El cielo atizaba violentas descargas eléctricas que transitaban entre los nubarrones negros y heterogéneos. Por un momento me dio la sensación de estar en el preludio del Día del Juicio Final.
Sam se acercó hasta quedarse a tan sólo treinta centímetros de mi casco, observó fijamente el opaco reflejo de mi visera e hizo un movimiento casi imperceptible con los ojos, como si intentara ver más allá. Justo cuando iba a hablar, un niño con la ropa hecha jirones y media melena negra apareció corriendo a través del espeso manto de lluvia.
—¡Pelea! —gritó mientras llegaba hasta nosotros apresuradamente, señalando hacia el final de la hilera de locales—. ¡Pelea! Butch y John.
El hombre desvió la vista hacia el chico, que parecía deseoso de ser útil.
Algo en la forma de mirar de aquel niño tendía a impedir que se subestimara la información que sus palabras daban.
—Está bien, Edgar. Ahora mismo voy. Buen chico —le felicitó. Luego resopló como si en el fondo encontrara inoportuna aquella interrupción—. Esos condenados muchachos no hacen más que pelearse —se quejó—. ¿Sabes? Por tu forma de quedarte ahí plantado diría que me tienes miedo.
—No te tengo miedo, solamente te pregunto si hay motivos para actuar como si te lo tuviera.
—Vaya… resulta que eres todo un virtuoso, ¿eh? Pues te diré una cosa, señor poli: no es a mí ni a nosotros a quienes debes temer.
Acto seguido, se dio la vuelta, meneó el pelo del chico como felicitación por haber cumplido con su deber y echó a andar en dirección adonde le había indicado que se encontraba el altercado.
—Sígueme, Erico. En cuanto termine con esto, continuaremos con nuestra conversación… Un súbito remolino de viento hizo temblar las telas de las tiendas de campaña mientras se alejaba.
Su actitud se había vuelto un tanto arrogante, pero tal vez no fuera más allá de eso. ¿Quién sabe? Aquel tipo me tenía completamente desconcertado, y era tan difícil fiarse de alguien a esas alturas… Además, estaba el peligro añadido de mi verdadera identidad. Si me descubrían, daría igual que aquéllas fueran buenas o malas personas. Simplemente, y con total certeza, sería nuestro fin.
Por otra parte, sentí que debía quemar todos los cartuchos antes de tomar una decisión. Enfrentarnos a los peligros de un largo viaje hacia el norte no era mucho más seguro que arriesgarse con esa gente.
Empujado por un magnetismo ajeno a mi lógica, le seguí. Paula estaba temblando de frío. Me miró un instante con expresión sombría, aunque fue incapaz de contradecirme. Ella no sabía cuáles eran mis intenciones, no entendía por qué estábamos allí. Simplemente me seguía porque se suponía que era lo que debía hacer.
Seguramente, si llegaba el momento de irme sin ella, lo haría sin que se enterase. Sería mejor así…
Fuimos andando por la línea de locales que quedaban a nuestra izquierda. Los toldos que sobresalían de sus techos medio derruidos nos protegían parcialmente de la tormenta.
Aquel lugar parecía sacado de un escenario bélico tras haber sido arrasado, un pueblo abandonado a su suerte después de un éxodo masivo.
Lo que antaño eran tiendas de pesca y puestos de comida ahora no eran más que goteantes celdas que hacían las funciones de dormitorio, con varias literas fabricadas a base de trozos metálicos de barco y diversas clases de herrajes, apiñadas unas encima de las otras. La única iluminación de que gozaban era la tenue llama de unas pocas velas colocadas en algunas repisas, cuya cera se consumía cayendo sobre sí misma en pequeñas cascadas blancas.
En algunas esquinas varias montañas de basura se amontonaban en negras bolsas de plástico atadas con cinta aislante.
En uno de los locales, vimos a varias personas sentadas en el suelo escuchando atentamente a un hombre subido a un pequeño pedestal, hecho con tablones, que vociferaba gesticulando frente a ellas:
—… Porque el tiempo nos sanará, y sólo aquellos que sigan teniendo fe en el Señor serán dignos de andar con la sangre de Cristo por sus venas. No debéis permitir que la desesperación destruya vuestra voluntad… —hizo un gesto con la mano como si sostuviera un puñal y se rajara el pecho—, que mutile vuestros corazones… Yo os digo: la tormenta siempre precede a la calma. Los obstáculos en el camino siempre se convierten en meras motas de polvo. Y los que sepan aceptar que…
Fueron las palabras que llegué a escuchar antes de dejarlos atrás.
Casi al final del recorrido, empezó a oírse el fragor de un alboroto amortiguado ocasionado por varias voces que provenían del último de los barracones.
Antes de que llegásemos, un hombre con la cabeza rapada salió propulsado bruscamente del interior y fue dando tumbos hacia atrás hasta caer de espaldas en el suelo encharcado. Seguidamente, otro hombre bastante corpulento emergió del habitáculo y se le echó encima, de rodillas, para propinarle una serie de fuertes puñetazos en la cara. Varias personas abandonaron también el local, sin importarles que la lluvia los mojara, y comenzaron a vitorear y a animar la pelea como si fuera el clímax de un apasionado combate de lucha libre.
Sam abandonó su paso tranquilo y echó a correr infiltrándose a empujones entre la gente. Acto seguido, agarró al hombre corpulento por debajo de los hombros y tiró de él, separándolo con esfuerzo. El que permanecía en el suelo, desorientado e incapacitado, sangraba pro fusa mente por la nariz y por la boca, diluyéndose el tinte escarlata de su sangre con el agua que se deslizaba por su rostro y caía al suelo en forma de generosas motas.
—¡Cerdo! ¡Te mataré, hijo de perra! —gritaba el hombre fornido sin dejar de dar manotazos al aire.
En esos momentos, Sam, que seguía sosteniéndolo por detrás, le hincó su pie en la flexión de la rodilla y le hizo flaquear. Inmediatamente después, con su mano extendida le propinó un golpe seco en la garganta que lo derribó fulminantemente al suelo. Tras un grito de dolor, éste se llevó una mano al cuello y empezó a toser incontroladamente.
