La tierra estaba en calma. La noche daba fe de ello.
Sus chispeantes estrellas contemplaban un delicado equilibrio que se vio truncado cuando emergió, acuchillando el aire, una enorme espada rojiza y cegadora en algún punto del territorio gerundense.
Los animales de la periferia levantaron un segundo sus hocicos, sabedores de la espontánea anomalía, olfatearon el olor fresco del bosque y luego volvieron a sus menesteres nocturnos. Fue una segunda resonancia la que terminó por impulsarles a alargar sus patas y echar a correr despavoridos.
Algo monstruoso cruzaba velozmente la arboleda con un furor demoníaco, hambriento de cacería… Pude percibir el miedo… el de todas las criaturas vivas y también el del hombre que me atravesó el pecho con un disparo impreciso, producto del repentino destello. Sí… Pude percibir ese miedo en sus ojos, cuando se abalanzó sobre mí y empezó a golpearme con sed de venganza.
Pude… porque, por primera vez, fije exactamente el mismo miedo que sentí yo.
La embestida del Arcángel hizo temblar el horizonte.
Las ramas de los árboles se sacudieron cruelmente a lo lejos, cuando sus potentes zancadas empezaron a pisotear un camino de vegetación aplastada y fueron abriéndose paso hacia el pequeño monte como un misil de la marina cruzando raudo el océano.
En esos momentos, Antares y yo estábamos envueltos en un abrazo mortal mientras rodábamos por la superficie del saliente. La ráfaga encarnada que irradiaba la bengala nos hacía parecer, bajo su brillo rubí, dos gladiadores en la arena. Los puñetazos que me lanzaba a duras penas alcanzaban mi cabeza; la presión que mis agarrotados brazos ejercían sobre sus hombros y su barbilla le impedía ser preciso y letal. Puede que nunca se me haya dado bien golpear, y menos en el estado de deterioro en que me encuentro. Pero si una cosa es cierta es que la rigidez que atenaza los músculos de un zombi opone una resistencia difícil de superar para cualquier humano. Ésa es la razón de que escaseen tanto las historias en las que un humano asegure haber escapado de las garras de un caminante. En mi caso, dicha rigidez me sirvió para guardar las distancias. Y pensé que, paradójicamente, por una vez el maldito rigor mortis me estaba siendo de gran utilidad.
—¡Te voy a destrozar! ¡No quedará nada de ti! —vociferaba Antares, mientras mi palma le presionaba con insistencia la boca, distorsionando la forma de sus labios—. Lo haré con mis propias manos, como debe ser, y luego… ¡Luego te cortaré la cabeza y se la haré comer! —Sus puños seguían golpeándome con furia en los costados y de forma superficial en el rostro. No sentí dolor, pero sí agobio, y mucho—. A esa mocosa le va a encantar. Antes de matarla de hambre le sabrá deliciosa.
En ningún momento me molesté en contestar a sus desquiciadas palabras. Mi único afán era mantener mi postura defensiva, lo que empezaba a costarme horrores. El grado de concentración que me exigía aguantar su impetuosa carga iba disminuyendo a medida que el espacio entre ambos también lo hacía. Él, por el contrario, estalló en una risa sádica, encantado de dar rienda suelta a su particular locura.
—¿Sabes qué fue lo último que dijo Sam antes de que le destrozáramos la mandíbula? —Me propinó otro duro golpe en las costillas, y otro—. Nombró a su esposa y a su hijo y balbuceó que les amaba, que pronto les vería. —Atizó otro puñetazo, que esta vez alcanzó mi mejilla izquierda—. Y yo le dije: «Nadie te está esperando allí a donde irás, querido…». Luego le hicimos chillar como un cerdo.
Tan pronto terminó de contarme eso, Antares empeñé todas sus fuerzas en llegar hasta mí. Su rostro se convirtió en una convulsión roja de venas hinchadas. En un instante de debilidad por mi parte, logró zafarse de la mano con que le sujetaba el hombro, lo que le permitió atenazar con la suya mi cuello y empezar a apretar intensamente. Su boca lanzaba alaridos que recordaban a los berridos de un ciervo alterado. A continuación, atrapó con su otra mano mi muñeca y la incrustó ferozmente contra el suelo. La luz de la bengala se apagó entonces, dejando de iluminar mi cabeza oprimida, que se situaba a escasos centímetros del límite del precipicio. Antares quiso aprovechar mi desventaja y empezó a arrastrarme hacia delante con la intención de hacerla sobresalir por el borde y desnucarme ejerciendo su presión. Únicamente mis cinco dedos libres comprimían sin ton ni son su cara y me separaban por el momento de quedar totalmente a su merced.
Creía estar completamente perdido cuando la tierra tembló de repente. Ladeé la cabeza para mirar hacia abajo y por el rabillo del ojo pude ver cómo el Arcángel alcanzaba la base de la montaña. Ni siquiera se molestó en buscar la entrada principal del refugio. En vez de eso, aprovechó la inercia de su carrera y embistió contra él efectuando un enorme salto. Su titánico cuerpo colisionó contra la pared rocosa a media altura y la atravesó justo donde debía de hallarse la zona hueca de bóvedas y túneles. Inmediatamente después, desde la oquedad de la escalerilla llegaron los primeros gritos humanos, gritos que contenían y expresaban todo el pavor y la impotencia que empezó a cundir en los niveles inferiores. Pude imaginarlos, contemplando atónitos cómo la pared de la cúpula que ocupaban se hacía añicos en un abrir y cerrar de ojos y por su brecha aparecía a contraluz la humeante figura de una mole aniquiladora.
Después la montaña entera volvió a sacudirse de nuevo. Era fácil adivinar qué clase de batalla se estaría librando en su interior… bueno, batalla no. Aquello sonaba más bien a una carnicería.
