Parte XXX

Al revés de lo que pueda creerse, los zombis también podemos quedar inconscientes durante un breve instante de tiempo si nuestro cerebro llega a sufrir una severa contusión. El intervalo de desconexión es corto, y a menudo intermitente, pero real. Muchas veces ha aportado una valiosa ventaja a algún humano que se ha visto obligado a enfrentarse con uno de nosotros, pues le ha permitido huir y alejarse de su depredador de una forma relativamente segura.

Por desgracia para mí —otra vez—, los humanos que me habían dejado más jodido que una cabra atada a un Ferrari no era precisamente escapar lo que querían. De hecho, no tenía ni la más remota idea de lo que pretendían hacer conmigo. Pero una cosa era segura: todo apuntaba a que no iba a ser agradable.

Mientras permanecí privado de mi conciencia, tuve un sueño… Bueno, la verdad es que no fue un sueño en el sentido más estricto de la palabra, más bien una serie de estímulos externos que se combinaron de forma extraña con selectos recuerdos.

Bajo el negro rojizo de mis párpados cerrados me vino a la mente el día en el que todo empezó; el estallido, vamos.

Yo aún mantenía mi cuerpo humano. Curiosamente, ya no me encontraba en mi antiguo piso de alquiler, sino en el que escogí más adelante para mi rutina necromorfa: mi querido apartamento mugriento de la calle Caspe (mentiría si dijera que en aquellos momentos no lo echaba profundamente de menos).

Pues bien, en mi imaginación me sorprendía a mí mismo observando la calle desde la ventana, con los brazos reposando holgadamente sobre los marcos laterales y mi frente apoyada en el cristal.

Abajo, la gente corría en todas direcciones, gritaba y empujaba a los demás sin tener la menor idea de hacia dónde se dirigían. El caos se había desatado. El depredador más temible que ha conocido la humanidad ya había abandonado su jaula y se filtraba entre la marabunta con la intención de ser implacable.

Desde la seguridad de mi piso franco, yo observaba el Armageddon con reticencia, o tal vez fascinación. Ante mis ojos, el mundo había dejado de ser una máquina de dar vida para convertirse en una que la quita. Definitivamente, no era algo que pudiera verse todos los días. Y ahí estaba yo, un testigo mudo en las alturas, oculto tras el cristal de mi propia hipocresía. Sabía que no podía hacer nada por impedirlo, así que en mi «narcosis» me limité a deleitarme mientras duraba el proceso.

De repente, el ruido de una puerta cerrándose se escuchó a mis espaldas, procedente del pasillo de las habitaciones.

—Qué extraño —pronunció mi voz. Habría jurado que había cerrado la de la entrada con llave y, por ende, afirmado que me encontraba solo.

Sin embargo, quise asegurarme, y con cautela fui dando pasos cortos hasta llegar al corredor del apartamento, donde, para mi sorpresa, al pasar por delante de la primera habitación y abrir la puerta, que se había cerrado sin motivo, me topé frente a frente con… ¿Madonna?

Llevaba un largo vestido de fiesta en tono rosa bebé. Su expresión, pútrida y zombificada, se abrió en una sonrisa pícara al verme. Acto seguido, me guiñó un ojo, se acercó el micrófono a la boca y empezó a cantar una de sus canciones más rimbombantes, Like a prayer.

Lo sé, suena ridículo, pero esperad a saber el final.

Con una sonrisa bobalicona dibujada en mi rostro, me entraron unas ganas enormes de descubrir lo que se encontraba detrás de las puertas restantes, así que empecé a investigar por todo el pasillo. Decenas de centelleantes luces de discoteca colgaban ahora del techo mientras la enérgica melodía de la ex diva del pop seguía retumbando por toda la casa.

En cada uno de los dormitorios, una multitud de zombis excepcionalmente amables, que se apretujaban los unos contra los otros como si fueran sardinas enlatadas, alzaban los pulgares y aplaudían vitoreando mi nombre al pasar yo por delante, lo que, claro está, me producía una enorme sensación de regocijo.

