Parte XXIX

Cientos de aves tiñeron el amanecer con su vuelo ajetreado. Un instante antes, el suelo había temblado y los árboles se habían removido sobre sus raíces. Por lo visto, uno de los altos edificios que todavía quedaba en pie se derrumbó de repente sobre las ruinas de Girona. El fuerte estruendo llegó como un trueno, procedente del extremo sur de la dudad.

Eso no puede presagiar nada bueno», pensé al ponerme en pie para intentar vislumbrar lo sucedido.

La silueta difusa del horizonte había quedado mermada, y en el lugar del derrumbamiento se fue materializando una voluminosa nube de polvo y escombros que se extendía generosamente como una mancha gris sobre el paraje, hasta que los altos vientos borraron su rastro.

Paula, que aún dormía en ese momento, también lo había notado, y se recostó con el rostro adormecido. Frotándose los ojos, me preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—La tierra se ha tragado un edificio —murmuré, sin perder de vista el incidente.

—¿Que se lo ha tragado? —Bostezó—. ¿Cómo?

—Ahí está el dilema. —Me froté las sienes—. ¿Cómo pueden las construcciones derrumbarse sin más?

Dándole vueltas a mi propia pregunta retórica, recordé haber oído alguna vez que las edificaciones de hormigón podían tardar siglos en desplomarse por sí solas sin ningún tipo de mantenimiento humano. El Apocalipsis había llegado al mundo hada un año escaso, y la dudad que acabábamos de dejar mostraba la decadencia propia de una civilización extinguida milenios atrás. Por varios motivos, era imposible que aquel derrumbe hubiese sido casual.

Tras un largo minuto sacando conclusiones al azar, decidí volver mi atención a la niña, así que me acerqué para observar nuevamente sus rodillas.

—Parece que tus heridas están un poco mejor. ¿Cómo te sientes?

—Me duelen, y me duele todo el cuerpo. —Puso una mueca taciturna—. Sigo teniendo mucho frío.

Le palpé la cara. Debido al sudor helado, tenía varios mechones de pelo pegados en la frente.

—Aún tienes fiebre, y puede que no remita si seguimos a la intemperie. La cosa ida mejor si encontráramos un refugio… Ojalá hubiera alguno por aquí.

Barrí con la vista el escenario que nos rodeaba. El bosque parecía distinto de día; la luz solar se colaba por las copas de los árboles y creaba halos ambarinos que se filtraban como espadas resplandecientes hasta clavarse sobre el suelo agreste, confiriendo al entorno un aire de misterio y fantasía. De repente, advertí el silencio tan majestuoso que reinaba entre la arboleda.

Algo no iba bien, sospeché definitivamente. Mi sexto sentido estaba particularmente alerta esa mañana, sobre todo tras el derrumbe. Puede que sólo fueran alucinaciones mías, pero, desde la llegada del alba, un mal presentimiento se había anclado a mí y no se marchaba.

Me pasé una mano por el pelo grasiento y resoplé de forma inquieta.

—¿Qué sucede? ¿Te asusta algo?

—No… —respondí frunciendo el ceño, sin dejar de estudiar el bosque—. No es eso. Es sólo que…

—¿Qué?

—Nada. Estoy algo… nervioso. Pero no te preocupes, se me pasará.

Paula colocó su mano sobre mi mejilla y giró mi rostro delicadamente para que la mirara. Sus ojos, aunque apagados, mostraban un cariñoso afecto.

Luego dijo con voz suave:

—No me preocupo. Confío en ti. Y tú tampoco deberías preocuparte, lo estás haciendo muy bien.

Por su expresión, supe que lo decía muy convencida. Seguía sorprendiéndome la forma de hablar de Paula. Definitivamente, costaba creer que tuviera la edad que tenía.

Asentí con la cabeza y, algo más calmado, me puse en pie. Antes de hacerlo, agarré del suelo la corteza que había utilizado el día anterior como cuenco. El poco ungüento que quedaba se había solidificado y ahora era una masa completamente inservible.

—Tengo que aplicarte una nueva cataplasma, así que me ausentaré un rato… ¿Me esperarás? —añadí medio en broma.

Ella sonrió levemente.

—Claro.

