Tomar decisiones puede resultar una tarea difícil, sobre todo cuando ninguna de las opciones disponibles es del todo viable. Pero a veces, inesperadamente, los acontecimientos terminan decidiendo por ti.
Si existían dudas acerca de cuál debía ser nuestro próximo movimiento, se desvanecieron cuando los cuerpos de los caídos empezaron a levantarse de nuevo.
Fue un tremendo error por mi parte no darme cuenta de que algunos de esos engendros que yacían sobre la carretera no estaban muertos del todo. De nuevo, la lógica me había jugado una mala pasada. Por nada del mundo imaginé que entre aquel mar de cadáveres pudiera encontrarse algún zombi en activo, y, a pesar de captar multitud de olores corrompidos, no juzgué necesario asociarlos con ellos. Se suponía que todos habían perecido siendo aún humanos.
Los tiempos estaban cambiando, pensé. Ya no podía dar nada por sentado.
El primero se alzó de forma educada, como pidiendo permiso.
Mientras Paula y yo estudiábamos todas las posibles opciones y sus riesgos inherentes, un mido repentino, similar al que produce una lija blanda contra una pared, me puso sobre aviso. Al girar sobre mí mismo y buscar el origen de ese sonido rugoso, observé que a uno de los cuerpos tendidos le ocurría algo extraño. Permanecía boca abajo, aparentemente inmóvil; pero al fijarme con más detenimiento observé que su masa empezaba a zarandearse leve y sistemáticamente, como si sus intenciones con la carretera fueran un tanto indecentes, ya me entendéis. Sin intención de juzgarlo mal y de forma prematura, al final di con la causa: aquellos cortos y lentos balanceos los producía al rascar con sus uñas sobre el asfalto del suelo, como si intentara agarrarse a una superficie llana.
—No me jodas… —murmuré absorto. Me resultaba inconcebible hasta decir basta creer que siguiera alguno vivo.
A continuación, unos cuantos cadáveres de alrededor empezaron a mostrar la misma conducta insólita. Un par de ellos no tardaron en alzarse, retorciendo sus extremidades y emitiendo intensos lamentos. Les costó ponerse en pie, como si llevaran sin usar sus músculos atrofiados un millón de años. Sus huesos crujieron y se astillaron, pero no acusaban ningún dolor en absoluto. De sobra sabía que la ausencia de dolor es una de nuestras principales ventajas.
A los pocos segundos la situación empezó a ser algo tensa: decenas de cuerpos mutilados y destrozados hicieron acopio de sus reservas de fuerza para erguirse. Los que lo habían conseguido empezaron a andar de forma brusca y antinatural hacia nosotros, con sus uniformes militares ensangrentados y sus quijadas abiertas de par en par, ansiosos y excitados por el olor a carne humana.
Por suerte o por desgracia, no era la primera vez que vivía una situación parecida. Si algo había aprendido durante mi etapa de «guardaespaldas» era que, aunque que yo no fuese el objetivo, escoltar a alguien que sí lo era resultaba una labor, como mínimo, igual de peligrosa para mi propia integridad.
—¿¡Es que no vais a dejarnos nunca en paz!? —les gritó Paula enfadada, haciendo gala de un repentino carácter.
Yo la miré desconcertado. Indiscutiblemente, había asimilado parte de la conducta firme de Anette.
—¡Sois feos y aburridos! —continuó abucheándoles, y les sacó la lengua. Luego me clavó una mirada severa—. ¿Y tú piensas quedarte ahí plantado, o qué?
Me quedé algo perplejo ante esa reacción suya que tan poco esperaba, por lo que no pude más que negar rápidamente con la cabeza.
—En absoluto —conseguí pronunciar.
—Entonces vamos —dijo agarrando la manga de mi uniforme.
Fue el pequeño empujoncito que necesitaba para arrancar. Sin más demora, empezamos a correr entre una turba de cuerpos malditos. En algunas ocasiones nos vimos obligados a esquivar a varios de ellos que alzaban sus brazos justo cuando pasábamos por su lado haciendo intentos por aferrarnos que sólo culminaban atrapando porciones abstractas de aire. Estaban tan deteriorados que resultaban demasiado lentos, incluso para mí.
Una vez tuvimos el camino expedito, corrimos por un lateral de la carretera y no dejamos de hacerlo hasta que llegamos al inicio de las solitarias calles de Girona, donde nos detuvimos para mirar atrás y deliberar.
—¿Qué hacen? Se caen de nuevo… —observó Paula.