—¡¿Os parece divertido?! ¡¿Eh!? —vociferó Sam a la multitud exaltada, que calló al instante. Unos cuantos se dispersaron, otros bajaron la cabeza y otros, en cambio, me miraron con una mezcla de curiosidad y desconfianza en sus rostros.
—Sam… Este desgraciado… ha vuelto a… a robarme mis cosas… —masculló con dificultad el atacante, que no dejaba de tocarse el cuello y de respirar dificultosamente.
—¿Y por eso ibas a matarle? ¿En qué estabas pensando, John? ¿Crees que es así como se solucionan las cosas aquí? ¡Y una mierda! —Le señaló con un dedo acusador—. ¡Y una mierda! —repitió enfadadísimo. Luego se dirigió al gentío de alrededor—. ¡Que os quede clara una cosa! Si tenéis algún problema con alguien a partir de ahora, me lo comunicáis y yo actuaré en consecuencia. De lo contrario, más vale que aprendáis a valeros solos fuera de esta comunidad, porque aquí ya no seréis bienvenidos, ¿entendido?
Algunas cabezas asintieron temerosas.
—No toleraré más comportamientos de este tipo. ¿Qué sois? ¿Animales? Porque si os gusta ser animales, se os tratará como animales.
Un silencio incómodo se instaló en el ambiente.
Sam observó a los dos hombres tumbados en el suelo. El otro seguía inconsciente; tenía la nariz rota y los pómulos hundidos bajo la piel hinchada.
—Y por el amor de Dios —dijo más sosegado—, que alguien lleve a Butch a la enfermería.
Dos tipos dieron un paso al frente, cogieron delicadamente al herido por los hombros y los pies y se lo llevaron en dirección a una pequeña caseta sin ventanas que había cerca de la entrada.
Me sorprendió el respeto que la gente del lugar parecía mostrarle a Sam. Era como si su función fuera más allá de la del simple líder de grupo. Daba la sensación de que aquellos refugiados le obedecerían dijera lo que dijera.
Seguidamente le hizo señas a una mujer joven, de unos veinte años, para que se le acercara. Cuando lo hizo, le susurró algo al oído y luego nos señaló.
—Llévalos a que les den ropa seca y algo de comer.
—En mi caso no será necesario —respondí de inmediato.
—¿Cómo dices? —Sam ladeó la cabeza, frunciendo el ceño con semblante muy serio.
—No tengo hambre, gracias. Y estoy bien con lo que llevo. Paula necesita es as atenciones más que yo.
Se quedó mirándome unos segundos en silencio. Por un momento imaginé que se iba a abalanzar sobre mí y me iba a quitar el casco por la fuerza. Pero no fue así. Únicamente hizo un gesto con la mano para que la mujer se encargara de la niña.
—En ese caso —añadió después—, ven conmigo. Tú y yo tenemos mucho que hablar. La chica miró a Paula sonriente y le tendió una mano:
—Tranquila. Todo irá bien.
Asentí con la cabeza cuando Paula me interrogó con la mirada. Entonces tomó la mano de la desconocida y echaron a andar hacia uno de los locales. Se giró varias veces buscando mi figura mientras se alejaban.
—No le pasará nada —me aclaró Sam—. Sara es quien se encarga de los niños. Está en buenas manos, créeme.
Se dio la vuelta y echó a andar con actitud firme. Yo le seguí de cerca, bajo la borrasca.
Tras la explanada inicial, pasamos por encima de una pasarela de madera que se elevaba en forma de puente y permitía ver, a través de las grietas de sus tablones, el agua oscura y alquitranada que había debajo y que rugía perversa con las colisiones de la lluvia impetuosa. Todo el lugar despedía un fuerte olor a salitre del que no podías librarte y al que no te acostumbrabas. Desde el punto más alto del tablaje miré hacia el tramo de explanada que había justo delante y descubrí que el complejo era más grande de lo que me había parecido en un principio. Fue como si observara una aldea medieval con matices de un escenario postnuclear. Estaba llena de plataformas y chabolas improvisadas de madera y planchas de acero que se mezclaban por el paisaje como un frente entrecruzado de estructuras aparentemente caóticas pero en el fondo bien organizadas. No dejó de parecerme un tanto surrealista tratar de evocar el esplendor del antiguo puerto deportivo y compararlo con la explanada en que se había convertido.
A través de las hendiduras de algunas de esas chabolas se filtraba una luz procedente del interior, ya fuera producida por velas o por pequeños fogones que sus inquilinos utilizaban como sustitutos de la electricidad.
En el lado opuesto del puente, y tras girar por los restos de un inmueble de antiguas oficinas, se encontraba un tramo oculto e individual del amarradero que no podía verse desde la entrada al complejo. Un yate blanco de mediana envergadura flotaba sin esfuerzo con varias cuerdas del grosor de una tubería atadas a su casco. Se notaba que antaño había sido un velero elegante, pero el paso del tiempo y el óxido no habían tenido piedad con él.
Sam pasó por encima de una fina pasarela que unía el dique con la embarcación, haciendo temblar con sus pisadas su endeble superficie.
Justo antes de hacer lo mismo y acceder a la parte trasera del barco, tuve la sensación de que aquel hombre ansiaba conocer tanto de mí como yo de él.
La popa tenía el suelo de parqué y el techo de cristal. Una vez a cubierto, tras cruzar el umbral, fue de agradecer que el chaparrón dejase de estallar contra mi cuerpo y lo hiciese contra el vidrio traslúcido, que, con su forma curvilínea, creaba caudalosas cascadas de agua que se deslizaban lateralmente, emborronando la visión del exterior.
Al final del primer tramo de la borda, se encontraba una puerta que supuestamente llevaba hasta el camarote.
—Cuidado con la cabeza —me indicó, al pasar por debajo del marco. Me agaché y, apoyando mis manos en la pared, le seguí a través de unas escaleras cortas que descendían.
Aparecimos en un habitáculo sorprendentemente espacioso. Unas ventanas discretas y rectangulares permitían la entrada de una luz pobre que despuntaba sobre el relieve del mobiliario, la suficiente como para no estar totalmente a oscuras. Sam se dirigió a un escritorio que había bajo una de las ventanas, abrió su cajón superior y sacó un encendedor. A continuación, se acercó a una pequeña mesa ovalada situada en el centro del camarote y encendió dos velas incrustadas en una especie de candelabro plastificado.
