Ciertamente, no podría decirse que tuviera muchas opciones. El hombre que me encañonaba con su arma mientras yo permanecía de rodillas sobre aquel despeñadero me puso una única condición si quería seguir existiendo: que tuviera las manos quietas.
El tiempo corría pero yo no lo percibía. Y en la quietud de un extenso paraje, supe que tan sólo disponía de un segundo para tomar una decisión definitiva: o claudicar y conservar el pellejo o actuar y exponerme a una aniquilación casi segura.
Pero no adelantemos acontecimientos…
Dejad que os cuente cómo empezó todo aquella madrugada del día en que, para muchos, el destino dio un giro totalmente inesperado.
Dos horas antes del momento álgido, mi cabeza bullía de actividad. Paseándome de un extremo a otro de la cámara, medité concienzudamente mi plan. No quería pasar ningún detalle por alto, ya que sólo había una manera de que se saldara con éxito, y era ejecutarlo a la perfección, sin errores ni contratiempos. Así pues, hice un recuento mental de todo lo que era necesario para ponerlo en práctica. Por un lado, la pistola, que desmontaría aunque tuviera que lanzarla contra las paredes de la celda, y, si eso tampoco funcionaba, no descartaba utilizar las testas de mis compañeros para conseguir mi propósito (atribuiré tales conjeturas a mi por aquel entonces elevado estado de euforia). Otro objeto que me era preciso permanecía fuera de mi alcance, por lo que debería ir a buscarlo una vez consiguiera salir por la puerta. Se trataba de algo que siempre supe que estaba en mi mochila y que, aunque jamás me dio por despacharlo, tampoco había suscitado demasiado mi atención. Ahora que me podía venir de perlas, únicamente esperaba que a la criatura de ojos trastornados no le hubiese dado por vaciar mi macuto en un súbito arrebato cleptomaníaco.
El tercer elemento del plan estaba relacionado con cierto grado de confianza en mí mismo y, por supuesto, en mi instinto. Si aquella escalera rudimentaria llevaba hacia donde yo creía, desde luego que mi seguridad mejoraría exponencialmente las probabilidades de mi victoria; si después de todo no era así… Bueno, no creo que hubiera ningún después. Mi plan habría fracasado estrepitosamente y yo sería pasto de los gusanos… justo, en cierto modo, después de haberme comido yo a la mitad de su estirpe, por lo menos.
Y, por último, necesitaba una herramienta crucial, el gran elemento final cuya naturaleza me arrogo el derecho de no revelar hasta el momento adecuado.
Bien, una vez tuve claras las premisas, me dispuse a iniciar lo que más tarde catalogaría como «la huida más imprudente, alocada e insensata de la historia». Para ello respiré hondo —aunque técnicamente no lo hice— y, deseándome toda la suerte del mundo, me recité a mí mismo: «Valor, Erico. Puedes con esto…».
Sin más dilación, el proceso dio comienzo.
Desmontar una pistola glock se podía conseguir sin ningún tipo de herramienta especial. Lo supe porque se lo vi hacer a Anette segundos antes de acceder al interior de la catedral de Santa Eulalia. Otra cosa es que en mis agarrotadas manos esa técnica pasara de ser la tarea más sencilla del mundo a convertirse en una mucho más laboriosa y desesperante.
No obstante, disponía de tiempo, y también de una afilada memoria —pensé, con cierto orgullo, al acordarme a la perfección de que las piezas de su glock que ella había utilizado habían sido el percutor y el perno de presión—. Me senté en el suelo, cerca de la luz, alargué el cuello para comprobar que no hubiera nadie rondando en el pasillo y, sin más remedio ya que confiar en mis propias cualidades, me dispuse a intentarlo.
En primer lugar extraje de forma sorprendentemente fácil el cargador del arma y, después de hacer un gesto triunfal con el puño, me sentí idiota por celebrarlo. Eso podría hacerlo hasta un orangután con déficit de atención.
—No importa —farfullé concentrado—. Prosigo.
Tras estudiar todos los ángulos, deduje que no podría hacer gran cosa hasta que separara su culata, puesto que cubría toda la zona de exploración del arma. Lograrlo me llevó un buen rato. Adivinar el mecanismo y la colocación de los dedos necesaria para abrirla fue un auténtico reto que efectué con una luz deficiente y con una maniobrabilidad más deficiente aún. Pero finalmente fui capaz, y de nuevo un atisbo de emoción instintivo recorrió todo mi cuerpo.
Mi siguiente paso requería quitar el cañón y el resorte del cierre, y, una vez fuera —si esta vez tampoco me fallaba la retentiva—, se suponía que ya tendría acceso libre a las piezas que necesitaba.
Como un niño travieso, empecé a manipular lo que cada vez se parecía menos a una pistola, mordiéndome mi áspera lengua al tiempo que esbozaba muecas de lo más extravagantes (nunca se me ha dado bien efectuar manualidades y conservar las apariencias simultáneamente). De puro milagro, diría yo, y tras unos cuantos chasquidos por parte del objeto y juramentos por la mía, la glock quedó desmontada casi por completo. Ahora sólo faltaba extraer los dos pequeñísimos fragmentos que precisaba para mi huida.
El perno de presión se encontraba justo en la parte trasera de la culata, por lo que no fue extremadamente difícil hacerse con él. Sin embargo, para el percutor, tenía que desmontar primero todo el resorte, labor que llegó a desquiciarme sobremanera.