—Estupendo. Cuando vuelva, buscaremos algo de comida y un lugar mejor para que reposes mientras se curan tus heridas.

Confiaba en poder encontrar una cabaña deshabitada o algo similar en mitad del bosque o, por el contrario, dar con la autopista de una maldita vez antes del anochecer para que asila niña pudiera guarecerse dentro de algún vehículo abandonado; cualquier cosa serviría con tal de no tener que estar expuesta de nuevo al gélido viento nocturno. Siempre quedaba la opción de volver a adentramos en la ciudad y refugiarnos en el interior de alguna de las construcciones que aún quedaran intactas. Pero eso, aparte de muy peligroso, también nos obligaba a retroceder demasiado y perder un tiempo sumamente valioso.

—No tardaré —dije a continuación.

Me coloqué de nuevo el casco y me alejé apresurando el paso, haciendo que el follaje crujiera bajo mis pies.

Encontrar lampazo en pleno invierno no era una tarea fácil; podría decirse que tuve una suerte enorme al toparme con un pequeño ejemplar el día anterior. Tras una hora de minuciosa búsqueda, tras alcanzar la cima del cerro y descender por su reverso, comprendí con fastidio que ésa había sido una ocasión única que, desgraciadamente, no volvería a repetirse.

Cuando por fin me di por vencido, abandoné a regañadientes todo análisis sobre el terreno. Y al detenerme y mirar en perspectiva, deduje que quizás me había alejado demasiado, hasta un extremo que se me antojó incluso imprudente. La pendiente de árboles que había dejado atrás ahora ascendía hasta tapar el cielo y ocultar la cumbre irregular del monte, en cuyo lado opuesto esperaba Paula, seguramente preocupada por mi larga demora.

Al contrario de lo que había creído en un principio, desde mi posición no se divisaba ningún indicio de la autopista, tan sólo extensiones sin límites de más bosque y arbustos. De hecho, el paraje era tan homogéneo que hasta consiguió confundir mi juicio, y no tardé en sentirme desorientado.

De repente, todo a mi alrededor adquirió una estructura laberíntica. Los troncos de los árboles parecían más gruesos y abundantes, la vegetación, irregular y salvaje, y el sonido lejano de algunos pájaros me llegaba como un eco estridente cuya procedencia me era imposible adivinar. No era normal que me sintiera así.

¿Qué me estaba pasando?

Me llevé las dos manos a la cabeza y di un par de vueltas sobre mí mismo, intentando tranquilizarme. Al efectuar un par de pasos al frente, un pitido agudo y discordante, similar al que utilizan los doctores para hacer pruebas auditivas —sólo que mucho más intenso—, estalló en mis oídos, retumbando por todo el interior de mi casco e incrustándose en mi cerebro como cientos de alfileres punzantes.

Me dejé caer de rodillas sobre la hierba, emitiendo un grito de dolor ahogado. Era un malestar inclasificable e incomprensible que seguramente no sentía desde que estaba vivo.

Cuando logré levantar un poco la vista, me encontré con una desagradable sorpresa: un par de botas oscuras, seguidas por unos pantalones ceñidos y una levita negra que terminaba a la altura de las rodillas. La figura que tenía enfrente de mí sostenía una pistola en su mano derecha. Entonces la alzó hasta apoyarla sobre la visera de mi casco como si fuera a dispararme a quemarropa. Intenté enfocar su rostro, pero en su lugar vi una máscara de cera pálida que le daba un aspecto amenazador y confuso.

No podía ponerme en pie, me sentía muy debilitado y aturdido, aunque alguien lo hizo por mí. Sin darme tiempo a reaccionar, dos brazos emergieron de debajo de mis axilas y tiraron bruscamente de mí hacia atrás, levantándome al instante y sosteniéndome con la insistencia de un matón de local nocturno. Después de eso, me di cuenta de que estaba rodeado. Por lo menos había cuatro hombres más, vestidos de esa misma extraña forma, o muy similar, todos con sus máscaras inexpresivas. Me observaban en silencio, como si aguardaran algo o a alguien.

