El frío y la lluvia nos acompañaron durante gran parte del recorrido hasta llegar a Ribas de Freser, a los pies del Pirineo. Un paisaje monótono y plenamente forestal envolvía los cientos de curvas kilométricas de carretera que ascendían y descendían a través de las laderas montañosas.
La Garrotxa era una provincia volcánica, por lo que a nuestro alrededor siempre había montes y más montes que el asfalto atravesaba, todos ellos cubiertos por espesos mantos de robles, pinos y acacias que, según su ciclo, adornaban el mundo visible con matices verdes, ambarinos o castaños.
Fue una peregrinación de seis jornadas, más de cincuenta largos kilómetros en los que el día era duro, y la noche, mortífera. Las temperaturas descendían hasta los dos o tres grados cuando el sol caía. Por eso, a menudo nos veíamos obligados a detenernos en el primer lugar que pudiera servirnos de refugio improvisado, aunque fuera al principio de la tarde. Arriesgarnos a quedarnos una noche a la intemperie habría sido desastroso para la salud de Paula. Tal vez, incluso para la mía.
Lugares tales como pequeñas ermitas de rezo, las ruinas de una caseta de peregrinos (abandonada desde los tiempos en que éstos encontraban amparo nocturno entre sus cuatro paredes) o incluso el interior de algún que otro tramo de túnel, cuyos dos extremos permanecieran visibles, fueron testigos de las treguas a nuestros indescriptibles esfuerzos por seguir avanzando. Cuando no andábamos, Paula dormía y recuperaba fuerzas. Mi tarea era la de vigilar el entorno. Si tenía ganas, me ponía a escribir, y, si no, simplemente salía al exterior del refugio en cuestión y me quedaba observando el cielo y sus estrellas, y también las siluetas de las colinas rompiendo la negrura del horizonte. Por extraño que parezca, jamás había llegado a apreciar tanto la belleza que brindaba la naturaleza, al menos no de aquella forma. Había veces, por el contrario, en que sólo me apetecía quedarme al lado de la niña, contemplando su pernoctar, tan apacible y angelical. Si me concentraba, podía oír cómo su ritmo cardíaco descendía hasta alcanzar un sedoso compás en armonía con el universo. Me pasaba horas enteras escuchándolo. Durante ese tiempo, confieso que el temor acerca de mi acelerada transmutación ejerció una apremiante y angustiosa presión sobre mí. Cada día al amanecer tenía la horrible sensación de que ése iba a ser el último en que pudiera seguir viendo el mundo tal y como lo conocía. Luego, cuando llegaba el anochecer, daba gracias en silencio por haberme equivocado.
Lamenté en muchas ocasiones que el tiempo se hubiese convertido en semejante enemigo. Ojalá me hubiera permitido procurarle a ella más momentos de descanso. La ropa de abrigo y las botas que habíamos encontrado en el avión la protegían del clima, pero las llagas que se le formaban en los pies, producto de nuestra tirana marcha forzada, cada vez eran peores. Y a medida que los días pasaban, Paula necesitaba más horas de inactividad para poder proseguir. No retomábamos nunca el camino cuando el sol se alzaba, sino cuando su cuerpo era capaz de hacerlo.
En uno de esos atardeceres, dimos con un discreto invernadero semicilíndrico, de unos siete metros de largo, ubicado en medio de un huerto de cosechas podridas, a un lado de la vía. Fue un buen refugio. En su interior, a excepción de un par de sanas zanahorias que aún se conservaban en perfecto estado, todos los demás vegetales y hortalizas habían sucumbido a la descomposición. No es que oliera demasiado bien, pero el interior era una burbuja de reconfortante calor en mitad de una fresca hondonada. Cuando entramos, el rostro de Paula reflejó un sincero agradecimiento al contemplar semejantes condiciones. Tras cenar algo, y sin ánimos para conversar un rato —como hacíamos casi siempre antes de que se fuera a dormir—, se recostó entre su manta y aquel suelo cálido y no abrió los ojos hasta el día siguiente.
Aquella noche durmió tranquila. No obstante, cuando llegó la hora de levantarse, vi que lo hacía con dificultades y que cojeaba de forma pronunciada.
Tuve que sostenerla para que no flaqueara.
