Parte XXIV

A veces es inevitable detenerse a pensar sin que aparentemente afecte el transcurso del tiempo, sobre todo después de una crónica como la de Sam. En esos momentos, mi ser nadaba entre un mar de dudas con olas de reflexiones gigantes.

Sería dificil enumerar todas las consideraciones que, gracias al tiempo que se me ;tabú? otorgado, trataba de analizar aún sentado en la silla de aquel viciado camarote.

Sin embargo, las que realmente importaban, aquellas que requerían una mención aparte, eran tan sólo dos.

La primera afectaba a mi futuro inmediato y tenía una protagonista: Paula. Aún estaba por ver si me marcharía sin ella. En cuanto saliera del yate, pensaba dedicar un tiempo a examinar el lugar, estudiarlo y conjeturar. Por varias razones me sentía lo suficientemente unido a ella como para no lanzar la piedra con los ojos cerrados.

La segunda cuestión concernía misa un futuro a largo plazo. Tanto si finalmente seguíamos con nuestra peregrinación como si me marchaba yo solo, a partir de entonces, y mientras conservara el raciocinio, debería ir con muchísimo cuidado para no toparme con la gente que mencionó Sam. Por lo que ;tabú? dado a entender, eran extremadamente peligrosos y astutos. Otro enemigo más que sumar a mi lista. Si me preguntaseis si me infundía temor, os respondería que no. Más bien era una cuestión de respeto… respeto hacia mí mismo.

Hablando de respeto; no tardé en darme cuenta de lo mucho que cuesta mantenerlo en según qué circunstancias…

Sámuel, aquel hombre que dirigía el lugar con fortaleza y determinación, ahora dormía como un bebé por causa del alcohol. Todo un ejemplo de líder, ¿no creéis? Aunque, dadas las circunstancias, no creo que pudiera reprochársele nada.

Después de un largo rato meditando, me levanté, me acerqué a él y me dediqué a observarlo. Daba gusto hacerlo. «Ojalá pudiera yo descansar así», pensé. Ya no recordaba lo que se sentía cuando los párpados se bajaban involuntariamente por el peso de la jornada, para luego introducirte entre las sábanas de un cómodo colchón y dormir a pierna suelta. Qué delicia. Sonreí por pura nostalgia. Llegué a la conclusión de que era una verdadera lástima que lo único parecido que me quedara fuera sumirme en aquel estado de trance del que ya os he hablado en alguna ocasión. Algo es algo, pero ni por asomo se le parece, ya que cuando eso sucede, sigo estando del todo despierto.

La luz de las velas continuaba iluminando sutilmente las paredes del camarote. A pesar de la temperatura para nada cálida que reinaba en el lugar, Sam estaba sudando. Era un sudor frío que manaba por sus poros como gotas cristalinas de relente. Respiraba profundamente. Al mirar con atención, me fijé en que las venas del cuello se le marcaban bombeando el paso incesante de su pulso. Un olor a secreción humana traspasó las fronteras de mi casco y penetró con vehemencia por mis fosas nasales. Y en aquel mismo instante sucedió algo inesperado: la sonrisa bobalicona de mi cara se borró y fue sustituida por otra cosa, algo mucho menos inocente y peligroso… De repente, su tensa piel se me antojó deliciosa y adictiva. Mi voluntad por apartar la mirada pronto se vio eclipsada por una necesidad urgente y primitiva de quitarme el casco y acercarme para observar aquella carne más de cerca. «Un poco, sólo necesitaba probarla un poco. Luego me iría. Quizás Sam ni lo notara…»

Empecé a tener espasmos de pura excitación y me dejé caer de rodillas. Hipnotizado por esa quimera, me saqué el casco y apoyé mis manos sobre el borde de la cama. Una parte de mí trataba de frenarse, pero me resultaba demasiado difícil. Necesitaba comer. Le necesitaba a él. Mi instinto animal se apoderó de mí sin permitir que mi conciencia formara parte de la ecuación, haciendo que deseara alimentarme de una forma inaplazable.