—Gracias, muchas gracias —respondía yo, sintiéndome eufórico.

Menudo sueño, ¿eh?

En ocasiones normales no deberíais preguntarme sobre semejante delirio —un sueño es un sueño—, pero puede que, después de todo, no os haga falta hacerlo, estoy seguro de que en breve seréis capaces de interpretarlo.

Pronto llegó el momento en que las puertas se terminaron y tan sólo quedó una, la del final del pasillo. Como nadando en un mundo de maravillosa complacencia, fui caminando hacia ella de forma animosa, deseoso por conocer lo que se hallaba detrás.

La verdad es que la sorpresa que me aguardaba no era nada agradable, más bien todo lo contrario; fue como un chorro de agua fría arrojado sin piedad.

Al abrir la puerta descubrí que la habitación estaba vacía salvo por la presencia de una figura masculina de pelo largo que esperaba observando el blanco infinito de la pared, de espaldas a mí. Cuando se giró, reconocí los ojos y la expresión sombría de Antares.

Maldito psicópata, ¿es que ni en mi propia imaginación podía dejarme en paz?

No se acercó, se quedó allí, sonriendo como un auténtico hijo de mujer de moral relajada —por definirlo de una forma fina—. Luego, me dijo:

—Despierta, querido… despierta… despierta… —repitió, una y otra vez.

De vuelta a la realidad, mis ojos se abrieron como si acabara de revivir gracias a un chute intravenoso de adrenalina.

Unas luces amarillas e intensas iluminaban intermitentemente mi cara desde el techo, lo que me hizo pensar que me encontraba en movimiento. De fondo seguía escuchándose aquella dichosa canción pop de los años noventa.

—¡Despierta, gilipollas! —oí cómo decía una de las múltiples sombras borrosas que caminaban junto a mí.

Tardé en dejar de verlo todo turbio, pero poco a poco fui encajando lo onírico en la realidad. Me transportaban por el interior de una especie de gruta subterránea, a través de un pasillo claustrofóbico de paredes rocosas e irregulares. En un urgente arrebato por tratar de descubrir dónde demonios me encontraba, observé que a ambos lados de mí había dos hileras de celdas adosadas; una muralla de barrotes de acero se incrustaba en las hendiduras de la roca maciza, y tras ellos, oscuridad.

Intenté moverme, pero no pude, y, al hacer un estudio de mi cuerpo, comprobé que estaba sujeto a una camilla espinal móvil, de esas que te mantienen medio erguido, y con las piernas y los brazos sujetos con correas.

De golpe, un par de brazos medio chamuscados emergieron del interior de una de las celdas por donde pasábamos. Dichas extremidades intentaron alcanzarnos sin conseguirlo, pues se toparon frustradamente con los barrotes que bloqueaban su avance. Un berrido de rabia contenida acompañó a esa espontánea escena, como si fuera un llanto gutural nacido desde las profundidades de la tierra.

—¡¿Pero qué..?! — balbucí, estupefacto.

Las tres figuras que me escoltaban hacia Dios sabe dónde ni se inmutaron por el incidente. Simplemente siguieron tirando de mí a través de aquellas catacumbas húmedas y pestilentes, y sólo reaccionaban para agachar la cabeza cuando el techo lo requería. Ninguno de ellos llevaba puesta ya la máscara.

Recuerdo la vibración de mi camilla al deslizarse por las desigualdades del suelo abrupto y el silencio de la incertidumbre, roto tan sólo por los gemidos de aquellas voces ocultas y sepultadas que nos rodeaban…, bueno, y también por la cada vez más insoportable canción que retumbaba por todas partes.

Era enfermizo.

¡Tenía que largarme de ahí!

—¡Soltadme, malditos…! —rugí, removiéndome sin éxito.

Uno de los hombres se giró para mirarme con desfachatez. Era moreno, con la tez mugrienta. Tenía una cicatriz que le partía una ceja en dos y le atravesaba todo el pómulo izquierdo.

—¿Malditos…? —repitió socarronamente, y soltó un bufido de risa—. ¿Tú nos llamas malditos?

