Un cráter del tamaño de media hectárea mutilaba los alrededores del desvío de la N-260. Un avión de pasajeros se había estrellado justo en medio de la carretera, fundiéndose con la tierra que el impacto había liberado. Lo distinguimos cuando aún nos encontrábamos a varios kilómetros de distancia: las pinceladas de un sol en decadencia hacían resaltar a lo lejos su amasijo de chapas y herrajes. Una vez lo alcanzamos, por su aspecto enmohecido y rancio, imaginé que aquel enorme pájaro de metal debía de llevar meses allí. Ni columnas de humo emanando de sus brechas, ni hedores de combustión… Nada. Solamente su estampa inmóvil, cuya silueta acumulaba centímetros de polvo que las ráfagas de viento acarreaban.
Era la tercera jornada de viaje desde que abandonamos la gasolinera y tanto Paula como yo conservábamos ya pocos vestigios de aquella sensación de reposo y serenidad que aquella última noche de conversación ante la hoguera nos proporcionó. Nuestro aspecto era ahora desaliñado por la erosión y quebradizo por el frío, y aunque yo no experimentaba el cansancio que ella padecía, no había dejado de notar ciertos cambios en mi masa corporal. Andar me costaba un poco más cada día, y dependiendo de qué movimiento intentara efectuar, podía sentir mis huesos colisionando unos con otros y crujiendo bajo mis almidonados músculos. Cuando eso sucedía, una voz imaginaria, que casualmente tenía mi mismo tono, me decía: «Cuidado, Erico, que ya empiezas a estar gastado, muchacho».
A menudo, a Paula le chirriaban los dientes al oír tales chasquidos, pero nunca decía nada al respecto. Tampoco es que durante esa etapa se encontrara muy habladora. Era como si su cuerpo le reclamara silencio a costa de seguir funcionando.
Fue precisamente al llegar y detenernos junto a la base del accidente cuando al fin se rompió la soporífera y sigilosa rutina que nos atenazaba desde hacía rato.
Me adelanté unos pasos hasta colocarme en el límite del agujero y observé detenidamente aquel desastre. Se adivinaban algunos restos humanos retorcidos entre el acero y el barro que había debajo.
Los señalé con un dedo.
—¿Lo ves? Por eso yo siempre viajaba en barco.
Paula no dijo nada; se había quedado perpleja ante tan espeluznante visión. Al cabo de unos segundos preguntó, incrédula:
—¿Un avión puede provocar esto?
—Bueno, si lo pilota Newton, sí.
—¿Quién?
—No importa —contesté, y avancé un pie con cautela en dirección al centro del cráter, donde reposaba semienterrada la cola del aparato. Acababa de ver algo interesante.
La tierra estaba blanda. Había llovido el día anterior, de modo que mis botas dejaron impresa la huella del 43 en la pendiente y formaron pequeños surcos húmedos a mi paso.
A pocos metros de una de las turbinas, que se había desprendido violentamente de las alas y del resto de la cola, encontré un bulto naranja de forma cuadrada.
—La caja negra… —comenté para mí mismo mientras me agachaba para fisgonear. Estaba un poco aplastada y rasgada. No obstante, mientras la sostenía entre mis manos, estudiando cuidadosamente todos sus ángulos, enseguida caí en la cuenta de algo sumamente obvio y absurdo que se resumía en la pregunta: «¿Para qué diablos la quiero?». Por más que se impusiera mi patológica curiosidad, si no contaba con un equipo multimedia de millones de euros a mi disposición —y no veía ninguno por los alrededores—, jamás iba a saber qué le había ocurrido a la aeronave. Por eso solté un rotundo «¡bah!» justo antes de lanzar el inservible cacharro por detrás de mi hombro.
Seguí investigando la zona.
La parte trasera del avión me provocó un escalofrío nada más echarle la primera ojeada. Mostraba el perfil de un enorme orificio desgarrado y, tras él, un interior dantesco y catastrófico. Decenas de estacas de acero sobresalían del contorno de la plancha metálica como dientes torcidos y curvos. Cientos de cables sueltos, cuyos extremos debieron de estar chispeando durante días enteros, colgaban o se fundían ya con las tímidas enredaderas que nacían de las entrañas de aquel terreno castigado. Era como si las mismísimas manos de Dios hubiesen sujetado el timón de dirección del aeroplano y el resto de su fuselaje en pleno vuelo y lo hubiesen destripado todo como haría un niño con un embutido ibérico en un arrebato de gula.
