Parte XXII

La atmósfera encapotada del alba observaba nuestro cruce de miradas como una espectadora silenciosa en la arena.

El hombre que me apuntaba tenía una espesa barba rojiza, y su mirada era profunda. Vestía con un abrigo largo y gris con cierre de correa que le cubría justo por debajo de las rodillas.

—Tienes cinco segundos para bajar el arma e identificarte. De lo contrario, dispararé —dijo alzando una voz grave por encima del ruido del oleaje.

—Ni hablar —respondí—, no pienso hacer una mierda hasta saber cuáles son tus intenciones. El hombre dio un paso más al frente.

—¿De dónde vienes? ¿Perteneces a algún grupo organizado?

—No sé de qué me hablas.

¿A qué venía esa pregunta? Nada más verlo, se me había pasado por la cabeza el escenario de aquella jaula de torturas. Temía que se tratara de alguno de los salvajes que había ocasionado semejante carnicería, pero un extraño brillo en sus ojos me hizo pensar que él estudiaba una posibilidad similar en mí.

—Venimos de la ciudad… —proseguí.

—¿Venís? ¿Tú y quién más? Responde.

No me hizo falta hacerlo. En esos momentos, Paula, que se había despertado por los gritos, se puso en pie. Al ver al extraño, se colocó detrás de mí cautelosamente, sin quitarle el ojo de encima.

—¡La madre que…! —masculló aquel hombre, al que le cambió la expresión por completo. Inmediatamente después bajó el arma, se la colgó del hombro y empezó a caminar hacia nosotros sin mostrar en absoluto una actitud amenazante.

—Tendréis que disculparme… Quizás haya sido un poco brusco al principio, pero ya se sabe, en los tiempos que corren…

—¡Eh! —exclamé sin bajar la ballesta, al ver que se acercaba más de lo deseable—. Te agradecería que no te acercaras más.

El hombre se detuvo en seco y alzó un poco las manos.

—Tranquilízate, amigo, ¿vale? Si os quisiera muertos, ya lo estaríais. Mira, anoche avistamos el fuego que hicisteis. Debíamos averiguar de quién se trataba, ¿comprendes? Nos refugiamos en el puerto del Masnou, a dos kilómetros al norte de aquí. Es un buen sitio y tenemos comida. Somos buena gente… buena gente —insistió señalando con la vista mi arma.

Medité unos segundos sobre si deponer mi actitud defensiva, pero enseguida entendí que tenía razón. Si hubiese querido hacernos daño, ya lo habría hecho. Además, no parecía mal tipo (al menos no de esos que arrancan extremidades y mandíbulas a personas vivas). De acuerdo que nunca te puedes fiar al cien por cien de tu instinto en casos así, pero su apariencia no era la de un asesino, y, además, había hablado de gente refugiada. Pensé que tal vez, como mínimo, debería escucharle. Así que finalmente bajé el arma.

—¡Caramba! —exclamó, claramente satisfecho—. ¡Es increíble! Sois los primeros supervivientes que vemos desde hace meses.

Avanzó un par de pasos sorteando las rocas que nos separaban. Cuando llegó, me tendió la mano.

—Soy Sámuel, pero puedes llamarme Sam.

—Erico —respondí, y se la estreché sin estar aún del todo convencido.

—¿A qué huele? —Arrugó la nariz y acto seguido me observó de arriba abajo—. Llevas mucho tiempo sin una buena ducha, ¿eh? —Sonrió—. No importa.

Omití decirle que lo que olía tan mal eran las bacterias de mi cuerpo putrefacto. Evidentemente era una información que Sam no necesitaba saber.

—¿Y llevas ese casco por protección o porque simplemente te gusta?

—Tengo mis motivos.

—¿Tus motivos? —repitió frunciendo el ceño, como si quisiera saber más.

Fuera como fuese, debía procurar que no tratara de husmear más de lo necesario al respecto. Debía darle una respuesta convincente.

—Me quemé la cara en un accidente y me siento mejor con el casco puesto. No creo que ahora sea algo relevante.

Tras una breve pausa, hizo un ademán de conformidad.

—De acuerdo, hombre. Ningún problema. —Luego se puso de cuclillas, dirigiéndose a Paula—. ¿Y tú? ¿Tienes nombre, jovencita?

