Parte XXVIII

Fueron muchos los sonidos que pude percibir mientras mi vida valía lo mismo que la de una langosta a punto de ser cocida: primero el de aquel maldito tanque de queroseno, el cual zumbó violentamente como si fuera la turbina de un Boeing 747 a punto de despegar; el Arcángel me sometía categóricamente mientras situaba el doble cañón de su lanzallamas a escasos centímetros de mi cara. Luego vino el ruido de las partículas acelerándose, cuya progresión me generó una hipnotizante expectación.

¿Qué sentiría cuando la gran y divina llamarada me abrazase por completo? ¿Dolor? Era improbable… Indiferencia, tal vez. Me bañaría en una marea de fuego candente sin que ninguna de las células muertas de mi cuerpo se percatara de ello. Interiormente, di gracias por ello. ¿Os imagináis la agonía que me habría tocado experimentar de haber estado vivo?

En definitiva, hice lo único que podía hacer: cerré los ojos con fuerza y esperé a que toda la cólera demoníaca de aquella bestia se abatiese sobre mí. Sin embargo, eso no fue exactamente lo que ocurrió. Por el contrario, me asaltó un nuevo estímulo: lo advertí como un sueño, como uno de esos inoportunos e inesperados hechos que resultan tan aleatorios y que la mente tarda varios segundos en decidir si son reales o fantásticos.

Fue un ruido que inicialmente pareció surgir de los confines más remotos del mundo. Apenas audible, pero lo suficiente como para captar mi atención al instante. Con cautela, abrí un ojo y luego el otro. El Arcángel también se debió de dar cuenta, porque apartó inmediatamente su temible mirada de mi cuerpo indefenso, gruñendo entre dientes, como si reconociera aquella frecuencia con exactitud. En cuestión de pocos segundos, su intensidad fue incrementándose y no tuve ninguna duda: se trataba de un vehículo, quizás un todoterreno grande y pesado. Debía de estar circulando muy cerca del hotel. Me permití el lujo de ladear la cabeza levemente y mirar hacia aquellas imponentes vistas panorámicas que se extendían a mis espaldas. A través de la amplia cristalera, la perspectiva me obligó a fijarme en el canal del río poco profundo. Tras un eterno segundo en el que cualquier cosa podía suceder, un jeep de grandes ruedas, viejo pero que parecía resistente, apareció por la parte visible del acueducto, cruzando el canal hacia el sur a toda velocidad y emitiendo chorros de agua que, al elevarse a su paso, creaban estelas brillantes.

No pude más que observar estupefacto cómo el vehículo se alejaba hacia el horizonte, un destello de vida sobre un terreno que, hasta la fecha, parecía despojado de ella.

Al volver la atención hacia el Arcángel, comprobé con asombro que el acoso al que me estaba sometiendo desaparecía entre berridos rabiosos que, por una vez, no iban dirigidos hacia mí. Sin apartar la vista del jeep —y como si yo ya no existiera—, el monstruo retrocedió unos pasos rápidamente y, acompañado por un rugido ensordecedor, cargó todo su cuerpo contra el ventanal, haciendo que el edificio entero palpitara con sus vigorosas embestidas. El cristal se hizo añicos por el choque metálico y, acto seguido, la parte del suelo en la que me encontraba se inclinó con brusquedad; los barrotes de acero de la estructura se doblegaron por el impulso, de modo que media habitación quedó suspendida peligrosamente en el aire. Tuve que trepar rápidamente por el suelo movedizo, y, en la última milésima de estabilidad, conseguí lanzarme con una mano al frente para evitar caer al vacío. De puro milagro, mis dedos dieron con las patas del mueble bar y pude agarrarme a él, de tal manera que mis piernas quedaron colgando por el precipicio. Instintivamente, eché la vista abajo. El Arcángel aterrizó sobre el suelo de la calle con la fuerza de un meteorito. Sin dar tregua alguna, empezó a correr como una apisonadora de quinientos kilos apartando con sus poderosos brazos todo aquello que se interponía entre el todoterreno y él. Vehículos, contenedores de basura… los objetos parecían carecer de peso y masa cuando eran arrojados violentamente por los aires.