—Sal ya, tremendo hijo de la gran…
Estaba injuriando a un simple trozo de metal, que daba la sensación de oponer más resistencia cuanto más me exasperaba yo. La pisé, la raspé contra la pared, la mordí, pero aquella condenada varita parecía decidida a permanecer en su sitio. Al final, resoplando por pura impotencia —y antes de cometer un acto poco ético—, opté por utilizar todo el fleje entero y dar por terminada la primera parte de mi plan, aunque hubiera salido a medias. Y es que no estaba yo para demasiadas alteraciones, precisamente.
Entre una cosa y otra, ya había transcurrido cerca de media hora. Aún disponía de noventa minutos más, hasta que dieran las cuatro y veinticuatro, para conseguir salir de la celda y acometer el resto de mi hazaña.
—De acuerdo —me preparé espiritualmente.
Era hora de pelearse con el portón.
Los zombis seguían paseándose ajenos a todos mis movimientos. No creo que fueran conscientes de su condición de esclavos, pero mientras yo intentaba manipular de la forma más eficaz que sabía aquella dichosa cerradura, me dije que eso poco iba a importar en cuanto consiguiera abrirla. Pronto serían libres para andar por la cueva y tomar de ella todos los víveres que les vinieran en gana. De hecho, así lo esperaba… Bueno, excepto en un caso, claro está. No me había olvidado de que para que mi huida fuera triunfal debía contemplar el rescate exprés de una niña de ocho años cuya ubicación en aquel agujero de ratas me era completamente desconocida, y que para llegar hasta ella cabía la posibilidad de que tuviese que verme las caras con más de un mercenario saturado de testosterona.
—Hay que joderse… La de cosas que tengo que hacer por el bien de la humanidad… —murmuré, sin dejar de manipular mi improvisada ganzúa.
«Humanidad…» Empezaba a preguntarme si realmente aquella palabra continuaba teniendo sentido. Después de experimentar en mis propias carnes los actos que algunos hombres eran capaces de cometer, ya nada parecía merecedor de ser salvado. Llegué a la conclusión de que el único motivo por el que mostraba tanto empeño en salir de allí era mi afecto por Paula. Cualquier otra razón me resultaba completamente banal.
En un momento dado, mientras continuaba enfrascado en mis propias reflexiones, caí en la cuenta de que no tenía ni idea de cómo desbloquear el engranaje de la cerradura. Llevaba un buen rato manipulándolo sin saber a ciencia cierta qué leches estaba haciendo.
Debí de haberlo supuesto. Era la primera vez que intentaba algo así. Cierto es que, viendo actuar a Anette, me dio la sensación de que era un juego de críos, pero, por desgracia, quedó más que demostrado que yo carecía de su pericia y experiencia.
Con una mueca meditabunda, aparté las piezas de nuevo y palpé con un dedo el orificio del cierre. Era lo suficientemente grande para permitirme introducir la punta de mi yema.
—¿Cómo diantre lo hizo?
Luego coloqué mi cabeza en todas las posturas posibles para investigar si el agujero me permitía vislumbrar algo de su mecanismo interior. «Como si sirviera de mucho», lamenté. En esos momentos estaba más perdido que una monja en una tienda de lencería picante.
Tras darle varias vueltas al asunto, decidí que podía seguir probando, pero esta vez introduciendo las piezas por el lado contrario del cerrojo. Así que me puse en pie y saqué los brazos por fuera de los barrotes. No obstante, pronto quedó patente que así tenía un problema añadido, puesto que no podía ver lo que toqueteaba, razón por la cual a punto estuve de abandonar esa nueva estrategia. Lo que me impidió tomar esa decisión fue un impreciso movimiento gracias al cual, milagrosamente, conseguí colocar el perno de presión en un extraño ángulo contra la vara del percutor, que a su vez emitió un sonido diferente, como si hubiese presionado sobre algún punto importante. No es de extrañar que eso me incitase a seguir intentándolo.
—¡Bien! No debo de estar muy lejos… —celebré sin dejar de hacer palanca.
Más o menos cinco minutos después de aquello, empecé a crisparme nuevamente al ver que no evolucionaba, y, en un alarde de testarudez, no se me ocurrió otra cosa que ejercer más y más fuerza contra el aparato.
«Lo tengo controlado, lo tengo controlado —me motivaba, cada vez más tenso—. No lo tengo, no lo tengo», constaté un segundo después, justo cuando desde las profundidades del pasadizo se escuchó un repentino silbido —tarareando una conocida canción de cuyo nombre no consigo acordarme— que, al encontrarme yo tan concentrado, me provocó un sobresalto un tanto exagerado al percibir una pequeña variación en la calma que reinaba en el entorno.
—¡Caguen…! —exclamé.
En ese desdichado instante, contemplé con horror cómo el perno de presión, como resultado de la excesiva fuerza que ejercí sobre él, saltaba por los aires y aterrizaba sobre el suelo del pasillo, a metro y medio por delante de los barrotes. Perplejo, miré la vara del percutor que aún sostenía en mi mano y de nuevo volví la vista hacia el perno, dolorosamente enterrado entre el manto de arenilla que cubría todo el corredor.
Mi cara fue una completa interjección.
—¡Seré idiota…! —fue lo único que pude pronunciar.
Estaba demasiado lejos para poder recuperarlo alargando cualquiera de mis extremidades (no penséis mal). Por si fuera poco, enseguida tuve que desistir y apartarme rápidamente de la reja cuando aquel silbido desveló que su ejecutor estaba cada vez más cerca.
Bola de billar, el silencioso individuo que, a modo de satélite, pululaba en torno a Antares durante su última visita, apareció en mi campo de visión. Se plantó enfrente de los hierros, achinó los ojos y continuó silbando con inquietante parsimonia.