También mi no vida estaba a punto de ser finiquitada. Mi cabeza ya sobresalía por completo del borde del saliente, obligada a dibujar un ángulo que se ampliaba peligrosamente hacia abajo. Sentí cómo mi cuello crujía.
Antares sonrió victorioso.
—Mirón, mirón… debiste matarme cuando tuviste ocasión… Y ahora… —desencajó tanto la boca que se le vieron hasta las encías—. ¡Ahora haz el favor de morirte de verdad!
Entonces, un tercer seísmo, mucho más violento que los anteriores, provocó el derrumbe de algunos pedruscos situados en la cima del monte. Éstos se precipitaron impetuosamente hacia el bosque acompañados por un rugido aberrante y desgarrador, que sólo una garganta inhumana podía haber emitido, y también por una serie de llamas repentinas que se alzaron hasta un metro por encima del agujero de las escaleras, iluminando fugazmente nuestra porción de noche. Semejante estrépito obligó a nuestros cuerpos a zarandearse bruscamente. Noté cómo Antares aflojaba mi pescuezo durante una fracción de segundo, descuido que me brindó la oportunidad de tantear desesperadamente más allá de su barbilla con mi pulgar —sus ojos despiadados siempre me habían ocasionado repulsión— y hundirlo en su globo ocular derecho.
—Sí, debí —mascullé mientras se lo aplastaba.
El asesino me soltó de inmediato y se llevó las manos a la cabeza, gritando tanto por el escozor como por el odio.
—¡Hijo de perra! —exclamó, esclavo de su cólera—. ¡Mi ojo, hijo de… PERRA!
Inmediatamente después, me mostró su imagen más perversa.
En el lugar donde antes tenía un ojo de distinta tonalidad que el otro ahora exhibía un párpado hundido y vacío. De su herida brotaba una viscosidad gris y roja que se deslizaba con fluidez pómulo abajo.
Sentado a horcajadas encima de mí, pareció esforzarse por desterrar el dolor de su mente y alzó su puño en alto, preparándose para descargar toda su furia sobre el rostro que tanto detestaba. Yo alargué mi brazo instintivamente hasta que mi guante topó con una piedra del tamaño de un ladrillo. La agarré con firmeza y, sin darle tiempo a asestar su mortal e inminente golpe, se la estampé contra la oreja con toda la fuerza de que fui capaz. Su cráneo emitió un crujido sordo —nunca mejor dicho— que le hizo desequilibrarse hacia un lado y, como consecuencia de la fluctuación, precipitarse irremediablemente al vacío. Me di la vuelta a tiempo para contemplar cómo conseguía aferrarse con una mano al borde del barranco mientras su masa desamparada quedaba colgando como un péndulo inestable. Al mirarme a través de su único globo ocular, esbozó una mueca desencajada, como si le resultase imposible creer la situación que ocupábamos cada uno en esos momentos. Acto seguido, sus dedos resbalaron y la fuerza de gravedad se lo llevó. Su chillido, de intensidad decreciente, acompañó su sombra hasta que fue engullida por las copas de los arbustos, y, después, el eco de un crujido compacto dio por finalizada nuestra pugna. Me puse en pie, tremendamente magullado a causa de mis indoloras aunque reales heridas. Y no sabría decir por qué, pero tuve la extraña sensación de que ésa no iba a ser la última vez que lo viera.
A pesar de mi encarnizada victoria, nada estaba ganado aún. Seguía quedándome algo importante por hacer.
«¡Paula!»
Había llegado el momento de sacarla de allí, y rápido. Si la montaña continuaba agitándose de aquella forma, no iba a oponer mucha resistencia antes de derrumbarse.
Antes de iniciar las labores de rescate, estuve tentado de dejar mi mochila reposando en el saliente con la intención de recuperarla más tarde, a nuestra huida. Pero enseguida rectifiqué y me la volví a colocar sobre los hombros. Puede que fuera algo molesta, pero contenía cosas importantes que no me apetecía arriesgarme ni un ápice a perder de nuevo.
Con cuidado, introduje mi cuerpo por el agujero de la escalera. Mientras bajaba, me obligué a recordarme a mí mismo que el lugar al me dirigía era tan sólo un conjunto de cuevas, y no el mismísimo averno, como el calor de las brasas y los gritos de tormento que salían de sus entrañas pretendían hacerme creer.
Pisé terreno firme no de forma suave precisamente. Uno de los múltiples temblores que los destrozos del Arcángel ocasionaban sin cesar en algún punto de la gruta —ahora mucho más cercano— hizo que resbalara y cayera de espaldas cuando aún me separaba un metro y medio del suelo.
—Dios, no sé cómo narices aguanto tantos meneos… —me lamenté, poniéndome en pie con alguna que otra complicación.
Por suerte, el Arcángel no estaba allí, pero sobre la superficie de algunas estalagmitas había evidencias de su paso: un océano reciente de fuego burbujeante y corrosivo que se disipaba sin prisas. Las paredes de la bóveda mostraban aquí y allá manchas de sangre bajo las cuales yacían doblegados los cadáveres de algunos de los hombres que habían osado hacerle frente. También se veían varios cuerpos calcinados, tanto de zombis como de mercenarios, retorcidos de mil formas sobre el suelo, que se sumaban a las decenas que ya había antes de que yo saliese al exterior. No había duda de que aquél había sido uno de los puntos de su itinerario.
Mientras recorría la estancia, busqué un indicio que me permitiera intuir por dónde empezar a registrar. Como el eco ahogado y compacto de miles de disparos y gritos inclasificables rebotaba por todas partes, me resultaba imposible averiguar su procedencia y muy difícil intentar concentrarme.
