Caminar por la callejuela principal de Queralbs nos transportó a la Edad Media. Sus casas de piedra —algunas, según se citaba, anteriores al siglo XV— y sus antorchas ahogadas, en lugar de farolas apagadas, recordaban a las aldeas níveas de aquellas películas fantásticas con dragones y batallas épicas.
Fue de agradecer que cada ciertos metros distintas placas ancladas a las fachadas sobresalieran de entre la capa de nieve para indicar la dirección en la que se encontraba el camino hacia Núria.
De todas formas, la villa era extremadamente pequeña, con una estructura bastante lineal que, debido a su ubicación privilegiada, enclaustrada entre los macizos de los confines del mundo, ofrecía unas vistas espectaculares de las montañas y los valles que la custodiaban circundándola.
Tratamos de acceder al interior de un par de aquellas casas, cuyas puertas de madera se abrieron con el simple empuje de mi mano, pero sólo para encontrarnos con chimeneas marchitas y despensas repletas de estantes vacíos. Todos nuestros intentos de hallar provisiones u otra cosa que pudiera servirnos sólo se saldaron con un sentimiento de creciente frustración, hasta que al fin decidimos abandonar tal empeño. Estaba claro que aquél era un municipio saqueado de arriba abajo. Tal vez por la gente de Anette en sus primeros días de recolecta de víveres. Quién sabe…
Por el momento, el tiempo se comportaba. Tras una leve llovizna que sólo duró lo necesario para dejar un aroma de frescor en el aire, el cielo se mantuvo un rato estable. Pero fue al llegar al final del pueblo —un trayecto que, debido a nuestras breves paradas, nos llevó por lo menos una hora— cuando empezaron a caer con suavidad los primeros copos blanquecinos, bajo un cielo que lo inundaba todo en una penumbra plomiza.
En otras circunstancias, habría sido una imagen hermosa, pero, en ese caso, era como una perfecta estampa navideña que ocultaba el infierno en cuanto desdoblabas la lámina. Paula reconoció aquel temor en mis ojos, ahora ya plenamente consciente de que algo terrible podía terminar desencadenándose.
—¿Por qué no te pones la manta encima del cuerpo, Erico? Podría protegerte del frío —propuso, preocupada.
—No —decliné—. Nosotros no funcionamos así. Da lo mismo que lleve puesto un abrigo grueso o una camiseta de fino algodón. La escarcha es la escarcha, y el frío sigue siendo el frío. No hay ninguna prenda que pueda evitar que cale hasta mis huesos. Lo único que conseguiría con ropa pesada sería ralentizar aún más mis movimientos.
No contestó nada, pero con su mirada lo dijo todo.
Abandonamos Queralbs tras rebasar la antigua escalinata de piedra que quedaba cerca de su iglesia, situada en lo alto del pueblo. Tuve tiempo de echarle una rápida ojeada antes de dejarla atrás. Era de estilo románico, por lo menos del siglo X. La componía una nave única con ábside y una bóveda ligeramente apuntada. Su nártex estaba constituido por media docena de arcadas soportadas por columnas de mármol azul y rematadas por capiteles. No es que yo sea un erudito, simplemente es lo que me dio tiempo a leer mientras pasábamos por delante de la placa informativa que había junto a una de sus paredes.
Y fue en ese punto, después de seguir subiendo, y una vez alejados completamente de la relativa magia de aquellos callejones, cuando la naturaleza más pura y perversa se descubrió ante nosotros, abriéndonos sus puertas con decenas de enormes sonrisas en forma de brechas y rugosidades que se dibujaban sobre los perfiles de las cúspides montañosas, como trazos de color negro granito sobre el predominante e infinito blanco.
El camino que nos vimos obligados a seguir, que en gran parte continuaba siendo románico, aún conservaba en algunos tramos el enlosado original de anchura variable. Era difícil distinguir su recorrido más allá de los veinte o treinta metros por delante, puesto que normalmente se perdía tras las curvas venideras o simplemente quedaba camuflado entre las toneladas de nieve que se apelmazaba sobre los desniveles y la que aún seguía cayendo, cada vez con más empeño, emborronando nuestro campo de visión y poniendo a prueba nuestro espíritu de superación. Admito que tuve severas dudas acerca de si lo conseguiríamos. Los primeros cuatro kilómetros de aquella tortuosa senda fueron durísimos. Lo peor era el viento, que arreciaba a medida que ganábamos altitud, azotando mi sensibilidad hasta extremos que jamás habría imaginado. Paula y yo evitábamos hablar en la medida de lo posible, concentrados en no perder el obstaculizado rumbo, cosa que casi ocurrió en más de una ocasión.