Varios de esos cuerpos ajados eran incapaces de mantenerse en pie más de unos cuantos segundos. Otros, en cambio, en su afán de llegar hasta nosotros, tropezaban con los cadáveres que yacían sobre el asfalto se daban de bruces contra el suelo como si fueran sacos de arena compactos.
—No creo que debamos preocuparnos más por éstos.
En verdad, su incapacidad me producía compasión. El mido ahogado y contundente de sus masas al desplomarse retumbaba en el vacío como un goteo constante.
—Vamos, acabemos con esto de una vez —determiné, sin prestarles más atención. Bajo un cielo del todo azulado y sin nubes, seguimos avanzando hasta cruzar el umbral de la ciudad. Un mástil enmohecido se alzaba justo al lado de una gran glorieta con un obelisco. En su punta, ondeaba al compás del viento una bandera agujereada que daba la bienvenida a Girona y que enarbolaba los colores de la región. Al pasarla de largo, desembocamos en las primeras calles y plazas del casco urbano, donde tuvimos que rendirnos a la evidencia de que aquel lugar había sido otro escenario devastado por la guerra; una guerra que siempre dejaba la misma estela de muerte, independientemente de la ciudad, pueblo o aldea donde se desarrollara. Cada sitio había protagonizado sus propias historias, cada uno había librado sus brutales y sanguinarias batallas, pero al final todo quedaba reducido a lo mismo: parajes aniquilados por las bombas, la metralla y la lucha encarnizada.
Lo que se iba desplegando ante nuestros ojos era un enorme desierto urbano compuesto por infinidad de broza y ladrillos desperdigados sobre un suelo desmantelado. Los postes telefónicos estaban derribados y empotrados sobre las casas, y los vehículos, volcados. La mayoría de los edificios habían quedado reducidos a cenizas tras arder pasto del fuego y de las llamas. Sus ruinas de cemento y hormigón, en el mejor de los casos, lucían las ventanas rotas, las fachadas, agrietadas, y las puertas, reventadas. El resto, literalmente, ya no existía.
A Paula y a mí nos costó caminar entre tanto desorden. Nuestras pisadas crujían con los desechos del suelo. Desechos que a menudo resultaban ser huesos humanos, semienterrados bajo un mar de escombros: brazos que sobresalían entre cascotes, cráneos aplastados o cuyas cuencas oculares vacías miraban hacia un horizonte eterno y otras partes de la anatomía que no encuentro necesario mencionar.
La expresión de Paula al contemplar todo aquello era un poema. Durante el último mes, no nos habíamos enfrentado a ninguna visión tan aterradora como aquélla. Ahora el tiempo que habíamos pasado en la carretera se nos antojaba, de algún modo, un paseo por el paraíso, donde el verde natural reinaba por todas partes. Y lo cierto era que nos habíamos acostumbrado a ello. Pero ahora, en cuestión de minutos, habíamos sido testigos en dos ocasiones de los horrores más atroces que el Apocalipsis había ido dejando tras de sí.
La cautela y el intento de ser sigilosos se sumaron a nuestro afán de cruzar aquel paraje con la mayor brevedad posible. Antes de avanzar por cada esquina, tratábamos de asegurarnos de que existía una vía libre asomando la cabeza y mirando detenidamente hacia todos los ángulos. Al cabo de media hora, sin embargo, no habíamos progresado demasiado, y el temor de perdernos empezó a abrirse un hueco en mi mente. Era como estar nadando por un infierno de anarquía. La ciudad había quedado tan dañada que resultaba absurdo intentar imaginar cómo habría sido en el pasado. Por si fuera poco, su desafiante quietud y el silencio de la devastación conseguían quebrar el pensamiento y el raciocinio con la sospecha de una amenaza constante y desconocida. Multitud de ruidos extraños retumbaban en las cercanías, ruidos inclasificables y cuya procedencia era imposible tan siquiera intuir. Todo, absolutamente todo a nuestro alrededor era capaz de cobrar vida, y ésa era la sensación que teníamos mientras tratábamos de orientarnos hacia el norte a través de los vestigios de aquellos barrios.
En determinado momento, a un par de calles por adelante —juraría que sólo era un par—, nos pareció observar una especie de puente rojizo que asomaba entre los escombros, así que decidimos acercarnos para investigar. A los pocos pasos pudimos comprobar de qué se trataba: una plataforma cruzaba —y a la vez unía los dos lados— un canal ancho y cuadrangular situado tres metros por debajo por el que circulaba un río de aguas tranquilas y poco profundas cuyos extremos se perdían en la lejanía, hacia ambos horizontes de la ciudad. En el lado opuesto del puente había más casas y edificios derruidos, y también podía intuirse el pico de una alta iglesia o catedral.