La bóveda disponía de cuatro aberturas de gusano: una conducía al corredor de las celdas; la siguiente desembocaba en el pasillo de las luces de navidad; en el lado opuesto se abría el túnel por el que se retiraron los hombres que lanzaron la granada, y, justo a su lado, había otro conducto algo más estrecho.
Decidí probar suerte con el tercero, aquel que, según el tipo del pelo blanco, llevaba a «la cúpula de ensayos».
Debo admitir que resultó una decisión un tanto peligrosa.
Cuando estaba a punto de traspasar su umbral, el Arcángel dio señales de encontrarse en el otro lado. También advertí con claridad que la tralla atronadora de disparos provenía de allí. Entonces, una sombra del tamaño de un cuerpo humano salió disparada a toda velocidad desde la negrura intermitente que reinaba en ese túnel, rebotó en lo alto de una roca afilada y cayó fulminada a los pies del pasillo de luces.
No di con las palabras que me permitieran expresar la conmoción que sentí al verlo.
Aún con los ojos como platos, me atreví a adentrarme un poco, no con intención de contemplar la batalla, sino con objeto de averiguar si esa cúpula de ensayos conducía a otros emplazamientos de aquella rocópolis.
«Sólo lo necesario para comprobarlo —me dije—. En algún lugar se encuentra ella, en algún lugar…»
El trazado del conducto era más o menos recto, aunque describía un poco de curva al principio. Mis manos encontraron apoyo en su rugosa y curva pared. Y mientras avanzaba muy lentamente, no podía quitarme de la cabeza una idea recurrente que circulaba por ella sin cesar, igual que uno de esos pesados mosquitos veraniegos que se agitan alrededor de tu lecho perturbando tu sueño: «No conseguiré salir indemne de aquí. No conseguiré salir».
A cada paso que daba, se oían más y más gritos y disparos y más llamaradas y berridos. Temblores de distinta magnitud los acompañaban.
«No conseguiré salir indemne de…»
Fueron cinco o seis metros los que logré avanzar antes de verme obligado a detenerme en seco para contemplar lo más parecido al infierno en la tierra. Si era verdad que existía el reino de Satanás, sin duda debía de ser igualito a aquél.
Entendí enseguida por qué la llamaban «cúpula de ensayos». Decenas de maniquís, de esos que se usan para las pruebas balísticas, se derretían como si fueran enormes cirios de cera candente, puestos en hilera, justo enfrente de una tapia de madera de metro ochenta de alto que también ardía por completo, alzada en un extremo de la cúpula. Los hombres de aquel pequeño ejército, que en un principio debieron de ponerse a cubierto tras ella, ahora se habían visto obligados a dispersarse y a ocultarse del aniquilador detrás de cualquier columna, roca o esquina que estuviera libre del fuego. Disparaban y gritaban por sus bocas, enmudecidas por la algarabía, bajo un techo flameante que lo teñía todo de nubes naranjas y púrpuras. El Arcángel se encontraba en mitad de la cámara, convirtiendo el entorno en un caos demencial de luces, explosiones y vísceras. Su imponente masa absorbía las múltiples y frenéticas ráfagas escupidas por los cañones de los rifles semiautomáticos. Daba la sensación de que para él no eran más que cosquillas. La potencia de fuego de aquellas armas no conseguía ocasionarle más que pequeñas y espasmódicas ralentizaciones en su frenesí destructor. De pronto, con una brutalidad absoluta, le vi precipitarse y alcanzar el cráneo de un humano que se encontraba peligrosamente cerca de él. El infortunado cuerpo se tensó como si lo electrificaran cuando la mano metálica aplastó su cabeza contra un pilar rocoso, transformándola en una esfera pulposa de sesos y huesos. Lo soltó hecho un amasijo de músculos laxos, justo a tiempo para alzar su lanzallamas y barrer con una larga lengua ígnea a un grupo de tres individuos que salieron corriendo desgañitados desde detrás de un pedrusco demasiado próximo a su posición. Sus cuerpos, al ser alcanzados por el fuego, se rizaron presa del dolor y cayeron al suelo, consumiéndose lentamente.
Traté de concentrarme en apartar la vista de la contienda para estudiar las posibilidades de aquella sala. En la punta opuesta a mi ubicación se abría otro túnel de gusano, demasiado inalcanzable en esos momentos, por lo que seguí estudiando la disposición de la estructura. La brecha que la criatura había creado antes sobre el perfil de la montaña se encontraba en esa cúpula. Era enorme, y mostraba la noche tras de sí. Teniendo en cuenta que en la bóveda que quedaba a mis espaldas también había decenas de cuerpos calcinados, pude figurarme fácilmente cuál había sido la reacción inicial de los soldados, víctimas del pánico espontáneo y de la organización rota, luchando por escapar hacia todas partes mientras la locura persecutoria de la bestia les hacía jugar macabramente al gato y al ratón.
No pude averiguar gran cosa más. El magnetismo de aquella matanza en directo, que captaba sin remedio toda mi atención, me impedía cualquier intento de reflexión.
Al caos reciente, había que añadir la presencia de unos cuantos zombis, ya no muchos. La mayoría ardían pero seguían caminando. Vi cómo uno de ellos conseguía hincarle los dientes por detrás a un hombre demasiado concentrado en el peligro que tenía enfrente. Éste chilló, y sus disparos se estrellaron contra el techo, lo que sirvió de pretexto al monstruo para centrarse en un nuevo objetivo: instantes después, presa y víctima quedaron envueltos por otro repentino fogonazo que derritió sus pieles y los encerró en una bola de fuego purificadora.
Entonces reconocí al individuo del pelo blanco —que ahora tenía totalmente chamuscado— y oí cómo le gritaba a alguien:
—¡Se ha girado. Hazlo ahora!