Acerqué mi boca a su cuello y la abrí mostrando mis dientes y exhalando un gélido aliento sobre su rostro. Sam arrugó la nariz como si en sus sueños estuviera en mitad de un estercolero. Justo cuando iba a morder, el hombre cambió la postura y se colocó del otro lado, dándome la espalda, para seguir roncando. En esos momentos cerré los ojos con fuerza y sentí dolor, un dolor profundo provocado por la batalla que estaba teniendo lugar en mi interior.

«Yo no era así. Podía controlarme, podía hacerlo…»

Retrocedí como un cangrejo hasta empotrar mi espalda contra la pared. Los objetos de la estantería de al lado vibraron por el impacto. Me aferré a mis rodillas, bajando la cabeza mientras balanceaba el cuerpo metódicamente.

—Puedo controlarme, puedo hacerlo. Vamos, puedo hacerlo… —repetía intentando tranquilizarme.

Unas terribles punzadas me asaltaron como si me perforaran el cráneo y creí que estaba a punto de volverme loco. Me tapé los oídos con las manos para intentar liberarme de aquella opresión.

—Puedo hacerlo. No soy como ellos. Puedo contenerme…

Haciendo un esfuerzo titánico, reuní las fuerzas necesarias para ponerme en pie. Me coloqué de nuevo el casco, recuperé la mochila de Anette y, rápidamente, me encaminé hacia el exterior del camarote, consciente de que si no salía de allí de inmediato terminaría ocurriendo una tragedia. Una vez al aire libre, cerré la puerta de golpe, apreté los puños y apoyé la cabeza contra la madera, blasfemando en mi fuero interno.

La tormenta había cesado, pero yo no podía dejar de temblar.

—Se acabó… ya pasó… —susurré a medida que conseguía volver plenamente en mí. Pude percibir cómo el mal que llevaba en mi interior se retiraba dándome una tregua, ocultándose como una bestia maldita entre las sombras de mi alma, donde sabía que esperaría pacientemente una nueva ocasión para volver a emerger.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, me noté completamente exhausto. Era una sensación extraña y difícil de describir. Tuve que tomarme unos minutos más antes de recobrar la compostura y abandonar el yate.

El paso del diluvio había cargado de humedad el aire liviano del puerto. Aquel olor viciado a salitre fue sustituido por un rocío cristalino que refrescaba todo el recinto.

Volver a pisar suelo firme me resultó raro, y eso que no había pasado más de una hora sobre superficie inestable. Supuse que ésa formaba parte de la clase de percepciones que se acentúan al ser un muerto viviente.

Eché a andar en silencio por la pura necesidad de mantenerme ocupado en algo. El ambiente era frío, y bajo ese cielo aún encapotado todo mantenía ese tono grisáceo y apagado tan característico de los días de tormenta. Sin prisas, deshice los pasos que antes me habían llevado hasta el barco. Tras cruzar de nuevo el puente que unía el amarradero con la primera explanada del complejo, me di cuenta de que unos cuantos refugiados me observaban. Algunos de forma disimulada —apoyándose en alguna esquina o mientras efectuaban cualquier menester—, otros de forma más descarada, incluso con cierto desafío. Fuera como fuese, era como si no acabaran de entender qué hacía yo allí, un tipo con casco que se reúne con su líder y que viene y va a sus anchas sin que nadie le presente… Admito que yo también estaría extrañado por mi presencia. Al fin y al cabo, a su modo de ver, no era más que un infiltrado; el perfecto enemigo con piel de amigo que pasea hipócritamente aparentando ser uno de ellos.

Al girar la cabeza hacia la hilera de locales, vi a Paula en el interior de uno de ellos. Llevaba puesto un abrigo nuevo de tonos azulados. Sara, la cuidadora, estaba con ella. Ambas jugaban arrodilladas en el suelo con unos dados y unas fichas descoloridas. La niña se volvió y, al verme, me saludó sonriente. Parecía encontrarse muy a gusto. Le devolví un saludo escueto con la mano —no estaba de humor para demasiadas efusividades— y ella, que pareció no percatarse de mi estado de ánimo, continuó con lo suyo, sin borrar la sonrisa de su rostro. Me alegró comprobar que al menos se estaba divirtiendo. Se lo merecía.

