EL ÉXODO DEL BAHAMA MAMA

23 de febrero.

20:06 h.

Con ayuda de las gafas de visión nocturna, ayer por la mañana preparé el barco para poder salir a primera hora de la mañana. Alrededor de las 4.30 empecé a cargar barritas de caramelo, agua embotellada, munición y algunos bidones más de combustible. También cogí una palanca de acero, por si necesitábamos forzar alguna puerta para entrar en algún edificio. John preparaba un pequeño refugio casero para Annabelle. Sería peligroso llevarla con nosotros, y aquí, entre los límites de nuestro escondrijo flotante, la perra estaría bien.

Alrededor de veinte muertos vagaban por la costa, cegados por la noche, esperando poder vislumbrar su presa. En el cobertizo de mantenimiento encontré unos remos de plástico, y también los guardé en el bote, con el mayor de los sigilos. Nunca se sabía. Subimos a la lancha y soltamos amarras. Encendí de mala gana el motor y comprobé el movimiento en la línea de la costa. Algunas criaturas se sacudían salvajemente y dos se habían adentrado en el agua, que les cubría hasta las rodillas. Pensar que tal vez estaba disminuyendo su pavor al agua hizo que una serie de escalofríos me recorriese la columna vertebral.

Cuando partimos nos dirigimos al oeste. Había encontrado una carta de navegación especial para trayectos acuáticos en las oficinas del puerto. Qué lástima que no hubiese un mapa de Isla Matagorda. Aunque conocía la forma general de la isla, no tenía ni idea de los detalles. Ahora nos dirigíamos hacia la bahía de San Antonio. Avanzábamos con lentitud, para no desperdiciar combustible, y vigilábamos los posibles peligros que podían aparecer repentinamente entre la bruma mañanera.

Por lo que mostraba la carta de navegación, nuestras opciones eran muy evidentes. Navegaríamos hacia la bahía de San Antonio, y después podíamos decidir avanzar hacia la costa este o la oeste. Al oeste había un pequeño pueblo, según la carta, llamado Austwell; al este estaba Seadrift. Ni John ni yo los conocíamos, así que nos pusimos de acuerdo en dirigirnos a Seadrift, sin ningún motivo en concreto. Tal vez, por el nombre que significa «Flujo marino», se nos antojó que estaría mejor habilitado para atracar.

El sol ya se alzaba sobre el horizonte al este y nos caldeaba la espalda cuando tuvimos Seadrift a la vista. Había varias dársenas largas, lo que debía de proporcionar mejores atraques para los barcos pesqueros. Apagué el motor y empezamos a remar hacia el muelle. No nos podíamos permitir el lujo de hacer ruido.

Examiné la costa con los prismáticos que había encontrado en el transbordador. Estaban allí. Podía ver cómo aquellas carcasas lamentables vagaban sin rumbo arriba y abajo por la calle principal que recorría toda la bahía. No eran muchos, pero sí los suficientes para darnos problemas. El letrero del muelle decía: "Centro de pescadores del muelle". Uno de los barcos atracados contaba con una tripulación de cadáveres. John y yo vimos a tres muertos vivientes que recorrían la cubierta de un barco pesquero, a sólo cuarenta metros de nosotros. Nos vieron, y uno de ellos se lanzó hacia nosotros hasta caer por la borda; desapareció en las turbias aguas de la bahía.

Mientras remábamos hacia el muelle, vimos una pequeña tienda de comestibles y cebos justo en el embarcadero. Amarramos el Mama con una soga a una distancia prudencial. John y yo, con mucho cuidado, nos apeamos sobre las gastadas planchas de madera del embarcadero. Yo había agarrado la palanca y me la había colgado del cinturón. Cada crujido que se oía nos parecía tan fuerte como un trueno. El sonido de los muertos que caminaban por el otro barco era mucho más fuerte que el nuestro, pero el ambiente permanecía silencioso. No había sonidos de la naturaleza, no se oían motores. Incluso el sonido del agua que rompía contra la orilla parecía silenciado.

La pasarela que llevaba al barco en el que todavía quedaban dos cadáveres seguía colocada en su lugar. Eran una amenaza. Hice que John atrajese su atención: empezó a mover los brazos mientras yo me deslizaba hacia la pasarela de madera que conectaba el muelle con la embarcación y, con cuidado, la tiraba al agua. El chapoteo sonó más fuerte de lo que había imaginado, y los dos engendros se volvieron enseguida hacia mí gimoteando con el quejumbroso sonido que ya me era tan familiar. La cubierta del barco en el que estaban los dos cadáveres estaba rodeada de cangrejos; en la popa se amontonaba una gran cantidad de peces muertos.

