«Hoy es un día hermoso», dije para mí mismo al salir por la puerta de la gasolinera abandonada en la que nos refugiábamos, mirar arriba y contemplar la ausencia de nubes sobre un cielo añil y radiante.
La estación de servicio que había constituido nuestro hogar durante los últimos diez días no era espaciosa en absoluto, aunque lo suficiente para nosotros dos. Estaba situada a un lado de la autopista. Aparte de sus tres surtidores en línea, disponía de una pequeña tienda no más amplia que una cocina, con un mostrador y unos cuantos estantes semivacíos, repartidos a lo largo y ancho de sus agrietadas paredes de yeso. En una de ellas colgaba un reloj digital que aún funcionaba.
A escasos pasos de la trastienda se encontraba un pequeño aseo en forma de cabaña de pino. Quince metros más allá, entre los árboles, también había un descuidado jardín repleto de mala hierba y brozas. Justo en medio se perfilaba la silueta solitaria de un discreto parque infantil, de esos que gozan de un solo tobogán desprovisto de pintura, un balancín medio roto y poco más; como si hubiese sido dispuesto allí más con objeto de romper un poco el paisaje homogéneo que por el breve entretenimiento que podría ocasionar a los pocos niños inquietos que se lanzaran corriendo a jugar con sus muelles y maderas apurando hasta el último de los minutos que sus padres dedicaran a repostar gasolina y suministros, cuando en el mundo aún existían las familias felices.
Paula se balanceaba pensativa en su único columpio oxidado, haciéndolo chirriar levemente con cada corto vaivén que efectuaba, hacia delante y hacia atrás. Su expresión se perdía a lo lejos, al tiempo que las suaves brisas de aire acariciaban su pelo y se lo revolvían formando remolinos de añoranza.
Me fue difícil interpretar qué debía de estar pasándole por la cabeza en esos momentos. Aunque tal vez no discurriera nada y simplemente prefiriera dejar la mente en blanco mientras su cuerpo intentaba reclamar una infancia que ya jamás tendría.
Aquélla era la primera mañana en que Paula se encontraba en plenas condiciones desde que conseguimos escapar de las cuevas de Antares y le traje hasta la zona en brazos, al borde de la muerte. Reconozco que fue duro. A punto estuve de no lograrlo. Pero tras andar unos diez kilómetros sin parar, siempre con ella y la mochila a cuestas, di al fin con las puertas de la modesta gasolinera. Una nota escrita a mano permanecía pegada con celofán en el reverso del cristal de la entrada. Ya era de noche, por lo que, para poder leerla, tuve que dejar a la niña recostada contra la pared y alumbrar con una linterna dinamo —de esas que generan luz haciendo girar su manivela— que había encontrado dos horas antes tras saquear los restos de una furgoneta abandonada. La nota decía lo siguiente: «Las llaves están en el interior del W.C. que hay ahí afuera. Si puedes leer esto, es que eres merecedor de beneficiarte de lo poco que tengo. Que Dios te ayude. A mí ya no puede. Fdo. M. Santafé».
—Espero que estés en lo cierto, queridísimo desconocido —comenté mientras lo dejaba todo para apresurarme a buscar el lavabo.
Hacía un frío de cojones —disculpad la expresión, pero es que no se me ocurre otra forma de describirlo—. Paula tiritaba poseída por febriles espasmos. Y entre las prisas por procurarle calor y la negrura más absoluta que reinaba en la naturaleza, diría que habría tardado el triple en encontrarlo de no ser por la pestilencia que emanaba de las entrañas de aquel mugriento retrete. Cuando abrí su puerta de madera, cientos de moscas escaparon al unísono en un arrebato de libertad, zumbando sus alas e invadiendo invisibles el contorno de mi cara. Mi reacción inicial me llevó a tratar de espantarlas frenéticamente con la mano, pero de nada me sirvió. Había demasiadas. Cuando desistí y fui a iluminar el interior, vi que se revolucionaban alrededor de un cuerpo inerte. El primer halo de luz topó con unos pantalones de pana que cubrían holgadamente unas piernas que no alcanzaban a rellenarlos, ni mucho menos. Seguí elevándolo para descubrir una camisa de cuadros detrás de unos tirantes de aspecto viejo y gastado. Justo más arriba, el círculo azulado enfocó algo bastante desagradable que se parecía a una cabeza, extremadamente hinchada y amoratada, con una ceñida soga fundiéndose con la piel cianótica de su cuello roto. Muchas de las moscas se posaban sobre unos ojos carcomidos y repletos de pus, desde los que asomaban decenas de larvas que se retorcían entre los orificios de su podredumbre. El cadáver mantenía la boca medio abierta debido a un aumento considerable del tamaño de su lengua azulada, que se abría paso hasta el exterior a través de una dentadura descalcificada y enmohecida.