El resplandor de los cirios iluminó el ambiente tenuemente, igual que una pequeña fogata en el fondo de una cueva. Su rostro se volvió candente y lleno de sombras.
—Adelante, siéntate. —Me señaló una silla que había a mi lado. Luego se dejó caer sobre un sofá de dos plazas que tenía justo detrás, en el extremo opuesto a mí, y que estaba cubierto por unas mantas viejas.
Mientras yo tomaba asiento, Sam extendió sus brazos apoyándolos en la parte superior del diván y se me quedó observando con una expresión calculadora pintada en su rostro. Tras unos segundos cruzando nuestras miradas, dijo:
—¿Puedo ofrecer te algo? ¿Agua? ¿Cerveza?
—No, gracias.
El hombre elevó las cejas como si le fuera indiferente, aunque yo sabía que no era así.
—Como quieras… —prosiguió, y alargó su mano hasta la parte inferior del sillón, de cuyo hueco extrajo una caja roja llena de botellas de cerveza de medio litro que tintinearon al ser arrastradas—. No sé por qué me lo imaginaba… —masculló en voz baja.
Agarró una de ellas y con un golpe seco contra el canto de la mesa hizo saltar la chapa en el aire. Se llevó la botella a la boca, dio un largo trago y cuando terminó eructó sonoramente. Sostuvo la botella en su mano y miró con orgullo su etiqueta.
—No hay nada como una buena Heineken. No está muy fría, pero su sabor es único. —Rebuscó el regusto en su paladar y luego centró toda su atención en mí—. A ver si lo entiendo… —continuó hablando, esta vez con cierto tono irónico—. No quieres comer, no quieres beber, no quieres cambiarte de ropa… ¿Qué eres? ¿Un puto sectario? —Se inclinó un poco hacia delante y achinó los ojos—. ¿Sabes que el hecho de que no quieras mostrar tu rostro nos pone nerviosos?
Sabía que tarde o temprano iba a salir aquel tema de nuevo. ¿Es que no podía simplemente olvidarse de ello y ya está?
—Siento que os incomode. Lo cierto es que la explosión de la que te hablé me dejó muy desfigurado. Es mejor así. Por favor, no insistas. De todas formas, no me quedaré mucho tiempo. En cuanto obtenga algunas respuestas, me iré.
—¿Que te irás? —Soltó un bufido de risa—. ¿Y adónde piensas ir si se puede saber?
—Eso es asunto mío.
—Ya… —Se acomodó en el respaldo del sofá—. Mira, seamos claros, amigo. Imagino que no has accedido a acompañarme hasta aquí sólo para buscar respuestas. Así que dime, ¿qué demonios quieres?
Le dio otro sorbo a la cerveza. Dos pequeños hilos de líquido se deslizaron barbilla abajo.
—La niña —respondí sin tapujos—. Necesito saber que estará a salvo con vosotros. Sam dejó de beber al instante y se vio obligado a tragarse de golpe el sorbo que aún mantenía en la boca.
—¿Así que era eso?
—Sí.
Se pasó una manga por su espesa barba para limpiarse.
—Tú te vas pero la niña se queda…
—Así es.
—¿Y qué gano yo con todo esto, hmm? Tú aún nos podrías servir; podrías salir en las partidas de pesca o trabajar con los chicos en las tareas de reconocimiento. Hace tres meses éramos cuarenta y ocho, ahora sólo quedamos veintinueve. Tu ayuda nos vendría bien, ya lo creo. En cambio una niña… —chasqueó la lengua contra los dientes—, bueno, es simplemente una boca más que alimentar, ¿me captas?
Estaba claro que no me iba a resultar fácil convencerlo, pero, llegados a ese punto, debía intentarlo. Esa gente podría darle a Paula todo lo que yo jamás podría ofrecerle, y debo recordares lo cansado que estaba de huir… Cansado de enfrentarme a bestias de todo tipo, de sentir la presión constante que suponía cuidar de un ser humano como ella, de ver aumentar mis heridas y saber que terminaría mis días como un animal perseguido. Necesitaba un respiro. Tal vez eso me impulsaba a aferrarme a un clavo ardiendo, pero era mejor ese clavo que acabar los dos muertos del todo en mitad de cualquier pueblo fantasma, camino de un lugar que ahora mismo parecía más lejano que el sol.
—Desgraciadamente mis asuntos personales me impiden quedarme con vosotros —respondí, sin ganas de rendirme—. Tengo heridas que jamás se curarán y que me retrasarían a la hora de hacer según qué tareas. Tampoco se me da muy bien relacionarme con las personas. Por eso creo que más bien sería un estorbe. En cambio Paula es una niña muy lista, valiente y decidida. No os dará problemas, te lo aseguro. Lo único que quiero es saber que se la tratará bien y que cuidaréis de ella.
Sam respiró por la nariz profundamente, pensándose bien la respuesta. Luego dijo:
—Mira a tu alrededor, Erico. ¿Sabes lo que hace aquí la gente? —Formó una mueca tensando su boca—. Morir lentamente… Aquí no hay promesas de una vida mejor. Todos somos conscientes de lo que hay. Y lo que hay es… nada. Continuamos pescando para obtener alimento, continuamos saliendo al exterior para buscar suministros, ¿y todo para qué? En el fondo, lo único que nos queda es el aire que sigue entrando por nuestros pulmones. —En esos momentos su mirada se perdió en algún punto fijo de la mesa—. Verás, yo… He visto al ser humano tocar fondo. A gente mearse en los pantalones por el estallido de un simple trueno. Hombres de cuarenta años que pasan tanto miedo por las noches que necesitan dormir con velas encendidas y rodeados de más gente. Personas que sin ninguna expresión en sus rostros se ponen una soga alrededor del cuello para dejarse caer desde lo alto de un andamio, bajo la atenta mirada de todos, sin que nadie haga nada por impedirlo. ¿Y sabes por qué? —Volvió a fijar sus ojos en mí—. Porque en el fondo saben que ellos mismos pueden ser los próximos. Tan sólo es cuestión de tiempo que la tierra les parezca peor lugar para vivir que el propio infierno. Imagino que al final, cuando la humanidad se extinga por completo, el último hombre que quede en pie será el encargado de apagar las luces de este mundo.
