Me gustaría hablares del momento más crítico de mi vida…
El sol empezaba a caer. Sus halos de luz otoñales entraban por las ranuras de las empalizadas y los cristales de los ventanales del centro comercial de la Vila como varas radiantes que fingen transportar una visión de esperanza. Pero no había lugar para ella. Ya no.
Contando aquella tarde, llevábamos tres meses y nueve días enclaustrados en ese lugar. Un lugar que en principio era esclavo de la decadencia y que terminó siéndolo de la más injusta miseria. Los víveres del supermercado se habían reducido drásticamente y los que aún quedaban sobre los estantes no eran más que amasijos pestilentes de comida putrefacta. Ése no era el único problema; los generadores de energía del centro hacía mucho que habían dejado de funcionar. Ya no teníamos electricidad, y los congeladores se habían convertido en cámaras tan espaciosas como inservibles. En definitiva, habíamos vuelto a la Edad Media.
Cuando el suministro de agua se cortó, nos las apañamos con las reservas embotelladas. Cuando éstas también se agotaron, la gente empezó a enfermar por la falta de higiene. Imaginaos a veintiséis personas comiendo, durmiendo, fornicando, defecando y meando todos juntos en el centro comercial más pequeño y enclaustrado del mundo. Os aseguro que llega un momento en que el olor nauseabundo de las calles se antoja una suave brisa de primavera en comparación con el hedor estancado de aquel inmueble cerrado.
La desesperación más delirante no tardó en hacer mella entre la mayoría de mis compañeros. Su falta de voluntad, consumida ésta como un cadáver prehistórico, fue haciendo estragos en sus defensas hasta que, uno a uno, empezaron a caer en las garras de una muerte agónica. A menudo deseé propinarle un revés a la inmoralidad de aquellas circunstancias, materializarla como un objeto físico en el que desfogar mi rencor. Habíamos luchado tanto por salir delante…
Incluso el cariño y afecto que llegamos a tomarnos los unos a los otros fue desvaneciéndose como susurros en el viento como consecuencia de la más absoluta degradación humana.
Ésa, la tarde en la que se demostró que todo tiene un final, empezó como una tarde cualquiera. Únicamente quedábamos nueve de nosotros, y las razones por las que ya no efectuábamos incursiones al exterior se contaban por miles, tantas como brazos aporreaban las barricadas del centro desde hada ya varias semanas.
¿Qué puedo decir? Desde un principio lo sabíamos; nos lo callábamos por una especie de acuerdo tácito, pero creo que todos nosotros éramos conscientes de que tan sólo era cuestión de tiempo. Era obvio que la gran masa acabaría descubriendo nuestro refugio, nuestros llantos, nuestro hedor…
Más que la inanición, la falta de sueño o el aire viciado, fue el sonido paciente y constante de nuestros depredadores, golpeando y arañando las puertas y paredes, lo que a punto estuvo de volvernos locos a todos, si es que no lo consiguió en algún caso.
Ginés, uno de los tipos más duros que he conocido nunca y merecedor de ser catalogado como amigo, siempre me decía que le recordaba al sonido de las obras que efectuaban al lado de su antigua casa. Contaba que se le metía en la cabeza y que, a menudo, tenía que salir y despejarse dando un paseo por la playa porque le producía unas terribles jaquecas, con la diferencia de que aquél no era el alboroto de unas obras que duran un tiempo determinado y de que, evidentemente, la idea de evadirse por la playa era totalmente impracticable.
Era un tipo listo y bien educado, tanto como leal y honrado. Había trabajado durante muchos años como informático para una empresa farmacéutica, y, como siempre hacía gala de cierta ironía, acostumbraba a formular agudos chistes al respecto.
—Mi empresa fue la culpable de todo esto. Te lo digo en serio, tío. Mi jefe era un maldito cabronazo pagano de esos que hacen época —solía bromear.
A decir verdad, a esas alturas, a nosotros nos importaba ya poco quién hubiera sido el culpable.
No podíamos salir, no podíamos respirar, el aire llegó a ser corrosivo y oprimía los pulmones, y tampoco podíamos alimentarnos. Solamente encomendarnos a una más que perceptible fatalidad. Y, en contra de lo que cualquiera desearía oír, eso es exactamente lo que ocurrió.