Lo primero que hice después de verla fue decidir que necesitaba estar un rato solo. La celda en la que vi a aquel pastor proclamando un discurso ante su grupo de seguidores estaba ahora vacía, así que entré para escapar de las miradas de recelo con las que me obsequiaban los refugiados. Una vez dentro, supe que no tardaría mucho en irme de aquel puerto. Estaba empezando a sentirme muy incómodo.

El local, como la mayoría, era oscuro y álgido. Tenía las paredes carcomidas por las goteras y despojadas en muchos fragmentos de su pintura original. Al fondo, a mano derecha, había una puerta de madera con una placa que mostraba el símbolo de «WC» colgando boca abajo. Fui hasta allí y me encerré en su interior.

El nuevo habitáculo era muy reducido. Una vela puesta sobre la repisa del lavabo, bajo un espejo oval, creaba un débil halo de luz que confería a las baldosas un toque siniestro. En definitiva, era perfecto para encontrar mi merecido momento de paz, para aclarar mis ideas y deshacerme completamente de esa sensación de desazón que se cernía sobre mí desde hacía rato.

Me coloqué enfrente del espejo y aflojé de nuevo la correa de aquel casco que me acompañaba a todas partes como si fuera el único estandarte de mi identidad. En verdad empezaba a estar harto de él. Y os diré que, aunque estoy muerto y técnicamente no necesito respirar, me resultaba muy molesto llevar siempre ese peso adicional sobre los hombros, sin contar lo mucho que te hace echar en falta el contacto directo con el mundo.

Con mi rostro al descubierto, observé su reflejo detenidamente. Había pasado una eternidad desde la última vez que lo hice. Normalmente evitaba los espejos, pero en esa ocasión fue diferente. Necesitaba ver lo que era, observar de cerca aquello en lo que, tiempo atrás, me había convertido. Me acerqué hasta quedarme a tan sólo medio palmo del cristal. Gran parte de mi cara quedaba salpicada por los defectos de mi piel corrompida y acartonada. El maxilar superior seguía tan desgarrado como siempre, mostrando sin compasión aquella fea herida que me acompañaría hasta el fin de los días, como un macabro y constante recuerdo del momento en que volví a alzarme en mi nueva vida.

Jesús… Mi aspecto había empeorado mucho desde la última vez que me enfrenté cara a cara conmigo mismo. El paso del tiempo y el deterioro de mi organismo no habían tenido piedad alguna. Antes podía reconocer rasgos humanos en mis facciones, partes que aún mostraban una piel tensa pero reciente. Ahora sólo conservaba una pequeña porción de aquella piel casi intacta entre la parte superior de mi pómulo izquierdo y un discreto lateral de mi frente. En un intento por aparentar algo que no era, apoyé una mano en el espejo, tapando con mis dedos el reflejo depravado de todo aquello que deseaba obviar. Entre el índice y el pulgar quedó un pequeño hueco en forma de «L» que mostraba únicamente la porción de mi rostro menos dañada. Comprobé con resignación que en el mejor de los casos podría pasar como la tez de un enfermo terminal. Aunque gracias a la oscuridad del lugar, y echándole bastante imaginación, me permití unos segundos para soñar que era humano de nuevo.

Fue un momento adictivo. Quedé tan ensimismado por aquella imagen que no me di cuenta del leve chasquido de bisagras que se produjo detrás de mí, tan absorto que no presté atención al hecho de que la puerta a mis espaldas se entreabrió unos centímetros. Cuando caí en la cuenta, ya era demasiado tarde. Desvié un poco la mirada y, a través del reflejo, me topé con la asustada expresión de un niño. Era Edgar, el mismo chiquillo que había avisado horas antes a Sam de la pelea que se había entablado entre Butch y John. Al verme, dio un respingo y retrocedió unos cuantos pasos atemorizado, con los ojos abiertos de par en par.

