Última parte

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que sostuve este diario entre mis manos.

Por esa razón, y debido a las condiciones en las que me encontraba, trataré de esforzarme por relatar, con toda la fidelidad que mi memoria me permita, aquellos acontecimientos que nos aguardaban al final de nuestra larga aventura.

Aún a día de hoy, cumplo una promesa que me impulsa a hacerlo.

Ese día amaneció destinado a cambiarlo todo. La indefinida textura de un aire cargado ocultaba cierta electricidad bajo sus poros. Podía olerse, sentirse…

Una aglomeración de nubes dibujaba formas muy densas allí en lo alto.

Recuerdo alzar la vista y contemplar a los pájaros, surcando el cielo en bandadas migratorias y graznando como si nos alertaran de los peligros del gélido exterior, cuando, al ritmo de nuestros anquilosados pasos, emergimos desde las profundidades de la mina para abandonarla definitivamente y no mirar atrás.

No había un solo centímetro de nuestros cuerpos que no se resintiera por las heridas y cicatrices de un prolongado viaje. Cada pisada que dábamos era como un nuevo desafío, una nueva meta que alcanzar. Pero la tenacidad y la peregrina calma nos llevaron a superar sin demasiadas dificultades el último kilómetro y medio de aquella discontinua senda hasta Núria.

Los árboles y la demás flora alpina con la que nos cruzábamos constantemente fueron testigos de nuestros rostros meditabundos, silenciosos. Estábamos orgullosos por el camino recorrido, pero afectados por la melancolía de las despedidas que el mundo siempre acaba imponiendo.

En cuestión de pocas horas nuestras almas se separarían para siempre. Y ése era un sentimiento que no podíamos disimular.

—¿Y qué ocurrirá si llegamos a esa base y no hay nadie? ¿Puede pasar, no? —preguntó Paula en ese momento, a dos metros por detrás de mí.

—Será mejor que no pensemos en eso ahora —contesté, poniendo un pie por primera vez en el inmenso y abrumador valle de Núria, después de alcanzar por fin la vertiginosa altitud de los dos mil metros—. Es increíble… —No tuve más remedio que sentirme insignificante—. Paula, ven aquí… —la animé a que subiera el último tramo de cuesta—. Observa qué belleza. Nos detuvimos momentáneamente ante la magnitud de lo que un capricho ambicioso de la madre tierra es capaz de crear. La enorme hondonada era como un oasis polar protegido por colinas que dispersaban una bruma mística entre sus picos, los cuales ya rasgaban los límites de la cúpula celeste.

Reinaba un imponente silencio de una punta a otra del valle, deslizándose desde donde nosotros estábamos hasta un magnífico lago helado, a los pies del milenario santuario de la región, que se alzaba a lo lejos, como un templo frecuentado por dioses. Los tiempos modernos lo habían obsequiado con un bonito hotel construido a su alrededor, seguramente para los alpinistas y esquiadores ya extintos. Desde nuestra posición, podía observarse que ambos edificios de piedra estaban cerrados a cal y canto, con planchas y tablones de diversos materiales que sellaban sus respectivas entradas.

—Mira, Erico. Ahí están las vías del ferrocarril —señaló Paula.

Cerca del hotel y del santuario quedaba la última parada del cremallera, donde sus vías veían su fin después de desplegarse en la distancia por otra senda distinta de la nuestra, la misma que habríamos atravesado si ese vagón no hubiera estado obstruyendo el paso.

—Vaya, vaya… —musité, con cierto reproche hacia el desconocido —o desconocidos— encargado de vedar aquel acceso—. No me cabe duda de que ése habría sido un trayecto mucho más tranquilo, ya lo creo.

Paula hizo un ademán de conformidad. Y yo olisqueé el aire puro y continué hablando:

—¿No lo notas? Estamos muy cerca. Únicamente nos queda cruzar el valle y esa pequeña elevación y ya estaremos en territorio francés —expliqué, como si eso fuera tan fácil. Luego utilicé el mapa que llevaba en la mochila por última vez—. Ahora estamos aquí, y si conseguimos sortear el monte de ahí enfrente sólo tendremos que descender un poco hasta dar con el complejo. Tiene que ser un emplazamiento grande, debería avistarse sin problemas una vez cortemos por la ladera. Lo haremos por debajo de esa neblina instalada en su cima. A esta altitud, la bruma trae consigo temperaturas muy… desagradables.