Desistí de responderle.

Pronto el pasillo de celdas terminó estrechándose y aparecimos ante una gran bóveda, cuyo techo estaba cubierto de decenas de estalactitas amenazantes que de vez en cuando soltaban gotas solitarias de agua. Era una sala iluminada por varios focos de expedición repartidos por los distintos niveles de la cámara y unidos con sus gruesos cables de cobre a un generador eléctrico ubicado en un extremo, sobre un pedrusco alto, y que emitía un ruido espantoso.

En un momento dado, mientras seguían tirando de mí como si fuera un condenado a muerte —o ¿por qué no?, el mismísimo Hannibal Lecter—, ladeé la cabeza por pura resignación y tuve la oportunidad de observar fugazmente algo que se escondía tras una columna calcárea, a mi izquierda. Se trataba de una estructura de peldaños tallados en la roca de forma vertical hasta introducirse por un conducto ascendente. De no ser por la tenue luz que emanaba ese orificio, nunca le habría prestado atención. Un conjunto de estalagmitas se encargó de velar aquella visión rápidamente.

«¿Hacia dónde llevaría esa escalera? ¿Se habría partido alguien la crisma subiéndola? Podrían construir un charco de agua debajo y usarla como tobogán.»

«¡Basta!», me reproché a mí mismo para intentar centrarme.

En esos momentos yo era sumamente vulnerable, y el simple hecho de formularme esa clase de preguntas en una situación tan peliaguda como la mía denotaba un acto de irresponsabilidad y de absurda paranoia por mi parte.

No obstante, la vida me había enseñado que a veces es útil ser paranoico. Decidí que archivaría esa información, por el momento.

De la gran bóveda partían varios túneles que se adentraban en la roca caliza como madrigueras de gusano. Como no podía ser de otra forma, a mí me condujeron por uno de ellos, el que quedaba más a la derecha. Las paredes nuevamente se volvieron rojizas y estrechas, pero esta vez entre ellas y el techo se extendían varios hilos de bombillas multicolores, similares a las de las luces de navidad.

Me pregunté hasta cuándo iba a durar esa maldita excursión por el país de las maravillas. Justo cuando iba a pedirles que volvieran a golpearme y me despertaran cuando llegásemos, aparecimos en una nueva sala, mucho más pequeña que la anterior.

Inicialmente pensé que no tenía nada de especial salvo cajas y más cajas de cartón —repletas de suministros, imagino—. Pero al fondo, tras ese improvisado almacén, en una especie de altar, había un escritorio con un panel de control dotado de multitud de comandos; también dos pantallas que emitían sin cesar imágenes de diversos puntos de una cueva (era lógico pensar que la misma en que nos hallábamos).

Antares permanecía sentado enfrente del panel. Y por fin mi camilla se detuvo, a escasos metros de su figura. Se hizo un silencio que duró casi medio minuto, tras el cual tomó la palabra:

—Madonna, una diosa en la tierra —sentenció bajando un fader del panel, como consecuencia de lo cual la música dejó de fluir por los altavoces repartidos a lo largo de la gruta—. Si el destino permitiera que ella me encontrara, seguro que querría que la protegiera. Estoy convencido de que eso es lo que sucedería. C… c… ci… —Su habla pareció trabarse momentáneamente al tiempo que su cuerpo se puso algo tenso—. ¿Cierto? —concluyó al fin.

—Así es —contestó el hombre de la cicatriz, que me vigilaba sin quitarme el ojo de encima.

—No hay forma más bella de despertar a mi querida comunidad que deleitarles con simpáticas melodías y jovialidad.

Se levantó de su silla enérgicamente y empezó a andar hacia mí.

—¡Bien! Y ahora, atender debería la siguiente tarea del día. Lamento decirte que no estás implicado. Por desgracia, han surgido una serie de imprevistos. Y antes de poder crear un buen ambiente de cooperación y cordialidad entre nosotros, debo averiguar cómo cojones es posible que dos de mis hombres tomaran ayer un vehículo para un reconocimiento rutinario en una ciudad deshabitada y que aún no hayan vuelto ni contactado por radio.