El hedor era insoportable. Los cangrejos pinzaban los pantalones de los muertos. Había algunos caparazones inmóviles tirados sobre la cubierta. Les habían arrancado las pinzas, y las conchas estaban rotas. Al volver a observar los rostros de aquellas criaturas no muertas, me fijé que les faltaban algunos dientes o que tenían algunas piezas rotas. Los muy gilipollas habían intentado comerse los cangrejos.

Decidimos alejarnos de aquella extravagante tripulación y nos dirigimos a la tienda de comestibles. Con las armas preparadas, nos acercamos a la puerta principal. Nada se movía. Joder, qué hambre… y pensar en toda la comida que debía de haber allí dentro sólo conseguía empeorar las cosas. Con el brazo derecho sujetaba en alto el fusil, mientras con la mano izquierda alzaba la barra de acero negro. El establecimiento no era mayor que un campo de tenis. Las contraventanas a prueba de huracanes estaban cerradas, lo que impedía que pudiésemos ver lo que se cocía en el interior; la única pista era a través del cristal de la puerta principal. Dos carteles colgaban de la puerta, por dentro: CERRADO y SE NECESITA AYUDANTE. Este último se quedaba corto.

Me acerqué a la puerta, cogí el pomo y tiré de él. Nada. Tendría que ser a las malas. Coloqué la barra entre la puerta y el marco y empecé a empujar. En esta ocasión no me pillarían por sorpresa. Volví a pensar en el Wal-Mart… parecía que hubiesen pasado años. Miré hacia el interior, nervioso, intentando captar el más mínimo movimiento, mientras gruñía e intentaba abrir la puerta. John se había convertido en un buen hombre para llevar en la retaguardia: me cubría, mientras intentaba localizar movimiento. Tras unos cuantos minutos de lucha con la puerta, logré abrirla.

La tienda estaba sumida en la oscuridad, y hacía mucho calor en su interior. Olía a fruta podrida. Encendí la linterna que llevaba montada sobre el fusil. Paseé la luz por toda el área e intenté escuchar cualquier cosa que se saliese de lo normal. John y yo cogimos un carro cada uno y nos acercamos a la sección de alimentos en conserva. Los llenamos en silencio con todo lo que todavía se podía comer y beber; empezamos con los alimentos imperecederos. Todo el pan estaba mohoso, pero algunas galletas estaban bien conservadas. Obviamente, todo lo enlatado seguía bien.

Todo lo que contenía la sección de refrigerados estaba podrido. Enfoqué con la linterna los cristales de la puerta y vi las botellas de leche amarillenta, el queso enmohecido. Y algo más me llamó la atención. Algo se movía en el congelador. Siempre había sabido que había algo de espacio en el fondo para que los reponedores pudiesen guardar la mercancía. Parece que el reponedor y un amigo suyo seguían allí. La luz los excitó y vi cómo empezaban a golpear las estanterías llenas de leche. A través de una de las secciones, uno de ellos empezó a arrastrarse entre las estanterías, y acercarse hacia la puerta de la nevera ante la que nos encontrábamos.

Decidimos que había llegado el momento de irnos. Condujimos los carritos hacia el frente y examinamos el área, para comprobar si había señales del enemigo. Abrí la puerta; John fue el primero en salir. Mientras le seguía, vi cómo, en el fondo del establecimiento, la puerta del congelador se abría, y escuché el sonido de un cuerpo al caer al suelo. Era el reponedor, dispuesto a ofrecerse si podía ayudarnos en algo.

Corrimos de vuelta al embarcadero, a toda prisa. Los carros hacían mucho ruido, y no quería esperar a ver en qué acababa todo. Cargamos rápidamente la lancha con las provisiones. Detrás de nosotros, la puerta de la tienda de comestibles se abrió lentamente y distinguí la figura pálida de la criatura que había estado atrapada en la sección de refrigerados. Saltamos en el bote y enseguida nos alejamos del puerto. Remábamos con todas nuestras fuerzas, y nos detuvimos cuando ya habíamos avanzado diez metros.

