—¿Podrías seguir contándome cosas de cuando eras pequeño? —me pidió Paula, con la respiración entrecortada, mientras avanzábamos por la interminable senda que ascendía paulatinamente hasta alcanzar las cumbres que rozaban el torso del firmamento, allí en lo alto. Al principio pensé que lo decía más por evadirse mentalmente del cansando que la atenazaba o para pensar en cualquier cosa menos en el frío que la hacía tiritar que por otro motivo, pero pronto me di cuenta de que no era así.
Antes de continuar, quisiera comentar que el entorno que nos acechaba era abrumador. Nuestra marcha empezó discurriendo por el centro de un inmenso valle con pendientes inclinadas que nos empequeñecía como escorpiones que surcan las dunas de un desierto. Pero aquella vía, en ocasiones más complicada de seguir que en otras, pronto nos llevó a atravesar también tramos de túneles que perforaban las entrañas de la tierra, precipicios que se elevaban de forma vertiginosa por la falda de los macizos e incluso un estrecho viaducto cuyos largos pilares se incrustaban en el lecho del río que lo cruzaba por debajo.
En una de las pocas y breves pausas que efectuamos Paula llenó su cantimplora en la base de aquellas ricas aguas provenientes de puros manantiales. El resto del tiempo, procuramos mantener siempre un ritmo constante, aunque agotador.
—Llevo cuatro horas hablando sin parar. ¿Estás segura de que no estás cansada de oírme? La niña sacudió la cabeza.
—No. Me gusta mucho saber más sobre ti. Las cosas que cuentas son muy divertidas. En esos momentos, en mi fuero interno intuí que su curiosidad tenía como fin recordarme cuando yo ya no estuviera. Quizás ni ella misma habría sido capaz de explicarlo si se lo hubiese preguntado, pero en su mirada cristalina, fija en el horizonte de abetos nevados y vientos calmos, interpreté que, posiblemente, asiera.
—De acuerdo… —Hice un gesto con las cejas en señal de conformidad—. Recuerdo que una vez mi hermana Elena y yo nos encontramos a una perrita en mitad del bosque. Estaba muy delgada, herida y desnutrida.
»Aunque por los alrededores del lago de Garda era frecuente cruzarse con perros salvajes, aquélla mostraba marcas de collar en el cuello, por lo que supusimos que la habían abandonado. Sin pensarlo dos veces, la recogimos y la llevamos a mi casa, pero mi madre, lejos de aceptar un animal en su hogar, nos gritó muy enfadada:
»—¿Es que no os dais cuenta de que no podéis hacer siempre lo que os dé la gana? Ya le estáis buscando un sitio para vivir, porque aquí no se va a quedar. Mañana la quiero fuera.
»En esos momentos, la perra empezó a lamerle la mano, que, casualmente, quedaba muy cerca de su hocico. Lo cierto es que era muy bonita de cara, de modo que, ante el gesto espontáneo de la perra, mi madre pareció ablandarse un poco.
»—Y por el amor de Dios —dijo más sosegada—. Dadle algo de comer al pobre animal. Debe de tener hambre.
»Al final, y como suele ocurrir en esta clase de situaciones, se quedó a vivir con nosotros.
—¿Y qué nombre le pusisteis? —preguntó Paula.
—Yo quería llamarla Rigoberta, en honor a una tía mía muy poco pulcra, pero a mi hermana le gustó más Nuka, así que con Nuka se quedó.
»Con el tiempo fueron curándose sus heridas, y los juegos que comenzaron como divertidas carreras junto a ella por los prados terminaron siendo auténticas pruebas de atletismo cuando, en sus momentos de travesura, agarraba todo aquello que tuviera forma de palo y se lo llevaba hasta vete a saber dónde. Una vez nos pasamos toda una tarde persiguiéndola porque se le había antojado el maldito mando del televisor, ¿te lo imaginas?
»Te lo digo en serio, qué bicho más inquieto. Cuando ya llevábamos cuatro meses con ella, una mañana la dejamos encerrada en casa porque mi madre, mi hermana y yo nos fuimos en coche a hacer la compra. Al volver y abrir la puerta, nos la encontramos despedazando los cojines del sofá. Pero no sólo eso, también se había cargado la alfombra y había mordido las patas de la mesa del comedor. Al vernos, alzó la cabeza y, tras el grito estridente que le lanzó mi madre, puso pies en polvorosa y empezó a correr despavorida por los pasillos de toda la casa con el cojín en la boca. Sus patas resbalaban a un ritmo frenético mientras mi madre la perseguía con la zapatilla alzada.