El Arcángel bramó como un gorila herido cuando desde una esquina un tipo agarró una especie de lanzamisiles pequeño, alzó la mirilla para ajustar la visión y disparó un proyectil perforante que le estalló en plena espalda. El impacto derivó en una explosión contundente que hizo vibrar una vez más la cueva entera. Del techo empezaron a caer generosos pedruscos mientras el enorme monstruo gruñía y se desmoronaba momentáneamente, obligándose a hincar su rodilla de acero en el suelo.
—¡Rápido, carga otro! —ordenó de nuevo.
—¡Estoy cargando. Estoy cargando! —respondió este último, al tiempo que sus manos intentaban moverse a toda velocidad.
Sin intención de dar tregua, el Arcángel, tambaleante, se recuperó y se giró completamente abriendo con fiereza sus fauces. Acto seguido, flexionó sus piernas y efectuó un poderoso salto que le hizo aterrizar justo enfrente del artillero, cuyo rostro palideció de terror. La bestia lo agarró salvajemente por la cabeza con su desmesurada zarpa, cargó hacia atrás para tomar inercia y lo lanzó a una velocidad difícil de creer a través de la fisura del paredón, haciendo que su silueta bailara y desapareciera en la lejanía.
Tras esa demostración de supremacía, la docena de hombres que aún quedaban dejaron de disparar o de hacer lo que se suponía que debían en virtud de su cargo y cada uno emprendió sus propias acciones para intentar salvar el pellejo. El tipo del pelo blanco huyó por el túnel que se dibujaba al final de la cúpula. La mayoría le siguió. Hubo uno incluso que corrió en dirección al hueco por donde se veían las estrellas y ejecutó un salto para caer al abismo exterior. Otros dos empezaron a correr en mi dirección, por lo que no me quedó más remedio que retroceder resoplando hasta la bóveda de estalactitas y ocultarme tras la oscuridad que se extendía más allá del cuarto conducto, aquel que era más estrecho que el resto. Pegué mi espalda contra su tenebrosa pared interior, justo a tiempo para presenciar cómo ese par de extraviados cruzaba la cámara de manera despavorida, rumbo al pasillo de celdas.
—¡Salgamos de aquí! —chilló el primero.
El que le seguía pareció dudar un segundo y se detuvo. Tenía la ropa ennegrecida y su rifle aún echaba humo.
—¿Y los demás? El gigante ha ido tras ellos.
—Que se jodan. ¿Quieres vivir o no? —contestó sin dejar de correr.
—Pero Antares…
—Antares nos ha abandonado, idiota —voceó mientras desaparecía tras el corredor en el que había estado preso durante la última semana.
«¿Es que por ahí hay una salida?», me pregunté escéptico. Después de todo, cuando escapé del calabozo no me dio por comprobar adónde llevaba el otro extremo de su galería.
«Podría ser… La primera vez que transité por estas cuevas fue cuando me desperté después de ser capturado. Me llevaban a rastras a través de ese condenado pasillo.»
El tumulto que ocasionaba el Arcángel seguía escuchándose, pero ahora con menos nitidez, o mucho más lejano. Al parecer, se había decantado por la opción más primaria e impulsiva: perseguir al grupo más numeroso por las laberínticas cavidades de la caverna.
El tipo que se había parado se debatía seriamente entre el honor y la vida.
—¡Mierda! —exclamó al fin con impotencia, y, tras propinarle una fuerte patada a un cadáver tendido en el suelo, tomó rumbo hacia la salvación.
Suspiré aliviado. No fue exactamente un sedoso silencio lo que reinó a continuación, pero, en comparación con los últimos cinco minutos, se me antojó el murmullo de una tranquila noche en un jardín.
El repentino sosiego diluyó el olor a queroseno y metralla que fluía en el ambiente, lo que me permitió reconocer una fragancia que, seguramente, ya flotaba por el aire desde hada rato. Diminutos indicios de un hedor intensamente provocador se introdujeron por mis fosas nasales, reactivando mi agudizado sentido del olfato. Fue como una mezcla entre la esencia de nadie en concreto y la de muchos a la vez.
Cautivado, giré la cabeza y miré hacia el fondo del conducto en el que ahora me hallaba. Su trayectoria descendía progresivamente hasta una débil luz que irradiaba a lo lejos y por debajo, reflejando los primeros pliegues y rugosidades del contorno del agujero.
Seguía sin conocer el paradero de la niña, ni siquiera si seguía con vida. De todas formas, aquél era el único camino por el que podía probar suerte por el momento, así que avancé a través de él con la sensación de estar cruzando la garganta de una serpiente pétrea y gigantesca.
Llegué hasta su estómago. Un candil de aceite refulgente que colgaba en el vértice de la pared alumbraba una bifurcación de caminos en forma de «Y». Ambas sendas estaban iluminadas por antorchas encendidas y ancladas a sus muros.
—¡Paula! —me atreví a gritar, esperando una respuesta. Pero el único sonido que obtuve fue el de una suave corriente cavernaria que hizo danzar fugazmente las flamas de los rudimentarios candelabros.
Al final del pasadizo que derivaba hacia la izquierda, había una puerta de madera construida a base de tablones astillados y rejillas de aluminio herrumbrado, tan primitiva que no tenía ni cerradura. En su lugar sobresalía una especie de clavo grande que hacía las veces de pomo.
El rastro de aquella pestilencia provenía del otro lado. Estuve seguro tras olfatear de nuevo aquella atmósfera viciada.
Decidí acercarme.
Los minerales del techo alteraban la estructura al desprenderse, creando pequeñas cortinas veladas de polvo sedimentario. Bajo las continuas sacudidas de la cueva, llegué hasta el tablón y lo abrí sin ninguna dificultad.