A punto estuve de sufrir un ataque de nervios cuando advertí que se había colocado justo encima de la pieza extraviada, enterrándola aún más bajo el peso de su bota.
Los muertos vivientes comenzaron a agitarse malévolamente al verlo, pero, como era de esperar, éste ni se inmutó. Eso sí, daba señas de andar un poco colocado. Oculto entre las sombras de mi celda, me fijé en que absorbía por la nariz repetidas veces y se rascaba los ojos. Sus pupilas estaban tan dilatadas que cubrían por completo sus iris.
—Soy vuestro nuevo vigilante —anunció, como si le pesaran las palabras—. El anterior ha sufrido un ligero… accidente. Ha muerto. —Y soltó un febril amago de risa.
Definitivamente, debía de haber estado consumiendo alguna clase de sustancia estupefaciente. Por otra parte, si lo que acababa de decir era cierto, eso significaba que, tras su anterior numerito, Antares se había ocupado del hombre de la cicatriz y lo había mandado al otro barrio. «¿Por qué? Por haber cuestionado levemente su autoridad cuando éste reclamó a la niña?» No es que tal hipótesis me importara en absoluto, pero semejante acto de desprecio hacia sus propios hombres sólo era una muestra más de lo podrida que tenía el alma.
—Así que espero que nos llevemos bien… —terminó de puntualizar.
A continuación siguió silbando, sacó de su bolsillo un puño americano, que encajó en su guante a la perfección, observó lo bien que le quedaba e inspiró entre dientes, excitado.
—Oh, sí. Tenía muchas ganas de hacer esto…
Luego juntó el pulgar con el resto de sus dedos en un gesto que imitaba una boca cerrándose.
—Pero calladitos, ¿eh?… No se lo digáis al jefe… —Y se rió de nuevo como un tarugo, al tiempo que extraía un juego de llaves de otro de sus bolsillos para ponerse a rebuscar entre ellas.
—Hmm… ¿Cuál era?
No podía creerlo. ¿Qué intentaba hacer aquel idiota? Desde luego su simple presencia dejaba traslucir que le faltaban un par de tornillos, sensación que aumentó al ver que se acercaba para encajar una llave en la cerradura. Así que una de dos, o estaba como un cencerro o sabía perfectamente lo que se hacía. Enseguida descarté la segunda opción, cuando uno de los zombis alargó el brazo de forma súbita como reacción a su imprudencia y trató de apresarle la cabeza. El nuevo —y aparentemente novato— centinela hizo gala de unos notables reflejos —dado su estado— y consiguió echar el cuerpo hacia atrás, esquivando así el manotazo. En vez de percatarse del riesgo innecesario al que se estaba sometiendo, aquel suceso pareció divertirle aún más.
—No puedes cogerme, ¿eh? ¡Uhhh! —se burló, señalándolo—. Miraos… —Escupió en el suelo—. Dais pena.
Los zombis se apiñaban entre los hierros, ajenos a las mofas de las que eran objeto, rezongando movidos por un único fin caníbal.
—Mierda… Casi se me olvida, claro…
Bola de billar palpó su cintura en busca de su transmisor de ultrasonidos y pareció vacilar un segundo acerca de cómo se utilizaba. Seguidamente hizo la intención de encenderlo.
Maldije por dentro. Aquel estúpido no sólo había arruinado mi plan con casi total certeza, sino que además estaba decidido a usar ese puñetero aparato del demonio con fines poco civilizados. La tensión me hizo apretar los dientes y, tal como imaginaba, al segundo siguiente aquel zumbido afilado inundó toda la cámara. Mis piernas flaquearon y caí de rodillas, preso de la incontinencia. El cuerpo no me respondía, al igual que el del resto de los muertos vivientes, que empezaron a retorcerse hasta que también se desplomaron, aplastados por una invisible mano gigante. Sin poder mover ni un solo músculo, mi perspectiva empezó a desenfocarse convirtiendo en curvas artificiales todo lo que tenía delante. Presioné las manos contra mis oídos. Por el rabillo del ojo intuí, de forma muy borrosa, que aquel tipo entraba en la jaula y cerraba el cerrojo tras de sí.
—De aquí no sale nadie… —pregonó con un tono enfermizo.
Entonces, como si de un boxeador en su asalto más culminante se tratara, empezó a propinar fortísimos puñetazos en los rostros y torsos de aquellos zombis que se tambaleaban indefensos a su alrededor. Sus gritos de furia al cargar contra ellos se juntaban con los crujidos secos que emitían los huesos al romperse por los impactos del acero. Cargaba y pegaba, cargaba y pegaba… puñetazos, patadas, pisotones… sin intención de dejar títere con cabeza. Algunos se desplomaban al instante, pero otros, debido tanto a su insensibilidad para el dolor como a su ignorancia para el peligro, volvían a intentar erguirse. Aprovechando que les era imposible por el aturdimiento auditivo, Bola de billar arremetía de nuevo contra ellos con más rabia, si cabe, fulminándolos con violentos ganchos descendentes.
Tras dos o tres minutos liberando su vesania contra aquellos que deambulaban más cerca, advertí impotente cómo escogía su siguiente objetivo y, con una mueca asesina, se acercaba hasta mi posición. Incapaz de zafarme, sentí cómo mi tronco se elevaba bruscamente al ser agarrado por el cuello de mi chaleco. Su puño en alto parecía un mazo imantado a punto de estrellarse contra mí; su rostro desencajado, el de un yonqui ardiendo por dentro.