Esbocé una sonrisa al recordarlo. Paula también se rió.
—Reconozco que fue muy gracioso, la verdad. Pero después de aquello tuvimos que regalársela a unos vecinos que ya tenían varios perros. De vez en cuando íbamos a verla. Y no sé cómo lo hicieron, pero, a juzgar por la postura firme que adoptaba cuando sus nuevos dueños le daban una orden, diría que consiguieron amaestrarla a la perfección.
—¿La echas de menos? —intervino Paula.
—Qué va. Aquella perra estaba como una puñetera cabra.
—Me refiero a tu hermana.
Me quedé callado, provocando un irremediable paréntesis en la conversación. La pregunta me había pillado completamente por sorpresa.
—Cada día —le contesté al fin, encontrando con mi mirada la suya—. ¿Sabes? En ocasiones, tú me recuerdas mucho a ella.
Paula fue a decir algo, pero se detuvo cuando en esos momentos di una especie de traspié. Mi pierna izquierda flaqueó un breve instante, obligándome a clavar la rodilla sobre la nieve.
—¿Qué te ocurre? —preguntó, muy asustada.
Intenté analizar rápidamente lo que acababa de suceder. Aunque era insensible al dolor y a la sensación de frío externa, durante un fugaz intervalo de tiempo había dejado de poseer el control sobre mi pie izquierdo.
—No es nada —expliqué, restándole importancia, y apoyé una mano en su hombro para intentar levantarme.
—¿Seguro? ¿No me mientes? —quiso saber, temerosa, poniendo toda su voluntad en auxiliarme.
—No te miento. —Mentí—. Sigamos.
El paso de las horas terminó por encapotar el día, y a medida que ascendíamos, las temperaturas iban bajando en picado, llegando incluso a cotas muy próximas a los cero grados. Más o menos cuando nos hallábamos cruzando el punto kilométrico 5, mi cojera empezó a pronunciarse de tal forma que ni siquiera Paula parecía creerme cuando le aseguraba repetidas veces que me encontraba bien. A cada paso que daba sentía la pierna más insensible, una percepción que fue extendiéndose progresivamente por todo mi costado izquierdo. Pero no quise comentar ni decir nada. Su rostro ya mostraba suficiente miedo y desconcierto.
En las primeras horas de la tarde, se desencadenó una serie de ráfagas de aire turbulento que no tardaron en hacer mella en ella.
—¿Dónde estaba aquel refugio que dijiste? —preguntó, abrigándose con sus propios brazos y temblando como un flan. El viento silbaba en los oídos con tal ímpetu que nos obligaba a alzar el tono de voz para poder oírnos.
—En el kilómetro 6. Se supone que ahí está situada la estación de Queralbs. No puede quedar muy lejos.
—Tal vez sea eso de ahí —señaló.
A unos trescientos metros, por encima de una curva ascendente y muy pronunciada, se adivinaba una solitaria caseta de piedra, bajo el recorrido de los cables voltaicos del ferrocarril. A simple vista, parecía del mismo estilo que la anterior estación, pero mucho más pequeña.
—¡Sí! —exclamé, más por repentino alivio que por otra cosa—. Ésa es. ¡Apresurémonos! Superamos aquel fatigoso tramo con la sensación de que el mismísimo Dios nos estaba retando a hacerlo, aunque también pensé que podría tratarse de una clara advertencia al calvario que la madre tierra nos tenía preparado para más adelante.
Fuera como fuese, finalmente llegamos hasta la parada. Su paredón también tenía letras de cobre que informaban de la altitud: «QUERALBS (1.180 m)».
De un empujón abrimos la puerta, que cedió, como era de esperar, bajo el simple peso de nuestra urgencia. Al traspasar el umbral y cerrarla de nuevo a nuestras espaldas, el mundo enmudeció considerablemente. El interior era oscuro, y el aire estaba inundado de partículas de polvo que pululaban prisioneras por aquella estancia vacía y simple, llena de telarañas.
