Durante el tiempo que me mantuvieron encerrado, traté de imaginar las historias que se esconderían tras cada uno de esos caminantes que deambulaban sin alma por el patio trasero del purgatorio —como se me antojó llamarlo—. Después de un minucioso estudio, arrinconado entre las sombras más recónditas de aquella tibia celda, comprendí que nadie habitaba en el interior de sus cuerpos autómatas. Su mirada carecía de vitalidad y rebosaba tormento. Y lo que en un principio me había parecido una calurosa bienvenida terminó siendo una fría compañía. En el transcurso del tiempo, observé cómo algunos se dedicaban a contemplar un punto fijo con ceñudo desinterés, emitiendo un ronroneo gutural mientras se balanceaban metódicamente. Otros tantos no dejaban de moverse en círculos, y de vez en cuando giraban sus cabezas, nerviosos, buscando los ruidos espontáneos que atronaban desde cualquier punto indefinido. Había uno, incluso, que llevaba una pistola sujeta en sus manos. Vestía de forma muy similar a la de los hombres que me habían capturado —imagino que habría sido uno de ellos en vida— y apretaba incesantemente el gatillo de su arma vacía mientras andaba torpemente, produciendo un chasquido constante pero casi imperceptible.
Por lo demás, nada destacable.
Las horas fueron fundiéndose con los días. Me era imposible adivinar si sobre el firmamento se estaría alzando el sol o la luna. Y mientras yo permanecía a la espera, llegué a cuestionarme si todavía conservaba aquel remanente humano que había creído poseer hasta la fecha.
No irradiaba alegría por estar rodeado de los de mi especie, aunque, a decir verdad, tampoco sentí incomodidad. Su presencia era un silencio tan apacible como trágico, y yo me zambullí en él mientras esperaba.
«¿Pero esperar a qué?»
Mi único vínculo con mi pasado, con el hombre que fui, ya sólo existía en mis recuerdos. Si cerraba los ojos, podía seguir viéndola: herida y abandonada en la pendiente de una montaña cuajada de vegetación. Paula, el Ángel Salvador, la niña que había rescatado mi conciencia de las profundidades de mi cinismo y despertado sentimientos olvidados… ya no estaba. Hasta el momento, su carga había sido la mía, y ahora que ya no la sentía sobre los hombros, reconozco que experimenté sensaciones próximas a la nostalgia.
«Entonces… ¿esperar a qué?»
Una pregunta tan frecuente en mi enigmático cautiverio como difícil de contestar.
Por alguna razón me mantenían preso e ileso, sin ningún agujero que exhibir entre ceja y ceja. Lo mismo podía decirse de todos los muertos vivientes que habitaban en las celdas colindantes. «Ese condenado Antares… dijo que tenía planes para mí.»
Traté de imaginar qué demonios tramaría, pero cuanto más lo hacía, menos me gustaba. Desde que me encarcelaron, no había vuelto a verlo. Quizás ya había transcurrido una semana y las únicas señales de actividad en los pasillos de aquella laberíntica gruta —aparte de las vespertinas sesiones con Madonna— era el incesante vaivén del vigilante.
Al final, fue él, el señor de la cueva, el ilustre del habla en verso, quien pareció echarme de menos a mí.
Tras varias jornadas de ausencia, el hombre de la cicatriz apareció por el hueco de los barrotes y se plantó ante ellos manteniendo una prudente distancia de seguridad. Al verlo, los muertos vivientes se alteraron y empezaron a aullar como perros hambrientos.
Él estudió con mirada desafiante el sombrío interior, indiferente a los alaridos que ansiaban su carne, y, al no dar conmigo, simplemente alzó la voz:
—Acércate. Quiere verte.
No obedecí en el acto. Quizás tardé en hacerlo unos instantes más de lo que aquel gorila habría deseado. Yo también buscaba tener una charla con Antares, por supuesto, aunque sólo fuera para salir de dudas, pero cabrear a su perro me divertía sobremanera.
—¡Oye, tú, monstruo! —vociferó—. ¡No tengo todo el día!