—¿Estás bien? —le pregunté, preocupado—. ¿Crees que podrás andar?
Ella alzó la vista, mirándome con expresión apagada, y negó con la cabeza levemente.
—Hoy no…
Suspiré, aunque mi ética me obligaba a entenderlo. No nos quedaba más remedio que perder una jornada más, como mínimo.
—Lo siento… —añadió, sintiéndose culpable por el retraso que eso suponía.
—Eh… —Le apoyé afectuosamente el dedo índice bajo el mentón—. No te preocupes, ¿de acuerdo? Tú no tienes la culpa. —Intenté sonreír—. Vamos, túmbate de nuevo. Te limpiaré y cambiaré el vendaje de las llagas.
Admito que sus gestos de dolor mientras le aplicaba la cura fueron complicados de sobrellevar.
Tras un período que se prolongó hasta las treinta horas, aproximadamente, decidimos partir a un ritmo más bien lento. Ella me confesó que se veía con fuerzas, así que, demostrando voluntad por su parte, tomó mi brazo como punto de apoyo adicional. Poco a poco, nuestras siluetas fueron perdiéndose de nuevo por los confines de la autovía, siempre a la sombra de la cordillera de granito y de los bosques que la albergaban.
Atravesamos conjuntos de masías y aldeas despobladas; ríos que bajaban desde las cimas del mundo y llegaban hasta nuestra posición, acompañándonos a intervalos en forma de tranquilas corrientes de agua pura; también solitarios mesones y restaurantes de carretera que, tras comprobar que tenían sus puertas reventadas y sus instalaciones desesperadamente saqueadas, generalmente ni nos molestábamos en inspeccionar. Lo único de provecho que pudimos obtener en uno de ellos fue un trozo de longaniza medio congelada, oculta entre una campana extractora y una estantería vacía.
A medida que aumentaba la altitud y nos acercábamos a los Pirineos, el asfalto de la vía empezó a cubrirse con finas láminas de escarcha, algunas incluso tan extensas que nos veíamos obligados a sortearlas por tramos paralelos de bosque para evitar molestos resbalones. Atraídos por nuestra presencia, las ardillas y cervatillos asomaban entonces tímidamente la cabeza entre los arbustos, ajenos en sus costumbres al caos que terminó por devorar la civilización que habíamos ido dejando atrás. Al pasar cerca de ellos, se iban corriendo, perdiéndose entre la espesura.
Llegados a ese punto, en la lejanía podían verse ya los primeros picos nevados, que, a menudo, Paula definía como cúmulos de chocolate cubiertos por una rica capa de nata.
Una vez le contesté:
—Pues a mí me recuerdan los paisajes de El señor de los anillos.
—Nunca vi las películas —me aseguró ella—. Mis padres no me dejaban verlas porque me daban miedo los monstruos que salían y decían que luego no podría dormir por la noche.
—¡Venga ya! —mascullé—. ¿Me estás diciendo que nunca has visto nada de una de las mejores trilogías que el cine hizo jamás?
Ella se encogió de hombros como si no hubiese tenido elección.
—Pues es una lástima, eran estupendas… —añadí.
—A mí me gustaban más las películas de Disney. La sirenita y La Bella y la Bestia son mis favoritas.
La miré con suspicacia.
—Eso de la bestia no lo dirás por mí, ¿verdad?
Paula se tapó con la mano una sonrisa picarona y luego negó con la cabeza.
—No, pero si quieres podemos jugar a que yo soy Bella y tú Bestia.
—¿Qué? De eso nada —protesté, disconforme—. Como mucho, yo soy Lumieri, el candelabro ese italiano, y ya es pedir demasiado.
—Se llamaba Lumière, y era francés —me corrigió, y se le escapó otra risilla.
—Pues eso… —Me quedé callado un segundo y después le dediqué una mirada de inofensivo reproche—. Será posible…
Mientras andábamos, seguimos charlando y discutiendo amigablemente acerca de cosas completamente triviales pero que constituyeron una terapia estupenda contra el cansancio y la desolación que dominaba esas tierras.