—Oh, joder —farfullé desganado—. En serio, tío, que no tenga que rebuscar en el interior de tu estómago…
Acerqué mis manos para tantear en su ropa, primero por los bolsillos del pantalón —delanteros y traseros— y luego por el del torso de su camisa, donde pude palpar un diminuto bulto. Me acerqué un poco más para introducir mis dedos dentro, convencido de que ningún humano sería capaz de aguantar ese hedor sin vomitar la comida anterior disuelta en su estómago. Las moscas también trataban de relamer mi piel salpicada. Incluso algunas consiguieron colarse por el agujero que se formaba en mi mejilla, pero sólo para encontrar una muerte fulminante al ser masticadas y engullidas garganta abajo.
Con inútil delicadeza extraje de aquel bolsillo la correa que ataba las llaves de la gasolinera. Decidí que, si teníamos que quedarnos durante un tiempo en aquel lugar, ya me ocuparía más adelante de darle a ese cadáver un final digno. Terminé enterrándolo junto a unos pinos piñoneros al día siguiente, de madrugada, mientras Paula dormía inquieta sobre un lecho improvisado de cartones y hojarasca que ya existía en el interior del ansiado refugio.
Esa primera noche lo pasé mal, francamente mal. No me separé de ella ni un solo instante, arropándola con su manta cada vez que se removía, presa de la fiebre. En varias ocasiones creí que la perdía. Pero una vez más, Paula supo mostrarme su increíble fortaleza. Fue una suerte que el tal M. Santafé, haciendo gala de un loable altruismo y antes de ahorcarse desprovisto de toda esperanza, decidiera legar al prójimo algunos suministros médicos —no muchos— en un botiquín en forma de caja metálica pegado a los pies del mostrador. Dentro encontré gasas, guantes estériles, un inesperado tubo de loctite a medio gastar y dos clases comunes de analgésicos y antibióticos, de los cuales no dudé en suministrar inmediatamente una dosis a la niña. Justo después, explorando a conciencia, descubrí que la tienda también disponía de algo de comida escondida tras unos estantes; envases de pequeñas porciones de gelatina, de esas que tienen forma de pastelito y no caducan nunca, y latas de melocotones en almíbar y de garbanzos en conserva que gracias al frío exterior se mantenían en condiciones óptimas. Por último, di con unos cuantos bidones de agua embotellada y varias botellas de whisky (la mayoría vacías) ocultos en un doble suelo, como si el dueño, al final, hubiera querido asegurarse de que esas provisiones no se intuyeran a simple vista desde el cristal de la entrada y solamente un ser racional, capaz de leer la nota, pudiera dar con ellas. Quizás creía que los «odiados» zombis también comían comida normal… Me pregunté cuánto tiempo habría vivido en aquel remoto lugar, completamente aislado del mundo y de sus pocos supervivientes, emborrachándose y gritándole al viento hasta que la angustia y el pesimismo terminaran devorándolo por dentro.
«Amigo, apuesto a que alucinarías si vieras quién ha encontrado tu tesoro», pensé, dibujando una expresión a medias traviesa y agradecida.
Tras terminar mi inspección a fondo, utilicé los restos de alcohol que quedaban en una de las botellas para limpiar con sumo cuidado las heridas de Paula, que le supuraban sin tregua por las rodillas y por el antebrazo. Luego le coloqué unas gasas y le vendé los cortes. Intenté que comiera un poco de las latas que había, pero su cuerpo y su mente rechazaron el esfuerzo, sumiéndola en una especie de coma inducido.