—Espera… —dije muy tenso, sabiendo lo que vendría a continuación. En efecto, no me equivoqué. El chico arrancó a correr hacia afuera como alma que lleva el diablo, chillando aún más enérgicamente de lo que lo hizo la primera vez que lo vi. De su delatora boca surgieron varios gritos que se repitieron extendiéndose por todo el complejo, una y otra vez, y que reverberaban en mis oídos como flechas ardientes que avisaban de un desastre inminente:

—¡¡Es uno de ellos!! ¡¡El hombre del casco es un muerto viviente!!

Aún en el interior de aquel lavabo, me obligué a reaccionar con rapidez. Me coloqué a toda prisa el casco y fui cojeando hacia el exterior sin perder un solo segundo. En el extremo más alejado del puente que unía las dos explanadas se estaba formando un círculo de hombres alrededor del muchacho, que gesticulaba muy nervioso y no dejaba de señalar en mi dirección. Tan sólo era cuestión de segundos que la relativa hospitalidad de aquella gente llegara a su fin, que sus miradas de suspicacia se transformasen en alaridos rabiosos y alzamientos con antorchas encendidas.

Cometí un error, lo sé, pero en aquellos momentos no había tiempo para lamentaciones. Tampoco lo había para decisiones de futuro. Era hora de largarse de allí de inmediato… y Paula se venía conmigo.

Me apresuré para llegar hasta el local donde la había visto por última vez —a dos de distancia del que yo me encontraba— y entré sin mirar siquiera si alguno de los refugiados estaba dentro. Por suerte, estaba sola. Al verme, corrió a abrazarse a mi cintura, luego levantó la vista y me dijo:

—Edgar ha pasado por delante corriendo y Sara me ha dicho que me esconda, que debía avisar a alguien, pero yo no quería esconderme. Marchémonos de aquí, Erico.

—Está bien —mascullé—. Verás, ha pasado algo y vamos a tener que correr de nuevo. ¿Podrás hacerlo?

Paula asintió con decisión, sin pensárselo. Me sorprendió que estuviera tan dispuesta a abandonar aquel lugar, a alejarse de su especie y venirse conmigo. A través de su sincera mirada entendí el motivo: llegados a ese punto, yo era para ella lo más parecido a una familia que tenía. No deseaba tener que depender de más desconocidos. Me seguiría fuera a donde fuese. Pensé que su fidelidad era algo que seguramente yo no morería.

—Buena chica —comenté con cierto orgullo—. Entonces, en marcha.

Ambos salimos de nuevo hacia la explanada, caminando a paso urgente en dirección a la entrada del complejo. Se me pasó por la cabeza la idea inalcanzable de tomar uno de esos pocos veleros que quedaban sacudiéndose en sus solitarios amarres y escapar de ahí. Pero enseguida tuve que rechazarla. Aparte de que no poseía ni el más mínimo conocimiento sobre el manejo de una embarcación, no habría dispuesto del tiempo que exigía llevar a cabo los procedimientos necesarios para partir antes de ser detenido por los inquilinos. Imaginad la cara que pondrían al descubrir que un zombi les estaba intentando robar.

Prefería no comprobarlo.

Durante un instante, giré la cabeza hacia atrás y vi que a lo lejos ya se estaba formando una auténtica revolución. Muchos de los hombres y mujeres vitoreaban y discutían entre ellos.

—Dejad que se vayan y punto —decían algunos.

—Averigüemos qué demonios pasa con este tío —gritaron otros.

Y un pequeño grupo de cuatro o cinco individuos tomó la decisión de seguirnos.

—¿Quieren hacerte daño? —me preguntó Paula, horrorizada.

—No lo sé —respondí sin dejar de movernos—. Pero no pienso quedarme a comprobarlo.