Descendió hasta el canal efectuando otro salto y continuó con su incesante persecución. Aún sin llegar a entender lo que acababa de suceder, hice acopio de todas mis fuerzas y conseguí introducirme de nuevo en el interior de la habitación, ahora en ruinas. Unas fuertes ráfagas de viento penetraban por el marco vacío en que se había transformado la pared. Anímicamente estaba exhausto. Con mucho gusto me habría quedado tendido sobre el suelo un buen rato, pero quería saber, así que me erguí perezosamente y me di la vuelta para contemplar la persecución. ¿Por qué el Arcángel lo había dejado todo para emprender una nueva cacería? Ni siquiera había dudado al hacerlo…

De pie, como único espectador, fui testigo de su acoso a los humanos que viajaban en ese jeep ya lejano. Y sólo pude deducir que, seguramente, debió de haber tenido algún encuentro con ellos anteriormente. En esos momentos, caí en la cuenta de que no era a nosotros a quienes buscaba cuando lo vimos patrullando por el canal, diez minutos antes. De sobra conocía la obsesión que esos seres eran capaces de desarrollar por una presa en concreto y que les impelía a abandonar cualquier acción que estuvieran ejecutando con tal de obtener su ansiado trofeo (¡y como para no conocerlo!: lo había vivido en mis propias carnes).

No llegué a saber si los alcanzó, porque conforme fueron transcurriendo los segundos, ambos, bestia y máquina, acabaron perdiéndose en la lejanía, mientras su apabullante paso formaba ondas de agua turbulentas sobre el lecho del río.

Fuera como fuese, me alegraba de no estar metido en el interior de ese vehículo, que tuvo la delicadeza de tomar mi relevo en el instante más oportuno. Mi suplicio había pasado, y, una vez más, por alguna razón, un halo protector e invisible había decidido que yo debía seguir existiendo.

Paula me recibió con un efusivo abrazo al verme aparecer por la puerta de su habitación. Sus lágrimas resbalaron por mi uniforme cuando hundió su cabeza en mi hombro.

—Estoy harta, Erico. No quiero seguir huyendo. Ya no puedo más, no tengo fuerzas… —consiguió pronunciar entre sollozos, plenamente angustiada.

Os aseguro que se resulta extraño escuchar esas palabras en boca de una niña. Yo tan sólo le ofrecí mi apoyo silencioso, y sentí compasión porque no fuera como yo, sin miedos ni estímulos congénitos. Todo le resultaría sustancialmente más fácil si tuviera la misma sangre fría que se estancaba por mis venas. Pero ése es un don que solamente yo poseo. Es mi poder, mi cualidad… mi maldición.

Cuando por fin se calmó, tomé su mano como acostumbraba a hacer cuando iniciábamos la marcha, aunque esa vez fue diferente. Algo había cambiado en ella. Mientras andábamos, su mirada perdida denotaba apatía. Parecía estar al borde de la rendición, como si estuviera tan cansada de las atrocidades de este mundo que vivir o morir fueran opciones igual de válidas.

Fuimos abandonando el hotel como dos fantasmas sigilosos. Nuestras sombras cruzaban las paredes de los pasillos chamuscados por el fuego. Aparte del ruido de nuestros pasos sobre la deslustrada moqueta, nada rompía aquel silencio sombrío. Para ser sinceros, aún no acababa de creerme cómo se habían desarrollado los hechos. Fue mientras bajábamos por las escaleras de la galería cuando mi foco de atención empezó a centrarse en los humanos que ocupaban aquel jeep. Había asumido que el Arcángel los prefería a ellos. Había asumido que eran gente organizada, pues, de lo contrario, no dispondrían de vehículos ni habrían sobrevivido a encuentros anteriores con la bestia. También deducía que eran grandes conocedores del terreno: sabían lo que hacían al circular a toda velocidad por la que, posiblemente, fuera la única —y atípica— vía libre de toda la ciudad. Pero lo que realmente desconocía era quién diablos era esa gente. De cuantas ideas se me vinieron a la cabeza, por simple deducción cobró más fuerza una, que recé en silencio para que no fuera la correcta.

Una vez salimos al aire libre, le dije a Paula que esperara junto a la recepción. En algún punto de nuestra anterior y frenética carrera hacia el hotel, había dejado caer al suelo «mi» mochila (a esas alturas me permití el lujo de empezar a llamarla así) y el casco con la intención de aligerar el peso. Por suerte no los encontré muy lejos, a unos veinte metros de la puerta del hotel, sobre los escombros de la entrada de la plaza.

—Veamos… —dije cuando volví a su lado, mientras me colocaba nuevamente todo el equipo—. El Arcángel ha tomado una dirección opuesta a la nuestra. Aprovecharemos esa ventaja y seguiremos hacia el norte, y la verdad es que no se me ocurre ninguna ruta mejor para hacerlo que seguir este canal. Además, las vibraciones producidas en el agua nos avisarían si se acercara algún peligro.

