Los días pasaron de forma lenta y castigadora, uno tras otro, hasta convertirse en semanas. Cada vez que miraba atrás, me resultaba difícil creer la magnitud del camino recorrido. Tratar de calcular el tiempo exacto seguramente derivaría en conclusiones erróneas. Recuerdo que anduvimos durante muchos soles y lunas sobre aquel terreno carcomido por las llamas y devorado por la sombra de la devastación, más allá de los límites físicos.
La autopista que habíamos tomado en dirección a Francia, la AP-7, resultó ser una extensa lengua pavimentada, rodeada de grandes espacios abiertos y naturaleza virgen, pero, a su vez, repleta de cadáveres y de vehículos accidentados y varados de cualquier forma entre un mar de cristales rotos. La maleza crecía desde la tierra oculta bajo el asfalto abriéndose paso por sus grietas como fibras ásperas y baldías. Os será fácil de imaginar que el colapso y el pánico generalizado durante la pandemia, con miles de personas intentando huir hacia todas partes, habían convertido aquella vía en un interminable y serpenteante cementerio.
De vez en cuando podían verse restos de puestos militares, barricadas con automóviles del ejército y de los mossos de escuadra que permanecían, desatendidos, a la intemperie, con sus puertas aún abiertas y los radiorreceptores colgando del salpicadero. A menudo, incluso había rastros de violencia, como marcas de ruedas grabadas sobre el asfalto, que evidenciaban el intento de eludirlos por parte de algún conductor desesperado, un intento que siempre concluía, veinte metros más adelante, en un amasijo de hierros retorcidos. Diversos orificios de bala cubrían sus chasis; fiambres mustios y llenos de plomo los habitaban.
De todas formas, mentiría si dijera que nos topamos con adversidades —me refiero a auténticos problemas—, al menos durante la mayor parte del recorrido. La verdad es que aquella autopista no presentaba ninguna amenaza más allá del caos reinante en toda su extensión. Los enemigos potenciales, humanos o no, hacía tiempo que se habían ido a otro lugar o simplemente habían perecido, y yacían allí, sobre el duro suelo, o colgaban de las ventanas abiertas de los coches. Decenas de moscas se introducían por los orificios de sus maltrechos cuerpos como única compañía.
En general, podría decir que el único peligro al que nos enfrentamos fue a ese fantasmagórico escenario, que, a pesar de parecer seguro, atemorizaba con sólo mirarlo.
Durante el día nos dedicábamos a avanzar todo lo posible, sin hacer demasiado mido y sorteando los obstáculos del camino. Un verde infinito en forma de robles, pinos y campos descuidados nos envolvía de manera apacible y constante bajo el añil del cielo. Las frutas maduras de los árboles y los restos de cosechas abandonadas proporcionaban a Paula alimento; las botellas de agua y refrescos que saqueábamos de los vehículos estancados le saciaban la sed.
Teniendo en cuenta mi ritmo lento y los obstáculos, era una suerte si conseguíamos recorrer más de cuatro o cinco kilómetros por jornada.
Por la noche llegaba la peor parte, al menos para Paula. Nos encontrábamos a las puertas del invierno, y el frío glacial se iba intensificando a medida que nos acercábamos al norte y azotaba con dureza cuando el sol caía, por lo que siempre nos veíamos obligados a cobijarnos en el interior de los innumerables turismos o furgones que la anarquía había dejado a su paso.
Para ella, no obstante, lo peor era la oscuridad, como se atrevió a confesarme una vez, tumbada en los asientos de atrás de una furgoneta antigua y polvorienta:
—Siento mucho miedo cuando crujen las ramas de los árboles —me dijo—. No sé lo que hay ahí afuera y eso me asusta.
«Y con razón», pensé. Fuera de nuestros improvisados refugios, si mirábamos a través de las ventanas de cristal, no se veía un carajo. Las luces de las balizas que antes iluminaban el recorrido de los viajeros ya no funcionaban. Y con el débil brillo de la luna, todo a nuestro alrededor quedaba sumido en una penumbra abstracta que nos obsequiaba con multitud de formas torturadas y amenazadoras procedentes del exterior. Si a eso le sumáis la imaginación asustadiza de una niña de ocho años, entenderéis por qué se pasaba las noches tapándose la cabeza con su manta, respirando nerviosa y sin poder pegar ojo.
—No tienes de qué preocuparte —le contestaba yo—. Ahí afuera ya no queda nada. Ella me miraba atemorizada, temblando tanto por el frío como por el miedo.