—Un segundo, Paula. Voy a inspeccionar ahí adentro —grité, señalando hacia las profundidades de la cola para que la niña me oyera desde su posición elevada—. Tal vez podamos pasar aquí la noche —propuse.
—De acuerdo —respondió ella, haciendo altavoz con las manos.
Le hice un gesto asertivo con el pulgar. Luego me giré para apoyar una mano en la lámina de acero y un pie en el interior del pasillo, que quedaba inclinado hacia arriba en un ángulo no demasiado pronunciado.
Desde fuera no se veía gran cosa. Una tenue oscuridad cabalgaba por los asientos de los pasajeros y las ventanillas veladas por la mugre.
—Bueno… —murmuré para mí mismo—. Veamos qué se cuece por aquí.
Conforme avanzaba por el lúgubre pasadizo me fui topando con las siluetas de aquellas víctimas que aún seguían atadas a los asientos, la mayoría de ellos fuera de sus ejes. Fue fácil hacerse una idea del horror que debieron de experimentar en sus últimos suspiros de vida. El olor más rancio que cabe imaginar se estancaba como la bruma de un pantano entre sus cuerpos anclados, o lo que quedaba de ellos.
Me acerqué para alzar la barbilla de un fiambre que tenía la cabeza gacha y obtuve el legado de un rostro lleno de angustia. Su mandíbula cadavérica se desencajaba como si pretendiera salir en una fotografía haciendo el idiota. Entonces vi lo que tenía justo delante. ¿Conocéis aquellas breves advertencias que acostumbraban a poner las compañías aéreas en las bandejas plegables de los asientos para que resultara inevitable prestarles atención? Pues en este caso habían quedado medio sepultadas por la suciedad, de manera que lo único que podía leerse frente a aquel polvoriento muerto eran dos palabras borrosas: «esté sentado».
Fruncí el ceño.
—Amigo, no hacía falta que te lo tomaras al pie de la letra —bromeé, tal vez con cruel ironía, y froté con la mano para que quedara a la vista el resto del texto: «Abrochar cinturón cuando esté sentado»—. Vale —concluí—. Mucho mejor así.
Dejé en paz al desafortunado pasajero y continué estudiando, uno a uno, los asientos puestos en fila.
Conté media docena de fallecidos en total.
Hacia el final, en la parte donde un reducido lavabo se mostraba sin puerta y con el inodoro roto, descubrí tendida sobre el suelo una maleta amarilla que tenía el lateral rasgado. El cierre estaba suelto, o casi. Sólo tuve que propinarle un ligero pisotón para que el pequeño candado terminara de ceder. Al agacharme, encontré en su interior varias prendas de invierno —jerséis y un abrigo de adulto— y también infinidad de pelotas de tenis empaquetadas. Extraje una de ellas de su blíster y la apreté entre mis dedos. Era más bien blanda.
—Hmm… —musité, sin acabar de resolver qué clase de utilidad podría ofrecerme. Después la tiré.
Aparte de unas botas, un suéter de una talla que podría quedarle bien a Paula, una bufanda y unas cuantas raciones de comida enlatada bajo el carrito abollado del minibar (que bien podrían estar algo pasadas), no di con nada que mereciera demasiado la pena.
Era hora de acondicionar el nuevo refugio.
El ocaso ya amenazaba en los confines de levante cuando terminé de sacar al exterior los seis esqueléticos cadáveres que habían quedado prisioneros dentro de la cola.
Paula me miró taciturna cuando dejé caer el último sobre el frío fango. Estoy seguro de que ya se había acostumbrado a la visión de la muerte, en toda su morfología, pero, a juzgar por su expresión, no debió de parecerle del todo apropiado verme solventar el asunto con tal frivolidad.
Entonces me detuve y me encogí de hombros.
—¿Qué? No me mires así. A ellos ya no les importa. Además —añadí, fingiendo repugnancia—, apestaban como mil demonios.
Ella hizo una mueca conforme.
—No pasa nada. Lo entiendo.
Pasó por mi lado y entró resuelta en las ruinas del avión, sin pronunciar palabra.
Antes de irse a dormir, Paula abrió uno de los envases de víveres que antes había encontrado. El fondo estaba cubierto por judías blancas y viscosas. Las olisqueó, puso cara de circunstancias y me tendió el envase para contrastar conmigo sus sospechas.
Cuando lo hice, mostré indiferencia y le resté importancia al olor característico de esa clase de legumbres:
—Yo diría que no están tan mal. Sólo un poco rancias.