La niña se lo pensó unos segundos y contestó tímidamente, sin salir de la protección de mis piernas:

—Paula…

—Vaya, qué nombre tan bonito… —Volvió a alzarse—. Escuchad, como os he dicho, el puerto es un buen refugio, está bien protegido. Somos una comunidad de veintinueve supervivientes. Incluso hay tres niños. Les entretendrá escuchar vuestra historia. Joder, esa casi un milagro que hayáis sobrevivido todo este tiempo fuera. En la ciudad no queda nada salvo una muerte segura. Está plagada de esos hijoputas.

—¿Te refieres a los zombis…? —Fue más una afirmación que una pregunta.

«Gracias», pensé de paso, por la parte que me tocaba.

—Bueno, ésos también. Pero yo me inclino por un término más genérico. Creo que sabrás tan bien como yo que, hoy en día, no son lo único que debe preocuparte.

En efecto, así era. Nosotros no éramos ni de lejos el único peligro que se había originado a partir del Apocalipsis; los Arcángeles eran mucho peor. Por no hablar de los posibles saqueadores o asesinos que, visto lo visto, podían andar por ahí sueltos. Pensé que podía ser un buen momento para intentar obtener alguna información acerca de los zombis mutilados de aquella empalizada.

—Desde luego… —contesté—. Por cierto, ayer atravesamos con ciertas dificultades los polígonos de Badalona. Vimos cosas un tanto… extrañas. ¿Podrías contarme algo de lo que pudo suceder allí?

Sam se puso algo tenso al escuchar mi pregunta. Luego movió los labios haciendo una mueca y me miró con suspicacia. A continuación puso una mano en mi hombro.

—Amigo, en este nuevo mundo de mierda lo habitual es ver cosas «un tanto extrañas». No obstante, os invito a que me acompañéis. Podemos ofreceros comida y protección. Incluso tenemos una manguera con agua potable que funciona… bueno, a veces. También puedo darte algunas respuestas, pero eso es mejor que lo hablemos con calma y no aquí. Hace frío y estamos expuestos. Además, podréis quedaros el tiempo que queráis. Válgame el cielo que no es el paraíso, pero seguramente estaréis cansados y os irá bien recuperar fuerzas. Porque… ¿Os dirigíais hacia alguna parte?

Me sentía un poco incómodo con su mano puesta en mi hombro, así que me aparté sutilmente. No pareció importarle.

—Tal vez…

Sam paseó su mirada de mí hacia Paula.

—Entiendo… —dijo—. Entonces ¿qué decides? ¿Venís conmigo?

Lo cierto es que no me estaba obligando a nada, ni siquiera pidiéndomelo formalmente. Solamente nos ofrecía una posibilidad, una invitación amable a acompañarle a un refugio seguro. Por lo tanto, una vez más, demostraba no tener malas intenciones.

Miré a Paula mientras lo pensaba.

Ésta podía ser una buena oportunidad para solucionar las cosas de una forma no drástica, el momento que había estado esperando. Si había más humanos en ese lugar, podrían hacerse cargo de ella y yo podría por fin librarme de ese peso. En esos momentos, lo que más podía influir en mis decisiones era asegurarme de que ella estaría bien, saber que, si la dejaba, quedaría en buenas manos. La hazaña heroica y épica de llevarla hasta los Pirineos, y con eso salvar la humanidad, se había convertido en algo completamente secundario. Es más, en el improbable e hipotético caso de que pudiéramos llegar a salvo y de una sola pieza, nada garantizaba un éxito rotundo. La era del hombre ya estaba tocando fondo. El daño era prácticamente irreversible.

Tras meditarlo unos instantes, decidí que sería la mejor opción. Valía la pena arriesgarse. El plan era bien sencillo: acompañar a Sam hasta su campamento en el puerto, dejar a Paula con esa gente si el lugar y la comunidad parecían seguros para ella, intentar —a poder ser— obtener cierta información y luego largarme de allí antes de llamar demasiado la atención.

Sí, eso haría…

—De acuerdo —Fue mi respuesta—. Iremos contigo.

Sam asintió con la cabeza indicando que había tomado la decisión correcta.

—Llegaremos en poco menos de una hora. Recoged lo que tengáis. Os espero en la orilla —dijo, antes de darse la vuelta y alejarse entre las rocas.

El cielo se fue tornando gris a medida que íbamos surcando la playa en dirección norte. Las nubes se acumulaban unas encima de otras amenazando tormenta.