«Tú sigue llamándome así, que de momento no como carne, pero contigo tal vez haga una excepción.» Le lancé este aviso mudo mientras la luz del pasillo iluminaba la mitad de mi silueta con forme avanzaba pausadamente.
El hombre de la cicatriz dibujó una sonrisa de medio lado al verme, pero no dijo nada, únicamente sacó unas esposas de acero de uno de sus bolsillos, las dejó caer en el polvoriento suelo y, con el pie, las pateó por debajo de la ranura de la puerta.
—Póntelas —ordenó.
Con desafiante lentitud, hice lo que me pedía, pero, en vez de molestarse, aquel bruto pareció regocijarse mientras yo cumplía su petición, puesto que en ningún momento borró esa pérfida sonrisa de su cara. Casi podría asegurar que yo era el primer zombi al que veía obedecer órdenes, y eso, sin duda, cumplía sus malvadas expectativas morbosas.
—Acércate más, vamos…
Muchos de los zombis se amontonaban sobre los hierros, con los brazos extendidos en su intento desafortunado por alcanzar el desayuno. Aparté a un par de ellos, que se tambalearon sólidamente, como cuando intentas contener a un borracho en medio de una pelea, para colocarme justo enfrente de la puerta.
—Buen perro —dijo a continuación, y se llevó una mano a la cintura, donde tenía su transmisor de ultrasonidos—. Voy a usar esto… Propongo que te pongas de rodillas, así evitarás caerte al suelo y yo no tendré que hacer demasiados esfuerzos para sacarte, ¿estamos?
—¿Por casualidad tengo otra opción?
Él paseó la vista por la milicia de muertos que me rodeaba e hizo un gesto elocuente.
—No… Yo diría que no.
Lo que sucedió justo después ya os lo podréis imaginar.
Minutos más tarde estaba siendo arrastrado nuevamente por aquella gruta, tan confusa como la recordaba y no tan iluminada como me gustaría. Aun así, aproveché esa nueva oportunidad para intentar asimilar al máximo los detalles que conformaban su estructura original.
Impensable de otra forma, el hombre de la cicatriz tiraba de mí con vehemencia. No como un domador de camellos, sino más bien como el amo impaciente de un can viejo y fatigado. El hecho de prestar atención a sus vigorosas manos ejerciendo su irrefutable autoridad me reveló un descubrimiento que desembocaría en una conclusión sumamente útil. Su muñeca portaba un reloj digital de esos que reflejan los números como los indicadores de turnos en una carnicería. Centré en él mi mirada, lo justo para descubrir que eran las cuatro y veinticuatro minutos de la madrugada.
«Buena hora para sacarme de paseo, la hora en la que los niños duermen y en que esos niños convertidos en soldados mercenarios no verán en el recibidor de su casa al monstruo que podría robarles el sueño.»
Tal vez eso es lo que querría Antares: que nadie intuyera los planes que tan celosamente guardaba en aquella sesera psicótica. Impedir que los suyos fisgoneasen y se hiciesen demasiadas preguntas al verme deambulando en las inmediaciones, o, quizás, evitarles una reacción instintiva, violenta y evidentemente equivocada. Fuera como fuese, aquélla era la hora mágica, reflexioné, las cuatro y veinticuatro minutos de la madrugada, cuando todo el mundo se abandonaba al reposo exquisito y ningún espíritu erraba por los fúnebres pasadizos de la cueva… ninguno excepto el mío y el de la mascota peluda que me guiaba, claro está. Pero, aparte del ruido que emitían nuestras solitarias pisadas, que resonaban al perderse entre las bifurcaciones y las bóvedas rocosas, silencio.
Antes de adentramos por el pasillo que llevaba hasta la cámara-almacén de Antares, tuve tiempo de fijarme con más detenimiento en aquella especie de escalera situada bajo la gran cúpula con estalactitas. Esta vez no se difundía ninguna luz desde su hueco superior, o la misma que era capaz de irradiar la noche más oscura. No me quedó otra que empezar a tomarme en serio la idea de que aquel ascenso debía de desembocar en algún punto que conectaba con el exterior.