Esta vez, Paula no dijo nada, tan sólo siguió cabizbaja y con el pensamiento ausente. Me la quedé mirando unos instantes y observé que tenía las pantorrillas llenas de sangre. Unos hilos de líquido escarlata se le deslizaban desde las rodillas hasta los tobillos. No me había percatado de ello hasta que estuvimos expuestos a la luz del día.

—¿Qué te ha pasado? —Me agaché inmediatamente para examinarla—. ¿Cómo te has hecho esto, Paula?

—Antes, cuando estaba en esa habitación —contestó con un tono apagado—. Me escondí dentro de la bañera. Luego el techo tembló y la barra de la cortina cayó sobre mis rodillas. Arrugué mi semblante como si hubiera estado metido en su cuerpo cuando aquello había ocurrido. Debía de dolerle mucho.

—¿Crees que podrás andar?

Ella asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Probemos a alejarnos de aquí todo lo posible hasta encontrar un lugar seguro donde puedas descansar. Luego te miraré esa herida e intentaré que no te duela, ¿vale? Repitió el gesto anterior.

—Buena chica —dije apoyando mi mano sobre su hombro. A continuación me puse en pie, echando un vistazo alrededor, y solté un suspiro desganado—. Parece increíble lo que ha ocurrido aquí. Esta ciudad es un completo desastre.

Paula me miró con expresión alicaída. Su tez revelaba verdadero cansando y malestar.

—En fin, será mejor que nos demos prisa —propuse, y eché a andar en dirección al acueducto. Ella me siguió en silencio.

Nada más bajar por unas escaleras verticales que encontramos pegadas al muro, Paula aprovechó el agua del canal para limpiarse las heridas de las piernas. Yo, entre tanto, llené su cantimplora de nuevo e introduje en su interior una de las pastillas purificantes que llevaba en la mochila. Cuando se disolvió, la niña tomó el recipiente y bebió con ímpetu. Se había quedado del todo deshidratada después de haberse expuesto al fuego. Una vez estuvimos listos, emprendimos nuestro viaje a través del curso del río.

Di gracias por tener la corriente a nuestro favor.

Las horas pasaron, y a medida que andábamos por aquellas aguas poco profundas, fuimos dejando atrás el antiguo núcleo urbano y, con él, el gusto amargo de nuestra última experiencia. El horizonte tampoco tardó en mostrarnos de forma nítida los contornos de las primeras montañas, más allá del perímetro de la ciudad. Un generoso manto de pinos y naturaleza intacta cubría sus extensiones curvilíneas, quebrando la vastedad del cielo azul.

—Tras esos montes de ahí debería hallarse la continuación de la autopista —señalé.

—Eso espero —suspiró ella.

Nuestro objetivo aún quedaba lejos, pero Paula no dejó de mirar al frente ni un solo instante, anhelando aquel verde tan natural que entraba por sus retinas.

Quisiera comentar que durante el recorrido asistimos a un par de incidentes graciosos, cuando algún que otro zombi disgregado que milagrosamente aún andaba por la zona, al vernos pasar desde lo alto de los muros, y sin ser consciente de que existía una ley llamada gravedad, extendía sus retorcidos brazos y efectuaba un paso de fe hacia el frente que, lógicamente, le llevaba a precipitarse rápidamente al lecho del río, en el que aterrizaba con un crujido doloroso. El impacto al darse de bruces contra la superficie era tan descomunal que, generalmente, tardaban minutos en levantarse —y eso si eran capaces—. Para cuando lo conseguían, nosotros ya andábamos lejos. Reconozco que me resultaba divertido contemplar su idiotez, aunque luego miraba a Paula, que carecía de la energía necesaria para sentir lo mismo, y se me pasaban las ganas de reír.

Al atardecer, por fin, conseguimos dejar atrás los últimos vestigios de la ciudad. En determinado momento la estructura del canal desapareció sin más y el río empezó a infiltrarse de forma natural entre la tierra virgen.

La naturaleza había crecido libre y salvaje por los prados y campos que rodeaban la metrópoli, y a través de esa espesura fuimos abriéndonos camino y ascendiendo al mismo tiempo por la pendiente montañosa que, como un reto, teníamos delante.