Muy pronto las cosas empezaron a ponerse feas de verdad, y llegó un punto en que la niña se veía obligada constantemente a taparse la cara con los brazos para protegerse de las altas y furiosas corrientes, que no tardaron en formar dos pequeñas columnas de relente bajo sus fosas nasales. En mi caso era peor; me costaba mucho moverme y notaba cómo, poco a poco, la congelación de mi cuerpo hacía crujir mis tejidos, que se quejaban cada vez que la cristalización los rasgaba sin piedad. Era como si mi cuerpo estuviera andando bajo adversidades extremas, movido únicamente por la tenacidad de mi lucha interna.
Ningún zombi común habría sido capaz de atravesar aquellas colinas y despeñaderos, de eso estoy seguro. Para hacerlo, se requería la capacidad de pensar, de estudiar un entorno tan salvaje y virgen y de calcular muy bien dónde debía darse el siguiente paso.
Milagrosamente, el tiempo fue pasando y los tramos superándose, pero las dificultades aumentaron. El tempestuoso clima ya no perdonaba, la nieve y el viento se combinaban y formaban ráfagas devastadoras, y repetidas veces tuve que esforzarme por apartar de mi mente el daño irreparable que todo aquello me estaba ocasionando. A pesar de las bajas temperaturas, sentía que me estaba quemando por dentro; sin lugar a dudas, se trataba de la peor prueba a la que me había tenido que enfrentar jamás. Pero era más firme mi voluntad de superarla, de llevar a cabo mi importante cometido, que el temor a la muerte, la verdadera muerte. Y si algo tenía clarísimo —aparte de que ése iba a ser mi último día de no vida— era que no podía fallar ahora, después de todo lo que habíamos pasado, después de todo lo que habíamos sufrido y luchado. Ese pensamiento avivó mi empeño. Me recordé a mí mismo que era un zombi, un muerto viviente, y que mientras fuera capaz de seguir funcionando, todo iría bien.
Paula, por el contrario, tan sólo era una niña…
—No puedo más, Erico… —chilló, doblegada por el inenarrable esfuerzo al que nos sometíamos. Su grito me llegó amortiguado por las ráfagas del vendaval.
—No podemos pararnos aquí. Me ha parecido ver una cueva un poco más arriba —le contesté con un chorro de voz. Durante un breve segundo, el panorama había recobrado algo de nitidez y eso me permitió diferenciar una fisura de tierra a lo lejos—. Si nos apresuramos, puede que lo consigamos.
Ella asintió con la cabeza. Sus cejas eran ahora blancas, e imagino que también las mías.
—De acuerdo —respondió, casi sin energía.
Después de cruzar por un pequeño puente de piedra y aspecto milenario que se arqueaba sobre un riachuelo de aguas turbulentas y heladas, ascendimos una sencilla cuesta, superada la cual desembocamos en un tramo tan estrecho como llano. La tierra terminaba donde este nuevo corredor empezaba. En su lateral derecho se alzaba la pared del acantilado, y en el otro, el abismo más infinito que cabe imaginar daba forma a la imponente garganta de la cordillera.
Un poco más adelante, en mitad de su primera curva elevada, aguardaba la brecha que perforaba la roca y que me había parecido ver desde un nivel inferior.
—Metámonos ahí dentro. Rápido —apremié a la niña, que iba detrás de mí, asida a mi guante, resguardándose de la fuerza de la naturaleza. Por delante, sólo se escuchaba un potente zumbido ensordecedor, como si los propios Pirineos estuvieran enojados por nuestra presencia y quisieran vedarnos el paso. Por detrás, la solapa del abrigo de Paula repiqueteaba incesantemente contra la tela de su hombro.
—¡Ya llegamos! —le grité para darle ánimos, segundos antes de alcanzar exhaustos la apertura y dejarnos caer unos cuantos pasos adentro. Fue entonces, en aquella repentina y vital pausa, cuando realmente me di cuenta de los estragos que el frío me había producido. Apenas podía mover los brazos. Mis piernas casi ni me respondían, y la misma sensación de vacío que sentí el día anterior en la pierna y el lado izquierdos de mi tórax se había extendido hasta apoderarse de más de la mitad de mi cuerpo.