—Un río que cruza Girona —musité—. No diré que me lo esperaba, pero estoy convencido de que si seguimos su curso hacia el norte nos llevará hasta las afueras de la ciudad. Puede que incluso nos permita dar con la autopista de nuevo. ¿Qué opinas?
—Tengo ocho años, ¿qué quieres que opine?
Por lo visto, aún le duraba el mal humor.
—Solamente te he preguntado si te parece buena idea.
—Sí, lo que sea, pero no me quiero quedar aquí. Este sitio no me gusta ni un pelo. Yo le lancé una mirada socarrona.
—¿Ni un pelo? ¿De dónde has sacado esa expresión?
—Lo digo en serio.
—Venga ya —protesté con ironía—. Pero si es divertido.
Mi intención era romper la tensión que aquel lugar había creado entre nosotros. La niña me miró con suspicacia.
—No, no lo es.
—Bueno, tal vez no. Pero mira… —señalé el río, que quedaba a mis espaldas—. Al menos ahora ya no estamos tan perdidos.
Paula siguió mi dedo con la vista y, al hacerlo, su cara empalideció de golpe.
—E… Erico… —dio un paso hacia atrás. Los ojos se le abrieron como platos y empezó a temblar como un flan.
—¿Qué ocurre? ¿No será una broma, verdad? Sabes que detesto las bromas.
Al ver que seguía negando nerviosamente con la cabeza, me giré y, al echar la vista abajo, no pude evitar sentir una punzada intensa. Por un instante maldije haber bajado la guardia, y maldije también hacerlo siempre en el momento menos apropiado, pues mis sentidos se distraían y perdían irremediablemente parte de su eficacia. Todo mi cuerpo reaccionó sin darse la oportunidad de pensar.
—¡Al suelo! —mascullé con un grito ahogado, arrastrando a la niña conmigo—. ¡Agacha la cabeza!
A través de unos barrotes torcidos que sobresalían de entre la broza, observamos cómo un Arcángel grande y voluminoso —quizás algo más que los que habíamos visto en anteriores ocasiones— se acercaba por el extremo sur del acueducto que había bajo el puente. Caminaba pesadamente sobre el agua, que le llegaba a la altura de sus rodillas metálicas. Su armadura era de un tono verdoso y oxidado y, al igual que el primero con el que nos topamos, blandía un enorme lanzallamas pegado a su brazo izquierdo. Su mirada, fría e imperturbable, se desplazaba a un lado y otro del canal analizando los alrededores en busca de posibles formas de vida, su incansable cometido.
—¿Crees que nos ha visto? —preguntó Paula, que respiraba con agitación, tremendamente asustada.
—No, pero sabe que andamos por las inmediaciones.
Cuanto más se acercaba aquel monstruo por el río, más nerviosa y tensa se ponía ella, hasta que al final tuve que taparle la boca con mi guante y hacerle un gesto con el dedo índice para indicarle que guardara silencio.
En esos momentos, el Arcángel se detuvo, dejando que el agua fluyera ligeramente a través de las botas de su armazón. Un leve y áspero ronroneo se filtró por su garganta, similar al murmullo del acecho de un león. Debía de intuir que nos encontrábamos muy cerca. Por un instante, el mundo se zambulló en una afonía palpitante. De pronto, la criatura encaró el lado de tierra donde estábamos, flexionó sus articuladas piernas para coger impulso y efectuó un salto inhumano que sobrepasó los tres metros de altura que medía el muro del canal. Su silueta quedó oculta bajo el sol del mediodía durante medio segundo y, como si de un coloso mitológico se tratase, aterrizó hincando pesadamente su rodilla y su enorme puño derecho sobre el suelo de la calle, a tan sólo dos travesías de donde nos ocultábamos. El sonido del impacto fue como el de un tanque al atravesar una pared de cemento.
Paula dio un respingo y profirió un grito oprimido, que quedó amortiguado por la presión que mi mano ejercía sobre sus labios. Dos enormes lagrimones se deslizaron mejilla abajo mientras sus ojos se enrojecían de puro terror.
—Shhh… —susurré, y continué hablando lenta y sosegadamente—. No puede vernos, los montículos de estos escombros nos ocultan. Sigue agachada y cuando yo te diga retrocede muy despacio.