Justo cuando acababa de decir eso, las nubes sombrías que nos observaban quedaron iluminadas fugazmente por un hilo eléctrico y azul que galopó a través de sus masas vaporosas. En el mismo instante se escuchó el sonido de un tímido trueno.

—Parece que vamos a tener que apresurarnos —dije muy serio—. Él no nos lo va a poner fácil.

—¿A quién te refieres con Él? —quiso saber, al tiempo que la cogía de la mano y empezábamos a acortar distancias con el monte.

—Alguien con el que no me llevo demasiado bien. Pero no me hagas caso. Yo ya me entiendo —comenté por toda respuesta.

Nuestras pisadas fueron describiendo con toda urgencia una línea recta de pequeños surcos sobre la nieve, hasta llegar a los pies de la barrera rocosa. Durante el rato que nos llevó atravesar el valle, el mal tiempo nos fue avisando de su inminente descarga. Pequeños truenos retumbaban con un eco vigoroso, cargando de electricidad aquel techo bíblico, y el aire frío jugaba a revolucionarse a nuestro alrededor en forma de corrientes burlonas. Parecía que la atmósfera disfrutaba con ello, deseosa por comenzar a mostrarnos lo que era capaz de hacer en los confines más recónditos del planeta.

—Tenemos que ir más deprisa —insté, pensando en voz alta—. Cuando esto estalle, va a actuar muy, muy rápido.

Paula respiraba entrecortadamente, sobrecogida. Y es que el tono y la forma que estaba adquiriendo el mundo parecían del todo antinaturales.

Con ese persistente preámbulo, superamos media hora de camino. La falda del monte se fusionaba con el espacioso llano por un mar blanco de olas estancas, por lo que superar la mitad de su altura resultó algo difícil, aunque más o menos soportable. Pero como una infamia imparable, cuando estábamos rodeando el imponente macizo, tras haber recorrido ya la mitad de su contorno, se empezó a desencadenar una tormenta de proporciones delirantes.

En cuestión de minutos, aquella mañana gris y amenazante se enrabietó inducida por decenas de relámpagos que iluminaron el entorno con intermitentes fogonazos de luz cegadora, cada vez más potentes. Poco después llegaron las precipitaciones en forma de lluvia y nieve furiosa. Los vientos huracanados se desataron sin piedad, y el escaso acopio de energía que el fuego del día anterior nos había procurado se vino abajo, al igual que la temperatura, que descendía paulatinamente hasta alcanzar niveles de congelación.

—Volvamos al santuario —propuso la niña gritando, tras aguantar duramente un buen rato. La ventisca a duras penas le permitía mantener sus ojos abiertos.

—No hay tiempo, Paula. Estamos a mitad de camino —vociferé con lentitud, para que oyera bien mis palabras—. Retroceder hasta allí nos llevaría el mismo tiempo que seguir avanzando, y además no podríamos entrar. Aquella iglesia está sellada.

—Pero no consigo ver nada —me confesó, asustada. La niebla de las zonas más altas empezaba a apelmazarse y, poco a poco, nos envolvía con un traicionero abrazo.

—Tú no te sueltes de mí. ¡Sobre todo, no lo hagas!

Paula se pegó a mi espalda, tiritando con horribles calambres, y cada paso conllevaba un esfuerzo titánico. La velocidad con la que actuaba ese mortífero clima hacía que mis movimientos se ralentizaran como los de un robot de metal derritiéndose en la lava. Unas garras invisibles me apresaban, desesperadas por impedirme el avance. Y noté cómo el hielo se extendía por mi cuerpo a marchas forzadas, crionizando mis células sin vida a medida que alcanzábamos el otro lado de la cordillera.

—¡No nos vencerás, maldita sea! —le gritaba a la tormenta, que cada vez se enfurecía más y más.

