Dicen que la vida pasa por delante de tus ojos un instante antes de morir… Tu infancia, tu primer beso, el calor de yacer por primera vez junto a una mujer, los viajes emprendidos lejos del hogar, los múltiples desafíos a los que te has expuesto… Y es curioso cómo todos esos recuerdos pueden circular por tu mente en un espacio de tiempo tan fugaz.
Tal vez, revivir todas esas experiencias de nuevo antes de tomar el pasaporte sea una buena forma de morir. Tal vez fuese así como yo querría hacerlo, y tal vez finalmente habría sucedido así si la persona que intentó dispararme desde lo alto del muro del puerto no hubiera estado tan alterada. Seguramente, de haberse encontrado más calmado —o simplemente si hubiese recuperado sus gafas—, Randy no habría fallado aquel tiro. Un tiro que, por el contrario, sí que mató a una pobre paloma que paseaba buscando comida por la arena y que había cometido el único pecado de andar demasiado cerca de mí. El desdichado bicho reventó en un arrebato de plumas y patas que brotó por los aires en mil direcciones.
En fin, supongo que deberé estarle eternamente agradecido a ese dichoso pájaro por ocuparse involuntariamente de mis asuntos.
¿Que si era mi hora? Qué va… os aseguro que estaba muy lejos de serlo.
A pesar del resultado final, la bala erró su recorrido por bien poco. Incluso pasó zumbando a pocos centímetros de la cara de Sam, que, nada más percibirla, reaccionó gritando y cubriéndose la cabeza con las manos.
—¡Alto el fuego!
Se giró y, en cuanto descubrió al responsable de esa imprudencia, su cara se enrojeció de ira.
—¡Estúpido zoquete! ¡Detenedlo! —ordenó a los suyos, señalando agitadamente hacia el andamio de encima del muro.
Tuve que echarme al suelo cuando el siguiente de los disparos efectuados por Randy impactó sobre la arena, creando un enorme surco cónico. Lo primero que hice inmediatamente después fue buscar a Paula con la mirada. Por suerte, se había apresurado a colocarse detrás de un cubo de basura de comestibles ubicado a escasos pasos de donde se encontraba momentos antes.
«Estamos demasiado expuestos», pensé. De seguir así, aquel condenado viejo era capaz de matarnos a todos. Su mandíbula se desencajaba, presa del frenesí, y su expresión, mientras apuntaba con su fusil, reflejaba la pasión de un auténtico psicópata. Desde lejos podía oírse la risa histérica emergiendo de su vociferante garganta. Lo peor es que tiroteaba a destajo. Al no llevar las gafas puestas, era como si en vez de disparar con un rifle de precisión, lo hiciera con una recortada de ancho alcance. Además, el hecho de ser sordo le impedía escuchar los gritos que sus compañeros proferían desde abajo para implorarle que depusiese su actitud. Claro que, después de haberlo lanzado por las escaleras, no me extrañaba que, en aquellos momentos, para él sólo importara mi cabeza, fuera al precio que fuese.
Con la insistencia de los disparos, Sam empezó a gesticularles a sus hombres como un poseso, al tiempo que trataba de esquivar las balas desperdigadas al azar.
—¡Que alguien le detenga! ¡Pero quitadle el arma, joder! —se desgañitaba gritando.
De repente, una pequeña y fugaz nebulosa roja se manifestó justo en la parte trasera de su hombro. El ruido amortiguado del impacto se disipó como un susurro efímero. Sam se vio obligado a girar sobre sí mismo violentamente y se dio de bruces contra el suelo.