En una Barcelona ya perdida, sin un lugar a donde ir y con la muerte a las puertas, son muchas las cosas que pasan por la mente de un chaval que se ha visto obligado a vivir a marchas forzadas. Preguntas que acechan mientras estás sentado contra una pared cualquiera de la que hasta ahora ha sido tu guarida observando con impotencia cómo las tapias que fueron colocadas en su día a modo de defensa empiezan a astillarse y a ceder poco a poco bajo el peso de un ejército arrollador.
«¿Qué he hecho de bueno en este mundo?» O «¿cuál es el legado que alguien como yo podría dejar?» «¿Son veintitrés años suficientes para una vida…?»
Ginés era mayor que yo, pero en tan delicado momento también le surgieron sus dudas. Pudo elegir huir con el resto de supervivientes a la planta superior para esconderse en alguna tienda y alargar un poco más lo inevitable, pero prefirió sentarse conmigo y resistir codo con codo hasta el final.
—¿Qué crees que pasará cuando nos volvamos como ellos? —me preguntó con un brillo de temor en sus ojos. Desde hacía días, su cara siempre estaba manchada de hollín, y los huesos de su rostro delgado, profundamente marcados.
—Me temo que jamás lo averiguaremos —contesté volviendo mi atención a la barricada, que crujía y se desencajaba perseverante y con más brusquedad cada segundo que pasaba—. Nuestro ser, nuestra alma, todas nuestras virtudes y cualidades ya no existirán. No seremos nosotros los que ocupemos nuestros futuros cuerpos, sino algo muy distinto.
Ginés respiró hondo y exhaló aire pesadamente, negándose a aceptar del todo aquella verdad tan obvia.
—Yo creo que algo conservaremos. No puede ser que desaparezcamos sin más. Tiene que permanecer algo, joder.
—Mírales… —recalqué. Los primeros brazos agarrotados y gravemente dañados ya habían superado algunas de las maderas clavadas como refuerzo—. Matan sin temor, sin remordimientos. Están llenos de ira. Si te digo la verdad, no me preocupa que pueda quedar algo de lo que fuimos, sino que lo que quede sea precisamente lo peor de nosotros mismos.
Mi compañero reflexionó sobre aquella teoría momentáneamente y a continuación me dedicó una expresión llena de orgullo.
—¿Cómo se dice «amigo» en italiano?
—Amico.
—Pues has sido un buen amico, Erico Lombardo. —Se puso en pie y me tendió la mano—. No se lo pongamos demasiado fácil a esos hijos de puta, ¿te parece?
Acepté su invitación con una sonrisa agridulce.
—Me parece.
La noche ya avanzaba sobre la bóveda celeste cuando el portón principal cedió con un gran estruendo. Ginés y yo no dejamos de apuntalarlo con nuestros cuerpos hasta que ya no quedó nada que apuntalar. Fue un instante conmovedor aquel en que alcé la vista e intercambié una mirada con él por última vez. Ginés asintió con la cabeza como diciendo: «Nos veremos en el otro lado. Pero eso no iba a ocurrir jamás. Ginés se iría para siempre y yo me quedaría para ser testigo de ello.
Lo último que escuché como ser humano fueron nuestros gritos y alaridos resonando por encima de mi cabeza como palabras robadas por el vacío.
Gracias a un reloj que colgaba holgadamente de la muñeca de uno de mis acompañantes de celda sabía que habían transcurrido ya veintiuna horas desde el ultimátum de Antares. Durante ese tiempo tuve ocasión de urdir planes absurdos, de dejar mi mente en blanco y buscar cobijo en mis ya cada vez menos frecuentes trances. Incluso intenté enseñarles algo de civismo a mis estúpidos congéneres zombis, no sin sentirme ridículo al hacerlo, por supuesto, pero lo cierto es que experimenté el deber circunstancial de probarlo, aunque huelga decir que no sirvió para nada.
La mayoría de ese tiempo, no obstante, lo empleé en recordar. La situación que se cernía sobre mí se asemejaba demasiado a los acontecimientos que sufrí en mis últimos días de vida, cuando todo lo que me importaba quedaba sujeto a una agónica cuenta atrás, por lo que me fue inevitable acordarme del sabor de la aflicción.