—¿Me lo prometes?
—Pues claro.
—¿Y no me lo dices para que me calme?
—Oye, ¿crees que te mentiría?
Entonces se quedaba callada, pero, generalmente, de nada servía que yo intentara tranquilizarla asegurándole que era un buen vigilante. Los crujidos del viento sobre la vegetación, el ulular de los búhos o el simple silencio del mundo eran suficiente motivo para que ella se mantuviera en un estado de alerta constante, y más después de ser testigo de la clase de cosas con las que nos cruzábamos diariamente.
Una vez encontramos a un «superviviente» encerrado en un Mercedes plateado. El tipo llevaba traje y corbata y daba la sensación de que en vida había sido un tipo adinerado. Pude olerlo a distancia, incluso antes de oír cómo aporreaba las lunas laterales de su vehículo.
—¿Qué es eso? —preguntó Paula al oírse una secuencia de impactos metódicos. Yo no le contesté, simplemente seguí el rastro del mido hasta dar con él.
La berlina se escondía entre una hilera de varios coches detenidos. Y el desafortunado zombi, sentado en el asiento del piloto, intentaba romper los vidrios blindados con tanta insistencia que, en lugar de manos, lucía dos feos muñones enrojecidos. Nos quedamos un rato observándole (tras varios días sin que pasara absolutamente nada extraño, aquello incluso se me antojó un divertido cotilleo).
—¡Qué asco! —exclamó la niña.
Acerqué mi rostro hasta casi pegarlo al cristal, con la intención de verlo más detalladamente. Aún llevaba el cinturón puesto. Media cabellera se le había caído, y tenía enganchados en el cráneo —que quedaba parcialmente a la vista— unos cuantos jirones de pelo mugriento que le caían sobre los hombros como si fueran estalactitas de polvo. Su dentadura mostraba unos dientes oscuros y carcomidos. Y sus ojos velados se clavaban en nosotros con un furor exasperado, aunque era imposible saber si era debido a las ganas de alimentarse o a las de salir del interior de su pequeña prisión de lujo.
—Debe de ser frustrante… —murmuré—. ¿Cuánto tiempo llevarás encerrado ahí dentro? Una especie de vaho sudoroso, compuesto por la podredumbre y la descomposición que emanaba del interior, empañaba los cristales.
—Debes de llevar meses prisionero y aún no has aprendido lo que significa abrir una simple puerta —continué hablando para mí mismo—. Lo has estado intentando por la vía más absurda hasta que al final te has quedado sin manos.
«¿Era eso lo que me esperaba a mí? —me pregunté—. ¿Un grado tan extremo de negligencia?» Me asustaba sacar este tipo de conclusiones. Como ser racional que aún era, observar lo que me esperaba cuando mi transmutación final se llevara a cabo me hacía experimentar arrebatos de ansiedad.
Paula tiró de la manga de mi uniforme.
—Vayámonos, Erico —me sugirió—. Dejémosle.
Yo asentí con la cabeza, sin apartar aún la mirada. Y en esos momentos, el zombi alzó el muñón de nuevo y propinó un contundente golpe contra la ventanilla, más fuerte que los anteriores. Seguidamente arremetió con múltiples embestidas con todo su cuerpo. Estaba furioso, como si le molestara que nos fuésemos y le dejáramos allí, confinado hasta el fin de los tiempos.
—Sí, vamos… —dictaminé segundos después.
Le tendí la mano y nos alejamos del vehículo sin demasiadas prisas. A los pocos pasos me giré de nuevo por simple curiosidad y comprobé que el pobre infeliz no dejaba de seguirnos con la vista, mientras nos perdíamos carretera arriba.
Uno de los aspectos que inevitablemente fue mejorando con el transcurso de los días fue la relación entre ambos. Por lo menos nos teníamos el uno al otro, y llegó un momento en que alcanzamos tal grado de confianza que incluso, a menudo, terminábamos discutiendo como si fuéramos hermanos; la mayoría de las veces por auténticas tonterías, y otras, en cambio, por asuntos algo más serios:
—¿Y por qué no podemos simplemente coger un coche y conducir por la autopista? —se quejó una mañana con fastidio, mientras caminábamos bajo un manto de lluvia—. Llevamos andando dos semanas sin parar. Esto es un rollo.
—Ya te lo he dicho mil veces; no sé conducir.
—Pues aprende.