En esos instantes pude ver cómo dos de los supervivientes que ya habían subido hasta el andamio agarraban a Randy por detrás y lo inmovilizaban de pies y manos, mientras éste profería auténticas barbaridades. Los demás se mostraban visiblemente escandalizados por lo que le había pasado a su líder. Pero únicamente Sara —la mujer que se había encargado de atender a Paula— se acercó corriendo con la cara descompuesta por el miedo, como si su afecto por Sam fuera de naturaleza diferente del que produce la simple convivencia. Cuando llegó hasta él, se agachó para comprobar su estado y le acomodó la cabeza entre sus manos —aún respiraba, pero parecía inconsciente—. Luego me miró con los ojos enrojecidos y me dijo tan molesta como asustada:
—Tú, seas lo que seas. ¡Lárgate de aquí! Vete lejos y déjanos.
Obviamente, yo no podía estar más de acuerdo. De nuevo había salido ileso por los pelos. No sería inteligente contribuir a que mi buena racha terminara. Lo mejor que podía hacer era aprovechar el alboroto para desaparecer y evitar de paso más malentendidos.
Antes de irme, eché un último vistazo a Sam. Algo en mi interior me hizo desear que se pusiera bien. Era un hombre fuerte, y no me cupo la menor duda de que se repondría —a pesar del aspecto que mostraba en esos momentos—. Su tez había palidecido, y sudaba copiosamente, a juzgar por los enormes goterones redondos que resbalaban por su cara. Sin embargo, cuando me dispuse a dar media vuelta, Sam, tumbado sobre el regazo de Sara, me llamó. Su voz sonó débil pero tan firme que siempre.
—Erico…
Me detuve.
—¿Sí?
El hombre tosió involuntariamente unos instantes y prosiguió:
—Los tuyos… matasteis a mi hermano, matasteis a mi mujer y a mi hijo… a… a todas nuestras familias… Dime una sola razón por la que deba dejarte marchar…
Llegados a ese punto, podía elegir entre largarme sin más o explicarle los motivos de nuestro viaje. Dudaba mucho que fuera a dar la orden de acabar conmigo, y lo cierto es que se merecía una explicación, por breve que fuera. No era un mal tipo; simplemente había sufrido las consecuencias del Apocalipsis y ahora se veía obligado a luchar por sus principios… Vamos, en cierto modo, igual que yo. Me atrevería a decir incluso que, en otras circunstancias, nos habríamos llevado bien, que hasta habríamos llegado a ser amigos. «En otras circunstancias, sí, pero bien diferentes de éstas…»
La verdad es que sólo se me ocurría una manera de satisfacerle sin perder el tiempo con explicaciones pormenorizadas, por lo que me descolgué la mochila de la espalda y rebusqué en su interior hasta que encontré el diario de Anette. Luego lo sostuve entre mis manos unos instantes y me acerqué unos pasos para dejarlo sobre la arena, a pocos centímetros de él. Sara hizo amago de apartarle un poco de mí por precaución, pero se detuvo al indicarle Sam con la mano que no lo hiciera. Puede que su herida le doliera al moverse, aunque creo más bien que presintió que no era necesario. Asentí con la cabeza en una especie de acuerdo tácito y le dije:
—En estas páginas encontrarás todo lo que quieras saber sobre Paula y sobre mí. Tal vez, cuando lo leas, entenderás muchas cosas, entre ellas que a mí también me queda un último deber por cumplir. Yo ya no necesito este diario para saber cuál es. —En esos instantes sus ojos me miraron con una complicidad que no habían mostrado hasta entonces—. Quizás cuando lo hagas, sabrás que no todo está perdido, así que espero que en él vislumbres ese rayo de esperanza que tanto anhela tu gente y sepas transmitírselo. —Giré la vista hacia el grupo de personas que esperaban en la entrada del puerto, observando atentas cada detalle del incidente—. Trata de mantenerlos con vida. Nosotros nos encargaremos del resto.
Tras decir eso último, me aparté y fui hasta donde me esperaba Paula, le tendí la mano y ambos echamos a andar en silencio.
—¿A qué te refieres, Erico? ¡Dime por qué no todo está perdido! —me gritó Sam cuando ya habíamos recorrido varios metros—. ¡Dímelo!
—Ten paciencia, amigo —respondí sin variar el rumbo—. Pronto.