—No me gustan nada las judías —se quejó, inclinando las cejas a modo de súplica. La verdad es que olían a ventosidad de vaca—. ¿No podríamos mirar qué hay en las otras latas, porfi?
—No, ésas las guardaremos junto con las gelatinas y los melocotones que aún quedan en la bolsa. Hay que distribuirte bien la comida. Además, ese tipo de raciones militares saben a rayos pero tienen muchas proteínas. Te vendrán bien.
Esbozó una mueca de fobia, como si estuviera a punto de romper a llorar.
—Paula… —alcé un dedo tajante—. Ni se te ocurra.
Fue a protestar de nuevo pero no lo hizo.
—Y ahora, a comer —sentencié, dando por zanjado el tema.
Al final terminó comiéndoselas, no sin taparse la nariz mientras lo hacía.
Más tarde me ayudó a acomodarle una cama improvisada entre dos butacas reclinadas. Aquella noche las temperaturas bajaron de forma despiadada, por lo que cubrió su inseparable manta con las diversas piezas de ropa que contenía la maleta ambarina.
Concilió el sueño con facilidad, acurrucada entre los muelles de aquellos despojos que en su día simbolizaron con orgullo la evolución del hombre. Caminábamos tanto durante el día que, independientemente del lugar donde pudiéramos recalar, el agotamiento la hacía claudicar sin remedio en cuanto inclinaba cabeza.
Cómo no, mientras hacía guardia, aproveché para seguir dando rienda suelta a mis pensamientos plasmándolos en mi peculiar obra de papel y tinta, sentado a un par de filas por delante.
Las horas se perdieron en la penumbra, al ritmo de mi imaginación desatada.
Ya era pasada la medianoche cuando lo percibí: una pequeña alteración en el entorno me impulsó a alzar la vista del cuaderno y me obligó a poner alerta mis sentidos.
Las tinieblas abrazaban todo aquello que no alumbraba la fina corona de luz de mi linterna, así que la empuñé, abandonando las hojas y la libreta en el asiento de al lado.
Me puse en pie. Paula dormía rendida en las butacas de atrás. Enfoqué su rostro y el halo plateado me proporcionó una fugaz imagen de su descanso.
Algo me desconcertaba. Tal vez un olor cercano que se camuflaba con el hedor de afuera, o tal vez un ruido, tan sutil y amortiguado que se mecía traicionero entre las corrientes de viento. Salí al denso exterior con la extraña y molesta sensación de estar perdiendo el control de aquella noche, una noche que se inició con un vaticinio de tranquilidad y sosiego.
Tan pronto pisé el barro de nuevo, di unos pasos más allá de la chatarra y me quedé inmóvil, bajo las estrellas, paseando la vista por la negrura más inquietante. De mi boca nació un gélido murmullo que recordó al de un espectro en las profundidades de una caverna, casi inapreciable. Aquel misterioso ruido no tardó en hacerse más cercano. Provenía de más allá del reborde del cráter, y era sistemático: primero un ligero crujir de hierbas y luego una leve fricción en la tierra. Eran unas pisadas…
Ante mi atenta mirada una figura delgada y solitaria apareció descarriada, como si se hubiera extraviado de algún rebaño lejano de muertos vivientes. Sus brazos carecían de coordinación y sufrían pequeños e involuntarios espasmos que remataban en las yemas de sus dedos contraídos. También sus piernas se movían de forma patosa, y dieron un traspié al abandonar el suelo firme e intentar pisar el vacío que cubría el agujero. El zombi cayó como un árbol talado y rodó por el costado de tierra hasta darse de bruces contra el fango. Un lamento ahogado acompañó el momento del impacto. Dos segundos después, sin inmutarse, se levantó de nuevo con torpeza, igual que lo haría alguien en un estado de suma embriaguez, apoyando primero sus cuatro extremidades en el suelo e izando lentamente el tronco y luego la cabeza.
Por el momento no reaccioné. Me quedé observando sus posteriores pasos, uno a uno, mientras él se acercaba. Su cuerpo era realmente flaco. No llevaba ropa, solamente unos pantalones de tela fina muy destrozados. Su torso parecía un pellejo mojado sobre unos huesos enjutos. De su cabeza lisa brotaban dos únicos jirones de pelo que habían crecido desatendidos durante meses. Entonces pasó justo por mi lado sin ni siquiera mirarme, como si yo no existiera. Aquel desdichado era incapaz de recordar de dónde demonios procedía, pero sí sabía a la perfección cuál era su destino, su ansiado fin, aquello por lo que andaba como único anhelo.