De todas formas, me dije que mientras aún dispusiera de tiempo, todo iría bien. Aún podía dar con una solución apropiada que me llevara a la victoria. ¿Pero cuál? Lo malo es que el tiempo, como de costumbre, resultó ser un elemento sujeto a demasiadas variables. En este caso, de naturaleza temperamental.
Yo estaba sentado pensando en todo aquello cuando de repente escuché unos pasos enérgicos y decididos, pertenecientes a más de una persona, que se acercaban por el pasadizo de celdas en dirección a la mía. A los pocos segundos apareció Antares, enardecido y aparentemente disgustado. Sudaba a borbotones y tenía las vestiduras rasgadas y parcialmente chamuscadas. Su tez lucía oscurecida, y en general daba muestras de haberse expuesto a un baño de fuego superficial. El hombre de la cicatriz, junto con otro desconocido que llevaba el pelo rapado al cero, iba con él.
Al verlo, me levanté y me acerqué hasta la reja para que dejara de buscarme con su mirada histérica. Para nada me apetecía oír cómo chillaba mi nombre en ese estado.
—¿Ocurre algo? —pregunté, restándole importancia a su evidente enojo.
—Dímelo tú. Quiero que me muestres tus progresos. ¡Ahora!
—¿Ahora? —Me hice el sorprendido—. No han pasado los dos días. Aún no están listos.
—¡¿Que aún Apretó los dientes para evitar estallar por dentro—. No juegues conmigo, pútrido zombi. Q… qui… quiero a ese Arcángel de los cojones muerto. ¡Y los quiero a ellos! —Señaló con el dedo más allá de mis hombros—. ¡DÁMELOS!
Su grito resonó como un rugido poderoso, difundiéndose por las cavidades de la cueva.
No hacía falta que me explicase lo que había sucedido. Sus ansias por cazar al Arcángel gigante eran desmedidas. Estaba completamente obsesionado con ganar una batalla que seguramente mantenía desde hacía largo tiempo y que le había costado ya numerosos hombres y recursos.
«Jamás podrías vencerle ni con un millar de zombis —pensé—. A ése, no.» Sin embargo, debía tratar de seguir fingiendo y de evitar que se crispara aún más. Tras un breve silencio, le dije lo más serenamente que pude:
—Te pido paciencia. Como ya te he dicho, aún no están listos, pero pronto lo estarán… Me miró con ojos desprovistos de misericordia, mientras las venas de su cuello se inflaban como conductos saturados de cólera.
—Eso vamos a comprobarlo enseguida —pronunció con altivez, y se giró hacia el hombre de la cicatriz—. Tráeme a la niña.
Su secuaz pareció dudar un segundo.
—Entre nosotros, jefe… no creo que eso…
Sin dejar que terminara la frase, Antares lo agarró con firmeza por las solapas y lo sacudió vigorosamente.
—¡Oye, cabeza de colador! Lo único que va a quedar entre nosotros como no me traigas ahora mismo a esa condenada cría va a ser la puñalada que gustosamente te asestaré. ¡¿He sido claro?!
—Sí, señor.
Entonces lo soltó, no de forma delicada, precisamente. Antes de desaparecer por el pasillo en busca de Paula, el hombre de la cicatriz me dedicó una mirada ofendida, a medio camino entre el desprecio y la compasión.
A medida que Antares se sosegaba, su semblante iba transformándose en algo parecido al rostro de un muñeco de juguete, con una sonrisa inexpresiva y aterradora dibujándose de medio lado. Bola de billar, el otro de sus sicarios, parecía una sombra silenciosa posando detrás de él.
—Escúchame, la niña no tiene nada que ver con todo este asunto. No la involucres, ¿me oyes? —le dije, agarrando con fuerza los barrotes de la celda.
Su actitud perturbada denotaba una soberbia absoluta, y, sin contestarme, se limitó a mirarme de esa forma tan escalofriante y particular.
—¡Antares! ¡No la metas en esto! —repetí, a la vez que forcejeaba con la reja en un absurdo intento por salir de ahí dentro.
No sólo siguió sin atender a mis súplicas, sino que, en vez de eso, se deleitó observando mi angustia durante un buen rato.
—Necesito a mis zombis obedientes… —dijo al fin, en un tono frío— y he llegado a la conclusión de que para eso debemos colaborar más. Por eso voy a darte un pequeño incentivo; veamos cómo te las arreglas cuando la meta ahí dentro contigo.
