28 de marzo.
13:00 h.
Estamos en la lancha. A las 2.00 de esta madrugada, un vaso de cristal que Laura había olvidado en el mostrador de cebos ha caído al suelo sin motivo aparente. Yo me he levantado enseguida; parecía que estuviese borracho, porque me ha costado mucho mantener el equilibrio. Era como si ascendiera por una colina para llegar hasta los cristales rotos. He encendido la luz y he llamado a John y a William. Ellos dos también estaban desorientados, al final me he dado cuenta de lo que sucedía.
Me preocupaba por qué tardaba tanto en actuar la ley de Murphy. Nos estábamos hundiendo. Anoche se desencadenó una tormenta y nos balanceó un poco. Supongo que la falta de mantenimiento, de revisiones y la furia de la naturaleza han acabado de arreglarlo todo. He despertado a los demás y he sugerido a John y a William que empezasen a reunir los víveres. No tenía ni idea de con cuánto tiempo contábamos antes de que el puerto deportivo y su tienda de regalos y cebos se hundiesen por completo. Habría un momento en que el desequilibrio entre el peso y la superficie flotante haría que el soporte de madera se quebrase, y el edificio entero caería a las profundidades.
No era momento de estar en silencio. He sacado las gafas de visión nocturna y he empezado a preparar el Mama. El sonido que provocaba yo, mezclado con los crujidos de la madera del puerto rompiéndose había atraído a toda una multitud. A través de las imágenes granuladas de las lentes, he contado hasta veinte criaturas. Eran horrendas; en el fondo de mi corazón, siento que si existe un infierno, estos seres han surgido de él y en mi imaginación llegaba a notar su aliento infernal sobre mi cuello.
Aunque estoy del todo seguro de que no pueden ver en la oscuridad, la mayoría miraban en mi dirección, atraídos por el sonido, inclinando la cabeza de la misma manera en que lo haría un perro confundido que mira a su amo. La mayoría se encontraban en estados intermedios de descomposición; no podía ver sus ojos a través de las gafas, ya que eran tan sólo círculos negros, lo que hacía su visión todavía más espeluznante.
Jan, Tara, John, William y yo mismo formamos una cadena humana para pasarnos todo nuestro equipaje de mano en mano hasta la lancha. Sólo había pasado media hora y una de las esquinas del puerto ya se había hundido casi medio metro en el agua. Eso significaba que la estructura empezaría a sufrir una gran tensión.
Le he puesto el bozal a Annabelle, he cargado con ella y con Laura y las he sentado en la lancha. Las criaturas nos gritaban con sus voces dementes. Le he susurrado a Laura que no se preocupase, pero que dejaba en sus manos una tarea importante: tenía que sujetar a Annabelle y asegurarse de que no saltase fuera de la embarcación. Le he dado su osito de peluche y le he pellizcado la mejilla.
Hemos cargado la lancha hasta niveles de peso casi peligrosos. Ha sido la vez que más hundida la he visto desde que empezamos a usarla. He ayudado a Jan y a Tara a embarcar, y le he dicho a William que se quedase en la lancha mientras John y yo comprobábamos que no nos dejábamos ningún objeto valioso, igual que hubiésemos hecho al abandonar una habitación de hotel. Satisfechos con nuestra búsqueda, hemos embarcado y he encendido el motor. Si no hubiese sido por Laura, hubiese acabado con algunos de ellos en ese mismo instante; me hubiese hecho sentir mejor.
Mientras nos alejábamos del puerto deportivo, he pensado en los lugares en los que me había visto obligado a refugiarme. Cada vez que nos trasladamos parecen más incómodos. Ahora nos encontramos sentados a un kilómetro y medio de la costa, con el motor apagado, estamos dejando que la corriente nos arrastrase para ahorrar combustible.
21:44 h.