Se paró enfrente de mí y se llevó una mano al mentón, clavando sus ojos en lo más profundo de mi espíritu.

—¿De dónde vienes, zombi? Extraño nómada nocturno; rey de los condenados. ¿No sabrás algo al respecto, verdad?

Dudé si quería contestarle o no. Evidentemente se refería a los hombres de aquel jeep que vi circulando por el canal del río el día anterior y que, de forma no intencionada, habían salvado mi vida y la de Paula, pero pensé que por el momento era mejor no comentar nada. Por otra parte, la niña seguía por la zona. No me interesaba que registrasen la pendiente contraria del monte en el que me encontraron, sino que ocuparan su tiempo con otros menesteres. Prefería que se quedara como estaba, sola, antes de que cayera presa de aquellos sanguinarios.

—Oye, te he formulado una pregunta. Sólo tienes que articular una palabra detrás de la otra. Es la leche, lo llaman hablar.

«Qué humor más fino.»

Al final opté por probar una táctica falaz.

—Vengo del norte, siguiendo la autopista en dirección a la costa.

—¿La autopista? —dijo, y me regañó negando con el dedo índice mientras chasqueaba el paladar repetidas veces—. No, no, no… Mentiroso. Tú has llegado de la ciudad. Esa vieja carretera está muy cerca de aquí. De ser como dices, habríamos advertido tu presencia mucho antes.

«Interesante, justo lo que quería saber.» El tramo opuesto de la autopista no andaba lejos. Ahora sólo necesitaba un plan para salir de esa condenada cueva, encontrar a Paula y escapar del territorio como alma que lleva el diablo. Pan comido, vamos.

Antares le hizo una seña al hombre de la cicatriz y éste le entregó un objeto parecido a una porra de metal. En su cabezal tenía una serie de púas con alambres que se entrelazaban. Accionó un botón en la culata y unos azulados hilos galvánicos empezaron a chasquear entre los pequeños cables conductores. Entonces lo alzó y me lo aproximó para que pudiera observar lo peligroso que parecía de cerca. La electricidad tiñó mi rostro mientras paseaba el arma a escasos centímetros de mi tez reseca.

—¿Sabes? El hecho de que seas un zombi no te exime totalmente de la posibilidad de experimentar el dolor. Hay muchas cosas que sabemos sobre los muertos vivientes. Digamos que si por accidente llegara a incrustarte esto cerca de tu lóbulo occipital, tu cerebro sufriría una degradación extrema. Posiblemente verías un universo de estrellitas de colores bailando la conga mientras tu cráneo se funde como un trozo de mantequilla en un microondas. El proceso es rápido, pero no instantáneo. Y te garantizo que como mínimo no debe de ser agradable. Peeero… —apagó el aparato y se lo lanzó con cuidado a su antiguo dueño—… yo no quiero eso. Tengo planes para ti. Proyectos importantes, ¡ambiciosos!, de los que tú y yo hablaremos más adelante, en cuanto solucione mi pequeño problema con la negligencia humana.

Obsequió con una mirada cínica a sus subordinados mientras decía eso último.

—Así que volveré a preguntártelo. ¿De dónde venías, Erico?

Lo consiguió. Al pronunciar mi nombre, el cien por cien de mi atención se centró en él. «¿Cómo diablos era capaz de saber cómo me llamaba si yo no se lo había dicho?»

Todo su rostro era ahora una sonrisa victoriosa.

—¿Sorprendido? —Con mucha calma inició una vuelta alrededor de la camilla y se detuvo justo detrás de mí. Entonces acercó su boca hasta mi oído y susurró:

—Como ya te he dicho, tengo planes para ti, rey de los condenados…

«Joder, deja de llamarme así», maldije por dentro.

—… Sólo necesito un poco de cooperación. Y dudas ya no tengo sobre si has aprendido la lección.

Terminó de dar la circunferencia para volver al punto de partida.