Sentí que lo que quedaba de mi alma estaba a punto de romper mi caja torácica y abandonar galopando mi cuerpo.
—¡Ni se te ocurra, maldito maníaco! —Alargué mi brazo en vano. Quería apresarle, estrangularle. Volví a sacudir los barrotes sin ningún éxito. «Era inútil», me desesperé. Aquel loco ya me había demostrado en más de una ocasión que siempre hablaba en serio, y un sentimiento profundo de rabia e impotencia se apoderó completamente de mí. No podía soportar la idea de perderla, no a ella, no de aquella forma. Si la metía ahí dentro, no sería capaz de protegerla. Había demasiados zombis, que además ya hacía rato que andaban revolucionados a mis espaldas.
—Dame más tiempo —imploré exasperado.
—Por supuesto —contestó, y se llevó una mano a su reloj de pulsera—. Te queda aproximadamente un minuto hasta que llegue.
—Te advierto que si le pasa algo no pienso ayudarte. Jamás! Y podrás ir olvidándote de tu querido ejército de muertos.
—Claro que lo harás —repuso con parsimonia—. En cuanto veas lo que le hacen, no tendrás más remedio.
En esos momentos oí gritar a Paula desde una distancia no muy lejana.
—¡Suéltame, bruto! ¡Me estás haciendo daño! —exclamó.
Antares y Bola de billar giraron sus cabezas en la dirección en que se difundía la voz.
—Perfecto —señaló—. La invitada ya está aquí; comprobemos cuánto afecto le profesas. «¡No, no, no, no…!» Miré a mi alrededor presa de la inquietud: los zombis se amontonaban por toda la superficie de la reja como granos de arena en el fondo de un colador, gruñendo salvajemente ante tanta presencia humana.
Cuando Paula apareció en escena, arrastrada por la mano del hombre de la cicatriz, y me vio, se le iluminó el rostro e hizo un instintivo intento por zafarse y venir a abrazarme.
—¡Erico!
—¡No te acerques! —le grité, aunque no hizo falta. Su captor la sujetaba por el brazo con fuerza suficiente.
Paula siguió afanándose por soltarse mientras se le resbalaban generosos lagrimones mejilla abajo. Más que por sus heridas mal curadas, su aspecto desnutrido y sucio y el maltrato que estaba recibiendo, supe que la causa de su llanto y su pena era verme a mí en aquellas condiciones, enjaulado como un animal cazado. Parecía que por dentro su corazón se estuviera rompiendo en mil fragmentos.
—¡Erico, Erico! Erico… —Su voz terminó en afonía.
Quise decirle que todo iba a salir bien, que no le pasaría nada, pero no me salían las palabras. El miedo más atroz e incontrolable se adueñó de mí al presenciar con impotencia cómo Antares le cruzaba la cara con un fortísimo revés de la mano extendida.
—¡Cállate, mocosa!
Paula, con los ojos en blanco, quedó medio inconsciente por el golpe, lo que la hizo flaquear y abandonar el forcejeo. Una abultada flor rojiza brotó al instante en su mejilla magullada.
Sé que grité, y también que, aunque no lo sintiera, me disloqué el hombro derecho al empotrado contra los hierros para alargar mi brazo y tratar de llegar hasta ella, una y otra vez. Todas mis embestidas y chillidos se ahogaron en un frenesí desesperado.
Antares le colocó entonces la argolla de esclavo alrededor de su delicado cuello y, empujándola con la vara que la unía, encajó su pequeño cuerpo entre los barrotes exteriores de la puerta. Al verlo, los zombis que había en la celda se lanzaron a por ella con apetito depredador.