A pocos pasos de alcanzar el portón, me fijé en Randy —aquel tipo tan grotesco que vigilaba los alrededores—, que se giró desde su silla en lo alto del andamio y frunció el ceño al ver el alboroto que se estaba originando. Como era sordo, tardó en identificar el problema, pero en cuanto nos vio a la niña y a mí corriendo despavoridos hacia la puerta, y a sus compañeros persiguiéndonos detrás, se puso manos a la obra. Agarró su rifle y empezó a bajar por las escaleras verticales. No le di la oportunidad de aterrizar en el suelo —al menos de una forma civilizada—. En cuanto vi su primera reacción, me precipité empotrando mi cuerpo contra la escalerilla y tiré de ella con todas mis fuerzas. Ésta se balanceó de tal manera que cayó hacia atrás en un perfecto ángulo de 90 grados y fue a estamparse contra el asfalto con un crujido doloroso. Randy emitió un berrido descomunal y empezó a retorcerse sobre su espalda, lanzando juramentos. A causa del impacto, le habían salido volando sus enormes gafas, y al tiempo que intentaba superar su agonía, trataba de recuperarlas desesperadamente, palpando por todas partes.

—¡Hijo de puta! ¡Pienso rajarte como a un sucio puerco! ¡¿Me oyes?! —bramaba igual que un animal poseído, arrastrándose de forma patética.

No le presté mucha más atención.

Tras deslizar el cierre de seguridad, le ordené a Paula que me ayudara. Ella tiró del extremo de la puerta, uniendo todas sus fuerzas a las mías, y el pesado metal empezó a chirriar como el grito agudo de mil espectros.

—¡Que no escapen! —escuché a nuestras espaldas.

No quise mirar, pero eso había sonado muy cerca.

Nos colamos por el pequeño hueco en la hendidura. Una vez al otro lado, nos apresuramos a cerrar la entrada de nuevo para así ganar unos instantes. «Era inútil», pensé con fastidio al hacerlo. En pocos segundos acabarían saliendo y nos cazarían, pero no pensaba darme por vencido. Aún no.

Nuestra carrera nos llevó a bordear el primer muro del perímetro del puerto, con la esperanza de conseguir llegar hasta la siguiente esquina antes de que nos alcanzaran, y desde allí buscar una vía de escape rápida. Más allá del recinto, tras la llanura de la playa, había una estrecha carretera costera y, a continuación, alcanzaba a verse el recóndito pueblo del Masnou, con sus calles muertas y sus humeantes edificios vacíos.

Mientras huíamos, tuve la sensación de que alguno de esos refugiados se me echaría encima en cualquier momento y me empotraría contra el suelo, hundiendo mi cara en la arena húmeda. Pero no ocurrió nada de eso. De hecho, sospeché que estaban tardando demasiado en salir al exterior.

Todavía nos faltaba un buen trecho para abordar nuestro primer objetivo cuando una voz demasiado conocida eclosionó en el ambiente con un eco intenso y autoritario.

—¡De ten te!

Seguidamente se oyó el chasquido metálico del seguro de un arma semiautomática.

No me cupo ninguna duda de quién se trataba, alguien a quien no era conveniente subestimar. Me vi obligado a pararme para evitar que me disparara. Casi podía notar un puntero de infrarrojos imaginario deslizándose sobre mi cogote. Alcé los brazos despacio y dije:

—Deja que nos vayamos, Sam.

—¡Date la vuelta! ¡Ya! —obtuve como toda respuesta.

Hice lo que me pedía muy pausadamente, interponiéndome entre Paula y él. Sam fue acercándose con pasos cortos sin dejar de apuntarme a la cabeza con el cañón de su carabina. Cerraba y abría los ojos nerviosamente para tratar de espabilarse —se notaba que lo habían despertado de su siesta con prisas— y parecía sufrir las consecuencias de una leve resaca. El grupo de personas que antes nos perseguía ahora esperaba paciente y expectante a las puertas del recinto, observando detenidamente los movimientos de su líder. Éste se detuvo a dos metros de nosotros.

—Como se te ocurra mentirme en esto, te juro que lo último que verás será una bala del calibre veintidós aproximándose muy deprisa en dirección a esa visera tuya —dijo de la forma más calmada que supo—. No quiero ponerme nervioso, pero es inevitable preocuparse cuando uno de mis chicos de confianza, que nunca miente, asegura que ha visto algo que, si no fuera porque viene de la fuente que viene, yo mismo juraría que es del todo imposible. Eso, o que el mocoso se ha vuelto loco. Así que dime que el maldito crío ha perdido la puta chaveta, porque de lo contrario estás realmente jodido, amigo.

