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Diario de Anette
Cuarto día de expedición en el caso Vela. — 22:35 PM. A 150 kilómetros de la frontera con Zaragoza.

Hoy, un buen amigo ha muerto entre mis brazos.

Se trata de Julián, el segundo al mando. No ha sido a manos de los zombis. Tampoco por culpa de disparos fortuitos o confrontaciones con los saqueadores que se esconden entre las minas. Su hora no había llegado. Su muerte no tenía porqué ocurrir… Ni siquiera ha sido digna.

Llevamos casi treinta horas sin enfrentamientos. Nos estamos volviendo hábiles a la hora de evitar a los muertos. Sin embargo, a veces el destino parece esforzarse por realzar su crudeza. Al atardecer hemos acampado en los vestigios de un edificio vacío, demolido por las bombas y la metralla de las primeras semanas. Su aspecto de abandono era total. No era bonito. No era cómodo. Pero parecía seguro. Suficiente para nosotros. La tragedia ha ocurrido durante el reconocimiento del lugar. Julián ha pisado en falso sobre unas maderas podridas y el suelo se ha desquebrajado, precipitándole al vacío, un vacío de más de diez metros…

Tras escuchar el fuerte impacto hemos sido testigos de sus inmediatas consecuencias: Los gritos y la nube de polvo expandiéndose y manchando el entorno como un gas venenoso.

Pero sobre todo los gritos…

Esos… gritos, Dios mío…

Temiendo lo peor, me he apresurado a llegar a su posición. Julián se ahogaba en su propia sangre.

No voy a describir el estado en el que he encontrado su cuerpo… ni su mirada al verme. Eso lo reservo en mi mente con la esperanza de poder enterrarlo algún día en el olvido. Anoto esto entre lágrimas nacidas de la más pura impotencia. Porque el mismo destino del que os hablaba antes se ha vuelto tremendamente injusto y absurdo. Ojalá pudiera adquirir una forma física…

Abofetearía su esencia.

Huelga decir que con esto, la entereza del grupo ha sufrido otro duro golpe. Joel, por ejemplo, continua siendo efectivo en todo, pero desde la muerte de su hermano sigue sin apenas mediar palabra. A veces me doy cuenta de la forma en que me mira. Es como si quisiese asegurarse en todo momento de que estoy bien. Como si…

No importa. No es que me desagrade. Tampoco me incomoda. Simplemente no lo había hecho nunca. Por eso me resulta extraño.

Por otro lado, diría que Paula empieza a verme como su compañera. Lo de hacernos amigas aún tendrá que esperar, pero algo es algo. Y pese a que sufre terrores nocturnos, durante el día suele afrontar las situaciones y adversidades de un modo más que admirable.

Hoy se ha detenido un segundo frente a una antigua tienda de animales. En el escaparate había infinidad de pósters amarillentos de perros y gatos que anunciaban productos alimenticios que ya jamás volverán a elaborarse. Todas las tiendas de mascotas con las que me haya podido cruzar fueron saqueadas mucho tiempo atrás. Las personas se adueñaron de la comida para injerirla ellas mismas. Me horrorizo al pensar en la cantidad de animales domésticos que habrán muerto de inanición… o incluso de algo peor.

Paula se ha acercado en silencio y ha querido acariciar el cristal. En una de las imágenes, un precioso cachorro de husky llevaba un collar que ponía "Orly". Cuando me he puesto a su lado para decirle que debíamos seguir, sencillamente ha buscado mi mano y ha mencionado:

Si tengo algún día una mascota la llamaré Orly.

No me parece un mal nombre. He contestado.

Luego me ha mirado y me ha devuelto la sonrisa.

Un contraste atronador: La sonrisa de una niña… la muerte de un amigo…

El mundo se ha ido a la puta mierda. Pero son las pequeñas cosas, los pequeños gestos, lo que me recuerda por qué vale tanto la pena intentar recuperarlo.