El hombre de la pistola seguía encañonándome, esta vez enfocando hacia mi pecho, y mientras yo intentaba asimilar esa situación tan imprevista, un nuevo individuo apareció por detrás de éste, procedente de unos árboles cercanos. Con cierta elegancia se abrió paso a través del círculo de extraños que me acordonaba. No llevaba máscara como los otros, pero exhibía un pelo largo de color ceniza que, al caerle por los hombros y hacia delante, cubría gran parte de sus facciones. Como si no tuviera prisa alguna, apoyó una mano sobre el antebrazo del hombre armado para que dejara de apuntarme. Éste no puso objeciones.

—Apagad las frecuencias —ordenó a continuación con voz sosegada. Su tono era sedoso pero solemne.

Dos de ellos se llevaron una mano a la cintura, donde, pegado a sus caderas, llevaban una especie de transmisor, y apretaron sendos botones. Al hacerlo, ese horrible pitido que me estaba martirizando desde hacía rato cesó. Todo pareció adquirir gravedad de nuevo y por fin pude ver con claridad. Sentí un enorme alivio, pero no intenté deshacerme del captor que me mantenía anclado por la espalda, pues de nada habrían servido mis esfuerzos. Estaba completamente a merced de esas personas, fueran quienes fuesen.

El hombre que supuestamente daba las órdenes se apartó hacia un lado los mechones de pelo, descubriendo su cara. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al contemplar su rostro, un rostro que no había visto en la vida pero que podía reconocer perfectamente.

Sus párpados caídos cubrían unos ojos absolutamente felinos y siniestros, cada uno de un color distinto, y que ahora miraban directamente a los míos —aunque los tapara mi visera opaca— con una intensidad difícil de describir.

Sin ninguna duda, me encontraba frente a aquel asesino del que me había hablado Sam en el puerto del Maresme. Recordé también lo que me contó sobre sus camaradas, y que ocultaban sus caras con máscaras espeluznantes.

Fue entonces cuando todo encajó y me sentí engullido por mis propios temores, nacidos tiempo atrás, desde que me topé con aquella jaula de los horrores en los viejos polígonos de Badalona. Lamentablemente comprendí que, aunque durante las últimas semanas no había hecho otra cosa que evitar al diablo, lo único que había conseguido era llegar con retraso a la cita.

En esos momentos me vino a la mente Paula: la había dejado sola en el peor lugar del mundo, entre bestias gigantes y seres dementes.

Inmediatamente después llegaron las palabras. Él fue el primero en hablar:

—Ultrasonidos. Ruego que disculpes nuestros métodos. Son algo peligrosos pero muy valiosos. Los… —Se detuvo unos instantes, rectificando lo que iba a decir—… algunos no los soportan.

—¿Qué queréis de mí? —pregunté, todavía aturdido por los efectos de aquellos dispositivos.

—¿Cómo voy a saberlo? Es demasiado pronto —contestó con frialdad—. Pero a juzgar por dónde has ido a aparecer, diría que ahora me perteneces.

—Yo no pertenezco a nadie —le corregí—. ¿Por qué no dejáis que me vaya? No os he hecho nada.

El hombre perfiló una sonrisa malévola en sus labios y entonces empezó a hablar de una forma extraña que en boca de cualquier otro habría sonado ridícula pero que en la suya inducía a todo menos a reír:

—Verás, un buen día, una abejita, inocente y sencilla, volaba dando tumbos por la hojarasca, cuando de repente, por mal juicio y fortuna, atrapada quedó entre las redes con las que la tarántula curaba su hambruna. Asustada y febril, quiso pedir perdón, maldijo la hora en la que su propósito la llevó a surcar un territorio tan incógnito.

Fue acercándose lentamente hacia mí.

—Perdóneme —rogó la abejita, al ver acercarse a su depredadora homicida—. Indúlteme y haré lo que me pida. Suya será mi miel, mis servicios y mi abejar, tan sólo líbreme de este amarrar.

»—Pero amiga mía —respondió la araña, con sonrisa impía—, bonita, tierna y jugosa abejita insensata. ¿No ves que estás demasiado enredada en mi seda como para que yo sacarte pueda?» La única forma de hacerlo sería por partes.

Acto seguido, extendió sus manos, mostrando el entorno en el que nos encontrábamos.