Aparecí ante una sala circular, en el centro de la cual reconocí a Sam, luchando torpemente por liberarse de su yugo. Sin duda, se trataba de la misma sala que aparecía en las macabras imágenes que Antares se empeñó en mostrarme el día anterior, cuando los zombis lo devoraban vivo. Seguía atado por las muñecas al gancho que colgaba del techo. Sus empeines se restregaban contra el polvoriento suelo, incapaces de encontrar un punto de apoyo preciso.
Ya era un muerto viviente, como yo, o más bien como ellos…
Era de su mandíbula rota de la que salían los gruñidos más guturales y distorsionados.
En aquella estancia había dos celdas más que presentaban la misma estructura que las otras: compuertas de hierro empotradas que aprovechaban los huecos de las paredes. Por una de ellas asomaban multitud de brazos podridos proyectándose por fuera de los barrotes. Pero no era a Sam a quien querían, sino lo que había más allá, en el extremo opuesto. Algo que habitaba en el interior de otra jaula mucho más silenciosa y oscura.
—¡Paula! —volví a clamar.
Me aproximé con prisa hasta colocarme enfrente de la reja. Unos pies desnudos corrieron a arrinconarse entre las sombras. Si hubiese estado vivo, habría sentido el corazón saturándome las arterias.
Saqué del bolsillo de mi chaleco el juego de llaves que aún conservaba del encuentro con Bola de billar. Me costó un par de intentos dar con la correcta, que, al introducirla, arrancó de la cerradura de la celda un chirrido afilado antes de ceder.
Abrí la puerta de un tirón.
Al agacharme en la penumbra, toqué unas manos frías que reaccionaron apartándose al instante.
—Soy yo, pequeña… Erico.
En un principio me respondió el silencio.
—¿Eres tú? —se escuchó luego, como un rumor quebradizo.
Su llanto estalló, desconsolado y roto, provocando una extraña punzada en mi alma. Y de pronto, el calor de su cuerpo me envolvió al abrazarme con amargura. Lo que sentí me resultó difícil de definir, pero fue sumamente reconfortante. Seguía viva, seguía viva…
—Eres tú… —repitió como si no pudiera creérselo.
Me aparté sutilmente para secarle las lágrimas con mis pulgares mientras ambos sonreíamos sin que apenas pudiésemos vernos. En su caso, la explosión de emociones le entorpeció cuando quiso articular sus palabras.
—Temía que… que yo… ya no volvería a verte. He escuchado muchos gritos.
—No te preocupes más por eso. Pronto estaremos fuera.
—Casi no… casi no puedo andar. T… tengo las piernas dormidas. No me quedan… no… Su cuerpo estaba agarrotado por el frío y entumecido por las heridas.
Maldije interiormente a aquellos bárbaros.
«Merecéis cada segundo de lo que os está pasando.»
—No importa. Yo te llevaré —la tranquilicé, centrándome en lo que debía—. Pero no hay tiempo que perder; esto se viene abajo.
Las paredes de la cueva vibraban constantemente y cada vez con más fuerza. Los rugidos lejanos del Arcángel no cesaban.
—¿… Cómo saldremos?
—Confía en mí. —Pasé su frágil brazo por encima de mi cuello y la sujeté poniendo el mío por detrás de sus rodillas—. Voy a ponerme de pie. Ten cuidado con la cabeza.
Tomé impulso ayudándome con la pared y la aupé. Era la primera vez que la llevaba a cuestas, pero mis rígidos músculos parecían dispuestos a soportar su escaso peso.
«Más vale que no se rompan en el intento…», imploré.
Antes de salir de la sala, le dediqué una última mirada a Sam. La suya también me encontró, aunque más bien anhelando la carne que tanto suplicaba. Al ver a Paula sostenida entre mis brazos, enronqueció famélico, mostrando sus dientes como seguramente jamás lo había hecho. Sus manos tiraron con rudeza de la cuerda que las sujetaba, sin posibilidad de proporcionarle aquello que sus berridos reclamaban.
—Espero que llegases a entender que no todo estaba perdido —comenté, más por justicia moral que como anhelo personal.
Cuando crucé de nuevo por la puerta astillada, sentí como si en verdad estuviera dejándome algo, pero al cabo de un segundo esa idea se esfumó de mi mente.
De vuelta en la bóveda de estalactitas, Paula me miró, meciéndose al ritmo de mi urgente cojera. Apoyó su cabeza en mi hombro y dejó que sus párpados se cerraran. Se encontraba al límite de sus fuerzas. Tras superar la garganta de serpiente, me paré un instante y eché una ojeada a la escalerilla que llevaba hacia el saliente, pero sólo para comprender con fastidiosa claridad que no podríamos escapar por ese lugar. Ella no sería capaz de subir aquellos peldaños en su estado, y mucho menos llegar hasta el suelo del bosque recorriendo el reborde que asomaba por el precipicio. Yo tampoco podría hacerlo con ella en brazos… no sin partirme la crisma en el intento. Mi única alternativa era la de confiar en la cobardía, o tal vez la astucia, de los dos desertores y buscar la codiciada salida que nos devolvería al mundo exterior a través de la ruta que les vi tomar. Así pues, corrí —si se le puede llamar correr— bajo el techo picudo y por encima de los cuerpos destrozados en dirección al pasillo de las celdas. Habría llegado sin más dilación de no ser porque unas pisadas, lentas y pesadas, resonaron a mis espaldas, avisándome de una aproximación voluminosa que, en esos momentos, parecía haber abandonado la cúpula de ensayos y estar a punto de acceder a la nuestra. Los signos manifiestos de su presencia me hicieron caer en la cuenta de que ya hacía rato que no se producía ningún temblor. Por supuesto, ésas no eran las pisadas de ningún hombre. La respiración que las acompañaba era profunda y grave… quizás demasiado dificultosa para lo que acostumbraba a ser la de aquellos seres.