—Vamos, inténtalo de nuevo. Y esta vez hazlo con el pleno convencimiento de que sabré si mientes.

Debía de ser estúpido si pensaba que iba a colaborar con él, fuera en lo que fuera, por mucho que acicalara sus palabras o me regalara los oídos. De todas formas, cada vez estaba más claro que aquel hombre sabía de mi existencia antes de nuestro encuentro. ¿Cómo? Lo ignoraba, pero puede que, llegados a ese punto, fuese conveniente darle una respuesta más próxima a la realidad. Además, quise comprobar su reacción al proporcionarle cierta información.

—Está bien… —carraspeé como si en verdad necesitara aclararme la garganta—. Vengo del sur. Huía de un Arcángel enorme que me perseguía a través de las ruinas de la ciudad. Vi ese vehículo tuyo, ¿un jeep, verdad?, cruzando el canal del río. Supongo que para él fue mejor presa que yo. Eso es todo cuanto puedo decirte.

Antares pareció creerme esta vez, y me miró como si le resultara extraordinario que hubiese sobrevivido al encuentro con un Arcángel, lo que me confirmaba que debía de conocerlos muy bien. Luego se frotó el mentón y apretó sus quijadas, pensativo.

—Malditos bastardos… Soltaron a sus perros sin correa antes de domesticarlos y ahora esas abominaciones pirómanas están completamente fuera de control —dijo.

A continuación se dirigió a sus hombres. Curiosamente, su expresión cambió y adquirió matices de excitación.

—Debe de tratarse de él; el premio gordo. P… p… pre… preparadlo todo —tartamudeó de nuevo—, partimos en quince minutos. Y tú —señaló al hombre de la cicatriz— de momento llévalo a los calabozos, con los suyos; estoy seguro de que se alegrará de verlos.

—Lo dudo mucho —contesté como réplica.

Aunque podía resultar útil disponer de algo de tiempo para sacar a relucir mi ingenio y hacer conjeturas sobre cómo escapar de ahí, la verdad es que no me apetecía en absoluto que me encerraran en el interior de una celda con decenas de zombis tan rabiosos como enjaulados.

—Oh, ya lo creo. A ellos, sí… —repuso lenta y serenamente.

De nuevo me dedicó una engolada sonrisa, lo que me llevó a preguntarme qué tipo de reflexiones enfermizas circularían por su mente.

Mientras los hombres se ponían en marcha, Antares fue hacia su escritorio, se colocó enfrente del panel de mandos y tecleó una secuencia de números que hizo sonar una alarma interna. Fue al fijarme en sus movimientos cuando hice un descubrimiento verdaderamente escalofriante, inquietante y aterrador, algo que consiguió descolocarme y ponerme completamente en alerta. El diario de Anette se encontraba sobre su mesa, el mismo que yo le había legado a Sam antes de partir del puerto del Masnou.

No había lugar a dudas: ¡esa tapa de cuero marrón gastada era inconfundible!

Justo en ese momento, Antares concluyó lo que estaba haciendo y abandonó el puesto de mando para dirigirse apresuradamente hacia el pasadizo que daba acceso a la sala. Se detuvo unos segundos al pasar de nuevo por mi lado para observar mi expresión incrédula. Cuando siguió la trayectoria de mi vista con la suya, descubrió el objeto que yo observaba tan boquiabiertamente y sin poder dar crédito, un hecho que pareció divertirle.

—Hasta muy pronto, querido —espetó de forma perversa, instantes antes de darme una palmadita en la espalda y abandonar aquella cámara reveladora.

Estupefacto, escuché cómo sus pasos se alejaban enérgicamente —por alguna razón, también lo hicieron mis esperanzas de salir de ahí algún día—, dejándonos al hombre de la cicatriz y a mí a solas.

Éste, sin previo aviso, y sin que yo me diera cuenta, me acercó al cuello un aro de hierro oxidado que se extendía con una larga vara que sujetaba entre sus manos. La circunferencia se cerró con un fuerte chasquido al encajarla alrededor de mi cogote.