Mi nombre siguió sonando en la lejanía durante un rato, propagándose con un eco menguante.
Ésa fue la última vez que escuché su voz.
Las horas iban pasando mientras Paula y yo caminábamos por la orilla en dirección norte, charlando animadamente. Tanto ella como yo nos sentíamos de nuevo optimistas y agradecidos por haber salido indemnes de aquella situación. Sortear ilesos los tenaces peligros de nuestro viaje empezaba a ser una situación recurrente, y, sin querer pecar de exceso de confianza, podría decirse que esa constatación resultaba más que estimulante. Tal vez, después de todo, sí que existiera una probabilidad de llegar hasta el final. Puede que valiese la pena aferrarse a esa idea. Puede que valiese la pena intentarlo…
Al mediodía, hicimos una breve parada para rellenar la cantimplora en una de las duchas públicas, pero no tuvimos que demorarnos mucho más. Paula estaba ya tan acostumbrada a andar que ni siquiera me pidió descansar un rato y simplemente se limitó a beber copiosamente. Luego me miró satisfecha y fue ella misma quien me propuso:
—¿Seguimos?
De esta forma se impuso la tarde. Resultaba sobrecogedor observar los nuevos tramos del camino. Mirara donde mirase, el paisaje parecía ser siempre el mismo. El mar seguía albergando vida en su interior; la tierra la había aniquilado por completo. Únicamente algunos pájaros solitarios surcaban el cielo. Muchos se dirigían hacia los pueblos abandonados y despojados que asomaban tras la estrecha carretera costera de nuestra izquierda y que íbamos dejando atrás con cada nuevo cartel oxidado que —clavado en el asfalto— exhibía sus nombres al silencio infinito, tambaleándose al compás de las cortas ráfagas de viento.
En un momento dado, distinguimos en la distancia uno de esos carteles —grande y medio abollado— cuyas letras blancas sobre fondo azul indicaban una entrada a la autopista de Girona a dos kilómetros, además de informar de que Francia se encontraba a 158 kilómetros en esa misma dirección.
—Supongo que ya no hay vuelta atrás. —Señalé el rótulo a lo lejos.
Paula entrecerró los ojos para leerlo y acto seguido me miró ilusionada.
—¿Significa eso que ya somos amigos?
Hice una mueca taciturna, como si me lo tuviera que pensar.
—Sí —contesté al fin—. Imagino que sí.
—Eso es bueno —exclamó sonriente, y apoyó su cabeza en mi antebrazo—. ¿Sabes? Pues he pensado que ya que somos amigos y los amigos se hacen favores… —alzó la vista y puso una expresión pícara—… podrías llevarme un rato en brazos.
La miré frunciendo el ceño.
—No puedes estar hablando en serio.
Paula soltó una carcajada y después respondió cariñosamente:
—Era broma, tonto.
Contuve la risa unos segundos y entonces ambos empezamos a reír alegremente, conscientes de que nadie nos observaba.
—Me conformo con que estés a mi lado —concluyó después.
Asentí con la cabeza y devolví la vista al frente, sabiendo que no podía haber tomado una decisión mejor. El amplio mundo que se extendía ante nosotros parecía dispuesto a brindarnos la tranquilidad y el aislamiento que tanto necesitábamos para poder llevar a cabo nuestro cometido, nuestra increíble aventura. Y era una aventura que realmente me apetecía vivir… Qué demonios, seguramente fuera la última.
Poco a poco, empezamos a distinguir el acceso hacia aquella agrietada, vacía y larga autopista que teóricamente llevaba hasta Francia. Se internaba en el terreno y se perdía más allá de las colinas que se alzaban en un horizonte lejano. Con paso firme y decidido, tomamos esa nueva ruta, adentrándonos en las entrañas de la provincia y desvinculándonos de las playas para siempre. Las nubes que nos habían acompañado durante todo el día fueron disipándose con pequeños claras. sobre el firmamento, y, de repente, todo pareció adquirir un tono menos gris y más alentador.