Alzó la cerveza.
—Brindo por ene hombre.
Y se la terminó de un último trago.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —No entendía adónde quería ir a parar.
—Bueno, es evidente que le tienes cierto cariño a esa cría. Si tu intención es irte y dejarla con nosotros, quiero que tengas presente qué clase de vida le espera aquí. Así que piénsalo detenidamente, y si al atardecer siguen opinando lo mismo, no seré yo quien te impida salir por la puerta de este complejo, solo.
Muy amable por su parte concederme ese tiempo, que me permitiría estudiar mejor a la gente y el lugar. Si me convencían, la decisión estaría bastante clara.
Sin previo aviso, Sam se levantó.
—Disculpa, tengo que ir a mear. —Y entró por una puerta en el lateral del camarote.
Mientras él estaba en el baño, me permití unos instantes para observar el habitáculo. En la pared opuesta a la entrada había una cama individual, de esas que se recogen verticalmente y simulan un armario, con las sábanas deshechas. Justo a su lado había una mesita de noche con un marco de fotos que exhibía una pequeña instantánea de bolsillo medio chamuscada que ocupaba únicamente un cuarto de su policuero interior. En ella se veía a una mujer rubia abrazando a un niño de unos cinco años.. Ambos miraban y saludaban sonrientes a la cámara.
Me pregunté si sería gente cercana a Sam o simplemente una foto de adorno de las que vienen con esa clase de objetos. Y es que la mujer era realmente guapa, tal vez demasiado en comparación con él.
Se oyó el sonido de la cisterna del inodoro y seguidamente mi anfitrión salió terminando de abrocharse el cinturón.
—¿Quiénes son? —pregunté señalando la foto. Aquella pregunta pareció pillarlo desprevenido, porque antes de formulársela estuvo a punto de decir algo, pero se detuvo con media palabra en la boca. Sin contestarme aún, se acercó lentamente hasta la mesita, agarró el marco y acarició el cristal con la punta de sus dedos. Una turbia expresión, a medio camino entre la rabia y la tristeza, cubrió su rostro mientras lo hacía.
—Son mi mujer y mi hijo… —empezó a hablar, pero no dijo nada más. Se quedó allí, inmóvil, sin apartar la vista de ellos.
Al cabo de unos segundos la volvió a dejar en su sitio y regresó hasta el sofá con un leve brillo en sus ojos.
—Cada uno tiene su propia historia… Eso es lo que se suele decir, ¿no? —comentó, y se restregó una mano por la cara, como si intentara espabilarse o cambiar su semblante. Luego lanzó un suspiro pesado—. Y supongo que si yo sé la tuya, tú tienes derecho a saber la mía.
El momento que había estado esperando estaba a punto de llegar. Por fin parecía decidido a hablar de cosas que me interesaban. Con un poco de suerte, también lo haría del tema que más me intrigaba: lo que había ocurrido en los polígonos.
Lamenté no tener algo que llevarme a la boca: gusanos, cucarachas o algo similar para disfrutar de su crónica. Y mientras Sam meditaba por dónde empezar, unas ganas incontrolables de saciar mi curiosidad me invadieron y me hicieron desear abalanzarme sobre él, agarrarle por el pescuezo y gritarle que comenzara de una maldita vez. Pero esa actitud habría resultado un tanto grosera y a la postre peligrosa para mi existencia, así que simplemente me contuve y esperé a que estuviera listo.
Finalmente, sacó otra cerveza de la caja, la abrió del mismo modo y se dispuso a contarme sus memorias.
—La primera vez que vi un brote en directo fue la noche anterior al estallido en Barcelona. Yo vivía en un pequeño pueblo, Sant Fost, a treinta kilómetros de la ciudad. Como es lógico, por aquella época todos conocíamos el virus que reanimaba los cuerpos. Llegaban noticias de que había pasado por París, arrasado Londres y reducido a cenizas Berlín. Media Europa había sucumbido, pero aquí creíamos que estaríamos a salvo. Ya sabes, el gobierno insistía constantemente en que la península era una fortaleza inexpugnable. —Se acercó la botella a la boca pero se detuvo—. Los cojones… —exclamó antes de beberse el trago y seguir—. Siempre estaban con sus tapaderas de mierda. En cuanto alguna emisora difundía noticias relacionadas con sucesos violentos o disturbios dentro de nuestro territorio, a los pocos minutos se cortaba la transmisión misteriosamente. Tío, jamás habría imaginado que fuera posible una caída de tal magnitud en la red. En cuestión de pocas semanas miles de foros y chats dejaron de estar operativos; páginas como Youtube, Google o incluso el puñetero Facebook de los huevos fueron censuradas de la noche a la mañana. Debieron de pensar que éramos estúpidos o vivíamos en putas burbujas de plástico.
»Mira, yo no sé quién fue el primero de esos miserables que consiguió poner un pie en España, ni tampoco cómo se las arregló para cruzar decenas de kilómetros de sierras montañosas. Pero el hecho es que finalmente llegaron hasta las puertas de nuestras casas. En serio, puede que ahora esté acostumbrándome a compartir el planeta con ellos, pero te juro que jamás olvidaré al primero que vi. Eso no se olvida nunca…
»Aquella noche me dirigía a la casa de mi hermano. Él vivía en el pueblo de al lado y yo tenía que llevarle unos medicamentos porque se había puesto muy enfermo. Según lo que me dijo la última vez que pude hablar con él por teléfono, tenía mucha fiebre e hinchazón en las extremidades. Me rogó que le llevase una serie de antiinflamatorios y analgésicos para el dolor. Como la mayoría de los negocios ya hacía tiempo que habían cerrado sus puertas, era difícil encontrar suministros, así que tuve que coger unos cuantos de mi propio botiquín y llevárselos.
»Recuerdo que circulaba con mi camioneta por la carretera que unía los dos pueblos. Estaba oscura, y mientras las luces de los faros iluminaban monótonamente los tramos siguientes de asfalto, yo iba dándole vueltas a lo que mi hermano me había dicho. No me daba buena espina en absoluto, pero nunca se me pasó por la cabeza negarme a ayudarle, no sé si me explico. Él era… —Se rascó la barba—. Mi hermano Víctor se quedó paralítico en un accidente de tráfico en el noventa y seis. Debía hacerlo y punto.