Había llegado el momento de tomarse un respiro. Con el cuchillo abrí una lata de buey estofado y me tragué el contenido. John me imitó. Nos quedamos sentados y bebimos algo de agua embotellada mientras nuestro amigo del muelle nos deseaba buen viaje a voz de gemido. La criatura tenía un aspecto terrible: le faltaba una mano y media mandíbula. Llevaba un delantal blanco, largo, con algo escrito con sangre. Saqué los prismáticos para leer lo que estaba escrito:

«¡Si lees esto, mátame!».

Sonreí al leerlo, y pensé que me habría gustado conocer a ese hombre mientras estaba vivo; apreciaba su sentido del humor. Apoyé el fusil en el hombro, y escogí la posición de un solo disparo. Apunté y disparé al reponedor en la cabeza. John me miró, y me preguntó «¿por qué lo has hecho?» con la mirada, pero yo sólo pude devolverle la mirada y responderle: «Un cumplido profesional a nuestro amigo… tan sólo eso».

Durante el viaje de vuelta a nuestro baluarte marino no sucedió nada reseñable. Cuando faltaban unos cuatrocientos metros para llegar al muelle, apagamos el motor y avanzamos con los remos. No había más seres en la orilla, seguramente porque habían seguido el sonido del motor cuando nos alejábamos esta mañana. Descargamos en silencio la comida y la bebida. Le había llegado la hora de cenar a Annabelle. Es curioso pensar que seguramente ahora se alimenta con mejor comida que antes de que sucediese todo esto.

24 de febrero.

20:47 h.

John y yo hemos estado hablando sobre nuestras familias. Le he comentado que estaba preocupado por la mía, que dudaba de que hubiesen sobrevivido a esto, a pesar de vivir en un lugar apartado. John me ha hablado de su hijo, de lo orgulloso que se sentía de él, de cómo había conseguido una beca en Purdue. Y ha seguido con detalles sobre una reciente reunión familiar, y cómo su mujer no soportaba a su madre. John ha querido saber por qué me alisté: mi historia es la de un joven y pobre pueblerino americano que deseaba servir a su país y que ascendió por el camino largo por los diferentes rangos.

Aunque ahora mi rango no importa mucho, claro.

Estoy seguro de que en un lugar apartado del noroeste de Estados Unidos el rango todavía importa, pero no aquí, en este puerto deportivo de una isla sin nombre. También le he confiado a John las razones por las que no permanecí en la base, junto a mis camaradas. He tenido que hacer una pausa, y preguntarme a mí mismo si no debería haberme quedado y luchado hasta el final. A veces lamento no haber estado en la base con los demás soldados, y así se lo he dicho a John. Pero lo que importa ahora es que yo estoy vivo y ellos no. Prefiero ser una aguja en un pajar que un gilipollas en una fortaleza. Siempre tendré que vivir con mi decisión, pero al menos estoy vivo para hacerlo.

John me ha mirado y me ha dicho: «Lo dices como si te acusara de haber desertado». Me he disculpado, pero se trata de un asunto delicado. Supongo que sí soy un desertor. Pero ¿quién queda vivo para juzgarme? Supongo que si las cosas vuelven a la normalidad, yo… No sirve de nada pensar en ello.

Se me ha encogido el corazón al pensar en mis padres encerrados en el ático, rezando, pidiendo ayuda. Mi imaginación ha reproducido a la perfección su ropa sucia, su pelo apelmazado, sus cuerpos secos por la desnutrición. He tenido que frenar mis pensamientos para evitar tomar una mala decisión. Ir a rescatar a mis padres, que se encuentran a cientos de kilómetros de aquí, sería un suicidio. ¿Cuánto tardó toda esta devastación en alcanzar las zonas más apartadas de Arkansas? No pasó mucho tiempo desde que empecé a verlo por las noticias hasta que llegaron a mi calle, hasta que empezaron a arañar mi puerta.

Es una decisión que hay que tomar en frío. Si quiero sobrevivir, no puedo permitir que la emoción me dicte hacia dónde dirigir mis pasos. Incluso en el mejor de los casos, un pequeño error de juicio puede significar la muerte. Si al final decido viajar hasta Arkansas para comprobar si mis padres siguen con vida, cada una de las decisiones que tome debe ser perfecta, desde los lugares elegidos para pasar la noche hasta las tiendas en que me abastezca de comida.