Hemos decidido seguir la costa noreste de Texas, hacia Galveston. Hay algo que no va bien en el motor, no para de ahogarse. Cuando logro ponerlo en marcha, se ahoga a los cinco minutos. Parece que hemos perdido toda esperanza. He calculado que hemos recorrido tan sólo unos ciento veinte kilómetros de la costa de Texas. Se nos acaba el combustible; la flechita de nivel casi llega a la zona inferior del indicador. Pero éste no es el problema principal de la lancha; supongo que tiene algún problema del motor, por lo que o bien remamos en esta bañera avanzando a un nudo por hora, o tendremos que acabar el trayecto a pie.
La cosa sólo puede ir a peor.
29 de marzo.
06:05 h.
Efectivamente. Anoche, después de remar durante cuatro horas, al fin llegamos a un área en la que hemos podido echar el ancla, alejados de cualquier muerto. Tras dormir durante dos horas, no nos quedaba otra opción que intentar avanzar a pie. Tara me ha comunicado que tendría que ir a empolvarse la nariz, y que después del pequeño encontronazo que tuvimos con la criatura sumergida en el agua, no le apetece mucho asomar el culo por la borda. Creo que la comprendo. No nos podemos quedar indefinidamente en esta pequeña lancha. Hemos remado hasta acercar lo suficiente la embarcación a la costa, de forma que yo ya percibía el fondo arenoso. He saltado fuera, con el agua salada hasta los tobillos y he empujado el bote sobre la arena de la playa. William me cubría las espaldas con la escopeta de caza del farero. Hemos descargado todo lo que hemos podido en la playa. Debemos estar cerca de Freeport, pero no puedo estar seguro.
Pero, por algún motivo, se me antojaba una idea peligrosa, una locura, la idea de tener que atravesar a pie el territorio de Texas acompañados por una niña pequeña. Soy consciente de que no es hija mía, claro, pero siento una gran necesidad de protegerla. Nos hemos sentado en la playa, y le he dicho al resto de hombres que deberíamos colocarnos en una postura defensiva, para mantener a las mujeres, incluida Annabelle, en el medio, y situarnos nosotros en los bordes. Nos vamos ya, y debemos dejar algunas latas de verduras atrás, junto con una buena parte del agua potable que tenemos. Cuando abandonemos la playa, lanzaré una última mirada al Bahama Mama y me despediré mentalmente, igual que hice con el coche que tuve en el instituto después de haberlo conducido durante años.
13:41 h.
Tras cinco horas de caminar tierra adentro, hacia el noroeste, nos hemos detenido a descansar y comer. Me siento muy vulnerable, en comparación con la seguridad de la que hemos disfrutado en el puerto deportivo. Si llegan los suficientes, podrían superarnos enseguida. En estas últimas horas hemos atravesado varias carreteras de dos carriles y alguna de cuatro. Estamos en campo abierto. Hay varios ranchos. Supongo que estamos en algún lugar cerca de Sweeny, pero no estoy seguro y me niego a pedir indicaciones a los habitantes de la zona. Hay cactus por todas partes. Nunca antes me había dado cuenta, pero tampoco me había decidido a cruzar a pie las tierras de los ranchos.
Esta mañana hemos cruzado una de las carreteras, alrededor de las 10.30; a unos cien metros del punto por el que la hemos atravesado había una pila formada por seis coches. También había un camión de bomberos con la escalerilla extendida en el aire. He decidido ir a echar un vistazo y comprobar si había algo que pudiésemos aprovechar. Al observar los restos del accidente, me he dicho a mí mismo que no quiero arriesgarme a conducir por las carreteras, a causa de todos los bloqueos que podemos encontrarnos durante el trayecto. No me gustaría quedarme atrapado y rodeado por esos seres a menos que fuese montado en un tanque.
Cuando me acercaba al accidente, mi mente ha empezado a ordenar todo lo que había sucedido. Les he hecho un gesto al resto de mis compañeros para que se quedasen quietos. El enemigo estaba cerca. En la parte superior de la escalera de bomberos extendida, una criatura que colgaba de un arnés de seguridad, ha advertido mi presencia. No había manera de saber cuánto tiempo llevaba colgado allá arriba, como un animal salvaje en una trampa forestal. Este bombero no muerto seguramente había sido un buen hombre en su vida anterior. El uniforme amarillo aún era visible bajo la sangre seca. Llevaba cosida en la manga izquierda la bandera de Estados Unidos, con la fecha 11/9/01 bordada entre las barras y estrellas.