—Menos mal… —comenté, dejando mi mochila en el suelo, con una actitud que reflejaba el alivio de quien encuentra un instante de reposo tras luchar breve, pero intensamente, por su vida—. Todo lo que necesito es disfrutar del silencio durante un buen rato.
La ventana semicircular que había en la pared izquierda empezó a vibrar entonces, golpeada por el viento, como si éste me hubiera oído y ahora quisiera entrar para arrollarnos con su furia. Por el exterior alpino únicamente se extendían densas tinieblas.
—Está bien. No importa —me resigné—. Vamos a tener una noche movidita, pero aquí estaremos a salvo.
Señalé el único banco redondo que había en mitad de la sala, pero, antes de llegar a decirle a la niña que podía usar sus duras maderas para pasar la apremiante noche, ella agarró la mochila, se adelantó para sentarse y luego sacó la manta de entre los demás objetos y se cubrió con ella. También extrajo el bou) de longaniza que quedaba de las provisiones y le dio un generoso mordisco. Sus labios y sus manos no podían dejar de temblar.
—¿Te queda algo de comida? —quise saber.
—Tan sólo esto. —Alzó un poco el mordisqueado embutido y luego rebuscó en el fondo de la bolsa—. Y también el último envase de gelatina.
—Suficiente —dije, deseando que así fuera—. Ése guárdalo para mañana.
Paula asintió mientras masticaba, hambrienta.
Sin nada mejor que hacer, di unos pasos para acercarme a otro de esos tablones informativos que solía haber en aquel tipo de garitas y, aparte de descubrir un folleto de horarios de hacía por lo menos un año, también vi un panfleto que contenía un retazo de historia entre sus líneas.
—Camino de origen medieval… —empecé a leer, todo lo fluidamente que la penumbra me permitió—, ha sido durante siglos el acceso tradicional y principal al valle y al santuario de Núria… Se inicia en el pequeño pueblo de Queralbs… encaramándose a la montaña, flanqueando a media vertiente desde la Riura hasta la entrada de la garganta de Núria en el puente de Cremal… con los enormes roquedos del Dui y Totlomón a lado y lado y bla, bla, bla… —concluí.
—¿Qué significa eso? —intervino la niña.
—Bueno… Aquí dice que existe otro camino a pie para llegar hasta Núria. Pasa por el pueblo de Queralbs, que supongo que debe de situarse entre estas montañas, y más allá por la garganta de la cordillera. Pero creo que haríamos bien continuando por las vías. Es más directo, por lo que es bastante improbable que nos lleguemos a perder.
Ella asintió, conforme con mi decisión, y luego trató de recostarse y de descansar un poco. Puede que alguno de vosotros hayáis tenido que pasar una o varias noches acampados entre altas montañas. Si lo habéis hecho, sabréis que durante la madrugada, sin luces que iluminen el cosmos ni humanos que acompañen su murmullo, todo adquiere un tono tenebroso, casi fantasmagórico, que arrebata los sentidos y te devuelve al mismísimo vientre materno, sin referencias a las que recurrir ni percepciones con las que guiarte. La sensación de soledad y aislamiento es intensa, tan vehemente, que el simple y repentino destello de un foco lejano sería capaz de quebrar el equilibrio del universo entero. Con ese extraño efecto pendiendo sobre mí, no me moví en varias horas, sentado en una esquina de aquella minúscula estación, con las manos apoyadas en las rodillas y la vista fija al frente, observando la negrura infinita. Paula exhalaba espesas bocanadas de vaho mientras dormía, balbuciendo, de vez en cuando, cosas ininteligibles. Pensé que era un buen momento para comprobar algo que llevaba inquietándome la mayor parte del día. Tomé la linterna y, con cuidado, me remangué los flecos de mi pantalón. A continuación enfoqué mi pierna con el chorro de luz. El pálido acartonado de mi piel había sido sustituido por un púrpura cristalino que me cubría desde la tibia hasta, bien seguro, la punta de los dedos de los pies. Lo toqué y estaba frío. Inmediatamente después, alumbré el costado izquierdo de mi tórax por debajo de mi chaleco. Una prominente mancha del mismo tono corrompía el delgado tejido que forraba mis costillas.