La noche dio paso al día, y el día a la noche… Rigurosamente, cada seis o siete horas le abría la boca y, provisto de los guantes estériles, le colocaba su dosis de antibiótico al final de la lengua para que tragara instintivamente.
Durante las tres siguientes jornadas estuve todo el tiempo a su lado, observando su evolución como un perro fiel custodiando a su dueño. De vez en cuando ella conseguía abrir los ojos. Si había suerte, su repentina conciencia duraba unos cinco minutos, no más, momento que yo aprovechaba para recostarla un poco y darle de comer.
—Tienes que intentar masticar, Paula —le decía, mientras le acercaba el alimento a sus labios rasgados con un tenedor de plástico que venía de obsequio con los envases de las gelatinas—. Haz el esfuerzo, venga.
Estoy seguro de que muchas de las veces ni siquiera me reconoció. En la mayoría de las ocasiones me miraba con expresión autista, incapaz de exteriorizar el menor gesto de comunicación ni de reacción a los estímulos. Otras, en cambio, parecía recobrar un poco la lucidez e incluso me sonreía, pero pocos segundos después su cuerpo volvía a abandonarse en algún lugar de la narcosis profunda y sudorosa en la que permanecía sumida.
Al amanecer del cuarto día, cuando yo regresaba del bosque con una ardilla que se balanceaba sin vida con su cola atrapada entre mis dedos, Paula me habló por fin.
—¿Dónde estamos? —pronunció con voz débil al verme entrar por la puerta de la trastienda. Seguía tumbada sobre su lecho y me miraba de costado, hecha un ovillo bajo su manta. Sus párpados parecían pesarle como abanicos de plomo.
Inmediatamente dejé caer al suelo al desdichado bicho y corrí para ponerme de rodillas a su lado.
—¿Cuánto hace que te has despertado? —me apresuré a preguntar, tocándole la frente y las mejillas. Aún tenía fiebre, pero la temperatura ya no alcanzaba cotas tan severas.
—No lo sé. Puede que media hora.
Tosió levemente.
—¿Y cómo te encuentras?
—Como si me hubiera pasado un tren por encima.
Una sonrisa involuntaria se formó en mi cara.
—Eso es bueno, significa que pronto te pondrás bien. —Le cogí la mano; el pulso le bombeaba con su regularidad habitual. Seguía estando muy débil, pero entendí que lo peor ya había pasado. Se recuperaría—. Por cierto, lo que ves es el interior de una gasolinera. Lo siento, no quedaban habitaciones disponibles en ningún hotel de cinco estrellas.
Paula me devolvió la sonrisa.
—Me parece que no voy a querer volver a ningún hotel nunca más.
«Y no me extraña —pensé—. Después de la última experiencia…»
Evidentemente, desterré la idea inicial de devorar al animal que había cazado introduciendo mi mano en su madriguera. Y tras preguntarle a ella si tenía hambre, y recibir una obvia respuesta afirmativa por su parte, decidí cederle el honor y me apresté a despellejarlo y a cocinarlo a las brasas de un pequeño fuego que dispuse con ramas y hojas secas, cerca del parque. Paula dio buena cuenta de su carne churruscada cuando se la llevé hasta su «cama». La engulló con sus dedos con tanto gusto que hasta pude imaginar todas esas proteínas y vitaminas galopando velozmente por sus venas y revitalizando el metabolismo de la niña a su paso.
A partir de entonces, su mejoría, aunque lenta, fue notoria. Sin embargo, las pocas veces que se levantaba y salía al exterior lo hacía únicamente para ir al lavabo. Yo siempre la acompañaba, ya fuera en brazos o, posteriormente, como simple punto de apoyo, hasta las puertas del pequeño retrete (ya vacío de despojos humanos). El resto del tiempo se lo pasaba durmiendo o descansando para recobrar sus fuerzas, sin apenas salir a ver la luz del sol, largos intervalos de extrema quietud en el entorno que yo aproveché para descubrir una nueva faceta de mí: la de escritor. Durante más de una semana me dediqué a redactar, con meticuloso empeño, cientos de párrafos en la multitud de páginas vacías que aún contenía el diario de Anette. Prácticamente podría decirse que aquel desgastado cuaderno, y lo que sus hojas y un bolígrafo que encontré en un cajón eran capaces de ofrecer en conjunto, fueron la única distracción de la que dispuse mientras Morfeo me robaba la compañía de la niña.