Ante sus avispadas réplicas, yo solía esbozar una sonrisa y siempre trataba de explicarle de la forma más ingeniosa posible por qué hay cosas que se pueden hacer y otras que no.
—No es tan sencillo. Verás, ¿conoces el cuento de la tortuga y la liebre?
Lo meditó unos instantes y luego negó con la cabeza.
—Me lo imaginaba… Pues trata sobre una tortuga y una liebre que eran amigas y siempre discutían para ver quién era la más rápida, y como nunca se ponían de acuerdo, decidieron hacer una carrera, así que escogieron un camino y empezaron a recorrerlo.
—Pero eso es una tontería… —objetó con cara de no comprender bien los motivos de tal disputa—. La liebre es mucho más rápida que la tortuga, ella tendría que haberlo sabido.
—Correcto, pero a veces las cosas no terminan de la forma que uno espera. La liebre corrió a toda velocidad durante un buen rato y, viendo que le había sacado mucha ventaja a su amiga, decidió, muy confiada en sí misma, detenerse a la sombra de un árbol para dormir un poco. Había gastado demasiadas energías… ¿Sabes lo que pasó entonces?
—No.
—Pues que la tortuga, que andaba con paso lento, constante e incansable, terminó alcanzándola y ganó la carrera.
—Ah… —murmuró—. ¿Y qué tiene que ver eso con nosotros?
—Más de lo que crees. Si cogiésemos un coche ahora, llamaríamos demasiado la atención. Yo no sé cómo funcionan, y armaría demasiado alboroto intentando aprenderlo. Además, con la cantidad de obstáculos y vehículos que hay diseminados por la carretera, tendríamos que detenernos demasiadas veces para apartarlos de nuestro camino. Y eso sin contar con que tú, al igual que la liebre, también necesitas parar para descansar. Así que, lamentablemente, correríamos un riesgo demasiado elevado. Podríamos vernos acechados en cualquier momento por seres peligrosos que ahora mismo están lejos y no detectan nuestra presencia. Ellos son la tortuga, y tú, la liebre, ¿comprendes? Sólo que en este caso no son tus amigos.
Paula se quedó pensativa unos segundos y arrugó la nariz.
—Creo que no me gusta este cuento —sentenció finalmente.
Supongo que fue entonces cuando le quedó claro por qué no era una buena idea utilizar un coche, ya que no volvió a sacar más ese tema.
A pesar de algunas controversias como la mencionada, podría decirse que en general disfruté del trayecto y de su compañía. Hablábamos muy a menudo, excepto cuando en algunos tramos la prudencia nos obligaba a permanecer en silencio. Y es que Paula era como un libro en blanco, un botijo lleno de interrogaciones y dudas. En parte era normal; su infancia se había visto truncada, se le había privado de algo tan básico como la enseñanza, y ahora estaba deseosa de aprender. Así que siempre trataba de saciar su curiosidad sobre diversos aspectos de la vida, y me formulaba preguntas de todo tipo: que por qué el cielo era azul, que cómo se alimentaban las plantas o, incluso, que cuántas clases de animales existían.
En más de una ocasión, no dejé de sentirme extraño por el hecho de ser yo, precisamente, un muerto viviente, quien tuviera que darle lecciones sobre la vida. Resulta irónico, ¿no creéis?
Sin embargo, lo realmente curioso es que la mejor de esas lecciones me la dio ella a mí.
Un atardecer, Paula y yo nos encontrábamos sentados en un pequeño monte colindante con la autopista, rodeados de árboles, contemplando el ocaso. A pocos kilómetros había un municipio que según los carteles recibía el nombre de Sils y que asomaba a lo lejos con sus deshabitadas calles y sus diminutas viviendas rurales.
Acabábamos de realizar la increíble hazaña de cazar un conejo salvaje, despellejarlo y asarlo en mitad del bosque. No fue tarea fácil atraparlo, os lo aseguro, pero valió la pena. Paula accedió a comérselo sin rechistar. Llevaba días sintiendo fuertes mareos y sufriendo dolores de cabeza constantes, y todo debido a la falta de proteínas. Gastaba demasiadas energías, y una dieta compuesta por fruta blanda, vegetales astrosos y los comestibles caducados que encontrábamos rebuscando entre los vehículos no era suficiente para ella. De todas formas, era toda una superviviente. Desde un principio su fortaleza me había parecido digna de admirar. De acuerdo, siempre había estado protegida en cierta manera, primero por Anette y luego por mí, pero, aun así, podía decirse que lo estaba haciendo francamente bien.