Y entonces perdí la noción del tiempo. Desconozco si terminar de rodear el monte y alcanzar el lado francés nos llevó veinte minutos o dos horas. Pero fue en ese punto, creo, al iniciar el descenso, cuando nuestros metabolismos parecieron tocar fondo. Los truenos se convirtieron en oleajes eléctricos; los vientos, en barreras casi tan impenetrables como el mismísimo acero. Mi brazo, por delante de mi cara, se congelaba rápidamente mientras me cubría insuficientemente de su cruel azote.

Cincuenta metros, cien, trescientos… es imposible saber cuánto tramo de pendiente logramos bajar.

—No… n… no puedo… —se lamentó Paula, tartamudeando. Y se soltó de mi mano repentinamente. Su sistema nervioso estaba fallando, haciendo que su corazón bombeara a un ritmo insuficiente para sus entumecidas extremidades.

Me giré con dificultad, y entonces me di cuenta de que mis raquetas de los pies se habían astillado de tanto uso forzado. No serían de las mejores.

—Vamos, pequeña. Arriba —la animé—. Ya casi hemos llegado. Debemos de estar muy cerca.

—Los… pies… la… las manos… No siento nada… —Su cuerpo no respondía.

—Yo te ayudaré —osé decir, e intenté auparla con todas las energías que me quedaban, decidido a dejarme la piel si hacía falta—. No hemos llegado hasta tan lejos para perder ahora. —Emití un grito desgarrador cuando la alcé para darle sustento con mis brazos. Un crujir de articulaciones resonó por encima del torbellino atmosférico.

Ella se agarró a mi costado, anhelando la supervivencia, adelantando una pierna y luego la otra.

—¡Venga! —nos espoleé, una y otra vez, para impedir que nos detuviéramos. Pero la naturaleza es la naturaleza y, tras unos cuantos pasos imposibles, nuestras botas comenzaron a hundirse en la nieve. Poco después, nos vimos superados por una cortina de gélidas nebulosas que nos cegó completamente, confundiendo nuestro juicio y poniendo punto final a nuestras capacidades físicas.

No se veía nada. El mundo nos abandonó en los dominios de su lado más perverso.

Traté de dar con alguna señal que me permitiera recuperar el rumbo, pero me fue imposible vislumbrar nada. Estábamos arrinconados y demasiado desorientados.

Los segundos pasaron de forma desquiciante y lenta. Yo caí de rodillas. Ella también flaqueó, y sintió cómo el diluido hielo del suelo le humedecía la boca.

—¡Erico! —se desgarró las cuerdas vocales, llorando, buscándome a través de la ventisca.

—Estoy aquí. —Le tendí mi mano, que, al sentirla, agarró con fuerza y presa de temblores. Volvió la mirada y me encontró, y entonces procuró arrastrarse todo lo posible hasta quedar pegada a mí.

—Tengo mucho miedo.

Su voz, aunque ahogada, parecía haber recuperado un atisbo de energía. Su cuerpo estaba luchando con todas sus fuerzas contra la muerte, produciendo las últimas dosis de adrenalina. Yo, en cambio, una vez en el suelo, supe que mi hora había llegado. El agarrotamiento de mis músculos era ya total, y parecían incapaces de tirar de las reservas de emergencia de las que disponía un ser vivo. En medio minuto ni siquiera fui capaz de mover la cabeza.

—Escúchame, Paula, quiero que me prestes atención. No me queda mucho tiempo. —Mi tono se volvió serio y sereno.

Ella lloraba desconsolada. Cada lágrima que brotaba de sus ojos rara vez llegaba a deslizarse, la mayoría se le solidificaban en las mejillas.

—¿Alcanzas a abrir la mochila a mis espaldas?

Hizo un gesto parecido al de asentir.

—Necesito que extraigas de dentro la bengala que queda… Si existe ese campamento, tiene que estar muy cerca de aquí, y puede que vean el resplandor.

Con el alma rota, la niña deslizó trémulamente la cuerda de la mochila y empezó a extraer los objetos de dentro. A mi lado cayó primero el diario, luego consiguió sacar la manta con apuro y escalofríos y por último dio con la bengala.

—Buena chica… —dije. Ambos notábamos como mi esencia se apagaba—. Ahora quita la anilla y presiona el mango.

—¿Cómo lo hago? —consiguió clamar entre sollozos. Quería obedecerme, pero la pena y el dolor la bloqueaban.