Durante el rato que estuvimos andando, me dio tiempo a contarle a Sam algunos de los pormenores de nuestro viaje. Lógicamente omití muchos detalles; no era mi intención explicarle el principal motivo (supuestamente sólo intentábamos huir de los peligros de la ciudad) ni tampoco lo singular que era Paula. Según mi historia, simplemente me la había encontrado sola, vagando por las ruinas de Barcelona. También tuve que mentirle acerca de quién era yo en realidad. Con plena convicción, le dije que era uno de los policías que luchó en la batalla del Eixample el día en que todo empezó y que, milagrosamente, salvé la vida cuando una granada estalló cerca de mí y me proyectó hacia el interior de una tienda de ordenadores —de ahí mi marcada cojera y la reticencia a mostrar mi rastro—. Le conté que cuando recobré el conocimiento, sólo había cadáveres por las calles, y que tuve que pasar cinco días guarecido en el sótano de aquel local, malherido y desnutrido, antes de poder siquiera arriesgarme a salir.

—… Al final pude escapar por los pelos —concluí, asombrado por mi capacidad imaginativa.

—Sí… He oído numerosas historias sobre aquel día. Todo el mundo intentando huir hacia todas partes. Mareas de gente luchando por subirse a las repisas y los techos de los quioscos, gritando descontrolados mientras los zombis los engullían como a un jodido ganado. —Escupió en el suelo—. Putos desgraciados. En el fondo me dan lástima…

No dije nada.

Paula tampoco lo hizo durante todo el trayecto. Se limitó a caminar pegada a mí y dejar que yo contara mi versión. En determinado momento le presté atención y advertí que parecía especialmente triste.

—¿Te ocurre algo? —le pregunté.

Ella hizo una mueca taciturna.

—Es Orly. Lo he perdido, pero no recuerdo dónde.

—Oh, vaya…

—¿Quién es Orly? —intervino Sam.

—Es su oso de peluche. Le tenía aprecio.

El hombre, intentando consolarla, dijo:

—No te preocupes, pequeña, tenemos algunos juguetes en el refugio. Hay una pelota hecha con trapos y una cuerda de saltar. Lo pasarás bien con los otros niños, ya verás.

Como era de esperar, Paula no contestó ni varió su expresión, simplemente siguió andando agarrada de mi mano y con la mirada baja.

Después de un buen rato a ritmo constante, pudimos distinguir al fin el contorno del recinto del puerto. Era una complejo cercado por un alto muro de hormigón que, visto desde arriba, limitaba la parte de tierra, formando un cuadrado de sólo tres lados. Adentrado en el mar, había un espigón que representaba el cuarto costado y, a su vez, frenaba el oleaje que venía de frente. Un amplio espacio de agua, que separaba la punta de éste y el final del muro más cercano a nosotros, permitía antaño la entrada y salida de las diversas embarcaciones.

No podía verse lo que había detrás de la muralla salvo una fina columna de humo que emanaba del interior del refugio y ascendía hasta camuflarse entre la penumbra de las nubes negras.

Insertado en el paredón, había un portón metálico de aproximadamente dos metros de anchura que permitía o impedía el acceso al recinto por tierra.

A medida que nos íbamos acercando, vimos varios cadáveres tendidos y desperdigados de cualquier forma sobre la arena, con diversos agujeros de bala por todo el cuerpo y la cabeza. Por su orientación, parecía que todos ellos se dirigían hacia el puerto momentos antes de ser abatidos.

—Si se acercan, simplemente les disparamos desde la parte superior del muro. Cuanto más lejos consigamos que se detengan, mejor. No queremos ni tocarlos. Y si alguna vez consiguen llegar hasta las puertas, los abatimos y luego quemamos sus cuerpos —explicó Sam.

Cuando ya casi habíamos llegado, de repente alumbró la lejanía un relámpago imponente que iluminó el mar. El fuerte fragor del trueno que le sucedió quebró el cielo como un grito de ira divina. Acto seguido, una fina lluvia cayó sobre nosotros con el repicar amortiguado de las miles de gotas filtrándose entre la arena seca.

Sam extendió la palma de su mano, dejando que el agua fluyera por sus dedos.

—Adoro la lluvia —dijo, ensimismado. Miró hacia el cielo y abrió la boca para permitir que el dispersado goteo llenara su garganta. Su espesa barba rojiza quedó inmediatamente empapada por diversos hilos de líquido que se le deslizaban barbilla abajo—. Aah… ¡Qué rica! —exclamó una vez quedó satisfecho.

Tras unos cuantos pasos más, nos detuvimos frente a la puerta de acceso al puerto. Las manchas de óxido habían carcomido el acero indicando la falta de mantenimiento y pintura.