«Mierda, ¡ahora no!»
Como reacción desencadenada por una acción, yo efectué un movimiento forzoso para quedar agachados detrás de una roca, con mi espalda pegada a ella. Diría que fue la misma en la que me cobijé cuando la cámara se llenó de polvo por la detonación de aquella granada.
A pesar de que el peligro parecía decidido a no abandonarnos, a Paula se le abrieron los ojos por el súbito ajetreo, pero los volvió a cerrar enseguida. Acunada entre mis brazos, cabalgaba más por un reino onírico que por el terrenal.
«Mejor para ti», pensé, más tenso que la cuerda de un arco de caza.
Al cabo de un segundo, el Arcángel aterrizó en la estancia y se detuvo. Resoplaba como si estuviera muy cansado o gravemente herido.
Justo por detrás de mi cogote, había un pequeño orificio que atravesaba de punta a punta el pedrusco como si hubiese sido agujereado por un rayo láser. Giré la cara para encajar mi retina a la altura necesaria. Fue así como pude verle la cabeza y parte de su cuerpo ciclópeo, el cual mostraba unos feos desgarros metálicos y varias perforaciones de distinto calibre a lo largo y ancho de su armadura humeante. Su rostro inhumano se contraía de manera escalofriante con cada jadeo que emitía, y el único ojo que le quedaba, igualmente fiero y sombrío, se movía al compás. El otro ojo, al igual que una generosa porción de su pómulo derecho, había desaparecido.
Me costó creer que pudiera seguir en pie al contemplar su aspecto agónico, aunque, ya que lo estaba, admito que imaginé con cierto regocijo vengativo el que debían de presentar los hombres a los que había dado caza.
Sus severas heridas no le impidieron, sin embargo, seguir con su voluntad exterminadora. Temí, hasta un extremo peligroso para mi cordura, que decidiera avanzar unos cuantos pasos más y nos descubriera. Pero, en vez de eso, se dedicó a bambolear sus salvajes porciones de piel trinchada, haciendo un febril barrido del entorno sin dejar de husmear el aire. Luego emitió un ingrávido ronroneo y se giró sobre su eje, para avanzar renqueando penosamente hacia la entrada de la garganta de serpiente en busca de los últimos resquicios de seres vivos o muertos para proceder a la quema de sus almas.
El agujero era demasiado estrecho para él, así que arrastró su puño por el aire hasta que colisionó contra el contorno, haciendo añicos una parte de la pared lo suficientemente ancha como para permitirle acceder por el conducto. El grito que profirió al hacerlo no sonó como los vigorosos berridos que emitía cuando segaba vidas, sino mucho más exhausto y forzado.
Acto seguido, la negrura tragó su silueta, presente en todo momento por el sonido de su caminar irregular y fatigado.
Supe que Sam habría preferido mil veces aquel final que el que le ofrecía una eternidad confinado y poseído por sus propios demonios. Tal vez, incluso, se habría alegrado al saber que su hedor nos había servido de ayuda en un momento tan crítico. Después de todo, nosotros éramos los buenos, ¿no es así?
No perdí más tiempo con conjeturas de dudosa ética. Había llegado la hora de abandonar ese maligno lugar para siempre, así que me puse manos a la obra.
Por suerte, tal y como era de esperar, la salida principal de aquellas cavernas no tardó en revelarse. Tras el corredor de las celdas, el camino se transformó en una curva descendente y bastante llana que se iba estrechando hacia el final creando un pequeño desnivel hacia arriba en forma de rampa natural. Su techo inclinado quedaba tapado parcialmente por una compuerta de acero encajada que había sido abierta deliberadamente.
Mientras recorríamos los últimos metros en busca de la débil luminiscencia exterior, la montaña se sacudió de nuevo, advirtiéndonos de que le faltaba muy poco para que la cueva quedase sepultada bajo las decenas de toneladas de tierra y roca que habían constituido hasta la fecha su estructura original. A nuestras espaldas, volvimos a escuchar la furia desatada del Arcángel, el responsable de que inmediatamente empezaran a desprenderse del techo varios pedruscos del tamaño de un balón de fútbol. Uno de ellos no nos aplastó de puro milagro. Cayó silbando a un centímetro escaso de nosotros.
El suelo se volvió completamente inestable justo cuando nos faltaban milésimas de segundo para alcanzar la salida.
«¡Un último esfuerzo!», me alenté mentalmente.
A punto estuve de dar un traspié cuando la atmósfera invernal y limpia nos arrancó de las tripas del monte, barnizando nuestras solitarias siluetas con la luz de una luna menguante. Un suspiro después, la salida que acabábamos de cruzar quedó sumergida por montones de escollos y pedruscos que se desplomaron aquí y allá. Algunos de los árboles más cercanos a la base del macizo también quedaron aplastados bajo la lluvia, ya imparable, de rocas resquebrajadas. Como el marinero que salta al agua en el último momento de un hundimiento, yo seguí avanzando apremiantemente a través de la espesura conforme aquella mezquina montaña se iba desmoronando igual que un helado de cucurucho derritiéndose bajo un sol de justicia. Mil buenos entallaron en el aire cuando una tormenta de polvo y partículas de tierra batida nos alcanzó como la ola de un tsunami. Me agaché para cubrir el rostro de Paula entre mis manos y mi pecho. Y tras el largo estrépito, el entorno recuperó su claridad y pude volver la vista unos instantes para contemplar el desastre. Ya no existía monte, ni cuevas, ni hombres, ni criatura… Tan sólo un montículo amorfo de escombros y cemento derruido de cuya cima, ahora más bien plana, emanaban columnas de turbios vapores.