—Paula está durmiendo… —pronuncié con voz ausente, cuando éste ya había superado mi posición y se alejaba a mis espaldas. Por supuesto, yo era plenamente consciente de que era incapaz de entenderme, pero a la vez me sentí extraño, presa de un repentino y seductor delirio. Me giré y decidí seguirle de cerca.
A medida que se aproximaba a la cola del avión, el caminante empezó a exhalar pútridos vapores por sus fauces carcomidas en intervalos cada vez más cortos. Su excitación crecía en forma de espumosa bilis.
—¿No me has oído? —añadí, extrañamente molesto—. ¡Paula está durmiendo!
«¿Qué me estaba ocurriendo?»
Él siguió sin escuchar mis palabras. Tampoco reparó en los obstáculos de hierro que tenía delante, lo que le llevó a cometer un desmañado primer intento de adentrarse en el pasillo de asientos.
En cuanto a mí, ya me había pasado en alguna ocasión, no hacía mucho, y me volvió a suceder: un ardor feroz se adueñó de mi cuerpo y mi mente transformando mi templanza en furia, mi indulgencia, en impetuoso rencor, y mi ser, en… algo muy distinto.
—¡¡Te he dicho… QUE LA NIÑA… DUERME!! —vociferé, con un grito que ascendió por mi garganta desgarrándome las cuerdas vocales.
Al tiempo que el zombi alcanzaba a apoyar una rodilla sobre la moqueta andrajosa del pasadizo, le agarré por el brazo para atraerlo hada mí, con tal ímpetu que noté cómo su quebradizo y debilitado hombro se dislocaba ruidosamente. Le apresé la cabeza con mis manos, ya indomables, y su cuerpo enclenque y frágil no pudo oponer resistencia cuando empecé a zarandearlo y, acto seguido, a golpearle el cráneo contra el acero de la pared del fuselaje. Lancé varios berridos mientras los salientes punzantes se clavaban despiadadamente en algunos puntos de su podrida fisonomía.
—¡¡Tú… tan sólo… déjala en paz!! —grité, sin abandonar mi empeño destructivo.
De pronto, en su frente se formó un súbito bulto que vino acompañado por un crujido seco y que derivó en una punta de hierro afilada sobresaliendo por encima de su entrecejo. Varios trozos de hueso y masa encefálica abandonaron su mollera, y una parte de ellos incluso se desparramó por la tez de mi cara. Al verlo, me detuve unos segundos y terminé soltándole, aún exhausto. Su figura quedó estampada, con la cabeza sujeta entre la plancha metálica, como una crucifixión salvaje.
Empecé a temblar, no a causa del frío o de los nervios (imposible que yo temblara por eso), sino sacudido por una serie de espasmos malditos que evidenciaban las causas de mi acto impulsivo.
Retrocedí un par de pasos y me dejé caer de rodillas. El frenesí estaba tardando en desaparecer. Me miré las manos, que parecían bañarse en mares de corrientes galvánicas.
En esos momentos, Paula apareció por el hueco del avión y salió al exterior. Sus párpados hinchados daban fe de un sueño interrumpido. Al principio no se dio cuenta, pero cuando me vio arrodillado sobre el fango y siguió la trayectoria de mis ojos, que ahora observaban ensimismados la obra macabra que acababa de crear, se llevó las manos a la boca.
Quiso decir algo pero no le salieron las palabras. Únicamente dos lágrimas asomaron por las comisuras de sus ojos, y entonces vino hasta mí, muy lentamente, y me abrazó de costado, apoyando su cabeza en la curva de mi cogote.
Se hizo un breve silencio, tras el cual tomé la palabra:
—Aquellas cuevas nos marcaron, ¿verdad? —dije consternado, sin poder apartar la mirada del cadáver destrozado—. Nos marcaron… —repetí.
Noté cómo Paula asentía con la cabeza, sorbiendo por la nariz y con la respiración entrecortada como consecuencia de su llanto. No creo que entendiera del todo el significado de mis palabras, pero supongo que fue en ese preciso instante cuando se dio cuenta de que algo estaba cambiando en mí, porque se abrazaba a mi cuello como si se tratara de una verdadera despedida.
—¿No quieres dormir más…? —propuse, medio ido.
—No creo que pueda —respondió ella, cobijada en su melancolía.
—De acuerdo… Entonces recogeremos nuestras cosas y nos iremos ya. —Mi vista siguió perdida durante unos segundos más en algún punto de aquella piel cianótica, que se suspendía en el aire como si fuera un bou) de papel fijado a un poste—. No hay tiempo que perder.