—Apriétala contra mi espalda. Tranquila… —añadí—. Puedes hacerlo.

Y lo hizo.

Cuando la bengala estalló con su luz, pareció atravesar la niebla y el vendaval como un tifón de fuego. En ese trance, la opacidad del aire se diluyó sutilmente, dando claridad al entorno y ofreciendo una breve tregua. El paisaje ni mucho menos adquirió nitidez, pero sí la suficiente para poder distinguir a lo lejos el relieve de un edificio plano y rectangular, que se difuminaba entre los grumos de la nieve que seguía arrojando el cielo.

—¡Mira, Erizo! ¡Ahí está la base! —chilló Paula—. Anette tenía razón. ¡Ahí está la base! De repente, un foco ambarino se encendió, proveniente del aislado complejo. Su resplandor buscó el destello de la bengala y, al cabo de unos instantes, el círculo indefinido nos alcanzó como el faro de un coche en un día de intensa lluvia.

Yo esbocé una sonrisa. El alivio la impulsó a ella a hacer lo mismo.

—Lo conseguiste, Paula.

—Lo conseguimos. Hemos llegado —me rectificó, tiritando—. Hemos llegado, ¿verdad, Erico? —la oí decir.

—Sí… Hemos llegado… —contesté. Entonces, intenté deslizar con mis dedos el diario hacia ella todos los centímetros que mi brazo de cemento me permitió.

—Pequeña, ahora soy yo el que quiero que me prometas algo.

Paula cogió el cuaderno y lo apretó contra su pecho, como un acto inocente y obediente que le hacía creer que yo tenía un plan y me estaba ayudando a cumplirlo. Sus lágrimas, sin embargo, no hacían más que manar desde el fondo de su alma.

—¿El qué? —pronunció con un hilo de voz.

—Quiero que me prometas que vivirás… Quiero que me prometas que algún día, quizás cuando seas mayor, me recordarás y terminarás este cuento por mí.

—¡No! —bramó. No fue una negación, sino un grito nacido de la tristeza más visceral, el recurso de que echó mano su mente para rechazar tajantemente que yo tuviera que irme de esa manera.

En aquellos momentos, dos siluetas humanas salieron del interior de la lejana instalación. Me dio tiempo a ver cómo ambas empezaban a avanzar lentamente a través de la tormenta, rumbo a nuestra posición.

—Algún día, ellos querrán saber. —Paula desvió la mirada hacia los desconocidos, que parecían dos puntitos negros en el centro de un inmenso cuadro abstracto y gris, pero enseguida volvió a centrar su atención en mí—. Tendrán que ser conscientes de lo que costó que pudieran tener un futuro. ¿Lo entiendes? Todo lo que hemos hecho, todo lo que hemos luchado… tiene que servir para algo. Prométemelo, Paula —insistí.

—¡Pero es tu historia! Sólo tú puedes terminarla! —Se quedó callada un instante. Un sentimiento de profunda amargura tensaba su rostro—. Dijiste que me contarías cómo acababa.

—Es cierto, pero estoy seguro de que encontrarás la manera de hacerlo en mi lugar. Por favor, prométemelo.

Ella dudó medio segundo y después asintió con la cabeza.

—No me dejes… —añadió desconsolada.

—Eh… —intenté sonreír de nuevo—. No es tan grave. Recuerda que soy un zombi afortunado. He tenido la oportunidad de redimirme.

Sus palabras se distorsionaron hasta quebrar su voz cuando me quiso formular la última pregunta.

—¿Y qué pasó con ese trotamundos solitario que subestimaba la vida?

La miré, igual que lo hice la primera vez que la vi en aquella explanada frente al barrio de Gracia. Asombrado pero esperanzado de saber que no me encontraba solo en el mundo.

—Que por fin encontró una razón para vivir… —respondí.

Luego, mis ojos se cerraron, y alguien comprobó en la soledad de su llanto que ya no volví a abrirlos.