Cuando hubo terminado de comer, quise preguntarle algo:
—¿Puedo hacerte una pregunta? No hace falta que respondas si no quieres.
Ella se encogió de hombros y asintió con la cabeza.
—Anette me contó una vez que te encontraron en un recinto de refugiados, en Madrid. ¿Cómo fuiste a parar allí?
Reflexionó unos instantes, cabizbaja, y de repente empezó a desabrocharse el abrigo. Luego se arremangó, mostrando las diversas marcas de mordiscos que tenía en los brazos.
—Ésta me la hizo mi padre —señaló una fea cicatriz que se le rotulaba sobre el contorno del hombro—. Una tarde llegó a casa después de ir a buscar comida y dijo que se iba a tumbar un rato, que se había peleado con alguien y que se encontraba mal. Me desperté en plena noche, con él intentando hacerme daño. Mi madre entró en mi habitación y trató de detenerlo, pero mi padre la tiró al suelo y empezó a hacerle cosas horribles. Yo me asusté tanto que sólo tenía ganas de salir de ahí y de correr muy lejos, hasta que se les pasara el enfado a mis padres. Aparte de eso, no me acuerdo de mucho más, sólo que en las calles la gente iba con mascarillas de un lado a otro. Algunos no hacían más que gritar. Tampoco me acuerdo de cómo llegué hasta aquel sitio donde estaban todas esas personas, pero sí recuerdo cuando Cristian me cogió en brazos y me dijo que todo iba a salir bien.
—¿Quién era Cristian? —pregunté.
—El hombre que me encontró. Era muy simpático.
Paula se puso en pie y volvió a abrocharse el abrigo.
—Me llevó a los pabellones e hizo que me atendiera un médico. Luego me dijo que se encargaría de buscar a las personas adecuadas para que cuidasen de mí. —Me mostró una mueca melancólica—. Poco después conocí a Anette.
Tras una breve pausa que aproveché para sacar mis propias conclusiones y ensamblar todas las partes de la historia, me recosté sobre la hierba y miré hada las estrellas, que ya empezaban a asomar en el firmamento.
—Anette… —musité pensativo—, para ella siempre fuiste lo más importante.
La niña se sentó a mi lado y asintió con la cabeza.
—Era muy buena conmigo.
En esos momentos ocurrió algo insólito; para nuestra sorpresa, una mariposa de un radiante tono azul turquesa se acercó aleteando hasta donde estábamos y se posó encima de la rodilla de Paula. Ella sonrió fascinada por esa súbita visita y, bajo mi atenta mirada, extendió un dedo hada el cuerpo del insecto y empezó a acariciarlo delicadamente.
—No se va —exclamé, extrañado de que se dejara tocar de aquella forma por un humano.
—No —se maravilló ella.
El pequeño bicho olisqueó con sus antenas la piel de sus dedos y Paula se rió complacida.
—Me hace cosquillas —dijo, y se volvió hada mí—. ¿Quieres tocarla?
—Creo que será mejor que no lo haga —contesté.
La verdad es que lo que me apetecía era comérmela.
Seguía faltándome cierto grado de sensibilidad para según qué cosas, y mi hambre atroz nunca desaparecía. La moral y la ética que aún conservaba conseguían contenerme con los humanos, pero no con los animales. Supongo que Paula debió de intuir en mi expresión lo que yo pensaba y, para mi sorpresa, me miró de una manera difícil de describir, en la que sus ojos reflejaron la compasión más pura. Acto seguido, me acercó la mariposa y la colocó cuidadosamente sobre mis manos.
—He visto lo que tienes que hacer a veces para no morirte de hambre, y no me importa. Tú cuidas de mí, y yo quiero hacer lo mismo contigo.
Instintivamente, bajé la vista. El pequeño animal se había aposentado sobre la palma de mi guante, inconsciente del peligro que corría. Admito que me quedé sin palabras. Durante todo ese tiempo había desarrollado alguna clase de afecto por ella, pero fue en ese preciso instante, al percibir ese arrebato de comprensión y constatar que me aceptaba al den por den —a pesar de mi condición y de todos mis defectos—, cuando supe que los lazos que me unían a esa niña de ocho años, más allá del simple deber deontológico, ya jamás podrían destruirse. Éramos como un único ser que se divide en dos almas. Tan diferentes pero a la vez tan iguales. Gemelos a los que la naturaleza había inmunizado de forma distinta, brindándoles la oportunidad de sobrevivir, en unas circunstancias difíciles de imaginar por nadie, para permitirles encontrarse el uno al otro.