Me hubiera gustado enviar a esta criatura al otro mundo con una bala bien dirigida, pero ahora era distinto. No teníamos la seguridad de la lancha. Le he dejado colgado allí. He rodeado la zona del accidente hasta el otro lado. Supongo que atacaron al bombero y se refugió a 12 metros de altura, en lo más alto de la escalera, quien sabe durante cuánto tiempo. Había una cabina lo bastante grande para que cupiese un hombre. Seguramente se convirtió en lo que es ahora, y ha quedado condenado a estar colgado allí durante el resto de su podrida existencia, atado a su arnés de seguridad. Había excrementos en el suelo, alrededor de la escalerilla, lo que indicaba que había resistido en aquella posición durante varios días. Mi pregunta es: ¿contra qué resistía? Aparte de su desgraciado cadáver, no había restos de otros no muertos en todo lo que alcanzaba la vista. Las huellas sangrientas de manos en la base de la escalera blanca, sumado a los mismos restos en el camión de bomberos, me contaban una historia distinta.
Hemos continuado avanzando por las tierras yermas de Texas; hemos tenido que atravesar verjas de alambre de espino, hemos tenido que luchar contra la vegetación de la primavera. Podríamos tener que viajar durante días o durante semanas antes de encontrar un lugar en el que valga la pena instalarse.
23:12 h.
Nos vamos a refugiar en el interior de un área rodeada por una valla de alambre de espino. La hemos encontrado por pura suerte después de tener que luchar contra cactus y zonas llenas de espesura. Había un letrero colgado en el exterior de la verja, y decía lo siguiente:
Ya estaba a punto de caer la noche cuando John descubrió el letrero. Tuvimos que turnarnos para llevar a Laura en brazos durante la última parte del día porque sus piernecitas estaban cansadas y no podía seguir nuestro ritmo. La zona vallada no debía de medir más de 15 x 15 metros. No tenía ni idea de para qué debía de servirle al gobierno un área como ésa, o por qué era tan importante.
Tenía una vista panorámica de toda el área y no había restos de nada vivo ni muerto aparte de nuestro grupo. Dentro del recinto no había ningún edificio, ya que todo el perímetro era un solar cubierto de hierba, parecido a un patio normal. El césped había crecido bastante, y si había alguien agazapado entre la hierba, no podría verle. Pero la única otra opción con que contábamos era dormir en un árbol, y no me apetecía mucho. He sacado las mantas que guardamos en la mochila que lleva Tara y las he doblado hasta formar un cuadrado de un metro de anchura por uno de longitud.
La verja tiene unos dos metros y medio de altura, así que he tenido que intentarlo un par de veces pero al final he logrado extender las mantas por encima del alambre de espino, para poder trepar por la verja sin acabar hecho unos zorros. Cuando he aterrizado en el otro lado, he alzado el arma y he comprobado la hierba, en busca de cualquier amenaza.
He recorrido toda la verja por la zona interior y después me he adentrado en el área. Había una especie de tapa de alcantarilla en medio del suelo. Me he arrodillado y he visto que no había ningún agarre exterior; que aunque lo hubiese, no sería capaz de levantarlo, porque aquella tapa tenía al menos diez centímetros de acero que sobresalían del suelo. En uno de los costados había unas grandes bisagras. Me temo que esta tapa pesa más que todos nosotros juntos. No oigo nada, sólo el sonido de la naturaleza. Las estrellas brillan esta noche, el perímetro es seguro. Si no llueve, será agradable dormir bajo el manto estrellado.
30 de marzo.
15:17 h.
Nuestra suerte ha cambiado. Esta mañana me han despertado aullidos de perros a lo lejos. No hay forma de distinguir si están domesticados o son perros salvajes. Me han hecho recordar el letrero que leímos ayer, colgado de la verja. Siento mucha curiosidad por saber qué pinta una tapa de acero en medio de la nada, en el estado de Texas. Le he comunicado a John que me apetecía ir a mirar los alrededores de la verja, ya que por un lado está despejada de árboles y matojos.