»Cuando entré en el pueblo, me sorprendió ver que estaba vacío. Joder, era como si todo el mundo se hubiese esfumado o hubiese sido abducido.
»Al pasar lentamente por la calle principal, vi por la ventanilla que un grupo de seis personas le estaban pegando una paliza de muerte a un tipo tendido en el suelo, bajo la luz de una farola. Observé boquiabierto cómo le machacaban el cuerpo con palos y cuchillos. Pero los únicos gritos que escuché eran los de furia de los propios atacantes. El hombre al que agredían no parecía inmutarse, tan sólo trataba de agarrarse a los tobillos de los demás, haciendo intentos por ponerse en pie, una y otra vez. Yo detuve mi camioneta y bajé para averiguar qué narices pasaba, pero nada más dar un paso al frente, un individuo que llevaba un bate de béisbol le propinó un último golpe en la cabeza que se la destrozó como si fuera una puñetera sandía. Tras un fuerte espasmo, éste dejó de moverse. El tipo que le había dado el golpe de gracia tenía toda la camisa y el rostro manchados de sangre. Entonces se giró hacia mí y se quedó plantado, mirándome y respirando agitadamente, como si esperara alguna reacción por mi parte. Pero yo era incapaz de decir nada. Lo único que sentí fueron unas ganas horribles de vomitar.
»De pronto, un grito de horror lejano surgió de algún rincón del pueblo y uno de los hombres exclamó:
»—¡Hay más! ¡Vamos!
»Todos, incluso el del bate, echaron a correr calle arriba, perdiéndose entre la oscuridad de las casas. Dejaron el cuerpo inerte de aquel desgraciado echado sobre el arcén, a pocos metros de mí. Tenía gran parte de los sesos desparramados alrededor de su cráneo.
»¿Te lo imaginas? Fue encantador…
»Tuve que respirar hondo para controlar las arcadas y en cuanto me repuse subí de nuevo a mi camioneta y me encaminé a la casa de mi hermano, a cuatro travesías de allí. Al estacionar delante, comprobé que la puerta estaba abierta, así que entré temiéndome lo peor. —Sam arrugó la frente enfatizando su sensación de desconcierto—. Fue verlo… tumbado de aquella manera sobre el suelo del comedor… con esos ojos carentes de vida y esa boca babeando bilis amarilla. Su silla de ruedas permanecía tendida en la alfombra mientras él se arrastraba para intentar llegar hasta mis pies. Era como si me dijera: "La quiero… Quiero tu vida, tu sangre… Quiero alimentarme de tu jodida carne…".
»No fue fácil, ¿entiendes? Dejarlo ahí, cerrar la puerta e irme sin más. Abandonarlo como a un vulgar perro. Era mi hermano, sí, pero no me cupo la menor duda de lo que le pasaba. En ese preciso instante lo supe: la infección había llegado hasta nosotros. El Apocalipsis nos había alcanzado.
»Nada más salir de su casa y sentarme al volante de nuevo, me tomé unos segundos para intentar asimilar todo aquello. Al mirar al frente, vi correr a un par de personas de un lado a otro de la calle. Gritaban alteradas, huyendo de algo. Dos segundos más tarde hubo una explosión a unas cuantas manzanas de distancia, y multitud de alarmas de vehículos se dispararon retumbando en el ambiente. No tardó en formarse el caos más absoluto en todo el pueblo. La gente que estaba en sus casas salió asustada, y poco después las personas empezaron a correr despavoridas. Entre la oscuridad de la noche empezaron a verse algunas sombras cuyas siluetas se abalanzaban sobre otras. En cuanto alguna de ellas agarraba a alguien, se le sumaban más que también se le echaban encima. Les arrancaban la vida a la gente como grupos de hienas hambrientas. Me cago en la puta, había docenas de ellos. Yo no podía creer lo que mis ojos estaban viendo. Fue como observar un espectáculo surrealista protagonizado por actores dementes. El mismísimo infierno en la tierra. En esos instantes me asusté, no por mí, ni por el desvarío que estaba presenciando, sino por mi esposa y mi hijo: los había dejado en casa hacía algo más de una hora.
»Puse la camioneta en marcha y, con el temor de que estuvieran pasando por lo mismo creciendo en mi interior, empecé a sortear a toda prisa. los obstáculos humanos, o de otra clase, que cada vez con más frecuencia iban acumulándose y esparciéndose por las calles. En un momento dado, un hombre se abalanzó sobre el cristal de mi cabina y empezó a aporrearlo, gritando histérico y rogándome que le dejara entrar. Durante el rato que permaneció a mi vera, no le miré. Estaba completamente bloqueado y desesperado por volver con mi familia, tan ensimismado que no me di cuenta de que, cuando pisé el acelerador al máximo, tras el cruce que llevaba de nuevo a la carretera, el tipo, que no dejaba de correr siguiendo mi estela, se cayó al suelo y las ruedas traseras de mi camioneta chirriaron al pasarle por encima, destrozándole las caderas. Por el retrovisor vi cómo dos zombis se le acercaban mientras éste se retorcía en el suelo, inmovilizado, ahogándose entre gritos de dolor. Conducir por esa carretera oscura a toda velocidad y en silencio no me hizo sentir remordimientos por la forma en que había dejando atrás aquel pueblo, sino verdadero pavor por ver lo que me encontraría al llegar al mío.
—¿Y qué te encontraste? —pregunté interrumpiéndole impaciente.
Sam frunció el ceño y me miró con desconcierto.
—Cualquiera diría que te estás divirtiendo.
—Lo siento. —No me había dado cuenta de lo absorto que estaba en su historia—. Continúa, por favor.
Meneó la cabeza como si negara y dio otro sorbo.
—Serás cotilla, joder… —balbuceó mientras lo hacía. No me pareció del todo un reproche—. Nada —continuó hablando—, no me encontré con nada. Mi pueblo seguía igual de solitario y tranquilo que cuando lo había dejado. Pero eso no quería decir que no fuera a correr la misma suerte.