—¿¡Es éste tu reino, Erico!? —vociferó, exhibiendo una mueca sádica—. ¡Demuéstramelo! No pude evitar soltar un alarido irracional al tiempo que, por puro instinto, arremetía con todas mis fuerzas contra el tumulto que se formaba por detrás de Paula. Sin aliento, empecé a dar manotazos y empujones urgentes para abrirme camino hasta su posición. Un par de zombis ya se habían colocado de rodillas, frente al umbral, con la intención de devorarla entera. Sus rostros cianóticos refulgían excitados, y sus bocas, frenadas parcialmente por los hierros, chasqueaban en el aire, hambrientas, mientras le arañaban con sus andrajosas manos la cara y las vestiduras. Uno de ellos llegó a morderle su melena rubia, arrancándole de cuajo varios mechones de pelo ensangrentado. En esos momentos, Paula volvió en sí y empezó a chillar de dolor, al tiempo que yo conseguía penetrar en la marea de muertos y embestía con todo mi cuerpo contra su atacante, que aún masticaba fibras de cabello tan concentradamente como lo haría una estúpida vaca con su ración de forraje. El zombi se tambaleó bruscamente y cayó de espaldas al suelo para ser pisoteado al instante por el flujo incesante de pies podridos. Pude rescatarla del primero, pero no llegué a tiempo para librarla del siguiente. Justo cuando me giré para seguir plantando batalla, mi vista se topó con otro de los zombis, que había conseguido sujetarle la mano y, abriendo sus fauces, le hincaba los dientes en el antebrazo con dolorosa facilidad. Paula emitió un llanto agudo, tan tormentoso para mí como para ella.
—¡¡¡NO!!! —bramé desgañitado.
Sentí que me iba a volver loco.
El detonante de que sacara a la luz mi lado más feroz y primitivo fue la aparición de un viejo conocido entre aquel corro de cadáveres. De pie, observándome imperturbable, estaba Erik, el fantasma de mi conciencia. Ya me había olvidado de él, pero ahí estaba de nuevo, mezclándose con aquellas figuras homicidas, recordándome con su simple presencia y su elegante arrogancia el destino que me esperaba, lo que contribuyó a aumentar mi ira.
—¡Déjame en paz! —grité encolerizado, desencajado. Me llevé las manos a la cabeza, tirándome de los pelos—. Dejadla en paz!
Algo parecido a un terrible dolor punzante derribó los cimientos de mi entereza, y sólo encontré cierto desahogo al golpear el suelo con fuerza. Casi podría asegurar que durante los siguientes minutos no era yo quien controlaba mi cuerpo, sino un ser completamente distinto, mucho más oscuro y visceral.
Como una fiera furibunda, me lancé al cuello del zombi que había lastimado a Paula. Mis ojos se inyectaron en sangre al arrancarle la yugular de cuajo con un despiadado mordisco. Su cabeza, que pendió hacia atrás al retirar yo la mía, quedó sujeta únicamente por unos cuantos hilos viscosos y orgánicos. Murió instantáneamente. Acto seguido, me alcé gruñendo como una fiera incontrolable. Aquellos zombis que se encontraban más cerca de mí sufrieron en sus rostros la furia de mis zarpazos. Mis uñas, que sobresalían tímidamente por los desgarrones chamuscados de mi guante, eran cuchillos para sus pieles endebles; mis mordiscos, martillazos para sus huesos ajados. Jamás habría imaginado poder extraer tanta cólera de mi personalidad más bien pacífica. Sin duda un arma de doble filo, pues eso sólo podía significar que me encontraba muy cerca de perder la batalla contra la infamia que iba ganando terreno en mi interior. Después de todo, no debía olvidar que mi tiempo también se consumía.
Tras varias escaramuzas agotadoras, el ímpetu de los zombis pareció apaciguarse cuando ejecuté un rápido movimiento y agarré por la cabellera a uno de ellos que había conseguido eludir mi defensa e intentaba terminar lo que el ahora descabezado cadáver había empezado. Tiré de su masa corporal en un arrebato violento, arrancándole fácilmente parte del cuero cabelludo mientras le hacía retroceder. La descamación dejó a la vista una porción de su amarillento cráneo consumido. El podrido, en vez de contraatacar, se colocó de cuclillas y reculó como un perro apaleado hasta desaparecer entre las sombras de la celda. Para mi sorpresa, los demás, que aún me rodeaban intentando llegar hasta Paula, dudaron unos instantes antes de acometer de nuevo, y, justo cuando iban a hacerlo —algo que sin duda habría resultado fatal para ella y para mí—, escuché unos aplausos a mis espaldas, lo que, en apariencia, les impelió a detenerse definitivamente. Al girarme conmocionado preguntándome el porqué de su repentina pausa, vi cómo Antares me miraba con un atisbe de impudicia en sus ojos.