¿Qué es lo que falló? No sé por qué he tardado casi dos meses en empezar a reflexionar sobre ello, pero ¿qué puto enfermo iniciaría algo así? Supongo que alguien muy enfermo. ¿Estaba alcanzando el hombre los niveles de la divinidad? Tal vez era algo mucho más grande… No quiero pensar en esto ahora mismo, ya que sólo conseguiría ponerme a maldecir y a gritar, y si se trata de algo mayor, no quiero que esa fuerza superior me castigue por insubordinarme a ella. Por ahora, seguiremos con este acuerdo tácito. Si existes, de momento nos dejaremos en paz el uno al otro… Ya te informaré cuando esté preparado para conocerte.

No temo a la muerte.

25 de febrero.

19:32 h.

La costa estaba despejada esta mañana, cuando he sacado a Annabelle para que estirase las piernas un poco en la dársena. He hecho que pasease arriba y abajo por la pasarela de madera. Se ha engordado un par de kilos, y necesita hacer algo de ejercicio. Le he puesto el bozal, para que no ladre fuerte. El puerto está formado por una serie de muelles que, desde el aire, deben de parecer una «H». La oficina flotante está situada en uno de los lados de la «H», y sólo una rampa flotante es lo que unía esta isla artificial de madera, metal y polietileno a la isla de verdad.

He paseado con la perra alrededor del perímetro de los muelles. Ayer, agarré una larga caña de pescar de uno de los barcos e intenté tocar el fondo del mar, en la punta del muelle más cercana a la costa, pero no lo alcancé. Eso significa que el agua tiene casi tres metros de profundidad. Por algún motivo tenía miedo de que fuesen capaces de vadear el agua y trepar hasta aquí. Tras mi pequeña prueba de profundidad, me siento un poco más seguro.

En la segunda vuelta alrededor del puerto, Annabelle ha empezado a olfatear el aire y se ha repetido la ya familiar escena del pelo de su lomo erizándose. Los sentía. El viento llegaba desde la costa, y nos encontrábamos en medio de las ráfagas. La he cogido y la he llevado al interior. Me he asomado a la ventana que da a la línea costera y he esperado, mientras le contaba a John la reacción de Annabelle en el exterior. John también se ha acercado a la ventana, y nos hemos quedado observando.

Primero hemos escuchado el sonido… un ruido traído por el viento que me recuerda al de un barrendero, a lo lejos. A continuación se ha acercado la gran masa, que se tambaleaba con lentitud, caminando. No había forma de contarlos, y era consciente de que si lo deseaban, podrían llegar hasta nosotros, aunque estuviésemos refugiados en el puerto. Cuando he visto que pasaban de largo de nuestra zona, he pensado en las maratones de las grandes ciudades. Sólo haría falta que se apilasen unos sobre otros, en el agua. Me estoy cansando de huir, pero aunque esta isla sea bastante grande, estoy seguro de que no encontraremos suficiente munición ni suficientes armas para cargárnoslos a todos. Si hubiésemos podido pasar unos cuantos días más en la torre de control de Corpus para trazar un plan. John capta algunas señales débiles de los supervivientes atrapados en el ático. Eso también me pone de los nervios.

26 de febrero.

09:35 h.

Esta mañana, John y yo hemos estado controlando la radio. Parece que nuestros supervivientes del ático siguen bien. Todavía no hemos podido hablar con ellos mediante nuestro transmisor. El hombre se llama William Grisham y es quien emite todo el rato. En algún momento he oído una voz femenina de fondo, pero no he logrado distinguir si se trata de una niña o de su mujer. Dice que no están infectados, y que tienen comida y agua suficiente para una semana, pero que los sonidos de los cadáveres debajo de ellos los están volviendo locos.

Cree que no pueden sobrevivir ni escapar de allí sin ayuda. He examinado la carta de navegación; podríamos ir en lancha hasta Seadrift, buscar un coche e intentar llegar a Victoria. No sé ni por qué me lo planteo. Es un viaje de menos de ochenta kilómetros, y unos dieciséis son por agua. Eso significa que serán un total de ciento cuarenta kilómetros de peligros, ida y vuelta. No le puedo pedir a John que me acompañe, y de hecho me gustaría que permaneciese aquí. John se siente dividido entre hacer lo correcto y perder, muy probablemente a su único compañero y no hacer lo correcto y perder su alma. Mis pensamientos avanzan en fases: no me gustaría hallarme ante esa disyuntiva… aunque ya lo estuve y tomé una decisión. Decidí vivir.

21:45 h.