—Te conozco. Tú eres el bicho raro que sabe hablar… Pero, para mí, tan sólo eres otro puto zombi más al que machacarle la dentadura.
Mi mirada se perdió entre el desconcierto y la turbación. Y justo cuando se disponía a destrozarme la cara hasta que cayera muerto o inconsciente, un pitido agudo parpadeó en su transmisor de ultrasonidos y le hizo detenerse. Llegó acompañado de una luz roja que mis retinas interpretaron como el piloto de un semáforo visto a través de un cristal en un día lluvioso.
Mi verdugo me soltó en el acto y dio unos toquecitos con el dedo al instrumento para comprobar su estado.
—¡Mierda! Batería baja. ¡No puede ser!
Su semblante, que hasta entonces parecía tan soberbio, empalideció de golpe. Durante un corto intervalo de tiempo pareció desorientarse en busca de la salida.
—Me largo. Tengo que sali…
La frase quedó entrecortada cuando, al transformarse su conducta agresiva en el pánico más atroz, intentó echar a correr en dirección a la puerta y resbaló dando un traspié y cayendo al suelo de bruces. Víctima de su propio delirio —una euforia exacerbada por efecto de las drogas—, comenzó a arrastrarse por las irregularidades del terreno rocoso hasta que consiguió levantarse a trompicones. El pitido intermitente seguía sonando, anunciando su inminente apagón. Y mientras el malestar en mi cabeza remitía gracias al progresivo debilitamiento de la frecuencia, contemplé cómo Bola de billar esquivaba con dificultad los cuerpos magullados de aquellos caminantes que, poco a poco, empezaban a recuperar sus funciones locomotrices. El hombre consiguió llegar hasta la puerta desgañitado y balbuciendo de forma patética, aunque, debido a los nervios y a la creciente presión que se iba formando a sus espaldas, cuando fue a sacar nuevamente el juego de llaves, éstas resbalaron entre sus dedos temblorosos y rodaron por el empedrado.
Los ultrasonidos cesaron en ese preciso instante. Bola de billar se agazapó, tanteando el suelo con sus manos en un intento desesperado por encontrar el llavero. Y cuando por fin consiguió recuperarlo y quiso erguirse, un pequeño oleaje de muertos vivientes que tiraban de él en todas direcciones quebró su equilibrio.
—¡Apartaos de mí, repugnantes cabrones! —chilló, justo antes de poder sentir los primeros colmillos clavándose despiadadamente en su musculoso cuello. Sus ojos reflejaron un miedo primitivo al ser consciente, por primera vez, del error que había cometido. A continuación, no pudo más que cerrarlos por efecto del dolor que le ocasionaban las laceraciones y desgarros a los que su piel estaba siendo sometida. Los zombis lo arrastraron hasta el suelo y empezaron a escarbar en sus entrañas, recibiendo como única resistencia unos inútiles gritos y forcejeos. Yo me acerqué y me planté a su lado para ser testigo del momento en que su vida expiraba. A juzgar por su expresión vacía, cuando cruzamos nuestras miradas, en sus últimos alientos de vida, diría que me reconoció y comprendió con amargura que no iba a hacer nada por impedirlo. Instantes después, sus piernas fueron separadas de su cuerpo y murió.
De entre las figuras amontonadas a su alrededor sobresalió su brazo, con las llaves aferradas en la mano ensangrentada, de modo que me agaché para extraerlas de sus agarrotados dedos.
—Todo vuestro… —declaré con sarcasmo, y me las llevé hasta el portón.
Antes de abrir la cerradura, verifiqué que no hubiera nadie en el pasillo. Aún no era la hora mágica, pero me dije que tendría que conformarme. Después de lo que había pasado, no podía arriesgarme a esperar y que alguien descubriera el incidente. Al hacer el barrido con la vista, no pude evitar detenerme un segundo y fijarme en el perno de presión de la glock. La fina arenilla lo ocultaba casi por completo. Juzgué irónico que, a pesar de que las cosas no se hubiesen desarrollado como yo esperaba, y después de tanto esfuerzo estéril, la providencia se hubiese decantado por manipular los acontecimientos a mi favor. Yo nunca había creído en el karma. De hecho, si tuviera que definir el mío, diría que es el más neutral o nulo que conozco. Pero admito que quizás debería empezar a tomarme semejantes cuestiones en serio y adoptar la creencia de que las casualidades no existen. A lo largo de este viaje la fortuna me había deparado cosas malas, sí, pero también unos golpes de suerte difíciles de comprender. Tal vez fuera eso, una simple cuestión de azar, o quizá el destino, que definitivamente parecía inquieto y empeñado —de vez en cuando— en mostrarme una luz en el camino.
Sin pararme a reflexionar más sobre el asunto, opté por dar gracias por ello y me comprometí interiormente a no desaprovechar esa nueva oportunidad. Así que deslicé el engranaje con gratificante facilidad y salí fuera de la celda.
Por fin era libre.
Experimenté una sensación de libertad inexplicable cuando me volví para echar un vistazo y observé lo que acababa de dejar atrás; a decir verdad, no mucho. Únicamente tres paredes y un techo, puesto que los zombis que habían sido mi inseparable compañía durante los últimos días tampoco tardaron en abandonar la estancia, movidos por ese hedor humano patente en el aire que tanto anhelaban sus olfatos.