Paula tenía la cara congestionada por el clima demoledor y sufría unos terribles espasmos producto de la fiebre y la hipotermia. Se quedó de rodillas, con los brazos en el vientre y la cabeza gacha, hecha un ovillo convulso e inestable.
Necesitábamos encender un fuego, era nuestra única posibilidad de lograrlo, de alcanzar el mañana.
Me levanté como pude, apoyando mi espalda contra las rugosidades de la gruta, que resultó ser el vestigio de una antigua mina, con una vía de doble sentido revestida de podridos tablones de madera puestos en paralelo que se prolongaban hasta la penumbra interior. Por lo visto, aquella zona debió de ser rica en materias primas, nada extraño teniendo en cuenta que todo el ancho de los Pirineos era una fuente casi inagotable de hierro, así como de otros metales o minerales valiosos.
Lo siguiente que hice fue ayudar a Paula a recostarse en un sitio que me pareció adecuado, en el hueco de una hendidura en la pared. Y mientras mis huesos se quejaban al agacharme para arroparla con toda la delicadeza de la que fui capaz, imaginé lo desastroso que sería que hubiese animales salvajes ahí dentro, tal vez un oso, o incluso una manada de lobos. Confié en que no fuera así. No le había dicho nada a la niña, pero en más de una ocasión los había visto, con sus preciosos pelajes blancos, observándonos en silencio desde lo alto de las colinas o por detrás de las ramas de los bosques de abetos. Aún no alcanzo a entender por qué no fuimos atacados. Tal vez su hambre ya estuviera saciada cuando nos vieron pasar.
Sentí un escalofrío interno. De todas formas, aquel refugio parecía seguro. Casi todas las minas del mundo contienen en sus entrañas uraninita, una piedra que deriva del uranio y que es altamente radiactiva. Evidentemente, semejante dato solía ocultarse a los trabajadores que antaño operaban sin uniforme que les protegiera de los nocivos efectos que esa insignificante circunstancia podría producirles a largo plazo. Afortunadamente aquellos tiempos de muertes por culpa del aire viciado y la insalubridad de las minas habían quedado atrás, pero, en cualquier caso, ése era el motivo por el que el refinado olfato de las fieras siempre las había alertado y mantenido alejadas de ellas. Recuerdo que durante el tiempo que viví en el lago de Garda era frecuente escuchar a los mayores aconsejando a los jóvenes que venciésemos nuestros impulsos adolescentes y nuestras ganas de demostrar valentía y evitáramos acercarnos a los yacimientos o excavaciones de la zona. Reconozco que, al menos yo, no siempre les hice demasiado caso. Aquella mina en cuestión podía estar del todo vacía, pero su relativa seguridad pronto se antojaría irrelevante si no actuaba con rapidez. No había un minuto que perder. Era cuestión de segundos evitar que nuestros dañados metabolismos claudicasen irremediablemente.
—La madera podrida arde con facilidad —me dije a mí mismo mientras destripaba aquellas tablas astilladas con la vista. Acto seguido, traté desesperadamente de llegar gateando hasta ellas y hacer lo mismo con las manos.
Cinco pedazos abandonaron su estructura con un sonoro chasquido y sin oponer demasiada resistencia. Por el momento, eran suficientes. Ya avivaría el fuego con más cantidad luego.
Me coloqué frente a la niña, cuya tez se había tornado más bien azulada. Sus párpados permanecían cerrados y respiraba como si en sus pulmones guardara el último remanente de aire.
—Vamos… aguanta… —supliqué entre dientes mientras sacaba de la mochila la caja de cerillas e intentaba con manos torpes encender tan sólo una.
Quedaban cuatro en el interior del diminuto estuche. La primera que raspé contra la lija vio cómo su estela era barrida por una súbita y suave ráfaga de viento cavernario.
—No, no, no, no…
La segunda se rompió al apretarla confusamente con mis dedos, que ya no parecían míos.
—No me hagas esto, por favor… —recé, ni siquiera sé a quién.
La tercera cerilla quedó inservible al rascarla cinco veces y en la sexta fundirse su estropeada cabeza con una chispa fugaz.