William ha lanzado mensajes durante todo el día. Suena desesperado. No puedo dejar de escuchar, porque al menos se trata de otra voz humana. Sus divagaciones enloquecidas hunden mi mente en un laberinto de oscuridad. Siento que debo ayudar. John y yo hemos hablado de ello; él se quedará y defenderá el fuerte con la ayuda de Annabelle. Yo me siento como si empezase a conocer a William. Por algún extraño motivo se ha pasado media hora divagando sobre cualquier cosa que se le ha pasado por la cabeza. Supongo que debe de encontrarse en estado de shock y que usa la radio como vía de escape emocional. Ha hablado de su trabajo, y creo que he podido sentir su honestidad, su sinceridad en el miedo a perder a toda su familia. Siento que DEBO ayudarle. Esta noche me prepararé y saldré mañana.

27 de febrero.

08:20 h.

Me voy dentro de poco. Iré en barco hasta Seadrift, y haré el resto del camino en coche o a pie. Puedo tardar unos cuantos días. He encontrado una radio de banda civil en uno de los barcos. Pesa un poco y funciona con pilas. Cuando esté dentro del radio de alcance de la frecuencia de William, la usaré para intentar enviarle un mensaje de saludo. No tiene ningún sentido cruzar los últimos treinta kilómetros hasta casa de William y su familia sólo para descubrir que se han convertido en ellos. Me quedan unas quinientas balas de las que me llevé tras la huida improvisada de la torre de control, descontando la que usé para volarle la cabeza al reponedor. Con la radio, el agua, el arma, la munición, la comida y un poco de equipo adicional, llevo encima unos treinta kilos. Por eso sería mejor conseguir un coche.

Mi plan es adueñarme de una guía de carreteras en cuanto llegue a Seadrift, y seguir de cerca las carreteras que se dirigen hacia Victoria, si es que voy a pie. No puedo arriesgarme a que nada, vivo o muerto, me vea durante el trayecto. Me mantendré en contacto con John mientras los walkie talkies funcionen. No sé cuál es su radio de acción, pero estoy seguro que desde Seadrift podré hablar con él, ya que la señal se transmite mucho mejor por el agua.

Anoche salí a contemplar las estrellas y vi un rayo verde, brillante, en el cielo; parecía una estrella fugaz. El verde debía de provenir del cobre ardiendo en el interior de algún satélite, olvidado hace ya mucho en el cielo. Es sólo cuestión de tiempo que los GPS fallen, al igual que el resto de servicios basados en los satélites.

Basta de cháchara.

Ha llegado el momento de ponerse en marcha.

18:44 h.

Remé hasta alejarme medio kilómetro del puerto, para no atraer a las criaturas hacia John. Anoche tuve que llenar el depósito. Cuando he encendido el motor, me he alejado más del puerto, hacia el oeste, para confundirlos y proporcionarle algunos momentos de calma a John. No he tardado mucho en llegar a Seadrift, ya que sólo son dieciséis los kilómetros que separan el puerto deportivo de tierra firme. He vuelto a apagar el motor del Bahama Mama y he intentado hacer el resto del trayecto con un solo remo. A la que he alcanzado el mismo embarcadero en el que John y yo estuvimos hace unos días, he visto que las dos criaturas seguían en el pesquero, y que el reponedor rematado estaba tirado boca abajo en el muelle. Un grupo de pájaros se estaba pegando una comilona sobre él.

Antes de acercarme al amarradero, he comprobado la radio y he intentado comunicarme con John en el canal que ya habíamos acordado. Tras el segundo intento, he oído por fin la voz débil y quebrada de John que me preguntaba si todo había ido bien. Le he confirmado que no había tenido problemas, y que sus amigos, los pescadores, van a cenar a base de cangrejo y le han invitado a pasarse. Se ha reído al oírlo; le he prometido que volvería a comunicarme con él tan pronto como volviese a tenerlo al alcance de la radio.

Sabía que había otra criatura en el interior de la tienda de comestibles. En la calle, a medio kilómetro de mí hacia el norte tierra adentro, he visto algo que se movía. Siguiendo la línea de la costa había lo que parecía un nuevo embarcadero, pero estaba demasiado lejos para acercarme remando sin la ayuda de otra persona. He tenido que encender el motor; las criaturas del barco se han puesto nerviosas, y me he sentido como si todos los ojos que quedan en el mundo se fijasen en mí… furiosos por haber roto el silencio.

Mientras recorría la línea de la costa, las criaturas de la playa se han fijado en mí y han empezado a seguirme por la orilla. No me podía creer lo que veía. Las criaturas no avanzan tambaleándose con lentitud, como estaba acostumbrado… Algunas parecen muy rápidas.