—¿Qué estás mirando? —me reprochó el tipo con malos humos.
Luego volvió su vista al frente, como si en realidad no le importara mi respuesta.
—Creo que tenéis una casa preciosa. Poco soleada, pero tiene su encanto.
Él se limitó a lanzar un bufido indiferente.
Tras cruzar de punta a punta el pasadizo de las luces de navidad, Antares nos esperaba en su cámara, sentado en una mesa improvisada de madera que no apoyaba debidamente sus cuatro extremidades sobre el suelo irregular. A sus espaldas quedaba el panel de control donde había descubierto días atrás el diario de Anette. En su mano derecha sostenía una copa de vino tinto como si fuera un sibarita. Su mirada, siempre fría e impersonal, se perdía en algún punto de aquel pequeño mar rojizo y castaño.
—Señor —anunció prudentemente el hombre de la cicatriz.
Antares alzó una mano y siseó entre dientes indicando que se callara. Era como si buscara en el interior de aquella copa la solución a un importante rompecabezas.
No tardó en instalarse en el ambiente un silencio incómodo, que danzaba burlonamente entre el centinela y yo.
Al cabo de un rato, Antares por fin habló:
—¿Sabes qué estoy haciendo, Erico?
Sonó más bien a una pregunta retórica, por lo que simplemente esperé a que respondiera.
—Disfruto de la sensación de estar seco.
Se quedó mirando la copa un instante más y la dejó sobre la mesa. Tras ese gesto, recibí toda su atención.
—Sin duda me bebería ese vino ahora mismo. La sed que raspa mi garganta es digna del más caudaloso bautismo, pero trato de impedir semejante impulso primitivo, y te diré el motivo. Durante años he imaginado un mundo donde no tengamos que hacerlo más. Reprimir nuestros deseos, vivir condicionados por todo aquello que acecha y destruye. Me refiero a las leyes, Erico. Al gobierno. Al orden. Hay quien juzgará lo ocurrido como el más absoluto desastre. Yo digo… ésta es la más elocuente verdad. Así es como somos en realidad. Por eso no bebo ese sorbo preciado, para poder despedirme de tal sensación de desagrado, pues pronto seremos nosotros los que tomemos los frutos de la tierra, cabalguemos con monturas rudimentarias, cruzando las selvas que cubrirán de un extremo a otro las antiguas ciudades, y escalemos las hiedras de los edificios en ruinas para conseguir pedacitos de una civilización abolida. Ahí es hacia donde irremediablemente nos dirigimos, y sólo los elegidos pueden emprender ese camino. —Entrecruzó sus dedos en alto, apoyando los codos sobre la mesa—. Y tú eres uno de ellos. ¿Por qué no te sientas? —comentó, extendiendo el dedo índice hacia la silla vacía que quedaba enfrente de él.
Siempre me he creído un tipo de recursos y con un mínimo de capacidad cognitiva, pero os juro que no entendí ni una palabra de toda aquella verborrea —o tal vez no le presté la atención que debía—. No obstante, disimulé. Creí que lo mejor era hacerme el duro, así que le miré directamente a sus felinos ojos, no con la misma intensidad que él a mí, pero sí con cierta hostilidad.
—No seas maleducado —reprochó, en un tono que no sonó para nada amistoso—. Yo contengo mis ganas de beberme este vino. Por favor, contén tú las tuyas de saltar por encima de esta mesa y arrancarme la yugular a mordiscos. De momento, no es tu sino.
Mientras me sentaba, aún sin haberme pronunciado, Antares pegó su cuerpo al borde de la madera.
—He leído ese diario y sé que para ti también es dura la abstinencia. Comprendo que no quieras alimentarte de humanos… todavía. Míralo de esta forma si lo deseas: es un signo de compañerismo.
—Salvo por el hecho de que tú y yo no somos compañeros de nada —objeté.
—Te equivocas, me temo. Cuando todo empiece, querrás estar en el bando ganador, ¿verdad?
—¿Qué bando? Yo no pertenezco a ningún bando. Voy por mi cuenta. Me va mejor solo. No me gusta la gente, no me gustan los zombis, no me gustas tú.