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que sostuve este diario entre mis manos; tanto, que los recuerdos resultan difusos. Pero a mi mente permanece aferrado firmemente un pensamiento sobre aquel día que amaneció destinado a cambiarlo todo:

Nuestro mundo puede agrietarse en los vértices de un cataclismo. Puede arder por las combustiones del astro rey o sucumbir ante la virulencia de una pandemia devastadora. Pero a pesar de que la humanidad pueda desaparecer o verse mermada, a pesar de que la vida esté Sena de dolorosas despedidas, el ciclo siempre consigue reinventarse para seguir. Todo termina encontrando su curso. Todo fluye, incluso de la forma que menos quepa imaginar.

Quién sabe si Erico, después de todo, nunca fue un ser maldito, sino un elegido que el destino, o tal vez el mismísimo Dios, engendró con su puño de hierro para triunfar donde otros fracasarían.

Quién sabe…

En cuanto a mí.. Bueno, permitid que me presente. Me llamo Paula Vela y tengo 23 años. Hace 14 me encontraron inconsciente y viva, a tan sólo doscientos metros del complejo de investigación al que nos dirigíamos. Un cadáver yacía tumbado a mi lado, pero las personas que me rescataron sólo supieron ver a un hombre muerto y prácticamente sepultado por la capa de nieve. La tormenta empeoraba y el tiempo corría en mi contra, así que decidieron llevarme a mí y dejarlo a él.

Días más tarde, cuando desperté del coma y les enseñé este cuaderno, fuimos a buscarle. Lamentablemente para la niña que fui, nunca encontramos su cuerpo.

Ahora que ya soy una mujer, me siento afortunada por vivir en un mundo restablecido que desde hace cinco años puede catalogarse como habitable.

Todo aquello que contaban sobre mí era cierto: mi sangre fue la clave de todo. Gracias a ella se sintetizó una vacuna, y más tarde un método para destruir el virus que había barrido el planeta entero. El proceso fue largo pero infalible. Y una nueva era nació. Los zombis sucumbieron y terminaron extinguiéndose. Los Arcángeles simplemente desaparecieron. Y el hombre, que hasta entonces se había visto obligado a ocultarse y permanecer en las sombras, volvió a gozar de los ríos y de las cosechas; de las cenizas alzó sus nuevas ciudades y escuelas.

Miro atrás y sé que han pasado muchos años, pero aún intento mantener la promesa que te hice. Sigo viva, Erico. Y cuando la tristeza y la nostalgia se han curado y me he visto capaz, he escrito el último capítulo de tu cuento. El final de aquel trotamundos solitario. Viendo lo que tú viste, sintiendo lo que tú sentiste, para que así, ahora que la humanidad despega de nuevo, la gente tenga la oportunidad de expresar su gratitud, de saber quién lo hizo posible y, con un poco de suerte, aprenda de los errores del pasado.

Este diario que voy a mostrarles es la historia del hombre que se convirtió en zombi, del zombi que se convirtió en mi héroe, del héroe que fue capaz de cambiar el destino de todos. «Diario de un zombi.» Creo que será una bonita leyenda. Últimamente empiezan a surgir muchas.

Hace poco llegó a mis oídos una que hace referencia al lago de Carda, la tierra de tus orígenes. Los primeros habitantes que repoblaron la zona cuentan que hay un lugar, cerca de una gruta situada a los pies de una bonita hondonada, en el que puede contemplarse una lápida solitaria. Son varias las personas que afirman que cada mes de mayo aparece desde los bosques una figura encorvada que, cubierta con una túnica gris, se acerca hasta la pequeña tumba para depositar en ella un ramo de preciosas adelfas. Luego el misterioso viajero se va, y todas las primaveras regresa.

¿Eres tú, Erico? ¿Sigues entre nosotros?

Quiero pensar que sí. Quiero fantasear y creer que la nieve se te llevó, pero la llegada de la primavera fundió tu letargo y volviste a alzarte para marchar hacia las tierras que tanto amabas, junto a tu hermana, donde la paz te acompaña hasta nuestros días; que pudiste vencer por fin a tus demonios y que tal vez, si algún día nuestros caminos vuelven a cruzarse, me cuentes esa nueva historia alrededor de una apacible hoguera.

Una vez, cuando era niña, una buena amiga me dijo que las personas somos como estrellas fugaces que nacen, brillan y desaparecen. Pero creo que ella estaría de acuerdo en que, en tu caso, amigo mío, la luz de tu estela brillará sobre nosotros eternamente.

FIN