Aparte de sus heridas y mi decadente condición, fueron días que transcurrieron sin demasiadas complicaciones. La pandemia había barrido todo aquel territorio, por supuesto, pero los antiguos habitantes, una vez convertidos en zombis, terminaron emigrando y alejándose del frío por mero instinto para buscar zonas de climas más cálidos y con mayor concentración humana —tal como dictan las leyes congénitas de nuestra naturaleza—, una decisión que, sin duda, en nuestra situación, fue de agradecer.
De vez en cuando veíamos algún que otro cadáver tumbado entre los matorrales o yaciendo en mitad de la carretera, con signos de haber sido atropellado. Nada especialmente significativo. Pero fue casi al llegar a nuestro próximo destino, a tan sólo cinco kilómetros del pueblecito de Ribas de Freser, cuando fuimos testigos de una de las imágenes más sobrecogedoras que pudiera imaginarse.
Los cuerpos sin vida de una docena de caballos reposaban sobre la hierba, atados con gruesas correas a un cerco que rodeaba su zona de pasto, a pocos metros de una granja. Algunos se habían descompuesto hasta los huesos, e incluso exhibían marcas de mordeduras entre los restos de su anatomía. Otros, en cambio, incapaces de liberarse de su yugo, habían muerto simplemente de inanición.
A Paula se le cayó el alma a los pies al verlo. Un reguero de lágrimas rodó por sus mejillas.
—¿Por qué los ataron de esa manera? No pudieron hacer nada —comentó afligida.
—Tal vez su dueño tuvo que marcharse con prisas y los inmovilizó creyendo que podría volver más adelante —respondí, con la intención de dar una explicación algo coherente a semejante insensatez.
—Pobrecitos… —se lamentó, apoyando la frente en uno de los barrotes del cerco—. Ellos no habían hecho nada malo.
Le puse una mano en el hombro.
—Cuanto más los mires, más triste te pondrás. Será mejor que continuemos. Estamos muy cerca del pueblo al que nos dirigimos, y quiero llegar antes de que anochezca. —Volví la vista hacia los altos Pirineos, que ya se alzaban ante nosotros con todo detalle—. A partir de mañana vamos a tener que superar las peores pruebas a las que nos hayamos enfrentado.
La niña suspiró con tristeza, se secó las lágrimas con la manga y me cogió de la mano. Así fuimos dejando atrás la última de las atrocidades que el Apocalipsis nos iba a mostrar, retomando el rumbo hacia las puertas de lo que a ciencia cierta sabía que se iba a convertir en una tediosa lucha contra la propia naturaleza.
Tres horas después, los rayos de un temprano atardecer vistieron la entrada y la calle principal de Ribas de Freser descubriéndonos una hermosa aldea de casitas de estilo tibetano y techos de pizarra, la mayoría de los cuales estaban cubiertos por una delicada capa de nieve que formaba estalactitas de hielo por debajo de sus aleros. Las montañas, que ahora parecían áureas bajo un cielo color vainilla, rodeaban por todos sus flancos el municipio, por lo que a simple vista no nos pareció demasiado grande. Pensé que, en su día, seguramente el pueblo tenía pocos habitantes. Pero sin duda aquél era uno de esos lugares ideales para vivir en paz y armonía por los que optaban algunas personas que deseaban alejarse del ajetreo del mundo. No en vano tenía el honor de erigirse, a los pies de la nevada cordillera fronteriza, como uno de los últimos pueblos del país.
El rugido del descenso de las aguas de un río que, según el cartel, se llamaba Segadell y atravesaba de arriba abajo la villa entera rompía el silencio sepulcral que se estancaba entre aquellas callejuelas de algún que otro siglo de antigüedad. Era una sensación tersa como la seda, y tan reconfortante que resultaba difícil no encontrarle su lado mágico.
Siguiendo adelante por aquel pintoresco camino, llegamos hasta lo que sería el centro del pueblo, donde nos esperaba un bonito y ancho paseo con árboles de hojas caídas y bancos de madera cubiertos de copos aguados por el sol de la tarde. Su trazado se prolongaba en línea recta hacia el norte, siguiendo el curso del río que cabalgaba por el cauce rocoso que había debajo. Justo en su confluencia con el resto de las calles se alzaba un poste con varios letreros que indicaban diversas direcciones.
Uno de ellos exhibía una flecha hacia arriba que rezaba lo siguiente: «Cremallera a la Vall de Núria».