»Cuando llegué a mi calle, derrapé a toda prisa, dejando aparcada la camioneta en mitad de la calzada. Corrí hasta mi casa y abrí apresuradamente la puerta. Mi mujer me esperaba en el comedor y dio un brinco al verme entrar. Estaba muy nerviosa. Comprobé con un rápido chequeo que se encontraba bien y no le presté más atención. Como un loco subí por las escaleras, dirigiéndome hasta nuestra habitación, y me dediqué a sacar la ropa a destajo del interior del armario.
»—¿Qué demonios está pasando, Sam? —me preguntó confundida mientras seguía mis pasos—. Se han escuchado gritos desde la calle, y la señora Matilde asegura haber visto por la ventana cómo agredían a su vecino de enfrente en el interior de su casa… ¡Sam! —insistió.
»—Tenemos que salir… tenemos que salir de aquí —murmuraba yo constantemente, como si estuviera ido, sin dejar de meter a presión nuestras cosas en la maleta.
»—Sam, ¿me oyes? Sam —repetía ella, aunque yo era incapaz de escucharla—. ¡SÁMUEL! —Al final me sujetó la cara y me obligó a mirarla—. ¡Que me digas qué está pasando!
»Tragué saliva para intentar tranquilizarme, estaba sudando como un pollo.
»—Despierta al niño. Nos vamos del pueblo ya. La infección está aquí. Están por todas partes.» —¿De qué estás hablando? —Se llevó las manos a la boca, muy asustada—. ¿Dónde está tu hermano?
»—Muerto.
»—¡No! —exclamó, con lágrimas asomándole por los ojos. Me miró horrorizada, como si no quisiera aceptar lo que le estaba contando.
»—María, ¡haz lo que te digo, por favor! No hay tiempo para discutir. Despierta a Álex y recoge sus cosas.
»Cerré la maleta de un fuerte manotazo.
»Aún era de noche cuando abandonamos nuestra casa para siempre. Por pura costumbre, cerramos la puerta con llave, pero ahora que lo pienso tampoco habría importado, porque ya jamás habríamos tenido la oportunidad de regresar.
»El día empezó a despuntar por el este mientras yo conducía hacia la costa. Mi intención inicial fue la de hacerme con un barco y guarecernos en alta mar, aunque en realidad tan sólo intentaba alejarme del pueblo todo lo posible.
»¿Sabes qué era lo peor? El silencio —se respondió a sí mismo—. El silencio exterior de los bosques, de la carretera… el de mi familia, sentada en la parte de atrás del vehículo. Ese mismo puto silencio que te hace mirar inexpresivo hacia el horizonte al ser consciente de que todo está cambiando.
»A medida que nos acercábamos al mar, la luz del día fue abriéndose paso y empezamos a vislumbrar diversos fuegos, surgiendo con extensas llamaradas en varios puntos de la lejanía, la mayoría procedentes de Barcelona. Poco a poco nos fuimos cruzando con coches que circulaban velozmente en todas direcciones, ambulancias accidentadas en los desvíos cercanos a los municipios, decenas de helicópteros surcando el cielo como si fueran pájaros negros dirigiéndose en picado hacia la hecatombe y vehículos de bomberos llenos de operarios dando órdenes por encima del ruido de sus sirenas. La carretera quedó colapsada en menos de treinta minutos, y tuve que ordenarle a mi familia que se bajara de la camioneta. Dadas las circunstancias, y en vista de la monumental desorganización, lo único que conseguiríamos quedándonos en aquel inmenso atasco sería terminar devorados cuando la infección barriera la zona.
»Ayudándolos y cargando con casi todo el equipaje a mis espaldas, conduje a mi mujer y a mi hijo hacia los bosques colindantes con la carretera. "Los árboles altos y el follaje podrían servir para ocultarnos", pensé. Corrimos entre la maleza durante más de una hora, y, a pesar de habernos alejado lo suficiente, pudimos oír con claridad los primeros gritos de la gente, procedentes de la autovía que dejamos atrás. Gritos que acabaron convirtiéndose en una auténtica sinfonía de berridos humanos, expresión de la desesperación y del pánico más estremecedores.
»Mi mujer se torció el tobillo, mi hijo lloraba desconsolado y yo mismo me había dislocado el hombro al cargar con el excesivo peso de nuestras posesiones, justo antes de tener que abandonarlas en mitad del bosque. Pero, aun así, no dejamos de correr. No dejamos de luchar por nuestras vidas.
»Después de descansar en el interior de una pequeña torre de alto voltaje que había en medio de la arboleda, proseguimos nuestra ruta hacia la costa, hasta que, cansados, doloridos y desorientados, por fin dejamos la espesura atrás y aparecimos en Badalona. Por suerte pudimos hacernos con otro vehículo y, en nuestro afán por continuar hacia el este, tomamos varias calles secundarias y solitarias que terminaron llevándonos hasta los polígonos industriales, en la zona más apartada del municipio. Fue prácticamente un milagro que consiguiéramos llegar con vida. Ahí dentro se estaban organizando grupos de personas que se apoyaban las unas a las otras y que también nos ayudaron a nosotros al proporcionarnos las claves para acceder al recinto a través de las barricadas y de la alambrada. Si no llega a ser por ese golpe de suerte, habríamos acabado muertos ese mismo día, porque sólo unas pocas horas después toda la estructura de la provincia, la de Cataluña y posteriormente también la de España terminaron cayendo en la anarquía más absoluta. El estado de alerta en el que vivíamos durante los últimos días adquirió inmediatamente el grado de estado de sitio radical. Y todos aquellos que se encontraban por las calles, si no eran abatidos por los malditos zombis, acababan siéndolo por el ejército.
»Por si fuera poco, no pasó ni medio día hasta que anularon también los satélites. Los móviles, kaput. La línea de teléfonos sólo admitía llamadas locales. Cualquier otro intento por ponerse en contacto con alguien a más de sesenta kilómetros de distancia era inútil, a no ser que tuvieses una emisora de radio personal. ¿No es para echarse a llorar? La tecnología de hace cincuenta años que había quedado arrinconada en los museos era la única que podría haber servido para avisar a otras ciudades de lo que se les venía encima. Mierda de era digital…
»Pero en fin, supongo que eso ya lo sabías…
Sam se quedó unos segundos pensativo. Mientras me contaba su historia, se había terminado ya la otra cerveza, y ahora tenía los mofletes y la nariz de color rojo. Entre trago y trago, había ido alcanzando un estado previo a la embriaguez, y la lengua empezaba a obstruírsele en el paladar. Eso le hacía hablar por los codos, aunque no me importaba en absoluto.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo a continuación.