Hasta había una que parecía corretear, con los brazos estirados hacia mi lancha. Aunque se movían con mucha falta de coordinación, y hay muchos que caían de cara sobre la arena, se levantaban de nuevo y seguían persiguiéndome. He decidido alejarme un poco de la costa y acercarme al muelle de modo que no atraiga a esa peña de arrastrados a mi posición.

He llevado el bote hacia el centro de la bahía, a un kilómetro y medio de la costa, y me he acercado al muelle desde una dirección perpendicular. He intentado acelerar bastante para que, cuando apagase el motor, la inercia me arrastrase la mayor parte del camino. Como no estaba muy familiarizado con este puerto deportivo, he mantenido el arma preparada a medida que me acercaba. Se parecía mucho al muelle este; no veía ningún cadáver. Distinguía con claridad una gasolinera a unos trescientos metros del muelle. Me he estremecido al recordar mi aventura en el techo de aquella gasolinera cercana a mi casa. El miedo ha empezado a atenazarme a medida que los contornos de la gasolinera se hacían más definidos.

Por fin he apagado el motor y me he deslizado por encima de las olas todo el tiempo que he podido sin necesidad de usar el remo. Me he acercado al embarcadero y he amarrado la lancha. He comprobado la zona, en busca de cualquier peligro inmediato, y después he comprobado el nivel de combustible, para asegurarme de tener suficiente para realizar el viaje de vuelta a Isla Matagorda. También he apagado la radio; no quería que ninguna llamada rompiese el silencio que tanto me estaba costando mantener. Me he colgado la pesada mochila del hombro, he desembarcado y he caminado hacia la orilla, dando pasos con mucho cuidado para reducir el ruido al máximo.

Había dos vehículos aparcados ante la gasolinera. Uno de los coches seguía con la boquilla de la manguera del surtidor dentro del depósito, como si el propietario del vehículo no lo hubiese devuelto a su soporte. El otro coche tenía la puerta del conductor abierta. Estaba seguro de que la luz piloto del interior habría dejado seca la batería.

Me he acercado a la estación de servicio apuntando con el arma. Sabía que si tenía que escapar, no podría recorrer más de cinco kilómetros sin descansar, ya que avanzar con todo aquel peso muerto en la espalda era una gran paliza. Al acercarme al coche más cercano a los surtidores, el único sonido que se oía era el del agua al romper contra el muelle. Ya estaba junto al surtidor.

He examinado la lectura en el visor del surtidor para comprobar si habían llegado a llenar el depósito. Nada; era digital y la energía estaba cortada. En silencio, he sacado la boquilla de la manguera del coche y he colocado la tapa. Calculo que es un modelo de mediados de los 80. Hay unas pegatinas que dicen que es un Buick Regal Grand National. Es negro.

Lo he rodeado hasta llegar al lado de la puerta del conductor. La ventana estaba abierta y me he inclinado en su interior para coger las llaves. No estaban. Me he dirigido a la tienda; los cristales de los aparadores y de la puerta estaban hechos añicos; hacía tiempo que la habían saqueado… Me daba lo mismo, porque yo no necesitaba saquear nada, tan sólo necesitaba una guía de carreteras. El expositor de mapas estaba en el mismo mostrador que el microondas; me he agachado para atravesar el cristal roto y me he encaminado hacia allí. Mi olfato no me advertía de la presencia de ningún cadáver en el interior, pero de todas formas he examinado cada uno de los pasillos antes de acercarme al mostrador. No les quedaba ninguna guía, pero he encontrado un mapa de las carreteras de Texas plastificado. No tengo pensado hacer ningún viaje interestatal, por lo que con ese mapa tendré suficiente.

Había llegado el momento de enfrentarme al Buick sin llaves. Como la zona parecía completamente vacía de cualquier peligro inmediato, he decidido que sería mejor intentar hacerle un puente al coche que adentrarme en territorio peligroso en busca de uno que funcionase. Si fuese un modelo de coche más moderno, sería una mierda hacer el puente, pero con el Buick sería algo más sencillo. He ido hasta el pasillo de objetos de todo tipo y he cogido un paquete, demasiado caro, de cables de conexión; después me he acercado de nuevo al mostrador y he cogido una navaja suiza de baratillo, falsa y mal hecha, la típica de tienda de recuerdos.