Sólo me quedaba la última, reposando en el fondo de cartón de aquella cajita. Parecía desafiarme con soberbia y vileza a que la cogiera e intentara una vez más recrear el recurso más antiguo del hombre para luego, si no lo conseguía, conformar en los restos de su rojizo fósforo dos ojos y una sonrisa y reírse a carcajadas mientras me decía: «Aquí acaba todo. Has fracasado». Ya estaba desvariando otra vez. Eso no era una buena señal. Traté de concentrarme en algo tan sencillo pero aparentemente tan inalcanzable cuando la presión se cierne sobre ti y te vomita toneladas de cemento.
Me puse muy nervioso. Era el momento de sobrevivir o perecer, de darle sentido a nuestra hazaña o dejar que se diluyera en la masa informe de la mediocridad. La diferencia entre haber sido digno de llevar el peso del mundo a cuestas o incompetente por permitir que se resbalara de mis manos.
Era el momento de encender la jodida cerilla.
Rasqué la lija. La débil luz punteó con tonos naranjas mi cercano entorno. Aproximé mis manos cautelosamente a la madera y esta vez su solidez empezó enrojeciéndose y terminó haciendo brotar una pequeña llama que, instantáneamente, catalogué como la más pura que había visto nunca. Segundos después, el fuego ardía en el centro de nuestro apresurado campamento. Sentí el calor luchando contra la escarcha de mi cuerpo, esforzándose por derretir los cristales de humedad que lo apuñalaban. Luego, unas terribles punzadas penetraron en mi cabeza, como si mi cerebro acabara de sufrir una fuerte contusión, y yo juraría que perdí el conocimiento…
Un instante después, me encontraba en la azotea de un edificio, bajo un firmamento limpio y azul. Miré desconcertado a mi alrededor y enseguida supe que ya había visitado aquel lugar con anterioridad, sólo que era incapaz de recordar cuándo. Entonces me acerqué hasta el borde del tejado y observé desde allí las calles, que de pronto empezaron a arder y a fundirse como masas insolubles de ceniza y lava que mostraban el infierno tras de sí, ardiendo poderosamente en las profundidades de la tierra. Noté el calor en mi rostro, y eso me hizo recordar: estaba en Barcelona, en el mismo edificio en el que vi a Erik por primera vez, cuando en un momento de debilidad moral yo mismo había intentado acabar con mi existencia y a punto estuve de arrojarme al vacío.
Unos dedos toquetearon burlonamente mi espalda, reclamando mi atención, y cuando me giré lo vi de nuevo. Mi querido y odiado amigo imaginario.
—Erik… —susurré—. ¿Qué está pasando? ¿Qué significa esto?
Él no contestó, y, al contrario que en la ocasión anterior, tampoco se movió, ni bailó ni sonrió. Simplemente fue acercando muy lentamente la mano hacia su máscara, con la que siempre me había ocultado su rostro, y se la quitó con total tranquilidad.
Creo que jamás habría estado preparado para lo que experimenté al verle. Tensé mis facciones, incrédulo y asustado. No podía ser cierto, consideré a continuación. Decenas de torbellinos hicieron volcar todo mi mundo, barriéndolo y desperdigándolo en mil direcciones.
—Erik… —repetí, pero esta vez sonó diferente: «Erico» se escuchó—. Eres yo… tú eres yo… —sentí un intensísimo arrebato de nostalgia al contemplar mi propio rostro. Pero no el que tenía ahora, sino el sano y vivo espejo de mí mismo, en tiempos en los que la sangre aún circulaba con lozanía por mis venas y teñía mi piel de vitalidad y juventud. Observé con impotencia mi espeso cabello negro, con mechones cayendo por encima de mis ojos aceitunados. El tono encarnado de mis labios dibujaba una forma perfecta, sin mutilaciones ni desgarros.
Quise tocar esa tez tan suave e ilesa y alargué mi mano hacia mi parte humana. Pero ésta, sin consentirlo, poco a poco empezó a retroceder con pasos cortos hacia el lado opuesto de la azotea, mirándome tan fija e inexpresivamente como lo haría un muñeco de trapo. Y en ese preciso instante sentí pavor al imaginar que podía estar marchándose para no volver jamás. Que había llegado el momento de dejarme a solas con la maldad que llevaba dentro.
—¡Espera! —mascullé. No podía permitirlo, aún no, así que corrí hasta donde estaba. Su cuerpo comenzó a desintegrarse con un hormigueo de moléculas en el viento justo cuando yo me lanzaba a abrazarlo, dispuesto a no soltarlo, a aferrarme a su esencia mientras aún quedara esencia a la que aferrarse. La inercia hizo que nos precipitáramos al vacío en medio del sonido de mis gritos, que se ahogaban en el fuego que todo lo quemaba.