Fue estupendo, a la vez que increíble, no haber perecido. Tal como dije, la nuestra era digna de catalogarse como «la huida más imprudente, alocada e insensata de la historia». Pero al fin, después de tantas temeridades, un atisbo de orgullo propio me invadió como si me otorgara una medalla a la razón.
«De acuerdo, puede que haya sido algo temerario… pero ha dado resultado.»
Cuando el universo volvió a enmudecer, proseguí la marcha, avanzando a trompicones colina arriba. Paula continuaba en un estado semiinconsciente que sólo le permitía articular palabras vagas como «agua», «sueño» o «pájaros».
Tras un ascenso que me resultó más costoso de lo habitual, debido al peso adicional que soportaban mis brazos, llegamos al fin a la cima. Nuestras figuras entumecidas rompieron la homogeneidad del horizonte con los primerísimos destellos del alba, que ya asomaba con timidez a lo lejos. Aproveché el momento para detenerme y analizar más detenidamente el paraje.
Al otro lado de la cresta acababa el gran bosque y se abría paso una llanura extensa. En mitad de ésta, el silencio de una carretera desierta y estrecha cruzaba hacia el noroeste como si fuera una costura de la tierra. Seguí su trayectoria con la vista y descubrí, con expresión triunfal, que culminaba fusionándose con el tramo de la continuación de la AP-7, la autopista de Girona que, como si nunca hubiese sido truncada, ahora nada desde un lejano punto situado en la misma frontera de nuestra cordillera para luego perderse más allá de donde alcanzaba la vista.
—Lo conseguimos, Paula. ¿Lo ves? Ahí está la autopista.
Ella me miró con su rostro embarrado y reunió las fuerzas justas para dedicarme una sonrisa cansada.
—… Juntos de nuevo… —fue lo que único que articularon sus labios.
Luego, el agotamiento pudo con ella y perdió el conocimiento.
Mi entusiasmo se vio ensombrecido. Me agaché para recostarla sobre el suelo y concedernos unos instantes de reposo. Me mostraba indeciso sobre qué hacer a continuación. Su organismo se encontraba en un estado crítico. Necesitaba alimentarse, dormir y curarse a partes iguales. Me asaltó el horrible pensamiento de que, después de tanto esfuerzo, ella podría no sobrevivir. Eché otra ojeada a la autopista. La negrura, bajo la elipse violeta de un inmaduro amanecer, todavía engullía toda visión precisa de sus distantes alrededores.
«Si pudiésemos encontrar alguna casa o masía abandonada que no quedara muy lejos… —reclamé interiormente—. Me conformaría con una puñetera caravana.»
Volví mi atención a Paula.
—No podemos quedarnos aquí. Lo sabes, ¿verdad? —dictaminé, aunque no pudiera escucharme.
Iba a levantarla de nuevo cuando algo provocó que me detuviera en seco.
—¿… Cómo lo has hecho?
Se escuchó una entorpecida voz detrás de mí.
Me giré lentamente y, mientras lo hacía, tuve tiempo suficiente para descifrar a quién pertenecía.
—Dime… ¿cómo has conseguido hacerlo? —pronunció Antares, que se arrastraba por el suelo lastimosamente. Una de sus piernas tenía la rodilla hundida hacia dentro, por lo que la articulación formaba un ángulo inverso al natural que oscilaba con cada corto palmo que lograba avanzar. Todo su cuerpo estaba cubierto por multitud de rasguños y cortes profundos. Advertí el tremendo esfuerzo que tenía que hacer para conseguir que su cabeza quedara izada y así poder mantener su único ojo posado en mi rostro. Entonces se paró y, con un movimiento que no le resultó fácil, extendió su magullado brazo y me apuntó con su pistola.
Mi primera reacción fue la de interponerme entre él y la niña.
—N… No lo comprendo… Sólo eres un zombi, un cuerpo podrido… ¿Cómo has podido? Sin darme tiempo a reaccionar, apretó el gatillo, pero fue el sonido hueco de un cargador vacío lo único que salió por el cañón de su pistola. Di gracias por ello. A continuación tensó sus facciones y volvió a intentarlo con el mismo resultado.
No le permití materializar su siguiente intención, cuando trató de sacarse un nuevo cargador de su faltriquera. Sin ningún apremio, me acerqué hasta él y le pisé el antebrazo con fuerza, notando cómo sus huesos crujían bajo mi bota.
—¡ARGGG! ¡Maldito seas, cabrón…! —gritó, retorciéndose como un gusano.
Recogí el arma y el cargador fallido del suelo.
—Escoria como tú… —le dije deslizando con mi pulgar, una a una, las balas fuera del artefacto— es lo que me hace avergonzarme de lo que fui, no de lo que soy.
Antares emitió una desgastada tentativa de risa que desembocó en unas dolorosas toses. Cuando consiguió recuperarse, retomó el habla.
—Te conozco, Erico. En el fondo, eres igual que yo. Tus ojos pueden engañar a otros, pero a mí no. —Volvió a toser y un grumo de sangre diluida manó de su boca—. Te… te importa una mierda lo que le pase al mundo que gobernaron los hombres. No sientes ni el más mínimo afecto por el ser humano… ¿A qué estás jugando? Tú no deberías desempeñar este papel. Sabes tan bien como yo que no es el que te toca.
—Tal vez… —contesté fríamente, sin mirarle, mientras terminaba de colocar una sola bala en la recámara del arma.