En cierta ocasión en que yo la hacía durmiendo, de repente dijo:
—¿Qué escribes?
Sentado en el suelo, aparté la vista de la libreta y comprobé que estaba despierta y que observaba desde su jergón mi ceñuda concentración. Seguramente llevaba un buen rato haciéndolo en silencio.
—¿Esto? —remarqué, alzando un poco el cuaderno—. Bueno… —Sonreí—. No es más que una historia que me apetecía contar.
—¿Como un cuento? —me preguntó con cariñoso interés.
—En efecto, como un cuento.
—¿Y de qué trata?
—Pues… —me quedé un segundo pensativo—, va sobre un trotamundos solitario que siempre estaba enfadado con el mundo. Un tipo frío al que no le importaba nada excepto él mismo.
—¿Era malo? —quiso saber, muy atenta.
—No… no exactamente. Pero tal vez subestimaba demasiado la vida.
—¿Qué significa esa palabra?
—¿Subestimar?
Hizo un gesto asertivo.
—Que no le daba importancia.
—Ah… —musitó—. ¿Y cómo termina?
—Pequeña —la llamé afectuosamente—, eso aún no lo sé. Todavía queda mucha historia.
—Entonces esperaré a que la acabes para que me expliques el final —concluyó risueña.
—Y yo te lo contaré encantado —respondí con orgullo, un instante antes de que ella inclinara de nuevo su cabeza y dejara su mirada reposando sobre la pared blanca que tenía enfrente, la cual sirvió de telón de fondo para su imaginación.
Yo proseguí con lo mío.
Tras dos o tres jornadas más, llegó por fin el día en que Paula pudo levantarse por su propio pie. Lo primero que hizo después de desayunar los melocotones de una lata y beberse el zumo que los inundaba fue ir hasta aquel oxidado columpio del que os he hablado antes y sentarse a reflexionar. Y ahí se quedó un buen rato…
«Hoy es un día hermoso», pensé esa misma mañana, saliendo por la puerta de la gasolinera para otear el horizonte que se delineaba bajo el sol del mediodía, más por buscar la inspiración necesaria para seguir con mi nueva afición que por súbita melancolía.
«Diría que el día más perfecto que recuerdo…», me atreví a juzgar. Luego me di media vuelta —vi que la niña seguía en el parque, abstraída en sus pensamientos—, entré de nuevo en el interior del pequeño inmueble y me senté en la silla del mostrador. Abrí el diario por mi última página escrita para retomar, como últimamente había cogido el gusto de hacer, mis cursivas palabras de tinta.
Al cabo de una media hora, Paula también cruzó por la puerta, se colocó frente al mostrador y apoyó sus codos en el tablón y la cabeza entre sus manos. Durante un rato se me quedó observando meditabunda.
—¿Ocurre algo? —interpreté.
—Me aburro…
Sin contestar nada, cerré el cuaderno y lo guardé. Luego me levanté y le tendí la mano.
—Ven.
Paula se agarró a ella y me siguió hasta afuera. Juntos cruzamos una pequeña isla de matojos y arbustos ajados que separaba el desvío asfaltado que formaba la modesta área de servicio de su autopista principal, la cual se desplegaba en una larga línea recta y se perdía entre los cerros de las montañas más lejanas.
Señalé hacia ese horizonte.
—¿Ves todo aquello?
Se alzó de puntillas y puso un momento su otra mano a modo de visera.
—Sí.
—Significa que aún vamos a tener que caminar mucho. Y cuando alcancemos esos diminutos campos que ahora se vislumbran al final como si fueran puntitos amarillos, nos esperarán nuevos tramos en los que también se nos perderá la vista al intentar distinguir sus límites. De momento no hay por qué tomárselo con prisas, pero sí que querría que cuando creas que estás preparada para seguir andando me lo dijeras. Dejaré que seas tú quien decida, ¿de acuerdo? Paula afirmó con la cabeza. Sus dedos se entrelazaban algo nerviosos junto a los míos. No dejé de percibir cierta inquietud en su rostro.
—Por cierto, llevas toda la mañana muy seria. ¿En qué piensas todo el rato?