Desde un principio, mi intención fue la de provocar un buen alboroto, así que hacerme con las llaves del celador me vino de maravilla, pues gracias a ellas no sólo abrí mi celda, sino también todas las demás. En éstas había menos zombis, pero no tardaron en unirse a una procesión de cientos de ellos, todos a paso lento pero constante, que avanzaba en dirección a las profundidades de la caverna. Al abrir la tercera celda a mi izquierda, y a pesar de que actuaba apresuradamente, reconocí a la perfección las figuras de Randy y de Sara (dos de las personas que recordaba con más claridad de mi paso por el puerto del Masnou) tambaleándose. Randy no llevaba las gafas, y si en vida ya parecía un maníaco, ahora que había transmutado su aspecto era absolutamente espantoso. Su piel, ya de por sí blanquecina, se había convertido en un lienzo de venas cianóticas e inflamadas que se ramificaban en torno a unos ojos vacíos que daban la sensación de poder atravesar el alma.
No le presté más atención de la necesaria, pues, consciente de que todo estaba saliendo al fin y al cabo como yo había proyectado, no debía olvidar lo crucial que era el factor sorpresa. Para conseguir completamente mi objetivo, aún necesitaba un elemento que reposaba en el fondo de mi mochila.
Una vez terminé de liberarlos a todos, me infiltré entre la inmunda marea que formaban sus cuerpos con el propósito de llegar antes que ellos a la gran bóveda y así ganar un tiempo precioso que me permitiera perpetrar la segunda parte de mi plan.
Mientras avanzaba como podía por el corredor, me fijé en el resquebrajado reloj de un caminante cuyas agujas marcaban las cuatro y cinco minutos de la madrugada. Ya me valía. Muy equivocado tendría que estar para toparme con algún hombre —aparte del fallecido vigilante—deambulando por aquella gruta. Debían de estar todos durmiendo.
«Sin embargo, no tardaréis en ver perturbado vuestro sueño…», pronostiqué maliciosamente. Terminé por sacar medio minuto de ventaja a lo que cariñosamente llamé «provechosa masa de borregos, en el instante en que fui a dar con mi pellejo en la espaciosa cámara con estalactitas. Efectivamente, estaba vacía. Sus múltiples bifurcaciones se extendían hacia lugares desconocidos para mí, pero eso no importaba de momento. Sabía perfectamente adónde debía dirigirme en primera instancia, incluso antes de pretender averiguar lo que se escondía al final de aquella misteriosa escalera.
Miré hacia el pasillo de las luces de navidad y, con total determinación, recorrí lo más rápido que pude el tramo que me separaba de él.
Al adentrarme en su interior, rezando por encontrar mi bolsa intacta, el murmullo de las pisadas resonando a mis espaldas empezó a ser atronador. Deduje que era cuestión de segundos que saltara alguna alarma o se oyese el eco de algún grito. Y mientras me preguntaba por qué no sucedía, en vez de eso me llegó el canto inimitable de una voz muy frecuente en esos últimos días… Madonna.
A medida que me acercaba a la sala de Antares, la melodía se iba haciendo más audible. Casi con total seguridad habría jurado que se trataba de su tema Like a virgin, de los años ochenta. Ya no me quedó ninguna duda cuando alcancé, con mucha cautela, el umbral de la habitación, donde me vi obligado a agacharme inmediatamente detrás de unas cajas de cartón mientras me esforzaba por dar crédito a lo que acababa de ver.
Asomé la cabeza de nuevo para confirmar si empezaba a fallarme la vista o —segunda opción— me había vuelto completamente majareta. Al enfocar con un solo ojo más allá del canto de los embalajes, comprobé, con un gesto de asco en mi rostro, una de las cosas más chocantes de las que he sido testigo jamás.
Visto de forma fugaz, podía dar la impresión de que Antares había decidido quitarse la vida. Una correa de cuero que colgaba del techo se enroscaba a su cuello confiriéndole el aspecto de un ahorcado. Sin embargo, sus pies permanecían sobre el suelo y se movían metódicamente. Se encontraba de espaldas a mí, cerca del panel de mandos, y su cuerpo se sacudía con pequeños espasmos nerviosos al ritmo de la canción que sonaba por los altavoces de la cámara y que camuflaba parcialmente el bullicio lejano que provocaban los zombis amotinados.
Recuerdo que en vida había oído hablar alguna vez de una singular práctica llamada hipoxia erótica, de moda en algunos países asiáticos, sobre todo. Ésta consistía en provocarse placer a uno mismo a través de la asfixia. Siempre creí que era una costumbre de locos —el caso de Antares encajaba en esta hipótesis—, y huelga decir que nunca había visto a nadie ponerla en práctica.
No pienso entrar en detalles referentes al impacto visual que me produjo, pero he de confesar que jamás imaginé que la obsesión de aquel demente por la diosa del pop llegara a tales extremos. Menos mal que ella jamás iba a tener el «gusto» de conocerlo.
Fuera como fuese, Antares —yo empezaba a preguntarme si dormía alguna vez— había escogido mal su momento de relajación íntima, porque esa distracción le impidió observar por las pantallas de seguridad el transcurso del alzamiento. De todas formas, ¿cómo iba él a adivinar el desastre que se estaba fraguando en sus dominios? Seguramente decidió tomarse un respiro tras un día duro, sin ser consciente de que al bajar la guardia había cometido un error garrafal, uno enorme del que yo no tardaría en beneficiarme.