He salido del establecimiento con mi botín, he comprobado de nuevo el área y me he acercado al Buick. Cuando he pasado ante el otro vehículo, el que estaba con la puerta abierta, me ha asustado un sonido que surgía del interior… Una ardilla estaba construyendo su casa, un nido completo en el asiento trasero. He abierto la puerta del Buick y he levantado el capó. He seguido los cables de encendido hasta el cable de alambre. He cogido el cable de conexión, he pelado los dos extremos con la mierda de navaja suiza y lo he extendido del extremo positivo de la batería al extremo positivo del alambre. Con eso llegaría energía al salpicadero. Sin esto, el coche no serviría de nada.

Tenía que localizar el solenoide del motor de arranque. Lógicamente, lo encontraría en el motor de arranque. He usado la cuchilla más larga de la navaja para completar la conexión entre el solenoide y el cable positivo de la batería. Ha saltado una chispa. El motor ha tosido y ha cobrado vida. Ya sujetaría los cables más adelante. Estaba seguro de que el sonido los atraería; tenía que darme prisa.

He dejado la mochila y el arma en el asiento del copiloto. Con la cabeza plana del destornillador de la navaja he podido romper el sistema de seguridad que mantenía bloqueado el volante. Después he sujetado el alambre, para asegurarme de que no saltase durante el trayecto. He cerrado el capó, he entrado en el coche y he subido el cristal de la ventanilla tan rápido que casi he roto la barrera del sonido, y he salido disparado hacia la carretera. Era mi día de suerte: el pobre infeliz propietario del coche había llenado el depósito antes de, lo más seguro, morir. Al mirar el mapa, he visto claramente qué ruta debía seguir.

Estaba en la carretera 185 que salía por el noroeste de Seadrift y que iba directa a Victoria. La carretera no estaba para nada muy transitada, por lo que no he tenido ningún problema para alcanzar las afueras de Victoria en menos de dos horas. Sólo me ha retrasado algún coche que estaba parado de través en el asfalto o por alguna manada de criaturas inusualmente grande que se tambaleaban juntas, como ovejas. A medida que me acercaba a las afueras de la ciudad, me he dado cuenta de que me acercaba a una zona en la que había caído una de las bombas, porque había una ligera capa de ceniza en la mayoría de superficies horizontales, como los coches aparcados, las casas y los edificios. No soy un experto en radiación, pero como he visto algunos pájaros y animales pequeños, he asumido que no era del todo peligroso atravesar aquella zona.

Ahora son casi las 20.30 horas, y llevo treinta minutos intentado mandar una señal de saludo a la radio de Grisham. No he recibido respuesta. Este viaje puede haber sido una completa pérdida de tiempo. Al entrar en la ciudad he tenido que evitar que me viese un grupo de monstruos. He aparcado el coche a una corta distancia de la torre de agua municipal de Victoria. Cuando sólo estaba a trescientos metros del coche, ya había decenas de cadáveres rodeándolo. No tengo ni idea de cómo logran triangular el sonido de la forma en que lo hacen. A una persona viva le costaría lograrlo… Mis pensamientos han empezado a reflexionar sobre la estructura del oído, y las partes que deben de agudizarse con la muerte.

Pronto se pondrá el sol, y ya me estoy cansando de escribir. Estoy en la torre, con mi mochila, seguro a unos cincuenta metros de altura. Empieza a llover y me siento completamente desgraciado. Continuaré intentando contactar con los supervivientes.

28 de febrero.

9:23 h.

Les he encontrado. No tengo demasiado tiempo para escribir. He encendido la radio esta mañana, a eso de las 8.00, y he caminado alrededor de la plataforma de la torre de agua, para asegurarme de que la recepción era buena. Tras tres intentos, la familiar voz de William me ha respondido: «Gracias a Dios, necesitamos ayuda. ¿Dónde estás?». He intercambiado información con él y le he contado que hace días que recibo sus mensajes, y que yo y otro hombre llamado John estábamos defendiendo un refugio en un puerto deportivo de una isla de la costa de Texas.

Le he preguntado cómo pintaban las cosas, y me ha respondido que su localización estaba completamente rodeada de cadáveres vivientes. Le he contado que estoy emitiendo desde el depósito de agua de Victoria y le he preguntado que me indicase dónde se encontraba, con la torre como punto de referencia. Las indicaciones han sido bastante simples; estaban a escasos tres kilómetros de mi localización. Me voy ya.

A la izquierda por la calle principal. Avenida Brown. 500 metros. A la derecha hasta Elm. Seguir recto. Sabré que casa es cuando la vea.

16:41 h.

Les tengo. William conduce.

