alegría puede encontrar otro humano en matar a una persona en un mundo como éste. Creo que he cubierto mi cupo de asesinatos en el tiempo transcurrido desde enero, sin embargo, no he tenido que apuntar mi arma contra un ser humano. A la luz de los últimos acontecimientos, seguramente esto va a cambiar.