Antares respiró hondo por la nariz, hinchando el pecho, y dejó escapar el aire tan lentamente que pareció un suspiro espectral. Tras unos segundos, continuó hablando.
—¿Y qué me dices de esa niña que te acompaña a todas partes? ¿Paula se llama? «¡Basta de tonterías!»
Cualquier conducta socarrona desapareció ante esa coyuntura. Entonces fui yo el que se echó para adelante. Por un momento sentí una mano agarrotada oprimiéndome la garganta, pero no era más que la argolla que tenía anclada a mi cuello. El hombre de la cicatriz tiraba de mí, reteniéndome como si fuera una fiera a punto de atacar.
—Como le hayáis hecho algo…
—Ahh… —masculló—. Así que después de todo sí que atiendes a razones.
—¡Dónde está! —exigí saber.
El estrangulamiento hizo sonar mi voz más ronca de lo normal.
—Tranquilo, todo a su debido tiempo. Además, estoy seguro de que ahora te mostrarás más… receptivo, y ésa es una circunstancia que pienso aprovechar.
Durante unos instantes hice caso omiso de la opresión del acero contra mi garganta y continué desafiándole y mostrándole al mismo tiempo mi ausencia de dolor. Pude comprobar que Antares intentaba disimular su excitación al verlo. El muy cabrón sabía que había dado con la única llaga que podía dolerme.
Pasó casi un minuto sin que ninguno de los dos depusiera su actitud hostil, pero después decidí que lo mejor era aplacarme y escuchar lo que tenía que decir, por lo que traté de apaciguar mi impaciencia. Con amargura colegí que, por el momento, no estaba en disposición de seguir enfrentándome.
—Te escucho… —musité resignado.
Él asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho por mi decisión. Entonces comenzó a morderse el labio inferior, pensativo. Luego pasó a describirme la situación.
—Seré claro y conciso. Por si no te has dado cuenta, la guerra tan sólo acaba de empezar. No una guerra por un kilómetro más de tierra, sino una mucho más personal, ligada a la más absoluta y primitiva supervivencia. De aquí a un año, las aves surcarán los cielos y, al echar la vista abajo, al que verán caminar por la vasta extensión de la tierra será al único vencedor de la discusión.
»He perdido a decenas de hombres ahí afuera —señaló con un dedo hacia atrás, a ningún punto en concreto—. Bestias como ese Arcángel que sigue libre me tocan los cojones no sabes de qué manera, y aún perderé a muchos más si no elimino al principal enemigo o, por el contrario, me uno a él.
Hacía días que mis temores habían empezado a tomar forma, brotando desde mis entrañas como columnas de vapor viciado que mostraban tras de sí la silueta opaca de una quimera, deforme y siniestra, saludando a contraluz. Esa quimera estaba a punto de hacerse completamente visible. Así me sentía.
—Sabemos muchas cosas acerca de vuestra naturaleza, no hemos parado quietos. Los ultrasonidos os aturden, las máscaras de cera os confunden. Incluso nos hemos convertido en maestros a la hora de ocultar nuestro rastro. Pero aún quedan tantos aspectos por descubrir, tantas facetas por definir… Y ese diario me ha abierto los ojos.
Su rostro adquirió una expresión sombría.
—… Quiero un ejército, y tú me lo vas a proporcionar —sentenció tajante.
En efecto, la quimera acababa de salir a la luz.
—Eso es imposible.
—No, no lo es. Tú puedes ser mi nexo de unión con los muertos vivientes. Estoy convencido de que tienes un don, una estrella a seguir, una razón para existir. ¿Por qué si no te alzaste de nuevo con el poder de la inmortalidad y el ego? Tu destino te hará elevarte y capitanear a las hordas de caminantes procedentes de todas partes. Se contarán por centenares, ¡por miles! Te enorgullecerás cuando desde tu pedestal los mires. Eres un rey, Erico… el rey de los condenados. —Alzó un puño, apretándolo tan fuerte que sus nudillos se tornaron blancos—. ¿No lo entiendes? Imagina las cosas que podríamos lograr juntos, tú y yo. Tuyos serían los éxodos, míos los métodos. Forjaríamos una alianza sin igual entre los muertos y los vivos. Sin Arcángeles, sin gobierno, sin nadie que se atreviera a interponerse en nuestro camino.