—Núria… —murmuré, deteniéndome enfrente.
—¿Quién es Núria? —preguntó Paula, imitándome.
—Quién no, sino qué.
Saqué el mapa de la mochila y lo volví a estudiar con atención.
—Núria es un valle que se encuentra a dos mil metros de altitud, subiendo a través de esas montañas —señalé los monstruosos picos que teníamos delante—. Creo haber oído en alguna ocasión que había un antiguo monasterio medieval ahí arriba. Por eso me suena. Sea como sea, debemos llegar hasta allí. Las coordenadas que marcó Anette en el mapa se encuentran justo al otro lado de ese valle, donde empiezan los Pirineos franceses… —Una bombilla se iluminó en mi cabeza—. Fíjate. —Puse un dedo encima de la palabra «cremallera»—. Si tomamos la dirección que marca el letrero daremos con la estación del «cremallera», algún tipo de tren que debió de construirse para llegar hasta allí. Podríamos seguir el recorrido de su vía para ascender y así seguro que no nos perdemos.
—¿Todo eso vamos a tener que subir? —preguntó anonadada, mirando las montañas como si dudara categóricamente de que tal hazaña fuera posible.
—Sí… —asentí. Sus cuerpos voluminosos, alzándose a través de varios grupos de nubes de aspecto gélido, trataron de avisarme tajantemente del peligro que aquello iba a suponer para mí. La posibilidad de que mi tullido organismo terminara completamente congelado en el intento era casi absoluta—. Eso parece… Trataremos de pasar esta noche en el interior de la estación. Mañana a primera hora partiremos hacia allí. Esperemos que el clima ayude… —Entonces la miré, dibujando media sonrisa—. Todo esto acabará pronto, Paula.
Por alguna razón, ella no me la devolvió.
A unos ciento cincuenta metros nos topamos con el caserón de piedra que constituía la parada inicial del cremallera. Paralelo a éste, había otro inmueble, quizás algo más grande. Ambos se encontraban en mitad de una pequeña explanada que en su día habría servido de aparcamiento para una veintena de coches, no más, y que conectaba directamente con el andén. Una furgoneta oxidada y un turismo con las ruedas deshinchadas eran los únicos vehículos que aún quedaban abandonados bajo la incesante intemperie.
En la pared de la fachada de la estación se podía leer un rótulo de cobre con el nombre y la altitud de la parada inscritos: «RIBES VILA (940 m)'.
Me acerqué hasta la puerta de entrada. Era de madera y exhibía dos columnas de vidrios rectangulares que permitían vislumbrar el interior. Apoyé mi cara y las dos manos para tapar el reflejo del día y distinguí una pequeña salita forrada con tablones de leño. A un lado había un par de bancos y diversos folletos informativos clavados con chinchetas en un marco de corcho. Al otro, un mostrador de cristal tras el cual se adivinaba un reducido habitáculo.
Con el codo hice estallar el cuadrado traslúcido que quedaba más cerca del picaporte e introduje la mano. Pero al hacerlo, no dejé de sentirme estúpido, porque el pomo cedió sin necesidad de deslizar ningún cerrojo. La puerta ya estaba abierta antes.
—Erico, Erico… —me reproché a mí mismo por no haberlo comprobado primero, y entré. Era un espacio vacío, con paredes desnudas y nada a lo que pudiera atribuírsele valor. Justo al otro lado, tras otra puerta idéntica a la anterior, podía verse el andén e intuirse la vía del cremallera, camuflada entre la nieve. Sobre ella reposaba el ferrocarril. Deduje que era de color azul, ya que el peso de las nevadas lo habían acabado transformando en una gran pila blanca. No había nadie. Aquel lugar era un pueblo fantasma, pensé.
Volví afuera con la niña.
—Miremos qué hay en el caserón de al lado.
Por pura inercia, a punto estuve de repetir el mismo error cuando alcé el codo para romper el vidrio de la siguiente puerta. Pero, milagrosamente, a medio recorrido, me acordé y me detuve. Entonces, simplemente giré el pomo y ésta se abrió sin más.
Levanté casi imperceptiblemente una ceja.
—¿Es que aquí no usaban llaves o qué?