Desde mi posición no se veía la mochila por ninguna parte, así que en silencio, y procurando no arriesgar más de lo necesario, fui arrimando mi cuerpo contra las columnas de cajas apiladas. De momento, él tampoco podía verme desde donde estaba, pero era consciente de que, a medida que me iba acercando, el riesgo de que se girase enronquecido y me descubriera aumentaba. Poco a poco, seguí con mi avance a través del pequeño almacén hasta que divisé el preciado bulto de color caqui. Entonces me detuve. Seguía sobre la mesa en la que habíamos discutido el día anterior. El diario de Anette reposaba a su lado, abierto por una página cualquiera. Decidí que, una vez en posesión de la bolsa, también me lo llevaría (antes quemado que verlo en manos de aquel asesino). El problema es que ambos objetos se encontraban peligrosamente cerca de él, a un metro a sus espaldas. Tendría que acercarme muy sigilosamente si no quería llevarme una sorpresa de lo más desagradable.
La música siguió sonando. Yo, por mi parte, hice gala de mis atributos de zombi durante mi aproximación de cuclillas a la mesa —y, por ende, al mono hiperactivo en el que se había convertido Antares—, subestimando, como de costumbre, el peligro que se cernía sobre mí. En ningún momento dejé de sentir una enorme vergüenza ajena. El instante de poder coger mis cosas para largarme de ahí parecía estar a años luz. Se me pasó por la mente matarlo —sería la primera vez que segara una vida humana—, pero enseguida descarté esa opción… Ni siquiera me apetecía tocarlo.
Tras una estoica muestra de determinación por mi parte, llegué al fin a la base del tablón, alargué mi brazo, agarré la mochila elevándola lentamente y… ¡zas! Fue entonces cuando ocurrió el desastre.
Un primer disparo resonó a lo lejos. La estructura de la caverna se encargó de acentuar su estridencia. Inmediatamente después llegaron los demás, que se unieron a las exclamaciones de los hombres como una fiesta salvaje de petardos y explosivos.
La guerra había dado comienzo.
Justo en ese momento, cuando yo tenía la mochila a medio alzar, Antares dio un sobresalto e intentó girarse como pudo, suspendido por la correa. Estando como estaba en pleno clímax erótico, tenía la cara roja como un tomate, pero enrojeció aún al verme. El cuero le oprimía tanto la garganta que no logró pronunciar palabra, aunque lo intentó. Sus ojos se inyectaron en sangre cuando —¡de perdidos al río!— terminé por levantarme y, con un ágil movimiento, cogí también el diario.
—Oh, por favor… sigue, sigue. No es mi intención molestarte… —le dije en un tono que quizás sonó demasiado cómico.
Ipso facto, mi instinto decidió por mí; aprovechando que a mi enemigo —resulta extraño llamarle así en semejantes circunstancias— le costaba reaccionar, aunque trataba desesperadamente de aflojarse la correa, no esperé siquiera a colocarme bien la mochila. Como si de un ladrón que huye de la escena del delito se tratase, puse pies en polvorosa en dirección a la salida.
Mientras me largaba lanzando juramentos debido a mi cojera, me crucé con unos cuantos zombis desperdigados, dispuestos a entrar en el habitáculo en busca de un temprano desayuno. «Como mínimo te entorpecerán —pensé esperanzado—. Con suerte te atraparán… Sería la leche que acabaran contigo.»
Madonna dejó de ser audible una vez volví a alcanzar la gran bóveda, que ahora parecía más bien un búnker de guerra. Tuve que detenerme unos instantes para cubrirme contra la pared del pasillo, ya que, a pesar de mis prisas por llegar hasta la escalinata y cruzar los dedos para que el resto de mi plan saliera bien, atravesarla en esos momentos habría sido un auténtico suicidio. El suelo de la zona aparecía cubierto por un manto heterogéneo de piel y carne muerta tanto de los soldados, cuyo remanente oponía resistencia con una sucesión interminable de disparos, como de los propios zombis que los provocaban. Algunos de los caminantes permanecían inclinados sobre el terreno, alimentándose de los despojos de los fiambres y ajenos a las balas que silbaban en mil direcciones. Pude ver cómo varias cabezas estallaban mientras engullían. Otros, en cambio, seguían su inagotable avance hada las estalagmitas de la superficie. Su disposición servía de trinchera para las decenas de mercenarios —la mayoría no había tenido tiempo de colocarse ni la indumentaria ni las máscaras— que se agrupaban mientras gritaban por encima del estallido de sus rifles y semiautomáticas.
—¡¿Dónde está Antares?! —bramó un tipo con el pelo blanco, bastante alto y aparentemente curtido en el combate—. ¡¿Y por qué coño no funcionan los ultrasonidos?!
—Al generador no le quedaba batería. Decidí que lo pondría a cargar por la mañana. No podía imaginar que ocurriría esto. ¡No lo sabía! —recibió como respuesta de uno de los hombres que tenía a su lado, mucho más bajito y delgado.
—¡Pues hazlo ahora, jodido imbécil!
—Tardará veinte minutos en empezar a estar operativo.
—¡Que vayas, hostia! —le espetó, asiéndolo del hombro y empujándolo para hacerle reaccionar.
El hombrecillo se tambaleó por la inercia y se largó corriendo por uno de los túneles que quedaba a sus espaldas.
Desde el corredor de las celdas seguían llegando más y más muertos vivientes, que no cesaban en su avance y se comportaban como una auténtica plaga arrolladora.
A continuación, se escuchó gritar a otro:
—¡¡Granada!!
Por puro acto reflejo, me cubrí de nuevo tras la pared. Un segundo después, la explosión hizo temblar la tierra. Una humareda plomiza invadió el pasadizo en el que estaba y lo tiñó de infinidad de colores al fusionarse con la luz de las bombillas de navidad, que no dejaban de sacudirse violentamente.