A pesar de mi recelo, tuve que contener un espasmo de risa al imaginar por un momento que lo próximo que diría sería: «Erico, ¡yo soy tu padre!». Pero gracias a Dios no se dio el caso.
—Me parece que eres tú quien no lo entiende… Antares —pronuncié su nombre con desdén—. Jamás conseguiría siquiera que miraran hacia donde tirara una piedra. No piensan, no razonan, no son más que cuerpos vacíos.
—Entonces deberás hallar el modo de llenarlos.
Negué con la cabeza.
—Has perdido el juicio… ¿Crees que durante todos mis meses de exilio no lo he intentado cien veces, por lo menos? Lo que pides es inviable, y, aunque fuera posible… soy un zombi, por el amor de Dios, no un genocida. Jamás participaría en ese delirio tuyo.
Dio un golpe sobre la mesa. Por primera vez le vi abandonar su templanza.
—¡No! —gritó, propinando otro manotazo—. ¡NO, NO, NO, NO! —La copa de vino se balanceó y a punto estuvo de volcarse sobre el tablón— ¡n… no quieres escucharme! Eso es porque no te esfuerzas. Debes esforzarte más, querido, o de lo contrario alguien podría resultar herido.
De todas, ésas fueron las palabras más desagradables que oí de su boca. Quizás fue el modo de expresarlas. Si antes ya parecía un loco, ahora enseñaba su lado más perturbado. Yo me afané por seguir calmado. De otra forma habría sido capaz de cercenarme a mí mismo el cuello con la anilla y mordisquearle bruscamente la cara hasta que confesara lo que sabía sobre Paula. La tensión entre ambos oprimía el ambiente, pero él también trató de serenarse
—Está bien… —A continuación carraspeó y se pasó una mano por el pelo—. Está bien…
—Volvió a exhalar aire.
Luego sonrió como lo haría alguien que se ríe de sí mismo por haber cometido un acto ridículo.
—¿Ves lo que pasa? Me haces estallar, y yo no quiero, contigo no. Tenemos… —Hizo un ademán con la mano señalando al uno y al otro repetidamente—. Tenemos que intentar llevarnos mejor. Tal vez he empezado con mal pie. Sí… tal vez debería empezar otra vez. ¿Qué tal con un acertijo? ¿A que no adivinas cómo me ganaba la vida antes del Apocalipsis, hmm? —Dibujó una mueca sumamente repelente.
—A ver si lo acierto… ¿Profesor de guardería?
Antares soltó una escalofriante carcajada. Si su intención fue fingirla, lo hizo francamente bien.
—Eso ha tenido gracia, lo admito, mucha gracia. Imagínate a los niños jugando con botecitos de ácido sulfúrico, y luego a sus padres pidiéndome explicaciones de por qué sus hijos ya no parecen sus hijos.
Volvió a reírse al tiempo que daba otra palmada sobre la mesa.
—Joder, Erico! ¡Menudas ideas tienes, chico! —exclamó, y después prosiguió—: N… na… nada de eso… Verás, yo era mago, un ilusionista, un brujo… —Con las manos simuló una especie de ondas para enfatizar sus palabras—. Mi labor consistía en adivinar cosas, y también en hacer cambiar de opinión a la gente. Voy a hacerte una demostración. Te puedo asegurar que antes de que salgas de esta cámara, cuando te pregunte por última vez si con tu ayuda podré contar, será una respuesta afirmativa lo que me vas a dar.
Maldito arrogante, Estaba ganándose mi desprecio a pasos agigantados. Obviamente, tenía lo mismo de mago que yo de presidente del gobierno, pero parecía tan seguro de sí mismo que momentáneamente hasta me hizo dudar de si lo que proponía era factible.