—Claro.
—¿Estás nervioso?
—¿Nervioso? No —respondí.
—¿Y por qué coño te aferras a tu silla como si estuvieras montado en una puta montaña rusa?
Llevaba razón. Al bajar la vista, me di cuenta de lo tenso que estaba. Tenía las manos aferradas con fuerza a los brazos de mi asiento. Evidentemente, no era por los nervios —o tal vez sí—, sino más bien por esa clase de tensión que hace que disfrutes de una buena película de terror. Me sorprendí a mí mismo al constatar que a pesar de todo lo que estaba pasando, a pesar de todos mis problemas, seguía siendo el mismo tipo curioso de siempre. Eso era una buena señal, deduje.
Aflojé la presión que mis dedos ejercían en las extremidades de la silla y junté mis manos, apoyándolas sobre mi vientre.
—Deberás perdonarme de nuevo —me disculpé—. A veces me quedo un poco embelesado al oír según qué historias.
Sam arqueó una ceja y me miró como a un bicho raro. Seguidamente, alargó la mano para agarrar otra botella de cerveza. Pensé que tal vez se estaba pasando, ya era la tercera o cuarta que se tomaba.
—Intuyo que lo que realmente quieres saber es qué fue lo que ocurrió para que los polígonos dejaran de ser un refugio seguro, ¿no? Y creo que no voy muy desencaminado si te digo que en parte me refiero a lo que seguramente viste en aquel cerco de cuatro paredes, lo cual, en más de una ocasión, te llevó a pensar erróneamente que había sido obra de mi gente. ¿Cierto?
No me quedó otra que asentir con la cabeza. Había dado en el clavo. Sam sonrió de lado, medianamente satisfecho, se acercó la botella a los labios y consumió más de la mitad de la cerveza de un solo trago. Luego echó su aliento siseando como si fuera un felino pardo y se frotó con el puño la boca.
—Pues como ya te di a entender, nosotros no fuimos. Aquello fue obra de un loco, un asesino. Y nosotros no somos ni una cosa ni otra.
»Verás, en verdad no hay mucho que contar. Sólo tuve el placer de verlos una vez. No hizo falta más. —Su tono se volvió más siniestro—. Estuvimos confinados en aquellos polígonos cuatro meses, tío. Cuatro putos meses de duro trabajo… aunque en el fondo estuvimos bien. Teníamos espacio suficiente, comida, y estábamos bien protegidos porque alrededor del perímetro montamos obstáculos gigantes con chatarras sacadas del vertedero. Ahí dentro no pasaba ni Dios. —Alzó un dedo cuando dijo esto último—. Dentro de lo asqueroso que se había vuelto el mundo, vivir ahí nos hacía parecer casi normales. Daba la sensación de que llevábamos una vida normal. De acuerdo, los chinos no se mezclaban mucho con los de aquí. Pero, en general, todos nos ayudábamos mutuamente y, al menos, se respiraba un buen ambiente de convivencia.
»Un día toda aquella "paz" —hizo un gesto con los dedos como si marcara comillas— se fue a la mierda. Podría decirse que al menos tuvieron la amabilidad de llamar a la puerta primero.
»Estaba amaneciendo cuando de pronto llegaron por la carretera. Al verlos venir, yo y unos cuantos nos juntamos al otro lado de las verjas para averiguar lo que querían. Íbamos armados por precaución. En un principio sólo se acercaron para hablar. Eran tres, pero yo sabía que había muchos más esperando en alguna parte. Se trataba de dos tipos con ropas ceñidas y que llevaban puestas unas máscaras de cera. ¿Te lo imaginas? No de hockey, ni de esgrima. Hablo de unas jodidas máscaras blancas hechas a mano, de esas que imitan las facciones de tu cara. Estos dos no dijeron nada durante el rato que duró la conversación, simplemente servían de escolta para el tercer hombre, un individuo de mediana estatura y que era el único que mostraba su rostro. Recuerdo su mirada, tenía un ojo de cada color, y hablaba en un tono demasiado tranquilo, como en verso.
»Nos propusieron que les dejásemos entrar por las buenas, que sólo querían descansar unos días, comer y estar con algunas mujeres. También nos dijeron que tenían conocimientos muy útiles sobre los muertos vivientes, y que estaban dispuestos a compartirlos como moneda de cambio. Como es evidente, nos negamos en rotundo, pero no trataron de convencernos. El tipo que llevaba la voz cantante tan sólo asintió con la cabeza como si estuviera conforme e hizo una reverencia para despedirse. Entonces dieron media vuelta y se fueron por donde habían venido.
»Entre la gente del lugar se comentó aquel suceso casi como una anécdota. Incluso algunos se reían porque al fin y al cabo no dejaba de parecerles un hecho insólito. Pero a mí no me pareció para nada gracioso. La mirada de aquel tipo antes de largarse, tan siniestra y decidida, ocultaba algo, era traicionera y me daba escalofríos. Durante todo el día tuve el presentimiento de que algo malo iba a suceder. Bueno… supongo que estaba en lo cierto. Aquella noche fue la peor de mi vida. Seguramente muchos te dirían lo mismo de seguir vivos.
»Todo empezó a altas horas de la madrugada. Me desperté al escuchar unos gritos de dolor y unos llantos de súplica procedentes de algún lugar del polígono. Cuando me vestí, les dije a mi mujer y a mi hijo que no se movieran del local que teníamos asignado como vivienda, que iría a comprobar qué sucedía y volvería en cuanto lo supiese. Una vez salí por la puerta, vi que los hombres del lugar estaban alborotados. Unos aseguraban que habían visto zombis en el interior del perímetro, otros que habían oído disparos. Pero nadie entendía qué demonios estaba pasando. En el límite oeste del cerco, un par de naves ardían hasta los cimientos y parecía que todo fuera a desmoronarse a pasos agigantados. De pronto, vino corriendo uno de los nuestros gritando que los afectados de gripe que descansaban en el pabellón que usábamos como enfermería habían desaparecido. Al acudir para verificarlo, comprobamos con horror que era cierto. Pero eso no era todo: en su lugar yacían los cuerpos sin vida de los encargados de la guardia de aquella noche. Les habían rebanado el cuello como a becerros con alguna clase de objeto afilado.