Ella asintió con la cabeza, descompuesta por dentro. Pude notar cómo su ritmo cardíaco se aceleraba hasta alcanzar cotas cercanas al infarto.
El Arcángel se irguió como la abominación que era y empezó a aproximarse calle arriba, infalible y sin prisas, examinando en silencio los restos de los bloques residuales del entorno. Nos buscaba, podía olfatear nuestra esencia y se le notaba deseoso de arrebatárnosla.
Tras un par de minutos llenos de angustia, en los que ya me temía lo peor, el monstruo se detuvo frente al portal de un edificio de viviendas, donde pareció dudar unos instantes. Entonces se nos brindó una oportunidad de oro, la que yo estaba esperando, cuando dio un primer paso para adentrarse en el interior del inmueble y desaparecer tras la oscuridad del atrio.
—¡Ahora! —exclamé, y agarré a Paula del brazo para ayudarla a ponerse en pie.
Ambos empezamos a correr todo lo rápido que pudimos en la dirección opuesta a donde se encontraba la amenaza. Mi objetivo era alcanzar el recinto abierto de una plaza que se divisaba a menos de cincuenta metros de nosotros. En su perímetro se alzaba un hotel alto, y aparentemente elegante, de enormes cristaleras, que milagrosamente seguía en pie. En su tejado había un gran letrero que indicaba su nombre con letras arenosas: «Hotel Carlemany».
De todas formas, precipitarnos como posesos no dejó de ser un error táctico; al hacerlo, removimos demasiado los desechos del suelo, arriesgándonos imprudentemente con el ruido ocasionado. En un momento dado, cuando estábamos a mitad de camino, nuestros pies patinaron sobre un montículo de rasillas y tejas que crujieron en exceso.
Me quedé paralizado momentáneamente. Paula también se paró y contuvo la respiración. Y mientras el mundo se detenía, esperamos la señal que indicara que éramos carne de cañón. Y, en efecto, esa señal no tardó en llegar: un bramido salvaje atronó en la distancia como consecuencia de nuestra indiscreción, un bramido nacido de las entrañas del edificio de viviendas del que intentábamos alejarnos. Acto seguido, la calle entera empezó a temblar con pequeños e intermitentes seísmos. Comprobamos con horror cómo una parte de la pared del segundo piso de aquel inmueble lejano estallaba en mil pedazos, convertida en una potente bola de fuego. En el aire se manifestó velozmente la figura del Arcángel, cruzando con su voluminosa masa la humareda ennegrecida. Un segundo más tarde, tomaba tierra con un grito de furia desgarrador.
—¡Al hotel! ¡YAA! —grité con todas mis fuerzas.
Paula y yo empezamos a correr por nuestra vida, sin más opción que intentar llegar hasta el vestíbulo del Carlemany y rezar por encontrar un escondite en el interior de sus instalaciones antes de que aquella máquina asesina nos alcanzara —cosa que probablemente acabaría haciendo—. Desde el primer momento en que lo vi, supe que ese Arcángel era diferente de los otros, mucho más fuerte, mucho más ágil y mucho más rápido. Era temible.
La potencia de su embestida acechaba a nuestra espalda, haciendo que la distancia que nos separaba disminuyera muy deprisa.
«No llegaremos», —pensé al pisar la plaza, cuando nos faltaban únicamente diez metros para alcanzar la entrada de la recepción. Por algún motivo, sus puertas giratorias de cristal blindado estaban parcialmente desencajadas respecto a los ejes de sujeción, creando un estrecho hueco en la hendidura de tamaño suficiente para que ambos pudiésemos atravesarlo.
Al enemigo se le escuchaba ya muy cerca cuando llegamos desgañitados hasta el pórtico, donde dejé que la niña se introdujera primero por la estrecha cavidad que separaba la compuerta y el marco de la fachada. Paula se tensó, haciendo fricción con todo su cuerpo, mientras yo la empujaba para ayudarla a cruzar.
—¡¡Vamos, venga, venga!! —la apremié, haciendo un gran esfuerzo.
Una vez consiguió acceder al otro lado, llegó mi turno. El Arcángel corría imparable, encolerizado. El estruendo de sus frenéticas zancadas acercándose vertiginosamente hacía temblar el suelo y removía el polvo de las paredes. No me giré para comprobar los metros exactos que nos separaban, ni quise hacerlo.
Sin perder la voluntad, cogí impulso y me lancé a través de la brecha.
Os parecerá inaudito, pero por primera vez consideré una suerte ser un zombi y haberme quedado tan delgado en el intento, porque fue precisamente eso lo que me salvó en el último instante.