He tenido que volver a usar la técnica de la manta para cruzar la valla; John, ya del todo recuperado, me ha acompañado. El fusil del .22 se ha quedado con William y las chicas, pero John se ha llevado la escopeta, ya que no sería muy útil con la valla de por medio.
La zona del área cercada de la que venimos está al menos tres pies por debajo de la zona del claro, que hay en la colina a la que nos dirigíamos. Cuando hemos llegado a la cima del pequeño montículo, una gran vista se ha desplegado ante nosotros. Había un terreno llano lo bastante ancho como para aterrizar con una avioneta en él, y a trescientos metros delante de nosotros se alzaba otra verja, similar a la otra.
Al acercarnos a esta segunda área cercada, nos hemos dado cuenta de que es mucho más grande que la zona en la que hemos pasado la noche, y que en su interior alberga un pequeño edificio de ladrillos, con una puerta de acero de color gris y una serie de antenas en el techo. Al llegar junto a la verja, hemos visto la pista de aterrizaje de helicópteros en el interior del perímetro, y un enorme cuadrado de hierba ennegrecida, que rodea lo que parece un gran agujero en el suelo.
No había rastro de movimiento, en ninguna parte. Teníamos buena visibilidad en cualquier dirección. Hasta podíamos ver la punta superior de la valla tras la cual William y los otros nos esperaban. Era evidente que aquello no era una base, pero tenía que ser algo. John y yo hemos retrocedido para recuperar las mantas y salvar la nueva valla. Le hemos contado a William lo que hemos descubierto y hemos vuelto a la nueva área.
Antes de escalar la verja hemos comprobado la puerta de entrada. Estaba firmemente cerrada con un cerrojo con una clave de entrada. La otra estaba asegurada con una gruesa cadena y un candado imposible de cortar. Me daba la sensación de que esa zona era más importante que la anterior. Hemos saltado la verja y hemos empezado a comprobar el perímetro. Me he dirigido hacia el helipuerto, con los ojos bien abiertos por si percibía cualquier tipo de movimiento. El agujero en el suelo era lo que más me llamaba la atención, así que hemos decidido examinarlo enseguida. Cuando nos hemos asomado al borde del abismo cuadrado, he entendido qué clase de lugar era.
Nunca había visto una en la vida, pero esa área podría tener un cartel con las palabras MINUTEMAN III colgado en la puerta de acceso. Estaba de pie justo en el punto desde el que hacía poco se había lanzado un misil estratégico. He encendido mi linterna y he comprobado los bordes del agujero, en busca de una escalerilla de acceso. Había una casi a un metro de profundidad, bajo la rebaba que formaban las gruesas compuertas de acero, que estaban abiertas y apoyadas boca abajo al lado de la abertura. John me ha sostenido el arma mientras yo bajaba la pierna hacia la oscuridad del pozo vertical. Me la ha devuelto y me la he colgado del hombro mientras descendía hacia la oscuridad.
Aquel hueco parecía medir al menos veinte metros; he tardado una eternidad en llegar abajo. Cuando he alzado la vista, John parecía estar a un millón de kilómetros de distancia. No sé si es que estaba enloqueciendo, pero juraría que estaba oyendo un débil sonido de música en alguna parte. Me he quedado en el fondo del pozo. He iluminado a mi alrededor; había algunas ardillas que habían bajado a aquel abismo y habían muerto de hambre y sed. El suelo estaba cubierto de tierra y de hojarasca. Las compuertas llevaban mucho tiempo abiertas. Algunas de las ardillas muertas se habían descompuesto y sólo quedaban sus huesos. He comprobado el nivel inferior del pozo: había una puerta ovalada con una rueda en el centro en el punto más alejado de donde yo me encontraba. Le he preguntado a John si creía que podría bajar sin ayuda. No me ha contestado, pero he visto como su pierna se apoyaba en el primer peldaño de la escalerilla. Iniciaba su descenso.