La cuesta no era especialmente pronunciada, y se podía progresar con relativa facilidad. Tampoco era muy alta, tal vez se elevaba unos cien metros sobre el nivel de la hondonada. Pero antes de alcanzar su cima, cuando nos encontrábamos a dos tercios de ella, decidí que lo mejor sería detenernos en un pequeño llano que descubrimos en mitad del boscaje y completar el camino el día siguiente. Paula apenas podía andar, temblaba de frío, y por su sudoración pude oler que tenía fiebre. Necesitaba descansar de manera urgente.

Dejé la mochila y el casco a los pies de un árbol. Ella aprovechó para apoyar su espalda contra una roca ovalada y dejarse caer lentamente hasta quedar sentada sobre la hierba. Sus ojos se entrecerraban, y su aliento velado apenas era audible.

—Deja que te vea esas heridas —dije, acercándome para estudiarlas más detenidamente. Tenía las rodillas amoratadas, y de la zona donde se habían producido los tajos supuraba un líquido amarillento que cubría la piel rasgada.

—¿Se me van a curar? —pronunció con voz débil.

Yo le dediqué una sonrisa afectuosa.

—Sí.

Era una niña con una salud de hierro. De todas formas, sus heridas tenían mal aspecto; se le habían infectado, lo que explicaba que tuviera fiebre. Sin duda, era un contratiempo desafortunado. Una infección como aquélla podía llegar a complicarse mucho sin el tratamiento adecuado.

Sentí que tenía que hacer todo lo posible por remediarlo. Se lo debía, así que me alcé con decisión y le dije:

—Espérame aquí. Ahora mismo vuelvo.

En la época en que viví con mi familia en el campo, junto al lago de Garda, tuve la oportunidad de adquirir algún que otro conocimiento muy útil sobre los remedios naturales. En aquel tiempo, era muy frecuente que yo tuviese cortes y moratones como resultado de las imprudencias que la adolescencia me impulsaba a hacer: lanzarme desde un peñasco hasta las aguas que había debajo, correr entre espesos matorrales con infinidad de ramas punzantes e incluso subirme hasta la copa de los árboles y resbalarme en más de un intento.

La cuestión es que, cuando eso sucedía, tanto a mi hermana como a mí, mi madre solía aplicarnos un ungüento hecho a base de lampazo, un tipo de planta muy común que crece en los bordes de los caminos y cerca de las zonas habitadas. De sobra era sabido que las propiedades de esta planta eran milagrosas para las heridas y las pieles irritadas, y además facilitaba la sudoración.

Conocía su aspecto, porque en varias ocasiones mi madre me había mandado ir a buscar sus raíces. Según mis recuerdos, era una planta robusta de más de un metro de altura, con hojas grandes, rugosas y ovales.

Escudriñé los alrededores en su busca, tarea que me llevó casi media hora, y un olor familiar entró por mis fosas nasales cuando al fin me topé con un ejemplar pequeño, escondido entre unas ramas bajas.

—Aquí estás —rezongué victorioso.

Arranqué su raíz y la hice añicos —por suerte, es más bien blanda—. Luego agarré una corteza de árbol que encontré con forma de cuenco y deposité los trozos encima. Mi siguiente paso me llevó a rebuscar entre el suelo para tomar prestada una ramita. Con ella extraje un poco de savia de los árboles y la mezclé metódicamente con las raíces fragmentadas de la planta.

Ahora que tenía mi remedio prodigioso, sólo esperé que no fuera demasiado tarde para poder evitarle un problema mayor a la niña.

Mientras regresaba al lugar donde la había dejado reposando, el cielo fue extendiendo sus enormes alas oscuras. Me detuve unos minutos sobre un pequeño saliente para contemplar cómo el brillo de las primeras estrellas y la luna iluminaba sutilmente las ruinas de Girona, dotándoles de un aspecto siniestro. Desde la ladera de la montaña podía divisarse toda el área que había debajo, compuesta por un amplio manto rugoso de construcciones cercenadas. No quedaba nada. La ciudad entera era una fosa, castigada y esculpida a base del fuego y los impactos del exterminio. Sus irreparables cicatrices brotaban por todas partes, formando brechas que mutilaban la tierra perecedera. En algunos puntos, varias columnas de humo etéreo se elevaban hasta acariciar la negrura del firmamento.

¿Cómo podría enmendarse todo aquello? Parecía imposible. En aquel instante, observando desde la distancia, sentí una extraña melancolía al saber que, aunque nuestra misión tuviera éxito, aunque el ser humano pudiera salvarse, aunque las lesiones en la piel pudieran curarse, seguirían existiendo heridas que no sanarían jamás.