Justo cuando aterricé sobre la moqueta polvorienta de la recepción, un choque de fuerza descomunal hizo vibrar el edificio entero. Las vigas se agitaron violentamente y decenas de partículas de yeso cayeron del techo. El ruido fue tan estridente que tuve que taparme los oídos con las manos.
Inmediatamente después, traté de reponerme y me levanté algo desorientado.
El Arcángel inició entonces una serie de intentos atroces por arrancar con sus poderosos brazos la compuerta giratoria que nos separaba, cuya estructura iba cediendo y doblegándose fácilmente con cada nueva colisión que recibía.
Se nos agotaba el tiempo.
Paula gritó mi nombre desde lejos, mientras yo aún recuperaba mi centro de gravedad.
—¡Por aquí! ¡Ven a las escaleras!
Busqué su voz con la mirada y entre la penumbra la divisé, esperándome sobre los primeros peldaños de una estilosa escalinata que conducía a las plantas superiores del hotel.
Fruncí el ceño al ver que la niña me hacía señas para que me apresurara.
—Un momento… —comenté a modo de inciso—, creo que esto ya lo he vivido.
—¡¿A qué esperas, Erico?!
Agité mi mente y traté de concentrarme. Lo siguiente que hice fue reunirme con ella. Al tiempo que alcanzaba su posición, ambos empezamos a subir entre jadeos por aquella tediosa escalera de tres bandas. De arriba no llegaba más que una densa y desconocida oscuridad, pero concluí que prefería mil veces lo que pudiésemos encontrarnos por los pasillos de aquel hotel abandonado que al monstruo que aguardaba en su exterior.
No obstante, el término «exterior» muy pronto dejó de tener sentido.
Cuando alcanzamos el tercer nivel del inmueble, supimos que la compuerta de la entrada acababa de ceder por completo, porque un pesado impacto atronó en la galería, haciendo vibrar el edificio de nuevo. Eché la vista abajo, por la cavidad de la escalera, y con impotencia comprobé cómo el Arcángel aparecía precipitadamente en mi campo de visión. Entonces tomó impulso y, con una agilidad pasmosa, saltó de golpe todo un primer tramo de escalones.
—¡¡Dios!! —exclamé, sin dar crédito.
Desesperados y conscientes de que no teníamos otra opción, hubimos de modificar el rumbo. Seguir subiendo no serviría de nada, así que nos dirigimos rápidamente hacia el pasadizo de habitaciones que nos quedaba justo enfrente. Era un pasillo curvilíneo y tenebroso, y nada más adentramos en él una sucesión de lamentos y gemidos comenzaron a dejarse oír procedentes de la penumbra que reinaba más adelante. Segundos después, ante nuestros ojos fueron apareciendo diversas siluetas con forma humana que, al vernos correr en su dirección, empezaron a reaccionar de forma hostil, gruñendo y alzando sus purulentos brazos.
—¡No te pares! —le ordené a Paula, que exhalaba insistentes bocanadas de aire por el esfuerzo al que estaba siendo sometida y el pánico que le atenazaba—. Tú cierra los ojos y no te sueltes de mi mano.
La niña presionó sus dedos contra mi guante y, sin dejar de correr, permitió que mis pasos guiaran los suyos, mientras yo esquivaba y empujaba a todos los muertos vivientes que se interponían en nuestro camino. En más de una ocasión, los zombis llegaron a rozarme, e incluso a sujetarme fugazmente. Imagino que también a Paula. Pero, por suerte, conseguimos zafarnos sin demasiados problemas. De todas formas, ellos no me preocupaban en exceso. Sí lo hacía el verdadero monstruo, que ya había llegado hasta el tercer piso y nos pisaba los talones, haciendo que el corredor a nuestra espalda se volviera un maremoto de cuerpos y objetos rotos.
Una vez creí haber eludido a todos los no muertos, me fijé en que, hacia el final del pasillo, había una habitación cuya puerta permanecía abierta. Del hueco afloraba un haz de luz rectangular que se reflejaba en el suelo.
—¡Ahí! —señalé—. ¡Corre y enciérrate!
Paula se adelantó sin rechistar y se coló en el interior de la estancia, bloqueando la puerta tras de sí.
Sabía que mi final estaba cerca, y no podía hacer nada al respecto excepto detenerme y disfrutar del proceso. Realmente, os puedo asegurar que jamás olvidaré aquella visión, cuando el fuego del infierno se clavó en mis retinas.