Ella se encogió de hombros, sin dejar de mirar el trazado de aquella carretera desértica.
—Creo que hoyes mi cumpleaños.
Por alguna extraña razón, sentí una desazón que me llevó a morderme el labio inferior.
—¿Estás segura de eso? —pregunté cauteloso.
Alzó la vista y me miró con un atisbe de ilusión contenida en sus ojos.
—Si el reloj que hay en la pared de la tienda funciona, hoyes veintinueve de noviembre, el día en que yo nací.
—¡Vaya! —exclamé—. Mí que la pequeña Paula se está haciendo mayor, ¿eh?
Los mofletes se le enrojecieron, acunando una sonrisa vergonzosa.
—Pues eso hay que celebrarlo —añadí.
—¿En serio? —expresó como si sintiera un súbito alivio.
—Por supuesto. Esta zona está del todo deshabitada, así que esta noche haremos una hoguera junto al parque y… bueno, ya se me ocurrirá algo.
—¡Qué bien! —se emocionó—. Eso es genial, Erico. ¡Voy a celebrar mi aniversario!
—Cuenta con ello —asentí, y luego murmuré con optimismo—: nueve años… —Le coloqué una mano encima del hombro. Ambos nos quedamos mirando durante un rato aquel cielo tan limpio y puro. —Qué cosas… Paula ya tiene nueve años…
Las horas fueron pasando hasta que llegó el ocaso. A Paula no se le borró en todo el día aquella nueva expresión animosa que brillaba en su cara, como si el simple hecho de celebrar su cumpleaños fuera una especie de elixir contra el tormento que había experimentado durante las últimas semanas.
Así pues, cuando las estrellas ya punteaban sobre la negra esfera, ella me ayudó a construir la pequeña fogata con ramas caídas y algunos trozos de leños diseminados que encontramos por el bosque. En cuanto hicimos arder las virutas, nos sentamos a su vera y Paula comió como una campeona. Su cena consistió en una doble ración de guisantes calentados al fuego; una llevaba champiñones, y la otra, pedacitos de jamón. Le sentaron de maravilla (como pude comprobar al verla apurar las paredes jugosas de las latas).
—¿Cuántos años tienes tú, Erico? —me preguntó mientras se chupeteaba los dedos. «Buena pregunta», consideré.
—Pues depende… a veces te diría que no llega ni a uno y a veces te diría que veintitrés. Frunció el ceño.
—Verás, hay momentos en los que prefiero sentirme más humano, pero hay otros, en cambio, en los que no soy más que un zombi cabezota. —Mientras pronunciaba eso último, hice una mueca caricaturesca que a Paula le pareció sumamente graciosa. Luego extendí los brazos como si fuera un tipo de lo más afortunado—. Muchacha, yo tengo la ventaja de poder elegir entre las dos edades según me apetezca.
Ella se rió jovial, y después preguntó:
—¿Y cuál es la que tienes en este momento?
—Veintitrés, sin duda.
En su cara se reflejó que aquélla era la respuesta que esperaba.
—Oh, casi se me olvidaba —apuntillé a modo de inciso, y me levanté del suelo—. Quédate aquí. Ahora mismo vuelvo.
Su entusiasmo se contuvo cuando quiso preguntar qué tenía en mente y no lo hizo.
Fui hasta la tienda y entré con el pleno convencimiento de que lo que le iba a preparar le haría feliz. Todavía quedaban varias porciones de gelatina sin abrir bajo los estantes. Incluso había una algo más grande que el resto y compuesta por varios sabores y colores: rojo fresa y amarillo limón. Como fui yo el encargado de racionarle la comida durante su indisposición, Paula aún no se había percatado de ello. Así que la seleccioné de entre el pequeño montón que había y, con sumo cuidado, destapé el envoltorio para que no se deshiciera. Mi siguiente labor consistió en abrir mi mochila y sacar de su interior la caja con las cerillas. Una a una, fui hundiendo sus diminutas estacas en la masa glutinosa hasta formar un conjunto de nueve puestas en círculo. A partir de ese momento supe que tenía que actuar con rapidez —las cerillas no eran velas—. Encendí una décima raspándola contra la lija y contagié de su fuego a las otras.