Esta mañana, después de hablar con William, he abandonado mi posición para ir en su busca. He vuelto a encender el motor del coche con el puente, esta vez ha sido mucho más sencillo, y he seguido las indicaciones que había apuntado. No me ha costado mucho encontrar la casa, ya que estaba rodeada por lo menos por un centenar de muertos vivientes. Podía ver la cara de William a través de un agujero en la pared del ático, en el mismo lugar en que debía de haber estado la ventana. Incluso a tanta distancia he podido apreciar la derrota en su mirada. No sé las sensaciones que me han embargado. Tal vez, después de todo, sigo siendo humano por dentro. Tal vez siga teniendo una conciencia. Me he comunicado con William para decirle que aguantase. He pisado a fondo el pedal de los frenos, me he apeado del coche de un salto y he abierto fuego sobre la manada de muertos. Un centenar de pares de ojos giraron de inmediato hacia mí, y juraría que un centenar de bocas se abrieron y pronunciaron mi nombre al unísono.

Es evidente que era mi miedo el que provocaba todas esas fantasías, pero era verdad que se me acercaban. He vuelto a saltar al interior del coche, he puesto la marcha atrás y he dado media vuelta. Cuando el primer engendro ha llegado a la altura del coche y ha empezado a golpearlo, he acelerado, para alejarlos de William y de su familia.

He activado el micrófono y le he ordenado a William que hiciese que su familia saliese al tejado y se colocase lo más cerca del borde posible. Avanzaba muy poco a poco, para que pudieran cazarme, para que se quedasen conmigo. William me ha confirmado que mi plan funcionaba, que todos los muertos vivientes me seguían. Los únicos que se habían quedado atrás eran a los que había acertado en la cabeza con las ráfagas disparadas al azar cuando había abierto fuego.

He dado la vuelta a la manzana. He esperado hasta que estuvieran casi encima de mí; he pisado a fondo el acelerador y me he dirigido a la casa de los Grisham. He visto a William, a su esposa y a una niña pequeña en el tejado. He avanzado por la calle lateral de la casa, para minimizar la distancia que tendrían que saltar. He salido del coche para cubrirlos, mientras William saltaba el primero y después tendía los brazos para ayudar a las otras.

Un engendro ha salido caminando por la puerta medio destrozada, ha visto a la esposa de William mientras se dejaba resbalar por el tejado, con las piernas por delante. Se ha dirigido a ella. He apuntado y he disparado al muy cabronazo en la boca; eso no lo ha detenido. Me estaba cansando. Con otra bala en el cráneo le he enseñado cuál era su lugar.

He girado mi torso casi por completo y he apuntado a toda la calle, como si fuese la torreta de un tanque. Seguía despejada. Ya habían bajado todos. William ha empezado a darme las gracias, pero lo he cortado. Las dos chicas ya estaban en el asiento de atrás. William se ha sentado y se ha puesto el cinturón de seguridad. Le he pasado el fusil y he acelerado todo lo posible, de vuelta hacia Seadrift. Cuando lleguemos, ya habrá oscurecido demasiado para embarcarnos de vuelta a Matagorda. No podré encontrar la lancha en la oscuridad, ya que mis gafas de visión nocturna se han quedado con John. Tendremos que encontrar un lugar seguro para dormir esta noche cerca de Seadrift.

29 de febrero.

06:45 h.

Ni anoche ni esta mañana he logrado contactar con John por radio. Acabamos durmiendo en la lancha. La alejé un centenar de metros del muelle y lancé el ancla. Estábamos a salvo, y he podido dormir bastante bien. Dejé el Buick aparcado ante el embarcadero. No estoy seguro de si volveré a necesitarlo, pero es un coche muy bueno. Dentro de unos minutos partiremos hacia la isla junto con los nuevos supervivientes. No he tenido mucho tiempo para hablar con ellos, ya que se han sumido en un sueño profundo en cuanto nos hemos encontrado seguros, anclados en el mar. La niña, Laura, ha gemido en sueños.

09:00 h.

No hay rastro de John. No hay ninguna nota, nada. No hay señales de lucha. William, Jan, la pequeña Laura y yo mismo estamos a salvo en los confines del puerto deportivo. Estoy preocupado por John. Es demasiado conservador para haber hecho algo así. Annabelle se ha puesto muy contenta al verme, pero se ha mostrado especialmente alegre al ver a Laura. A la niña le gusta tener un perrito con el que jugar. Tal vez John ha salido en alguna lancha y volverá enseguida…