«Están locos», pensé. Una granada en un lugar cerrado como ése podía hacer que se derrumbara la cueva entera.
—¡¡Retroceded!! ¡Replegaos en la cúpula de ensayos! —volvió a clamar el tipo del pelo blanco. Desde el otro extremo del pasillo me llegaron en forma de eco los disparos de Antares, liberado ya de su propio yugo, aniquilando a esos pocos zombis que, un minuto atrás, avanzaban bamboleándose rumbo a su cámara. Deduje que no me debía de quedar mucho tiempo cuando, desde esa misma dirección, escuché mi nombre gritado con un tono colérico.
—¡¡¡ERICOOO!!!
—Me caguen la puta, qué estrés de vida —murmuré.
Venía a por mí. Tenía que llegar hasta esa dichosa escalera como fuera. Era entonces o nunca. Sin pensarlo más, y con la mochila a cuestas, inicié mi carrera a través de la bóveda. Mientras sorteaba los restos de cuerpos tendidos en el suelo y las siluetas de aquellos zombis que seguían transitando hambrientos, me vi obligado a agazaparme repetidas veces para evitar los disparos que todavía efectuaban los últimos hombres en retirarse. No pude averiguar hacia dónde llevaba la brecha por la que recularon —la nube de polvo y granizo se había extendido y ahora cubría toda la cúpula con una niebla espesa—, pero era de esperar que conectara con otra cámara similar a ésa desde la que pudieran seguir defendiéndose.
La luz de los focos también quedó oscurecida, y entre la asfixiante oscuridad y el alboroto ocasionado, sufrí una leve desorientación que me obligó a agacharme detrás de una roca.
Todo a mi alrededor bullía con una actividad enfermiza, y, en medio de tanto delirio, un súbito pensamiento me llevó a Paula. Deseé que estuviera bien, que siguiera con vida.
«Aguanta, pequeña —le mandé ánimos mentalmente, aunque no pudiera oírlos—. Tú sólo trata de aguantar.»
No conocía su estado, pero concluí que no me quedaba más remedio que posponer tales preocupaciones para más adelante.
Mi nombre volvió a propagarse por la cueva.
—¡¡¡ERICOOO!!!
El odio que dejaban traslucir esos gritos calaba hasta mis huesos. Ya no era cuestión de saber con qué me toparía al subir por esos peldaños: o me esfumaba de aquella bóveda de inmediato o muy pronto acabaría completamente fiambre y ya no tendría oportunidad de averiguarlo.
Así que me levanté pesadamente y di una vuelta sobre mí mismo, buscando alguna referencia que me indicara el camino. Al hacerlo, descubrí una cortina de polvo que ascendía hasta el techo en un punto bastante cercano a mí.
«¡Ahí!»
Me apresuré al máximo, dentro de mis posibilidades, para llegar hasta los pies de lo que finalmente resultó ser la codiciada escalera. Haciendo acopio de todas mis fuerzas, empecé a trepar por ella y por el ajustado conducto por el que discurría. La mochila pesaba, y la humareda no tardó en alcanzarme y rodearme impidiéndome ver más allá de un metro por encima de mi cabeza, y absolutamente nada por debajo.
Supongo que las prácticas involuntarias a las que había sido sometido últimamente no fueron en vano, después de todo. Y es que tanto huir a través de edificios en ruinas y tanto escalar por ventanas de talleres textiles o esqueletos de coches tuvieron que servirme para algo, digo yo. Mi coordinación seguía siendo un desastre, pero me dio la sensación de que gatear por aquella enredadera de rocas no era lo más difícil a lo que había tenido que hacer frente desde que mi «maravillosa» aventura empezó.
No lo voy a negar: por un momento me sentí presionado al pensar que me estaba metiendo en un callejón sin salida. Me vi a mí mismo emparedado entre los muros de una sala cerrada, despidiéndome del mundo mientras mi cabeza encajaba una bala por cortesía de Antares, que, por cierto, seguía maldiciendo mi nombre a mis espaldas, sin intención de dejar que me fuera a ninguna parte. De todas formas, me alegró confirmar que mi perspicacia, que rara vez me había fallado, seguía tan certera como siempre.
Tras un largo y agotador minuto, mis dedos dieron con un asidero de metal incrustado expresamente en un costado de la roca, lo que me permitió tomar impulso con una mano y, posteriormente, clavar mi rodilla en terreno horizontal. Al ponerme en pie, comprobé que había llegado a una pequeña gruta en forma de arco y que, más allá del corto tramo que tenía por delante, se distinguía por fin el cielo estrellado.
—Gracias, gracias… —No sabía con certeza a quién se las estaba dando, pero no paré de hacerlo mientras cruzaba hasta un saliente elíptico que daba al exterior, en cuya superficie dejé caer mi mochila. Su parcela rocosa era lo suficientemente espaciosa como para que cupiera un todo terreno grande.
Una noche infinita me recibió con la repentina ráfaga de un viento gélido. La cortina de vapor que se difundía desde la gruta estaba siendo engullida totalmente por la negrura del firmamento. Traté de orientarme dedicando unos instantes a estudiar el entorno. Para mi sorpresa, las cuevas que habían sido mi prisión durante la última semana resultaron ser las entrañas de una montaña de pequeña envergadura. La luz plateada de la luna incidía sobre un mar de árboles y espesura que dominaba los alrededores hasta donde alcanzaba la vista. Incluso me pareció identificar, a lo lejos, la colina en la que fui secuestrado días atrás. Su cima irregular era inconfundible.