—Gracias —le dije de forma sincera.
—De nada.
Entonces entrecerré el puño y me lo llevé a la boca con determinación. Sentí un fuerte alivio cuando el insecto crujió entre mis dientes. Ella me observó minuciosamente, sin apartar la vista ni un solo instante.
Aquella noche las estrellas brillaron especialmente. Por primera vez Paula durmió tranquila, tumbada sobre la hierba fresca, mientras yo vigilaba a su lado, aguardando la salida del alba.
Fueron buenos tiempos. Como ya dije, la mayor parte de nuestra peregrinación por aquella vía solitaria transcurrió de manera tranquila. Fue casi al llegar a la altura de la ciudad de Girona, tras cien kilómetros recorridos y, aproximadamente, tres semanas de viaje, cuando nos topamos con el primer problema serio. La autopista, en un punto cuya estructura se alzaba a modo de puente sobre un alto precipicio de tierra rocosa y árboles inclinados, estaba destrozada, literalmente derrumbada, como si hubiese sufrido el impacto devastador de varios misiles balísticos. Su esqueleto de hormigón y vigas de acero se retorcía visiblemente entre los extremos de una brecha humeante de más de cincuenta metros de longitud. Los huecos del pavimento habían sido sustituidos ahora por un conjunto de pedruscos y montañas de granizo que se habían desplomado y se acumulaban con toneladas de escombros sobre otra carretera perpendicular que atravesaba la llanura del despeñadero.
De pie, observando aquel desastre ante el abismo, Paula no dijo nada, tan sólo me miró esperando que se me ocurriera alguna solución.
—Debemos hallar la forma de alcanzar el siguiente acceso a la autopista. A medio kilómetro hacia atrás vi una salida. Tendremos que retroceder, tomarla y avanzar por un camino alternativo hasta dar de nuevo con una vía de entrada. Lo malo es que por estos bosques va a ser complicado hacerlo, tienen demasiados desniveles —sentencié, pensativo, barriendo con la vista los alrededores. Luego señalé hacia el este—. Veamos, Girona está muy cerca, como mucho a una hora caminando en esa dirección. Si nos dirigimos hacia allí y después rodeamos la ciudad por su perímetro en dirección al norte, seguro que acabamos encontrando otra entrada. Las ciudades están llenas de accesos a sus autopistas, y casi siempre en las afueras.
Por su expresión, Paula no parecía muy convencida.
—Pero tú siempre has dicho que las ciudades son peligrosas.
—Y lo son —ratifiqué—. Pero mi intención no es atravesarla por el centro, eso sería una locura. Por lo que sé, ésta es una ciudad rodeada por campos y bosques. Seguro que encontramos alguna llanura en la periferia por donde seguir avanzando. Y en el peor de los casos sólo tendremos que tomar una o dos calles secundarias. Será la única forma de no perdernos mientras buscamos de nuevo el curso de esta autopista.
Al ver que Paula no decía nada y se limitaba a fruncir el ceño, apoyé una rodilla en el suelo para quedar a su altura.
—Escucha, no tenemos alternativa —señalé el enorme agujero que teníamos delante—. Yo no sé volar, ¿y tú?
Negó con la cabeza y entonces le ofrecí la mano.
—Vamos, confía en mí. ¿Cuándo te he fallado?
—Nunca —contestó, y se agarró de mi guante al tiempo que yo me ponía en pie. Seguidamente empezamos a desandar el camino. Tal y como recordaba, tras caminar un generoso tramo, nos esperaba la silenciosa salida de Girona Sur. Al adentramos en ella, su curva pronunciada nos obligó a descender hasta el nivel más bajo de tierra y fuimos a parar a la carretera que habíamos visto desde arriba. Su recorrido exigía irremediablemente que nos dirigiéramos hacia la derecha, hasta los dominios de la ciudad, puesto que los restos caídos de la autopista bloqueaban la calzada hacia el lado opuesto, como si hubiera sido demolida a propósito para aislar la zona.
Esa nueva vía resultó ser incluso más ancha que la anterior: una enorme y recta avenida de más de seis carriles, rodeada por pendientes rocosas que formaban murallas naturales a ambos lados. Su magnitud era apabullante. Girona fue una ciudad fundada por romanos, y ésa era, sin duda, una entrada digna de emperadores. El sol brillaba en lo alto, transformando el camino en una larga lengua de oro y creando espejismos trémulos en la distancia.