—¡Bravo! —masculló.
Paula ya no estaba junto a los barrotes. El hombre de la cicatriz le estaba quitando el anillo del cuello y al terminar la alzó para sostenerla en brazos. Sangraba copiosamente por todo su antebrazo y deliraba sumida en estado de shock.
Me alivió un poco comprobar que estaba fuera del alcance de los depredadores, pero mi ira no desapareció. Lo que aquel psicópata le había hecho era imperdonable.
Me pegué de nuevo a la reja.
—¡Te mataré, lo juro!
Antares me miró mostrando una satisfacción cruel. Detrás de él, vi cómo la figura de Erik se alejaba difuminándose entre la roca maciza hasta que se desvaneció por completo.
«Maldita sea, había logrado desterrarle… y tú, cerdo, has hecho que regrese.»
—Me has regalado un interesante espectáculo… muy entretenido, ya lo creo. Felicidades, has ganado un poco más de tiempo. —Hizo un ademán con la mano y los tres hombres empezaron a desfilar hacia las profundidades de la gruta llevándose a Paula—. Tienes hasta el amanecer para mostrarme lo que realmente eres capaz de hacer; de lo contrario, entenderé que ni tú ni ella me servís para nada —concluyó mientras se iban.
Tras verlos partir, me quedé un buen rato en aquella silenciosa posición, a solas con mi orgullo herido, intentando de paso recobrar mi calma habitual. Me costaba creer que hubiera sido capaz de protagonizar semejante escena de barbarie con mis propias manos. Le eché un vistazo a mis guantes: aún pendían colgajos de carne y coágulos de sangre reseca.
¿De cuánto tiempo disponía aún antes de volverme como ellos? ¿Un día, una semana, una hora…? Imposible saberlo. Mientras buscaba el veredicto, recordé las palabras de Anette: «Con el tiempo, estos procesos ilusorios en los dos chimpancés se manifestaron con más frecuencia, hasta que terminaron volviéndose exactamente como los demás. Su violencia y su hambre crecieron gradualmente, perdieron completamente la razón y al final también tuvieron que ser sacrificados».
Hundí la cabeza entre los barrotes y resoplé disgustado.
—Lo que faltaba…
Los muertos vivientes de la celda volvieron a sus menesteres como si allí no hubiese ocurrido nada, como si no hubiesen estado a punto de segar la vida más valiosa del planeta apenas unos minutos antes.
Me escuché a mí mismo diciendo que estaba perdido, y nuevamente tuve esa horrible sensación de haber quemado mi último cartucho. No obstante, fue un crujido metódico, discreto y de sobra —en aquellos últimos días— conocido el que me devolvió un indicio de esperanza y me incitó a urdir en mi cabeza el plan definitivo que iba a sacarnos a Paula y a mí de aquella apestosa cueva.
En un arrebato de inspiración, me volví buscando con la vista el camuflado ruido entre la penumbra, que resultaba cada vez más audible si conseguía concentrarme: clack, clack, clack.
Ahí estaba, era el chasquido de la pistola vacía con la que jugaba espasmódicamente el ex mercenario del calabozo. Por su aspecto parecía una glock 9 mm, idéntica a la que había visto usar a Anette en alguna ocasión.
Necesitaba comprobarlo. Sin pensármelo dos veces, me dirigí al zombi y me agencié su arma de un tirón.
—¡Trae!
El pobre diablo refunfuñó con su aliento fétido durante un segundo. De su boca abierta cayó saliva ennegrecida, pero a continuación siguió andando por la cámara como un espectro desorientado.
Me acerqué al portón de nuevo y alcé el arma para estudiarla bajo la luz amarillenta del pasillo.
«Sí, es exactamente el mismo modelo que desmontó Anette a las puertas de la catedral de Barcelona…»
Me aferré a la idea de que mientras aún conservara mi cordura, todo era posible. Una sonrisa perversa se dibujó en mi rostro.
—¿Quieres ver de lo que soy capaz? —mascullé—. Yo te mostraré de qué soy capaz, sádico cabrón.
Aún quedaban dos horas para la hora mágica, las cuatro y veinticuatro minutos de la madrugada, tiempo suficiente para llevar a cabo mi objetivo. Y esta vez no me quedaría sentado viendo cómo el enemigo destrozaba mi barricada.