Al asomarme al despeñadero que había debajo, calculé que debía encontrarme a seis o siete metros de altura por encima de las copas de los árboles. Un estrecho relieve tallado sobre la pared del monte, de unos dos palmos de ancho, nacía desde el saliente, posibilitando un peligrosísimo descenso hasta el nivel del bosque.
Aquél era un estupendo puesto de vigilancia, sin duda. No me extrañó que esas grutas fueran un refugio tan difícil de encontrar para cualquier criatura. Vista desde lejos, daba la sensación de ser una montaña completamente maciza por dentro, inerte y discreta.
Pero eso estaba a punto de cambiar…
El tiempo de espera había concluido. Por fin podría comprobar si mi plan era una auténtica locura o una genialidad… Tal vez ambas cosas a la vez.
Me agaché frente a la mochila, la abrí para escudriñar en su interior y, con un gesto triunfal, di con aquello que había anhelado durante las últimas dos horas: el par de bengalas de señalización que tan desapercibidas habían pasado siempre en el fondo de su tela.
Agarré una y le di un sonoro beso.
Tenía el tamaño de un micrófono aproximadamente y disponía de una muesca de seguridad que no tardé en retirar. Lo único que debía hacer a continuación era presionar la parte inferior contra algo sólido para activarla.
Me puse de rodillas, coloqué su mango contra el suelo y…
—¡Alto!
Antares apareció por la hendidura del saliente apuntándome con su pistola. Anduvo unos pasos y se detuvo a dos metros de mí. Llevaba la misma vestimenta con la que le había descubierto minutos atrás, aunque completamente desaliñada, y mostraba evidencias de haber tenido que abrocharse los pantalones con prisas.
Es difícil describir la expresión de furia que revelaba su rostro. En el brillo de sus ojos se advertía una mezcla de sentimientos entre los que sobresalían la ira más desquiciada y un placer obsesivo por creer que me tenía.
—¿Nadie te ha comentado nunca que fisgonear es motivo de pugna?
—Créeme, ojalá no hubiese visto lo que vi…
—¡Cállate! No eres más que un d… de… desgraciado cadáver al que no tardaré en rematar. Y cuando acabe contigo, voy a disfrutar encargándome personalmente de que tu amiguita pague por tus errores. Te has confundido de persona a la que joder. ¡A mí no me jode nadie! ¡ A MI NO! En esos momentos reparó en lo que yo sostenía entre mis manos y fui testigo de cómo su rostro se demacraba sin poder disimularlo. Hacía mucho frío, pero una enorme gota de sudor brotó en su sien izquierda. Admito que sentí complacencia al verlo.
—Qué coño pretendes hacer con eso…
—Si me disparas, mi propio peso al desplomarse activará esta bengala de luz. Tardará menos de medio segundo en producir una gran estela luminosa y roja que podrá ser vista a varios kilómetros de distancia. Siendo de noche, aún más. —He aquí el elemento secreto del que os hablaba antes—. El resplandor será lo suficientemente intenso como para llamar la atención de ese Arcángel gigante que ahora mismo ronda por ahí afuera, en algún lugar del perímetro. Le temes, ¿verdad? No te ofendas, pero se te nota… Lo atraerá hasta aquí sin que sirvan de nada los esfuerzos que habéis hecho por ocultarle vuestro rastro. Adelante, hazlo, dispárame… Os aplastará como a insectos.
Antares me miró un segundo, indeciso, paseándose nerviosamente la lengua entre sus labios. Después soltó un espasmo de risa que derivó en una carcajada lunática.
—¿A quién pretendes engañar? No lo harás. No estás tan loco.
—¿Quieres apostar?
Presioné un poco más la bengala contra el suelo, aunque no lo suficiente para activarla.
Él apretó sus labios, formando una mueca tensa.
—¡A ti también te matará si lo haces! ¡Y a esa estúpida cría!
Dibujé una sonrisa sagaz.
—Correré el riesgo. Además… yo ya estoy muerto.
Un silencio intenso se instaló entre los dos. Nuestras miradas mantenían una batalla épica.
—Quizás te haya juzgado mal —prosiguió tras unos segundos—. Eres más astuto de lo que creía. Te propongo un trato: mantén las manos quietas y suelta ese cacharro y dejaré que te vayas con la niña… Pero estruja esa cosa un centímetro más… —volvió a apuntarme en la cabeza— y te juro que por el precipicio rodarás.
Parecía un buen trato, salvo por el hecho de que era mentira. Sólo un necio se fiaría de aquel hombre. Aunque por un momento también pensé que había que estar muy mal de la chaveta para hacer lo que yo estaba a punto de hacer.
—Piénsalo bien, no seas idiota… Seréis libres de largaros tan lejos como queráis.
—¿Me das tu palabra? —opté por preguntar.
Antares sonrió con falsedad.
—Por supuesto. Y ahora suelta eso, venga… —insistió, aparentando estar tranquilo. Pero no lo estaba, ninguno de los dos lo estábamos.
Daba la sensación de que el mundo se había detenido mientras nos vigilábamos estrechamente, sin apartarnos los ojos de encima el uno del otro, atentos a la menor variación que reflejaran nuestros cuerpos tensos. Las cartas del juego ya estaban repartidas. Sólo tenía que jugarlas o guardarlas, así que conté mentalmente hasta tres antes de tomar una decisión definitiva.
Uno… Dos… ¡Tres!
Accioné la bengala.
Él disparó su arma.
La bestia rugió en la lejanía…