Pese a que la soledad de los parajes no resultaba para nada tranquilizadora, Paula y yo anduvimos sobre aquel terreno como dos viajeros explorando un mundo nuevo y virgen.
A medida que avanzábamos, íbamos distinguiendo en el horizonte los picos de las iglesias y los contornos de los edificios de distintos estilos arquitectónicos. Y, poco a poco, la ciudad fue alzándose orgullosa sobre un paraje inhóspito y vacío, como si nos brindara una suntuosa bienvenida.
De pronto, Paula señaló con un dedo al frente.
—Erico, mira.
A unos doscientos metros, situada entre las puertas de la ciudad y nosotros, una silueta alta y estática rompía el contorno monótono de la carretera como si se tratara de una efigie abstracta. A su alrededor, parecía que el suelo presentaba diversas irregularidades. El vaho que se cernía sobre el asfalto, unido al sol, que nos iluminaba de cara, no nos permitían distinguir bien lo que era.
—¿Qué demonios hace una estatua en medio de la carretera? —intervine.
—A lo mejor estaba allí antes de que la gente muriera.
—No lo creo…
Cuando nos acercamos y pudimos ver con claridad de qué se trataba, solté un exabrupto. Por nada del mundo me lo habría imaginado. Durante un corto intervalo de tiempo fue una visión demasiado dantesca y difícil de comprender.
Lo que un minuto antes nos habían parecido anomalías del terreno no era más que un cúmulo de cuerpos mutilados y carbonizados que yacían sin vida, diseminados a lo largo de toda la llanura. Debía de haber docenas… cientos, retorcidos de formas aberrantes. Algunos tan destruidos que resultaba difícil de creer que sus masas poliformes antaño habían sido cuerpos humanos. Su distribución sobre el terreno parecía resultado de una encarnizada batalla. Lo realmente perturbador fue reconocer quién —o mejor dicho qué— había sido su enemigo.
En medio de aquel caos de cadáveres, se izaba una gran estaca de madera —la estatua que creí divisar— en cuya punta permanecía clavada la deformada cabeza de un Arcángel, con esos ojos tan aterradores que ahora contemplaban sin vida un horizonte indefinido. Justo debajo, en el suelo, quedaban tendidos los restos metálicos de su inerte y enorme cuerpo. A media altura del mástil, había un letrero clavado con una inscripción en pintura negra que decía: «NO SOIS INMORTALES».
Era de imaginar que alguien había querido dejar ese mensaje en señal de amenaza hacia los Arcángeles que pudieran adentrarse en el territorio, o, tal vez, a modo de provocación para desafiarles a que lo hicieran. Cómo saberlo… Fuera como fuese, ninguna de las opciones era alentadora. En esos instantes tuve la sensación de estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado y en medio de una guerra que no era la nuestra.
Todas esas muertes de alrededor habían sido causadas de una forma salvaje y brutal, muy propia de una bestia como el Arcángel.
¿Tan poderosos eran que había hecho falta un regimiento entero para acabar tan sólo con uno de ellos? Girona era una ciudad grande. ¿Habría más en las inmediaciones? Y por otra parte: ¿Quién o quiénes habían dejado aquella advertencia tan explícita?
Enseguida me vi limitado por mis capacidades deductivas.
—¿Sigues queriendo entrar? —me preguntó Paula con voz temblorosa. Evidentemente se sentía tan incómoda como yo.
Miré hacia el frente. La ciudad estaba sumida en un majestuoso silencio. No se veía ni un alma. Los primeros edificios se elevaban con sus muros grises y agrietados, cuyas fachadas se perdían entre laberintos de calles góticas. Para seguir hacia el norte nos íbamos a ver obligados a tomar algunas de esas calles, puesto que las pendientes de los bosques terminaban justo donde empezaba la urbe. Pero a juzgar por la escena que acababa de ver, eso representaba un riesgo mayor del que había calculado en un principio. La otra opción era volver hacia atrás y perder un tiempo incalculable intentando encontrar rutas alternativas por el territorio catalán. Quizás ésa habría sido la mejor elección si mi metabolismo no se encontrara en medio de una carrera a contrarreloj. Sin embargo, y desgraciadamente, el tiempo era un factor demasiado relevante.
—No lo sé, Paula —contesté consternado—. Esto supera todas mis expectativas.