Paula y yo accedimos al opaco interior. No había ventanas, solamente la luz de la apertura a nuestras espaldas conseguía dar forma a los contornos de dentro. Aquél iba a ser, sin duda, mejor lugar para trasnochar. Era un discreto museo, con cuatro viejas locomotoras y su respectivo vagón detrás, cada una al lado de la otra y cada una más antigua que la anterior, predecesoras en el tiempo del cremallera que permanecía aposentado sobre las vías.
Tras un breve barrido con la vista, adelanté unos pasos hasta colocarme enfrente de un plano topográfico expuesto bajo una vitrina de cristal. En él se marcaban los puntos kilométricos del recorrido hasta llegar al valle de Núria, con la foto y la altitud de cada uno de ellos.
—Esto es interesante. Aquí indica que hay doce kilómetros de ascensión por la ladera de la montaña, lo que significa que, con un poco de suerte, en un par de días podríamos haber llegado arriba; y necesitaríamos otro día más para cruzar hasta el lado francés. —Clavé el dedo sobre la foto de una estación solitaria en medio de la naturaleza, en el punto kilométrico 6. Recibía el nombre de Queralbs—. Mañana intentaremos alcanzar este sitio para hacer noche. Está a tan sólo seis kilómetros de aquí.
—¿Y qué vamos a hacer cuando lleguemos al lugar que decía Anette? ¿Vamos a tener que vivir con todas esas personas? —preguntó de repente Paula, por detrás de mí.
Al oírla, levanté la vista del plano. Aunque en esos instantes no pudiera verme, torcí el gesto, intentando medir muy bien mis palabras.
—Paula, yo… —me giré, sintiendo una especie de nudo en la garganta; ella me miraba con su habitual inocencia— no podré quedarme contigo.
Arrugó la frente, formando una expresión de desconcierto.
—No te entiendo.
—Cuando lleguemos ahí arriba y encontremos a esa gente, tendré que marcharme. Ése no es lugar para alguien como yo, ¿lo comprendes?
Sus ojos se humedecieron y por un segundo pareció que le estrujaran el alma.
—¿Por qué dices eso? —Dio un paso hacia mí—. ¿Por qué lo dices? No quiero que lo digas. Se puso enfrente de mí y me agarró fuerte de la manga.
—No lo digas —repitió llorando.
—Lo siento mucho, pequeña. Pero no existe otra manera, nunca ha existido. Mi misión era llevarte con los tuyos. No puedo hacer nada más allá de eso. Sólo puedo pedirte disculpas y prometerte que algún día lo entenderás.
—¡No! —se lamentó, apartándose. Era como si la simple idea de separarse de mí la quemara por dentro—. ¡Entonces ya no quiero ir! Nos quedaremos aquí, ¡o nos marcharemos lejos! Pero no quiero vivir en ninguna parte si tú no estás conmigo.
Sabía que iba a ser difícil, pero no podía permitir que aquello me alterara o me afectara demasiado. Durante todo el tiempo que había pasado a su lado había aprendido a querer de nuevo, a necesitar y a valorar la compañía humana. Pero ahora que se acercaba el momento de separarnos, dejar que tales sentimientos me condicionaran sería un tremendo error. Debía ser tajante y rotundo en mi decisión. El final del camino estaba cerca. Paula tenía toda una vida por delante, y yo… bueno, ya no me quedaba nada más que ofrecerle.
Adopté un tono más serio.
—Si no te llevo hasta allí, tarde o temprano morirás. Llegará un momento en que yo ya no pueda protegerte y te verás sola frente al mundo. ¿Es eso lo que quieres?
—Lo dices por eso que te pasa, ¿no? —vociferó, con los ojos hinchados de lágrimas—. Porque crees que a mí también me harás daño.
—Eso no es cierto. —Di un paso al frente—. Yo jamás te haría daño, lo sabes.
—Tú no, pero ¿qué hay del otro en el que a veces te conviertes?
Ambos cruzamos miradas en silencio, ella sollozando desconsolada, y yo, incapaz de rebatir aquellas contundentes palabras.
Acto seguido, dio media vuelta y abandonó corriendo el recinto, dejándome solo, sumido en mi propio malestar.