Me despedí de aquella visión cerrando los ojos. Una suave brisa removió mi pelo, transportando el aroma fresco del arbolado.

«El tiempo es un preciado elemento», pensé a continuación. Ya me había demorado bastante.

Cuando la niña me vio aparecer con el cuenco en las manos, me miró con cierto recelo, aunque no dijo nada; tan sólo replegó la frente y apretó los labios cuando empecé a extenderle la cataplasma por las heridas.

—Es normal que te escueza un poco al principio, pero dentro de unos minutos verás cómo sientes alivio —dije esparciéndole la pasta cuidadosamente sobre la piel.

—¿Es que ya lo has probado antes? —dudó ella.

Su cuerpo se retorcía y se tensaba cada vez que el ungüento la rozaba.

—Por supuesto. Mi hermana y yo éramos expertos en cortes. Ni te imaginas la de veces que mi madre nos tuvo que curar con esto.

Al oír aquello, Paula cambió su expresión, como si ya no le doliera, y me preguntó con apremiante curiosidad.

—¿Tenías una hermana?

—Así es.

—¿Y cómo era?

Me la quedé mirando unos instantes. Sus ojos reflejaban un brillo peculiar.

—Se parecía bastante a ti, aunque ella era morena.

—¿De veras?

Asentí con la cabeza.

—Vaya, seguro que lo pasabais muy bien juntos.

Esbocé una sonrisa.

—Sí… Fueron buenos tiempos.

Paula se quedó pensativa un segundo y dijo:

—Yo nunca he tenido hermanos, pero me habría gustado mucho…

Con el dedo terminé de untarle toda la superficie de la herida y, acto seguido, dejé el cuenco reclinado en la hierba.

—Bueno, esto ya está. Mañana deberías tenerlo mucho mejor —concluí, cambiando de tema. Ella se observó las rodillas, acercó su cara y sopló suavemente sobre la membrana que las cubría.

—Muchas gracias, Erico. La verdad es que ya no me escuecen tanto.

—Me alegro. Ahora deberías tratar de descansar. Túmbate, iré a buscar tu manta y un analgésico a la mochila.

Después de taparse, Paula no tardó en quedarse dormida. Su cansancio y su cuerpo entumecido la hicieron caer en un sueño profundo. Sin embargo, a media noche, se despertó tiritando. Yo, como de costumbre, me encontraba sentado a su lado, observando inamovible el horizonte.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté.

—Tengo muchísimo frío.

Me quité el guante y le toqué la frente. Estaba ardiendo y sudaba a borbotones. Chasqueé el paladar al sentirme incapaz de hacer nada por remediarlo.

—Me sabe mal, Paula, pero lo único que puedo hacer es darte otro analgésico. No podemos arriesgarnos a encender un fuego aquí, donde cualquiera podría vernos.

Sin poner objeciones, la niña se tumbó de lado, dándome la espalda. Unos terribles escalofríos recorrieron todo su cuerpo, y a los pocos segundos la oí llorar en silencio, intentando disimularlo.

«Será posible», exclamé interiormente, y me sentí incómodo por lo que se suponía que debía hacer en esos momentos. Jamás imaginé que tendría que llegar a tales extremos.

Me costó decidirme, pero al fin reuní el valor necesario y me recosté a su lado con cuidado, pasándole mi brazo por encima de la manta. Ella se estremeció levemente.

—Qué frío estás…

—Lo siento. —Fui a separarme inmediatamente, sintiéndome estúpido, pero entonces Paula me paró con la mano.

—No importa. No te vayas, por favor —suplicó—. Quédate conmigo.

Aunque no pudiera verme, hice una mueca embarazosa. No terminaba de acostumbrarme al contacto humano, y me sentía muy extraño cada vez que sucedía, pero pensé que por una vez debía dejar de lado mi personalidad insociable y seguir los dictados de la razón.

—De acuerdo —contesté al fin, tumbándome de nuevo. Cuando volví a abrazarla, encogió su cuerpo, haciéndose un ovillo, y pareció tranquilizarse. Yo aproveché para cerrar los ojos e intenté no pensar en nada. No obstante, los recuerdos de mi vida anterior brotaron por mi mente de manera irremediable, filtrándose sin permiso—. De acuerdo… —repetí en voz baja—. Me quedaré a tu lado, Elena…

La noche nos cubrió con su manto estrellado. Fue una noche tranquila, y, mientras aguardaba la llegada del nuevo día, poco podía imaginar que por aquel entonces nuestros problemas no habían hecho más que comenzar.