—Escucha… puedo explicártelo —respondí, tratando de quitarle hierro al asunto.

—Coño, ya lo creo que sí. No tienes otra opción, hostia. Venga, quítate el casco.

—Lo haré, pero antes deja que Paula se vaya. Ella no tiene la culpa.

Sam apartó la vista de la mirilla unos instantes y asintió con la cabeza, dando su permiso. Entonces me agaché para ponerme a la altura de la niña.

—Será mejor que te alejes —le dije apoyándole una mano encima del hombro. Ella me miró asustada y rodeó mi cuello con sus brazos.

—Quiero irme contigo. No quiero que te maten, por favor…

—No me pasará nada, pero debes apartarte unos pasos. Puedo con esto, te lo prometo, puedo. Su expresión era de suma preocupación. Después de haber perdido a sus padres y posteriormente a Anette, reflejaba el miedo de volver a experimentar algo parecido.

Tras soltarse, fue retrocediendo con los ojos llorosos, sin apartarlos de mi figura.

Todavía sintiendo su calor y su afecto sobre mi aterido cuerpo, supe que había llegado el momento de jugármela, de revelarle toda la verdad a Sam y de encomendarme a su juicio. Hacía solamente media hora que había estado a punto de devorarlo vivo, y ahora sería a él al que le tocase decidir si yo debía vivir o morir. Pensé que en parte era justo. La verdad es que no me preocupaba dejar de existir. No me preocupaba que me quemaran o me dispararan, o incluso que me hicieran añicos. Pero ver a Paula de esa manera, por mí, me hizo anhelar una redención, recordar que aún me quedaba un trabajo por hacer, un viaje que reemprender. Y en esos momentos entendí que aquel primer encuentro con ella, el hecho de ayudarles a salir de la ciudad, la muerte de Anette… Parecía como si todo hubiera ocurrido por un motivo concreto, que desde un principio ése hubiese sido mi sino, y que todos los actos que había hecho en mi vida hubieran tenido lugar con el único fin de llevarme hasta ese preciso momento: el momento de enfrentarme a mis temores.

Como mínimo, debía intentar convencerlo. Si salía bien, perfecto. Y si salía mal, al menos me iría al otro barrio sabiendo que al final había decidido hacer lo correcto.

—Así que vas a matarme… —pronostiqué mientras me ponía en pie.

—Muéstrame tu cara. Si resulta que eres el hombre que dijiste que eras, no tienes nada que temer. Podrás irte.

—No lo soy, Sam… Pero tú no eres ningún asesino, y yo tampoco soy el tipo al que buscas. Matarme no hará desaparecer tu sed de venganza, no te devolverá a tu familia. —Me llevé las manos al casco y empecé a quitármelo poco a poco—. Lo que estás a punto de ver te va a resultar difícil de comprender…

La claridad del día se volvió más intensa y sentí la brisa fresca del invierno rozando mi piel magullada. Con mis manos sujeté aquel yelmo que, hasta entonces, había ocultado mi terrible identidad al mundo.

Varias exclamaciones de desconcierto y de horror llegaron desde donde se encontraba el grupo de personas que observaban a lo lejos. Sam, por su parte, frunció el ceño confuso. Su semblante se arrugó al tratar de procesar lo que estaba viendo, transformándole el rostro en un gesto de completo estupor. Pasados unos segundos, apretó los dientes con fuerza para intentar contenerse, como si no quisiera disparar pero la lógica le obligara a hacerlo.

Luego tragó saliva.

—¿Qué eres…? —consiguió pronunciar al fin, claramente afectado.

Le miré fijamente a los ojos, sorprendido de la p. que reinaba en mi interior al no tener que esconderme más, al no tener que mentir de nuevo. Aquél era yo, mostrándome ante el colectivo humano sin necesidad de aparentar ser otra cosa. Y a pesar del peligro que corría, me sentí contento al poder liberarme de un peso que me había acompañado desde hacía demasiado tiempo.

—Soy simplemente Erico —respondí.

El estallido de un disparo ensordecedor quebró el aire como una explosión fulminante.