Cuando salí, tras un largo minuto de reflexiones internas, me la encontré sentada sobre la grada del andén de la vía, con la vista perdida en el tronco del cremallera y los pies colgando y trazando círculos imaginarios, a diez centímetros por encima de la capa de nieve.
Me acerqué sin prisas y me senté a su lado. Paula evitó mirarme.
Pasados un par de segundos, le dije:
—Ojalá todo fuera distinto. Ojalá… —cerré los ojos un instante y luego los abrí—, ojalá hubiera otra manera de hacerlo.
Ella inclinó la cabeza hacia mí, apoyando su sien en mi hombro.
—No es justo… —susurró con voz quebrada—. En mi cumpleaños pedí que ese momento no acabara nunca, que fuéramos siempre amigos.
—Y lo seremos —recalqué—. Tú ya formas parte de mí. Sería incapaz de olvidarte. Jamás. Conforme se iba calmando, sus lágrimas fueron desvaneciéndose, dejándole un contorno enrojecido alrededor de los párpados.
—Me gustaría que no llegara mañana, ni pasado, ni el otro.
Esbocé una leve sonrisa.
—¿Sabes? De niño, yo tenía un profesor que siempre decía: «El futuro nunca llega. El pasado ya no existe. Luego el presente es eterno». Creo que nunca llegué a entender por qué lo proclamaba con tanta insistencia.
—¿Y por qué no se lo preguntaste? —apuntó, sin abandonar el refugio visual que las ventanas empañadas del tren le ofrecían.
—Bueno… iba a hacerlo, pero… un rayó lo alcanzó y…
—¿Un rayo? —Frunció el ceño y me miró brevemente—. No me lo creo.
—Pues sí, te lo prometo. Y uno bien grande…
Nos quedamos un rato hablando sobre cosas del pasado, intentando no darle demasiada importancia al tiempo; un tiempo por el que, a pesar de su circunstancial hostilidad, a pesar de su imposible tregua, tuve que sentirme agradecido, pues nos había permitido conocernos el uno al otro.
Al final, Paula no tuvo más remedio que aceptar, resignada, mi decisión, pero sé que no terminó de entenderla ni mucho menos mostrarse conforme con ella, porque durante el resto del día no dejé de advertir una profunda tristeza en su rostro.
Pasó una noche de lo más inquieta, cobijada en el interior de uno de los ferrocarriles del museo, tumbada en un mullido sillón de época que, sobre una moqueta de color pardo y bajo tres lámparas vetustas, ayudaba a acicalar el vagón entero, dándole un aire de lo más aristocrático.
La desperté a primera hora, cuando aún estaba amaneciendo. En cuanto se espabiló un poco, desayunó un trozo de longaniza y la última de las latas de conserva que recogimos del avión. Mientras terminaba, yo aproveché para echar un último vistazo al inmueble y di con cinco pares de raquetas para los pies. Estaban metidas en un armario que había justo detrás de una maquinaria, así que cogí las que creí que mejor se ajustarían a nuestra talla.
—Ponte esto —le pedí, tendiéndole las suyas—. Evitará que nos hundamos en la nieve. Nos las colocamos sin demasiada maña y luego nos plantamos en mitad de aquella vía. Nuestros pies parecían flotar sobre un pedazo de espuma inestable, pero flotaban al fin y al cabo. Al alzar la vista, frente a nuestros insignificantes cuerpos se alzaba imponente un largo y extenso recorrido que se perdía a lo lejos, entre un abismal paisaje rocoso. Su misterio y su incertidumbre tan sólo eran equiparables a su colosal tamaño.
—Sería mucho más fácil si hubiera electricidad que hiciera funcionar este maldito trasto, ¿no crees? —insinué, refiriéndome al tren cremallera. Luego miré hacia el cielo—. El día es claro. Recemos para que siga así.
—¿Crees que lo lograremos? —preguntó Paula, todavía apenada a la par que abrumada por las prominentes alturas que se perfilaban por delante.
Estábamos al límite de nuestras fuerzas, ella a su manera y yo a la mía, magullados y con la entereza mermada. Hacía frío, y, en esos momentos, el peso de todo nuestro viaje parecía colgarse a nuestras espaldas como si fuera una invisible y asfixiante mochila de una tonelada.
—Sí… —respondí con firmeza—. Sí. Hagámoslo.