»No tardé en darme cuenta de que se estaba repitiendo la nefasta experiencia que viví en el pueblo de mi hermano. Era como si todo volviera a empezar. Pero esta vez fue mucho peor. El lugar se sumió en el desorden más absoluto. No soy cap. de explicar cómo aquellos desconocidos se las ingeniaron para introducir a unos cuantos zombis en la zona, pero lo cierto es que lo hicieron, y lo hicieron muy bien. Sé que fueron ellos. ¿Cómo si no iba a suceder todo aquello de repente? Malditos bastardos, nos jodieron de verdad… En cuestión de minutos los polígonos se convirtieron en la ratonera más grande de la historia. Los muertos se multiplicaban sin parar, siendo ellos los depredadores y nosotros sus presas.
»En cuanto a los enfermos del pabellón… bueno, ahora ya sabes quiénes son aquel grupo de veinte desgraciados que aún siguen moviéndose atados a la chatarra. Les hicieron lo que les hicieron mientras aún respiraban. Fue como si nos dejaran un mensaje del tipo: "Ésta es nuestra firma. Así es como actuamos".
»En medio de aquel desvarío, reuní a unos cuantos hombres y les dije que me esperaran en la alambrada, junto a las puertas de acceso a la carretera. Traté de explicarles que aún teníamos una oportunidad de salir de allí con vida. Les prometí que todo iba a salir bien mientras permaneciésemos unidos. Algunos asintieron asustados. Decidieron confiar en mí porque no sabían qué otra cosa hacer. Algunos se marcharon por su cuenta, y otros, en cambio, como los chinos, se negaron a abandonar sus almacenes. Hay que ver…
»Le pedí a uno de los hombres que me acompañara a buscar a mi familia. Y sin perder un segundo más, ambos corrimos a toda prisa, esquivando los fuegos que ardían en algunos puntos y a los muertos que ya deambulaban por todas partes. En un par de minutos conseguimos llegar desgañitados hasta mi almacén. La puerta estaba medio abierta, y cuando entramos… —Su expresión se tensó por el asco y la rabia. Sus ojos se humedecieron. Le costó seguir hablando—. Cuando entramos… y los vi… comiéndose a mi mujer y desmembrando a mi hijo, yo… —Su mirada estaba completamente perdida en un horizonte vacío. Dos lágrimas cargadas de ira se deslizaron mejilla abajo. Apretó los dientes de pura impotencia—. Me lancé a por ellos, sin importarme lo que pudiera pasarme, gritándoles que les dejaran en paz, que ni se les ocurriera tocarlos. Pero no me escuchaban, tan sólo deseaban su carne. Quise matarlos. Quise matarlos a todos, pero mis empujones y mis puñetazos desesperados no les hacían nada. El hombre que había venido conmigo tuvo que sostenerme por detrás y sacarme de ahí por la fuerza, justo antes de que los muertos estuvieran a punto de atraparme a mí también.
Sam cerró los ojos y respiró profundamente para intentar tranquilizarse.
—¿Tienes idea de cómo se consigue superar el hecho de ver morir a tu hijo y a tu mujer de esa manera? Te lo diré… No se puede. Es algo que te acompaña como una maldición, todos los días, uno tras otro, a cada segundo, hasta que exhalas el último aliento de vida.
Se terminó la cerveza y la dejó en la mesa, junto a las demás botellas vacías. Luego se pasó una mano por el pelo revuelto y se rascó los ojos para secarse las mejillas.
—Así es como los pocos que conseguimos salir con vida de los polígonos terminamos ocupando este puerto deportivo y yo acabé convirtiéndome en su líder. Después de lo que han pasado, sin una figura que les marque un camino, esta gente no podría seguir adelante. —Esbozó una sonrisa desganada—. Supongo que me ha tocado a mí ser el tipo duro. Es uno de los últimos deberes que me quedan por cumplir.
Sus palabras me hicieron reflexionar. Esa fortaleza para seguir adelante consiguió inspirarme en cierta manera. Y es que su historia me resultaba conmovedora. Aunque parezca mentira, llegué a sentir lástima por él… bueno, más bien compasión. Ese hombre tenía mucho derecho a odiar, odiar a los descerebrados que habían originado aquella matanza gratuita, y también a nosotros, los zombis. Y ese argumento era más que suficiente para comprender que mi pellejo estaba en juego cada segundo que pasaba con esa gente (carecer del sentido del miedo te hace subestimar extremadamente los peligros a los que te expones). Ahora entendía por qué nuestro encuentro en el espigón había sido tan brusco. Seguramente él también había pensado que yo podía ser uno de esos salvajes, pero al verme con Paula dedujo que se equivocaba.
Tras un breve silencio, pregunté:
—¿Habéis averiguado algo más sobre aquellos tipos? ¿Tal vez cuántos eran o adónde se dirigían?
Sam me miró todo lo serenamente que pudo. Su cogorza era ya descomunal.
—Nada. No sabemos una mierda sobre ellos. Aunque te diré una cosa… —continuó hablando—. Ahora mismo me encuentro en un punto en que mataría a otro ser humano por dos razones: la primera, para defender mi vida o la de los míos, y la segunda, para acabar con la de aquel hijo de puta de mirada bicolor. Si vuelvo a verlo, te juro que pienso arrancarle sus perturbados ojos con mis propias manos. —Apretó el dedo índice contra la tabla de la mesa—. No pasa ni un solo segundo sin que desee hacerlo.
Tras decir eso, Sam se levantó lentamente y fue tambaleándose hasta la cama del camarote, donde se dejó caer sobre el colchón, boca arriba. Una pierna le quedó colgando por un lateral.
—Oh, mierda, estoy borracho… —dijo sin articular del todo bien—. Espero haber saciado tu curiosidad, cabronazo entrometido. Ahora vete a dar una vuelta y déjame dormir. Más tarde, si te da la gana, ya me contarás lo que has decidido… Y date una ducha… Apestas.
Fue lo último que articuló. Luego empezó a roncar abriendo la boca como un león enjaulado.