—Ahora mismo éste es mi territorio y yo soy la araña. ¿Adivinas quién cojones es la abejita? Se hizo un silencio incómodo. Tras un breve instante, respondí:

—¿Yo?

Quizás sonó demasiado sarcástico.

—¿Crees que esto es una broma?

Miró a uno de sus hombres, que dio un paso al frente y, sin previo aviso, me propinó un fuerte puñetazo en la boca del estómago que me obligó a doblarme sobre mí mismo, aunque no sintiera ningún dolor.

—No… —farfullé, mientras me erguía de nuevo—. No… Lo que creo es que estás como una puta cabra.

Al oír mi inesperada respuesta, sus ojos bicolores se dilataron sobremanera y las quijadas se le empezaron a marcar como si tratara de contener una reacción explosiva; pero, en vez de gritar o golpearme hasta el fin de los días, se limitó a soltar una extensa y sonora carcajada.

—¡Por fin un poco de verdad entre tanto adulador! —exclamó—. ¡Cuánta razón tienes! Sin embargo, no te engañes. Puede que me falte cordura, pero también estupidez.

Sam tenía razón cuando me habló de él; aquel tipo estaría como un cencerro, pero emanaba poder e ingenio por todos sus poros.

Justo cuando iba a pronunciar algo más, le interrumpí.

—Sé quién eres.

—¿De veras? —Pareció sorprenderse—. ¿Y quién soy? ¿Tanto mal o bien he hecho para que un completo desconocido crea intuir con quién delibera?

—Más bien de lo primero —puntualicé.

Me lanzó una mirada severa y su tono se volvió más serio.

—Yo soy luz en la penumbra, guía en la noche. Podrías conocer el nombre, pero no al hombre. Muestro un camino a aquellos que se han perdido entre el yermo, avanzando sin rumbo y a la muerte eludiendo. Si me conocieras realmente sabrías que no soy, sino somos. Pero ya que has dado un primer paso, te anuncio que a mí me llaman Antares. —Hizo una corta reverencia, apoyando un brazo en su vientre—. Ahora que sabes lo suficiente, por el momento, permite que aproveche mi turno y me tome ciertas… libertades.

Gesticuló con una mano y, mientras yo seguía sujeto, uno de sus secuaces se acercó hasta mí y me quitó el casco sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Lo extraño fue que cuando mi cara quedó expuesta a plena luz, ninguno de los hombres que me rodeaba hizo movimiento alguno, ni se alteraron ni parecieron impresionados por mi aspecto, por aquello que yo era. Tan sólo el tal Antares —curioso nombre para un megalómano— me miró con cierto deleite, como si encontrara satisfactorio aquel descubrimiento. Sus hipnotizantes ojos brillaron al acercarse y dejar su rostro a un palmo escaso de mi cara.

—Así que era cierto… —susurró—. El reino de las sombras ya ha escogido un heredero. Interesante…

«¿De qué narices estaba hablando?»

Se mordió el labio de pura excitación. Luego se dio la vuelta lentamente y agarró el rifle que uno de sus hombres sostenía entre las manos.

—Muy interesante… —repitió.

Con la expresión y la calma de un perverso psicópata, giró el arma para observar su culata, palpó sus cantos con parsimonia y, de forma súbita, efectuó un movimiento ascendente, asestándome un fortísimo golpe en plena cara que hizo crujir despiadadamente los huesos de mi nariz, y seguramente alguno más.

Un manto de estrellitas y burbujas de colores inclasificables recorrió mi campo de visión, nublándolo por completo. Mis piernas flaquearon y me vi inmerso en un estado de suspensión clínica en el que sólo la fuerza del hombre que me sujetaba impidió que me cayese al suelo.

—Paula… —murmuré, a punto de perder el conocimiento.

Sin mí, y en el estado en el que la había dejado, no conseguiría sobrevivir.

—¡A las cuevas! ¡Vamos!

Escuché con impotencia cómo gritaba Antares a sus hombres, varios de los cuales me agarraron por las extremidades, igual que si fuera el prisionero de una tribu indígena.

—Paula… —repetí, mientras el cielo azul y las crestas de los árboles se deslizaban ante mis ojos como espectros difusos.

Sentí que las fuerzas me abandonaban.

Luego, todo se volvió oscuro.