—¡Aún no! —chillé mientras caíamos velozmente. Y entonces desperté.
La hoguera todavía flameaba. Y en mi cabeza afloraban sensaciones extrañas, como si estuviera al borde del colapso. Busqué a Paula con mi vista borrosa. Permanecía tumbada, tal como la dejé, aunque ya había recuperado el conocimiento y ahora me observaba con ojos febriles pero aten tos.
«Erik… —medité a continuación—. Quién lo habría imaginado.»
—Estabas gruñendo —dijo la niña en un tono apagado—. Dabas mucho miedo.
Sin responderle aún, intenté incorporarme. Mi mente estaba tardando en adaptarse a la realidad; era como si me encontrara en una especie de dimensión paralela. Me alcé y, por pura inercia, fui cojeando hasta arrancar unos cuantos tablones más de los carriles de la mina. Cuando volví y los eché al fuego, mi expresión carente de emociones no pudo evitar perderse entre las formas danzantes de aquellas brasas reavivadas.
Algo volvía a ocurrirme. Lo percibía. Aquel último y definitivo encuentro con mi propio fantasma me estaba afectando en exceso. Entonces, mi campo de visión pareció adquirir un tono cobrizo, como si tuviera una cortina de sangre justo delante. Y sentí cómo un ser desconocido pretendía adueñarse de mí.
—Erico. Di algo, por favor… —suplicó Paula, incapaz de moverse aún y con lágrimas asomando por los ojos—. Me estás asustando.
Quise hablar, pero mis cuerdas vocales sólo emitieron un sonido gutural.
«Un momento, yo no he dicho eso», vociferé en mis adentros.
Ella dio un respingo de angustia e intentó hacer retroceder su cuerpo, deslizándose hacia atrás los pocos centímetros que su lenta recuperación le permitían.
—¿Qué te está pasando? ¿Por qué me miras así? —lloró, sin poder asimilarlo.
«¿Qué haces, Paula? ¿Por qué intentas huir de mí?», pregunté yo, incrédulo. Pero las palabras que salieron de mi boca no fueron ésas, sino algo totalmente ininteligible y estridente.
En algún lugar de mi ser, mi razón empezó a luchar encarnizadamente contra mis instintos, que se volvieron hipnotizantes e intensos. Era mi voluntad por frenarme la que gritaba a pleno pulmón cuando mi cuerpo, obedeciendo a un completo extraño, se agachó y empezó a avanzar a gatas hacia ella.
—¡Erico! —chilló Paula, una y otra vez. Pero yo sólo podía escucharla en un segundo plano, impotente y prisionero en las celdas de mi alma, cuya podredumbre empezó a extenderse a través de manchas heterogéneas y negras, dando forma a una bestia oscura que ambicionaba andar suelta, sustituirme, poseer toda mi masa corporal.
—No lo hagas… —imploró, cerrando los ojos con fuerza, cuando mi aliento siseaba ya muy cerca de su piel—. Tú no eres así. Dijiste que no me harías daño.
Un torrente de gotas cristalinas le cayó por los párpados sin poder frenarlo, anhelando que mi verdadera personalidad emergiera de nuevo y acudiera en su ayuda. Y yo lo intentaba, lo intentaba…
La bestia alzó mi mano en mi lugar y la agarró del abrigo con firmeza. Ella sollozó aún más, sin fuerzas para zafarse.
—No, Erico… —me nombró por última vez, desconsolada, rindiéndose a la inminente fatalidad.
La batalla a muerte por el dominio de mi cuerpo llegó a su punto álgido cuando, por un momento, el hilo de voz de la niña consiguió penetrar en mis entrañas, derritiendo con su calor los barrotes de mi cárcel etérea. No esperé. Me abrí paso a través de un limbo muy personal, de vacío y conciencia ensuciada, y mi aullido de auxilio no paró de ascender imparablemente por mis órganos y garganta hasta encontrar la radiante salida.
—Repítelo… —conseguí bramar, entre espasmos de ansiedad por conseguir la carne y el autocontrol a partes iguales—. Repite mi nombre.
—Erico… —murmuró—. Te llamas Erico Lombardo, y eres lo más parecido a un hermano que tengo.