Desde la órbita central del pasadizo escuché la detonación de una fuerte ráfaga. A continuación, una larga lengua etérea, anaranjada y azul, fue extendiéndose y devorando las paredes con una luminosidad cegadora. La estela de gas y llamas carbonizó al instante a toda la multitud de condenados que, inconscientes del peligro que corrían, habían osado no apartarse de la trayectoria del ángel caído.
Tras esa ráfaga, llegó otra muy seguida. Sus llamas se expandieron aún más y se elevaron hasta el techo de mi ubicación. Me vi obligado a agacharme para no quedar chamuscado. Y en un momento en que el tiempo pareció frenar su transcurso, pude vislumbrar cómo los grumos irregulares de la combustión se deslizaban elegantemente a través de la bóveda de yeso, formando diminutas explosiones de colores ardientes, hasta que desaparecían consumiéndose en espesas cortinas de humo negro.
No tardó en ser audible una tercera carga de queroseno. Consciente de que ésa llevaba mi nombre inscrito, me incliné hacia la derecha y me apresuré a empotrar todo mi cuerpo contra la puerta del dormitorio más cercano, que, al carecer el hotel de electricidad, se abrió fácilmente cuando giré su picaporte de banda magnética.
La fuerza de la inercia me hizo caer en el interior de la habitación, y fue al dar de bruces contra el suelo cuando una nueva y potente llamarada arrasó por completo el espacio que yo había ocupado el instante anterior.
El olor intenso y mareante a combustible lo impregnó todo. Antes de poder abrir los ojos, pensé en lo mal que debía de sentirse Paula, sola y asustada en el dormitorio contiguo. Muy a mi pesar, en esos momentos ya no podía hacer nada por ella, ni por mí, desde luego. La verdadera muerte me sonreía muy de cerca, pues se encontraba a tan sólo unos pasos de distancia. El crujir de sus pisadas sonaba ahora pausado y firme.
La habitación donde me encontraba era tan amplia como sumamente polvorienta. Tenía una cama hecha añicos, un mueble bar lleno de telarañas y una enorme cristalera que ocupaba toda la pared opuesta al pasillo, por donde entraba libremente la luz diurna, que se difuminaba con las miles de partículas que pululaban por el aire.
Sin levantarme, fui arrastrándome hacia atrás, hasta topar de espaldas con el amplio y alto ventanal. A través de su superficie lisa y translúcida, pude intuir unas vistas de la calle espectaculares. Entre ellas, el canal del río, que rompía el paisaje separando las ruinas de la ciudad en dos segmentos asimétricos.
De repente, una imponente mano metálica asomó, aferrándose al marco chamuscado de la puerta, y, con un violento tirón, lo arrancó de cuajo. La pared colindante con el pasadizo se hizo añicos. En su lugar quedaba ahora un agujero mucho más grande que el limitado por el simple rectángulo de la entrada. El gigante apareció impetuoso por la dilatada cavidad, como si emergiera desde las brasas del averno. Sus ojos opacos me miraron llenos de ira y, ante mi asombro, empezaron a analizarme intensamente, de arriba abajo. Supongo que jamás habría visto a un ser tan peculiar como yo, y era como si su cerebro estuviera asimilando los datos de una nueva especie u organismo al que perseguir y aniquilar.
Ahora que yo también podía verlo al detalle y más de cerca, me pregunté cómo era posible que existiera una criatura como aquélla. ¿Qué clase de experimentos biogenéticos podrían haber llevado a semejante culminación? Imposible de saber. Sólo tratar de imaginar su origen escapaba a todo intento racional por encontrar la respuesta.
Una vez hubo terminado el fugaz pero intenso chequeo mutuo, el Arcángel abrió sus fauces y soltó otro rugido animal. Acto seguido, alzó su pesado brazo, listo para lanzarme una última y mortífera descarga.
Yo, en cambio, y sin la intención de ponérselo fácil, hice una de las cosas más ridículas que se me han ocurrido jamás: alargué la mano hasta dar con un palo de madera que había en el suelo, entre los restos del camastro, y, sin pensármelo dos veces, se lo lancé con todas mis fuerzas. La pequeña estaca rebotó torpemente en su sólida armadura y salió disparada en dirección opuesta, dando vueltas en el aire. Él ni siquiera se inmutó.
Cuando fui consciente de lo que había intentado hacer con un insignificante barrote de cama, no pude evitar soltar una pequeña carcajada. Luego lo miré encogiendo los hombros y dije: —Está bien, hijo de puta. Tú ganas.