Mientras John bajaba, yo he agarrado la rueda y la he movido en dirección contraria a las agujas del reloj, hacia la izquierda, para ver si cedía. Para mi asombro, así ha sido. Supongo que las compuertas de un metro de grosor que cerraban el hueco eran suficientes para mantener alejados a los intrusos, así que no se preocuparon de bloquear la escotilla oval, de diez centímetros de espesor, al fondo, pero… ¿por qué no habían cerrado las compuertas de arriba después del lanzamiento?
John ya estaba junto a mí. Se ha quedado detrás hasta que he acabado de girar la rueda que abría la escotilla de acceso. He seguido haciéndola girar hacia la izquierda hasta que he oído el chasquido de metal de los pasadores que se liberaban a la vez del marco de la puerta. He tirado de la puerta hacia fuera y he oído el siseo del aire, que entraba o salía; no lo sé. He abierto del todo la escotilla, y una luz brillante y el sonido de la música nos han golpeado a mí y a John.
«Its the end of the world as we know it!», de REM.
«El fin del mundo tal y como lo conocemos». Me parece que poner esta canción es toda una muestra de cinismo. He sujetado el fusil a la altura del pecho y hemos entrado en ese castillo moderno. No tengo ni idea de cómo está distribuido el espacio. Me he colocado en primera posición y me he dirigido hacia el origen de la música.
Todas las luces estaban encendidas. Hemos avanzado poco a poco. La canción se ha acabado… y ha empezado a sonar de nuevo. Se encontraba en un bucle constante. Esperaba que no fuese así, porque la música me daba una falsa sensación de vida. Por lo que sabía, podía hacer meses que aquella canción sonaba una y otra vez, ahora que había escuchado por primera vez el bucle.
Nos acercábamos al origen de la canción, atronadora…
«Wire in a fire, represent de seven games in a government for hire and a combat site…».
Hemos doblado la esquina tras la cual creíamos que surgía la música. Hemos llegado a una puerta abierta que debía de contar con unos cuarenta centímetros de grosor. Parecía la puerta acorazada de la cámara de un banco. La música provenía del interior de esa nueva estancia.
Desde mi posición veía las lucecitas del panel del ordenador encenderse intermitentemente; el olor a podrido flotaba en el aire. He mirado alarmado a John y he dado un paso hacia el interior. El capitán Baker ha sido el primer cadáver que he visto. Estaba atado a su silla de acero; era un capitán de la Fuerza Aérea, con el nombre «Baker» colgado en una chapita sobre el bolsillo derecho.
Se ha retorcido y ha intentado librarse de las ataduras que lo mantenían bien sujeto. Las cuerdas le desgarraban la piel en algunas zonas. Había otro militar tirado sobre la consola de mando, con una Beretta de 9 mm en la mano. Le faltaba media cabeza.
Sólo puedo imaginar lo que debió de suceder. Baker mostraba tres heridas de bala y tenía el cráneo roto. Mientras la criatura se retorcía en su silla, yo he cogido la pistola de la mano blanda y putrefacta del otro militar. He comprobado el cargador: quedaban once balas. Con las tres del capitán y la del «comandante Tom», no llevaba ninguna identificación, sumaban quince. Supongo que Baker quedó infectado, que el «comandante Tom» lo ató, lanzó el misil, disparó a Baker tres veces, en el pecho, y después se quitó la vida. Es tan sólo una hipótesis, pero en este momento no importa.
23:26 h.
John y yo hemos traído a los otros hasta el silo, nos hemos encargado de Baker, y lo hemos almacenado temporalmente, junto con el «comandante Tom», en otra habitación. Parece que aquí podremos gozar de refugio, electricidad, comida y agua en abundancia.
No tengo forma de saber si Internet aún funciona. En estos momentos estoy usando los ordenadores de este complejo. La mayor parte de las consolas de seguridad ya tienen insertados los códigos de acceso, y la mayoría de ordenadores sin claves de acceso funcionan. Tenemos que encontrar una forma de cerrar las compuertas. En los próximos días buscaré las «llaves del reino».