—Genial. Me estoy congelando… —murmuré, echando hacia atrás la cabeza para dejarla descansar contra la pared—. Oh, joder… Me estoy congelando —repetí para mí mismo. Luego, me dejé engullir por la creciente oscuridad.
Después de aquella noche, el viento y el frío intenso nos dieron una leve tregua, aunque, eso sí, el amanecer trajo cuajados nubarrones que no presagiaban nada bueno.
Al salir al exterior de nuevo, Paula y yo empezamos a ascender sin perder demasiado tiempo en los preparativos. Torcí el gesto al dar los primeros pasos. No sentí dolor, pero sí un molesto impedimento al moverme que no dudé en intentar disimular.
A unos treinta y cinco metros encontramos un tramo de camino que cruzaba la vía sesgadamente. Desde nuestra derecha, ascendía por la cresta del monte y después seguía hacia la izquierda y hacia arriba, perdiéndose entre las tripas de la serranía. Un poste con un letrero que indicaba el curso de aquel desvío estaba clavado en mitad de la bifurcación: Núria; pel pont de Cremal / pel Roc del Dui — 3h 45'.
—Ésa debe de ser la desviación hacia el viejo camino que citaba el tríptico —comenté, al tiempo que lo pasábamos de largo—. Si por ahí se necesitan 3 horas y 45 minutos para llegar a Núria a pie, puede que por nuestra ruta sea bastante menos.
—Pero vamos muy lentos… —replicó Paula.
—Por desgracia, sí. Seguramente tardaremos al menos seis horas en recorrer los seis kilómetros que faltan, pero, aún así, éste no deja de ser el trayecto más rápido.
No obstante, tras haber caminado medio kilómetro, más o menos, llegamos hasta una pequeña curva que seguía el perfil de la montaña y el corazón de Paula dio un vuelco al toparnos con lo que aquella parábola escondía tras de sí; al mío le brotó una nueva llaga.
—¿Pero qué… demonios…? —mascullé, ante tal apoteósica visión.
El vagón de un segundo tren cremallera, el que en su día serviría para la vuelta, yacía volcado en transversal, cortando el paso de tal manera que ocupaba todo el ancho de las vías. De su extremo colgaba otro vagón que se prolongaba, en un perfecto ángulo de 90 grados, hacia el profundo precipicio que, desde hacía pocos metros, reemplazaba la acentuada pendiente de tierra que nos había acompañado hasta entonces por un lateral.
Con la escarcha filtrándose despiadadamente entre sus hierros, parecía un monstruo de metal, prisionero y anclado a la naturaleza escarpada hasta que un cambio climático o un renovado proceso en el calentamiento global decidieran derretir sus grilletes de hielo.
—Esto no puede estar pasando… No puede ser, joder —exclamé, abatido, dejándome caer de rodillas sobre la nieve.
Paula, que en un principio se había quedado tan estupefacta como yo, reunió el valor necesario para colocarse enfrente de mí, cogerme de las manos y apoyar su frente contra la mía.
—No te irás a rendir ahora, ¿verdad? —pronunció, cerrando los ojos.
«Tú no lo entiendes, Paula —pensé, al tiempo que mis dedos aferraban el temblor de los suyos—. Necesito terminar con esto. Debes llegar a tiempo.»
—No. Claro que no —contesté, poniendo la mejor cara que supe.
Ella inclinó las cejas con cierto temor.
—¿Crees que la gente de ahí arriba lo habrá puesto para que los zombis no suban?
—Es posible —respondí, volviendo en pie dificultosamente—. No sabían que tú llegabas de la mano de uno de los buenos.
Una fina capa de lluvia empezó a desprenderse de la bóveda celeste mientras nosotros no teníamos más remedio que retroceder para tomar la antigua senda hacia Núria, que ya desde un inicio se nos presentó mucho más confusa y complicada que el camino allanado de las vías.
—Parece que finalmente vamos a tener que ganarnos la escalera hacia el cielo —insinué, tras superar con esfuerzo la primera cuesta y pararnos momentáneamente en lo alto de su cumbre. Paula tragó saliva.
A lo lejos, las grandes irregularidades naturales que rodeaban la aldea de Queralbs asomaban perseverantes.