No me importó. Seguía tan absorto en mi reciente descubrimiento que no opuse resistencia. Él siguió con su labor. Con mucha práctica me liberó brazos y piernas, que me mantenían sujeto a la camilla, y luego tiró del extremo de la barra rudamente, obligándome a seguirle.

—Andando —gruñó.

Recuerdo el movimiento de mis pies esclavizados, arrastrándose por la fuerza tractora de sus vigorosos brazos; la rutina estentórea de aquella alarma infiltrándose en mis oídos, deteniendo el tiempo y el espacio, mientras mi moral, siempre fría y firme, se resquebrajaba como un iceberg golpeado por la furia de las olas.

De nuevo en la gran bóveda, docenas de hombres se movían deprisa, organizados. Llevaban sus armas y sus máscaras puestas. Los que aún no me habían visto detenían momentáneamente su paso para observar mi particular humillación, para comprobar que los rumores eran ciertos. Inmediatamente después, volvían a sus asuntos.

Ni siquiera eso me importó. Acababa de descubrir que todo lo que yo era, el lugar hacia el que me dirigía, el motivo de mi viaje y todos los datos acerca de Paula y una posible cura para la humanidad habían ido a caer en las peores manos posibles. Justo acababa de comprender que había fracasado de forma fatal, que todos mis esfuerzos hasta la fecha habían sido en vano. Por no hablar de Sam y de su comunidad de supervivientes.

«¿Qué habría sido de ellos?»

Nos paramos frente a los barrotes de una de las celdas. Tras ellos dominaba la oscuridad más absoluta de la que emanaba un hedor asfixiante y nauseabundo.

—¿Preparado? —preguntó jocosamente mi captor.

Antes de que pudiera contestarle, aquel mismo pitido dañino que había experimentado en el bosque volvió a penetrar en mi cabeza, haciendo que me doblegase a su voluntad.

—Medidas de seguridad —le escuché decir—. Ya verás lo amables que se vuelven… Mi vista se emborronó de nuevo. Fue el sonido amortiguado de unas llaves el que me dio a entender que la reja que tenía delante estaba abriéndose. Entonces, la barra de hierro que me sujetaba condujo mi cuerpo hasta el siniestro interior de la mazmorra. Una vez al otro lado, el collar se soltó con un crujido y caí de bruces contra el frío y arenoso suelo.

El polvo que levantó la compuerta al cerrarse con brusquedad se introdujo deliberadamente por mi boca y mi garganta.

—Que disfrutes de tu nuevo hogar —fue lo último que pronunció el hombre de la cicatriz antes de desaparecer por la esquina del pasillo.

Al cabo de unos segundos, ese condenado pitido cesó. A medida que mi aturdimiento iba desvaneciéndose, hice estoicos esfuerzos por ponerme en pie. Seguidamente barrí con la vista el entorno, pero no se veía nada en absoluto. En un corto intervalo de tiempo, empecé a apreciar cómo se erguían las siluetas de algunas sombras difusas que se distribuían por las paredes del calabozo.

De repente, algo sólido rozó mi hombro derecho, y luego el izquierdo. Cuerpos en la oscuridad que invadían mi espacio vital. Cerré los ojos y me quedé quieto, cabizbajo, escuchando cómo sus lamentos guturales y carentes de vida me envolvían turbadoramente. Uno tras otro, fueron tocándome con sus retorcidas y entumecidas manos, estudiándome, analizándome, rodeando mi parte racional mientras gruñían agitados. Hay quien pensará que tal vez la codiciaban y querrían suprimirla por completo, absorberla y hacerla suya. Otros, que seguramente confundirían mi conducta con la humana y que, en consecuencia, estaba a punto de sufrir un horrible destino. Yo, en cambio, sentí algo muy distinto, pues no fue deseo, gula ni odio lo que sus gélidos dedos me transmitieron, sino alabanza y reconocimiento. Un trato exquisito y carente de aversión que quizás sólo accedieran a manifestar ante su verdadero líder, ante su general… ante su rey.