Apresurando el paso, y con una mano haciendo de barrera para que la fricción del aire no apagara la sorpresa, fui al encuentro de Paula, que se tapó la boca con las manos del alborozo que le produjo ver cómo su improvisado pastel iluminaba mi rostro a medida que yo me acercaba.
—Cumpleaños… —tuve que carraspear, tratando de que mi áspera voz fuera capaz de entonar una simple melodía—. Cumpleaños fe… —volví a probar, pero nada. Parecía del todo imposible, así que finalmente me puse de rodillas frente a ella y le tendí su regalo.
—Feliz cumpleaños, pequeña —dije dando por zanjado el problema.
Paula, con lágrimas en los ojos, lo tomó entre sus manos y se lo quedó mirando como si esas nueve cerillas encendidas sobre aquellos colores radiantes formaran el símbolo más bonito que hubiese visto jamás. Un intenso sentimiento le nació de dentro.
—Gracias, Erico —pronunció de forma entrecortada.
Sonreí satisfecho de verla por primera vez tan contenta.
—Ahora debes pedir un deseo y soplar. ¡Pero no lo digas en voz alta o no se cumplirá!
—Muy bien.
Cerró los ojos emocionada, anhelando su íntimo secreto, y al cabo de dos segundos los abrió y su aliento barrió la estela de luz, adueñándose de la pasión de aquel momento indescriptible. Esa noche la pasamos hablando y riendo como nunca antes habíamos hecho. No siento timidez alguna al afirmar que fue maravilloso.
Al día siguiente, Paula me confesó que se sentía con fuerzas para continuar nuestro viaje, aunque no se la veía con demasiadas ganas de hacerlo.
En cuanto a mí… bueno, el tiempo seguía corriendo en mi contra, por lo que la necesidad de concluir mi cometido cada vez me apremiaba más. Era el pensamiento de sucumbir ante la penitencia de mi destino demasiado pronto lo que me hacía sentir constantemente un punzante temor interno. Y fue ese temor el que me impulsó a tomar la decisión de partir aquella misma tarde.
Recogimos nuestras cosas y tantos suministros como pudimos acarrear y, con la vívida sensación de que la íbamos a echar profundamente de menos, abandonamos la pequeña y acogedora gasolinera para siempre.
Mientras su silueta se perdía a nuestras espaldas y el asfalto se extendía ante nuestras atentas miradas, saqué por primera vez de la mochila el mapa en el que Anette indicó en su día —con un aspa y unos trazos a rotulador— las coordenadas y la ubicación del centro de investigación biológica: 42° 25' 03" norte; 2° 08' 30" este.
—Vamos a ver… —señalé, deslizando mi dedo índice sobre los hilos de colores que representaban las carreteras—. Según este mapa, para llegar hasta las montañas que rodean el complejo deberemos tomar este desvío. —Apoyé de nuevo el dedo sobre la intersección de una carretera secundaria que tenía el nombre «Bañolas» inscrito encima—. Debe de estar muy cerca de aquí. Luego tendremos que alcanzar la antigua nacional 260 y, una vez ahí, seguir por poniente unos cincuenta kilómetros hasta un pequeño pueblo que se llama… —tuve que forzar la vista para poder leer las diminutas letras— Ribas de Freser. Eso es. Está en la base de la cordillera de los Pirineos. Supongo que a partir de ahí nos va a tocar ascender. Qué emoción… —murmuré, elevando las cejas con sarcasmo.
—Erico… —me llamó Paula.
—¿Sí…? —contesté, sin dejar de estudiar el mapa—. A propósito, vigila que no me tropiece con nada, ¿quieres? —añadí.
Ella esperó unos segundos para continuar hablando.
—Creo que tú y yo estamos bien como estamos. ¿Por qué tenemos que seguir yendo hacia ese sitio en las montañas que está tan lejos?
Su pregunta reclamó mi atención. Abandoné el plano y me encontré con sus ojos observándome a la espera de una respuesta. Yo ya la sabía, por supuesto. Su perfecta inmunidad siempre había sido la clave de todo, y aunque ahora el principal motivo ya no era ése, tuve que reflexionar un instante antes de encontrar las palabras adecuadas para contestarle.
—Porque la oportunidad que tú tendrás es mejor que la que a mí me fue concedida.