—Entonces… ¿Por qué has hecho esto? Lo has reducido todo a polvo y ceniza. ¿Por qué luchas por una causa perdida? La humanidad está acabada… ¿Por… por qué?
Me agaché junto a él y le agarré de los pelos para mantener su cabeza en alto.
—Mira a esa niña… —Antares deslizó su mutilada vista hacia ella. Parecía una muñeca de porcelana bajo el resplandor de los astros. Su pecho se hinchaba y contraía paulatinamente conforme el oxígeno iba entrando afanoso por su pequeña nariz—. Todo lo que soy, todo lo que hago, sólo importa si ella sigue respirando.
Le solté la cabeza y ésta golpeó contra la tierra.
Durante unos segundos, aquel psicópata se quedó inmóvil, reconociendo en mis palabras las suyas y encajándolas irremediablemente como una amarga descarga de venganza psicológica.
—Al… algún día no te quedará más opción que rendirte a tu propia naturaleza. Aceptar lo que eres y actuar como tal… Y ese día está próximo, mu… —carraspeó enfermizamente, al tiempo que se volvía para mostrarme un ojo vidrioso—, mucho más de lo que crees. Ni siquiera la cría va a estar a salvo a tu lado.
La atmósfera cristalina fue testigo de nuestro posterior silencio. Una pausa durante la cual ambos nos observamos por última vez las caras, que reflejaban la indiscutible verdad de aquel augurio.
En esos momentos algo me llamó la atención. Husmeé profundamente el aire y pude reconocer un olor distante que había convivido conmigo durante varios días.
—¿Los hueles? —insinué—. Son ellos, algunos de los prisioneros que salieron antes del derrumbe… Tu ejército de muertos… —recalqué satíricamente—. Deambulan por el bosque buscándote.
Su mano agarró los flecos de mi pantalón.
—Aliméntate de mí —dijo tajante, casi implorándome—. Muérdeme y haz de mi cuerpo el tuyo. No dejes que lo haga otro.
—Adiós, Antares —concluí, y me levanté.
—Dame el don que tú posees… Dámelo. Has destruido todo lo que tenía. Me lo… me lo debes. Ayúdame. ¡Hazme como tú!
—¿Acaso crees que mi particularidad es una bendición? ¿Algo que puede trasmitirse sin más? —Aparté mi pierna para soltarme—. Después de todo lo que ha pasado sigues cegado. Tus continuos delirios se superan unos a otros sin ver un límite. Corrompes todo aquello que tocas, anhelando lo imposible, y no te das cuenta de que sólo representas la locura del hombre.
—No… Tú eres quien no se da cuenta. —Apretó los dientes, moldeando una mueca nacida de su dolor interno—. Pero te llegará el momento de conocer toda la verdad sobre ti. Oh, sí, ese momento llegará…
—Déjalo, ¿quieres? Te repites hasta aborrecer, y yo no pienso seguir más tu juego. Ya he tenido suficiente. Aunque sí que voy a ayudarte… —Extendí un dedo señalando colina abajo—. Colocaré tu pistola sobre el asfalto de esa carretera… —Antes de proseguir con mi explicación, me di la vuelta, fui hasta la niña y la recogí aupándola en brazos—. Le queda una sola bala. Arrástrate hasta ella como la cucaracha que eres y luego hazte un favor y utilízala contra ti. También puedes esperar hasta que esos caminantes te encuentren. Tú decides… Sea como sea, el mundo agradecerá el sonido de tu muerte.
A continuación, empecé a descender por el inicio de la recostada llanura. Paula parecía tranquila cobijada en mi torso, inmersa en un sueño categórico.
—El mundo no, tú. Eres tú quien lo disfrutará, ¿verdad? —me gritó mientras me alejaba, preso de su propio desvarío—. Te apetece oír cómo mi vida acaba, ¿verdad, bastardo de… de mierda?
—A mí me es completamente indiferente —contesté sin variar el rumbo—. Pero yo que tú me daría prisa; llevan demasiado tiempo pasando hambre.
Sus juramentos y berridos siguieron escuchándose durante un rato. Yo dejé el arma en mitad del pavimento cuarteado de la calzada, a unos cien metros de él. En su estado iba a tardar, como mínimo, veinte minutos en llegar, si es que le daba tiempo a hacerlo.
Una fina capa de tierra cubría la superficie de la vía con pequeñas fisuras, como si fuera una media llena de carreras y agujeros. Poco a poco, su trazado fue siendo superado por la tenacidad de mis pies, y me sentí capaz de andar hasta el fin de los tiempos. En mi regazo llevaba, probablemente, a la persona viva más valiosa del planeta, pero pensé que eso era irrelevante. Lo importante era que para mí también lo era.
Tras su afluente asfaltado, la autopista nos dio una sigilosa acogida al mostrarse despoblada de todo obstáculo y vehículo accidentado. Su senda empezó a pintarse bajo una aurora que ya reclamaba sus dominios, atravesando los vastos territorios en dirección al futuro, y yo me deleitaba con preguntas acerca de cómo repercutirían nuestras acciones en el devenir del mundo. «¿Serán los hombres dignos de recibir una segunda oportunidad? ¿Merecen aquello que intentamos llevar a cabo con tanto esfuerzo?»
Al tiempo que nuestras siluetas se alejaban de Girona, estudié el rostro pueril de Paula. Muchas posibles respuestas a tales preguntas brotaron simultáneamente en mi cabeza, como géiseres de agua emergiendo por los orificios de una fuente termal, todas deseosas de ser la escogida. En esos instantes, un solitario y lejano disparo quebró fugazmente el sosiego matinal. No miré hacia atrás, pero su estrépito me ayudó a seleccionar una y mantenerla en alto.
—Haced que valga la pena… —Le susurré al mundo.
Dejé que el resto se cayeran.