—En mi opinión, mientes. Sólo lo dices para intimidarme, pero pierdes el tiempo. Yo no me intimido por nada. No puedo. Padezco una especie de apatía crónica que les pone las cosas muy difíciles a los tipos como tú. Adelante, pégame, quémame, achichárrame el cerebro con ese cacharro tuyo, pero siento decirte que jamás obtendrás una reacción por mi parte. ¿Lo definirías como una cualidad digna de un rey?
—¡Desde luego! Pero ¿quién ha hablado aquí de agresiones físicas, eh? Yo te quiero vivito y coleando, ¿o debería decir muerto y razonando? Sea como sea, te necesito tal y como eres.
—Achinó los ojos y habló más bajito, como si fuera a contarme un secreto importante—. Creo que ha llegado el momento de que prestes atención a las pantallas de televisión. Detrás de mí, futuro colaborador… Justo detrás de mí.
Se apartó un poco para que pudiera observar las dos pantallas verdosas junto al centro de mandos. Una de ellas mostraba una suerte de sala redonda y pequeña, donde aparecía un hombre, de pie, colgando por las muñecas, atadas a un gancho anclado al techo. Su cabeza se hundía en su pecho como si permaneciera inconsciente, pero no lo estaba del todo. Tenía el cuerpo hinchado y amoratado por los golpes, y en cierto momento, cuando alzó brevemente la cabeza por puro delirio, reconocí su inconfundible barba espesa. Era Sam, bastante cambiado pero era él, sin duda. Movía los párpados como si estuviera en trance y temblaba por la falta de riego sanguíneo. Su mandíbula parecía estar algo desencajada, como si se la hubieran roto de un martillazo.
—Pobre Sam… lleva así demasiados días. Prácticamente desde que le capturamos en ese recóndito puerto hace ya una semana. —Se mofó hundiendo la comisura de sus labios, fingiendo tristeza—. Tengo que confesar que arrancarle la mandíbula a la gente antes de que se conviertan es un pasatiempo de lo más placentero. Luego, puedes sentarte a observar el ansia que les impulsa a morder, y distraerte viendo que no tienen con qué. —Fingió un escalofrío de dolor—. Debe de estar padeciendo muchísimo, ¿no te parece? Creo que deberíamos liberarle.
—Hijo de… —murmuré, sin ser capaz de apartar la vista de la pantalla.
Se notaba que ni siquiera le habían alimentado, porque su aspecto evidenciaba una pérdida de peso considerable.
Entonces, Antares se levantó y se encaminó al panel de control, donde cogió un transmisor de radio portátil y se lo acercó a la boca.
—Suelta a los perros —ordenó mirándome fijamente, y chasqueó los dientes como si mordiera el aire—. Que coman.
Durante los primeros meses después de ser infectado, vi a muchos zombis devorando a sus víctimas humanas, fui testigo de asesinatos y de los más atroces actos de canibalismo, y todo sin inmutarme ni hacer nada por impedirlo. Únicamente observaba y me quedaba al margen mientras buscaba ese estímulo que me hiciera estallar al oír sus gritos, que me impulsara a compadecerlos y ayudarlos cuando agonizaban, pero no lo encontré nunca. Fui incapaz de sentir la más mínima lástima por aquellas personas, y eso, más que mis heridas y mi piel putrefacta, me hizo asumir dolorosamente la consecuencia más espeluznante de mi transformación.
Ahora todo era diferente. Las circunstancias habían cambiado. Yo había cambiado, había aprendido. Fueron una mujer y una niña las encargadas de conseguir que recordase el valor de los sentimientos humanos. Por eso, ver a Sam de aquella manera, siendo poco a poco rodeado por una decena de zombis que sólo cumplían su papel, mientras él profería sonidos ininteligibles y arremetía con patadas y sacudidas inútiles que exprimían el resto de sus fuerzas, me disgustó profundamente. A pesar de todo, había sido un buen hombre. Su único pecado había sido buscar un lugar mejor donde encajar en este mundo y compartirlo con los suyos. Por eso lamenté que tuviera que acabar de aquella forma, y también que no hubiese podido llevar a cabo su ansiada venganza.