Entonces cerré los ojos y apoyé mi rostro en su costado. Mis manos soltaron la presa y se cerraron en un abrazo de redención, y después de un duro intervalo que me permitió asimilar lo ocurrido, conseguí retomar el control, aunque sentía que había pagado un precio muy alto por detener al diablo que me había tentado. ¿Volvería Paula a confiar en mí después de aquello? A punto había estado de cometer la peor atrocidad de toda mi existencia.
Se hizo un doloroso silencio en el que sólo se escuchó el lamento inconsolable de la niña.
—Lo siento… —clamé, abatido—. Soy un monstruo. Soy un… un monstruo.
—Eso no es cierto —intervino ella, titubeante. Todavía lloraba mientras intentaba recuperar la entereza—. He vivido mucho tiempo contigo, y sé que no eres malo. Que puedes vencer al otro. Lo sé.
—¿Cómo? Ya no sé cómo hacerlo, Paula.
—Anette siempre decía que cuando quieras que suceda algo sólo tienes que desearlo con todas tus fuerzas. —El llanto enmudeció su voz un breve segundo—. Creer que es posible. A mí me sirvió cuando quise que tú fueras mi amigo.
La abracé con más motivo.
—¿Podrás perdonarme?
Por el movimiento de su abrigo, noté que asentía con la cabeza.
—Los amigos se perdonan. Y sé que no estaría viva si no fuera por ti.
Nos quedamos así un buen rato, dejando que el fuego reconfortara nuestros cuerpos, quién sabe si lo suficiente como para aguantar otro día más.
El mundo siguió girando para nosotros, y ahí afuera empezó a oscurecer. Después del incidente, tanto ella como yo nos mantuvimos algo distantes. Pero el profundo respeto y afecto que llevábamos alimentando el uno por el otro tras tantas experiencias juntos pronto nos hizo, si bien no olvidar lo que había sucedido, sí terminar considerándolo una dura prueba más que habíamos conseguido superar.
Tal vez fuera producto de la ingenuidad de una niña, pero, obligada a vivir en un mundo deleznable y caótico, hacía mucho tiempo que Paula había aprendido a aceptarme tal y como era. En su mirada se notaba que no estaba dispuesta a darme por perdido. Mantenía su fe en mí. «Ojalá yo pudiera hacer lo mismo», pensé.
A primeras horas de la noche empezó a estornudar, presa de un constipado mayúsculo, pero como no se había separado ni un centímetro de la hoguera, terminó recuperando por completo la movilidad de sus brazos y piernas, momento que aprovechó para comerse la única ración de gelatina que quedaba. Sus tripas se quejaron por la breve ingesta.
Más tarde, y antes de caer rendida por la fatiga, me dijo;
—Dime que seguirás siendo tú cuando me despierte mañana. Que no dejarás que nada ni nadie ocupe tu lugar. No lo permitas.
Quise aferrarme a las palabras de Anette y deseé con fervor que así fuera. Prefería mil veces arrojarme al vacío que tener que pasar por lo mismo otra vez.
—Será a tu amigo a quien encuentres cuando despiertes —le aseguré— No a otro. Y te diré con qué voy a ocupar mi tiempo mientras tú descansas. —Agarré mi mochila y extraje el diario de su interior—. Voy a tomar esta libreta y este bolígrafo y seguiré escribiendo la historia de aquel trotamundos solitario. Me voy a concentrar en su final, ¿qué te parece?
—¿Sabes ya cómo termina? —preguntó. Sus ojos se entrecerraban por el peso de los párpados. Tenía tanto sueño que se habría acabado durmiendo aunque hubiera estado de pie.
—Sí —sonreí—. Creo que sí. Mañana te lo cuento, ¿de acuerdo?
—¿Lo prometes? —dijo, un segundo antes de abandonar el mundo real.
—Lo prometo. Duerme tranquila. Yo seguiré escribiendo hasta que amanezca —susurré. Y así he seguido haciéndolo.
El contorno de las montañas empieza a perfilarse con los primeros rayos de un sol prematuro, cuya débil luminosidad se filtra entre las nubes que nunca cesan.
De momento, no hay rastro de la bestia que me atormenta. Ignoro si ahora está escondida o si se ha ido para siempre.
En cinco minutos despertaré a Paula, que aún duerme como el ángel que es.
Su luz me da fuerzas para afrontar mi último reto, para alumbrar las sombras que me acechan al final del camino.
Algo me dice que la grácil brisa de la esperanza nos busca para soplar a nuestro favor. Sea como sea, hoy termina todo.