El grupo de muertos vivientes lo apresó en un linchamiento desenfrenado y continuó arrancándole pedazos de carne y de piel durante un rato, hasta que éste ya no se movió más. Cuando, impelidos por otro estímulo que no quedaba registrado en pantalla, se retiraron, diversos surcos y manchas de sangre cubrían su figura como si se hubiese zambullido en un reguero escarlata. Su cabeza colgaba ahora hacia atrás en un ángulo antinatural.
—Por más que me lo pregunte, no entenderé cómo puede seguirte la gente —comenté asqueado.
—¿Sabes cómo? —Volvió andando hasta la mesa y se sentó de nuevo, recobrando su seriedad habitual tras la excitación que le había provocado ver cómo devoraban a Sam—. Porque, al fin y al cabo, todo lo que somos, todo lo que hacemos… sólo importa si seguimos respirando. Entrelazamos miradas.
—¿Y por eso tenías que matarlo? —protesté, procurando no perder los estribos. Él se encogió de hombros.
—Nada sucede sin un motivo. Ahora mismo tú estás procesando el contenido de nuestra conversación. Empiezas a entender que detrás de mi palabrería se esconde un hombre aterradoramente cruel, un hombre que va cien por cien en serio cuando afirma que sus ideales pasan por conquistar lo que queda de este mundo. Soy como un tren de alta velocidad: o alguien me detiene o arrollaré todo a mi paso hasta que me estrelle. Como zombi, piensas que no existe un procedimiento con el que pueda persuadirte. Tu cuerpo es insensible, tu mente, inconmovible. Pero eso es porque ignoras algo que hará cambiar las tornas, un elemento oculto en la ecuación.
Le hizo una seña con la cabeza al hombre de la cicatriz, al que oí alejarse a mis espaldas. Al poco rato apareció con un bulto del tamaño de una mochila. De hecho, era una mochila color caqui, la misma que dejé con Paula días atrás… Mi mochila. Antares la colocó pesadamente sobre la mesa y la acarició orgulloso mientras mi mente recibía otro duro golpe.
—En efecto, tenemos a la chiquilla, y no te mentiré: no estamos tratándola precisamente como a ti te gustaría.
—No seas estúpido. Si has leído ese diario, sabrás lo valiosa que es su vida.
Negó con el dedo.
—No para mí. Aunque mis planes no distan demasiado de los tuyos. ¿Quieres salvar lo que queda de la humanidad? Perfecto, yo también… —Se quedó callado un segundo—. Pero a mi manera. Por eso voy a darte dos días. Si en ese intervalo de tiempo no has demostrado ningún avance con tus compañeros de celda, las imágenes que acabas de presenciar parecerán una infantil película de Walt Disney en comparación con lo que le pienso hacer. Y Erico… —acercó su rostro al mío—, hablo muy en serio.
Ambos nos batimos en un último duelo enmudecido. Sus enfermizas motivaciones eran tan fuertes como las mías por escapar de ahí. Me urgía un plan, y pronto. Jamás podría conseguir lo que pedía. Era una majadería, la mayor de las utopías. Me reafirmé en la idea de que yo siempre había sido un ser único, un capricho alea torio de la naturaleza humana —o tal vez de la divina, ya no sabía qué pensar—. Pero, observando de cerca su locura y determinación, supe que no tenía otra alternativa que la de hacerle creer que cooperaría. Necesitaba ganar tiempo. Necesitaba volver a sentirme humano… Necesitaba a Paula.
Antares se recostó en su silla.
—Y ahora, llévatelo —le ordenó al hombre de la cicatriz.
Luego se tocó la sien con el dedo índice.
—Tengo una cita con mi querida musa de cabellos dorados.
Sin embargo, cuando nos íbamos, casi al alcanzar el pasadizo, volvió a reclamar mi atención.
—¡Erico!
Me giré.
—¿Con tu ayuda podré contar? —preguntó con voz pausada y retadora. Esperé unos segundos para responderle.
Entonces agarró la copa de vino con la mano y la alzó. El líquido rojizo centelleó con la luz de los focos.
—Salud —dijo, y se la bebió de un sorbo.