Sam alzó el puño y golpeó el metal tres veces de forma rápida y una lenta. Justo después, retrocedió unos pasos y miró hacia lo alto del muro, achinando los ojos debido al chaparrón que caía cada vez con más intensidad. En el cielo, los relámpagos estallaban ya con frecuencia.

A los pocos segundos, un hombre de mediana edad asomó su cabeza desde arriba. Llevaba unas gafas enormes de culo de botella. Una gorra roja y gastada recogía los pocos mechones de pelo blanco que le quedaban, que a su vez se le pegaban a la cara, empapados. Su barba de una semana le confería un aspecto desaliñado.

—Randy, ábrenos —le gritó Sam.

El hombre se llevó una mano a la oreja, un gesto elocuente para indicar que no le había oído.

—¡Que abras la puerta! —repitió, poniendo ambas manos alrededor de su boca y alzando más la voz.

Randy asintió con una sonrisa que mostraba unos dientes medio podridos y desapareció por el hueco del muro, pero sólo para volver a aparecer por el mismo sitio dos segundos más tarde.

—¡Eh, Sam! La cuerda que me pusiste funciona —dijo, mientras enseñaba animadamente su mano, en cuya muñeca tenía atado el extremo de un cordel.

Sam pareció irritarse.

—¡Maldito idiota! ¡¿Quieres hacer el favor de abrirnos de una puñetera vez?!

—¡Voy! —gritó al tiempo que desaparecía de nuevo.

Sam negó con la cabeza y me miró.

—Ése es Randy. No es su nombre verdadero, pero le gusta que le llamen así por aquella película en la que John Wayne hacía de pistolero. Está más sordo que una tapia, pero el muy cabronazo es capaz de acertarle a un pájaro a medio kilómetro de distancia. Tuve que atar una cuerda desde la puerta hasta su muñeca. Se despista con facilidad, y si no está vigilando los exteriores, la vibración es la única forma de comunicarle que estamos de regreso.

—Ya entiendo… —fue lo único que se me ocurrió decir.

Tras un chasquido metálico, el pesado portón de acero se entreabrió por un lateral con lentitud, descubriendo un pequeño hueco en su hendidura.

—Adelante —dijo Sam, y entró.

Nosotros fuimos detrás.

Al otro lado se encontraba Randy sosteniendo el tirador. Era un tipo bajito y de espalda encorvada. Llevaba un rifle de doble cañón colgando de su hombro izquierdo. Con esas enormes gafas parecía que sus ojos fueran extremadamente grandes.

—¿Por qué no estabas en tu puesto? —le preguntó Sam de forma tajante.

—Lo siento, jefe. Estaba haciendo mis necesidades.

Sam lo miró con desfachatez pero no dijo nada, simplemente se dio la vuelta y echó a andar. Yo iba a hacer lo mismo, pero en cuanto Randy vio que el hombre ya no le prestaba atención, me saludó sonriente y me dijo:

—¡Psss! Oye, tipo del casco, ¿por casualidad no tendrás en tu bolsa alguno de esos cangrejos que viven en las orillas, verdad? Me encantan esos bichos.

Hizo un rápido y sonoro movimiento con su lengua, imitando a un reptil.

Antes de que pudiera contestar a esa repentina pregunta, Sam, que al parecer se había dado cuenta, volvió hasta nosotros y alzó la voz para asegurarse de que Randy pudiera oírle. Inicialmente, éste se encogió de hombros como si temiera una posible represalia.

—¡Te lo he dicho mil veces: deja en paz a la gente! Y ellos no son ninguna excepción, así que más te vale que seas amable, ¿te ha quedado claro? ¡Vamos! Vuelve a tu sitio de inmediato —le ordenó.

—Sí, señor… —respondió lenta y serenamente, bajando un poco la cabeza pero sin apartar la vista de mí. Luego se giró para cerrar los anclajes de la puerta y subió por unas escaleras verticales que quedaban justo al lado y que llevaban a un andamio situado en lo alto del muro, donde un toldo negro puesto de forma improvisada protegía de la lluvia a una silla plegable colocada sobre la plataforma. Randy se sentó en ella y, murmurando cosas ininteligibles, se dedicó a observar el horizonte.

«Menudo personaje», pensé.

—Lo siento, a veces hace falta recordarle lo que significa tener modales.

—No importa —contesté.

Sam asintió y nos hizo un gesto para que le siguiéramos.

—Por aquí, por favor.

Al mirar al frente, pude intuir vagamente, a través de la espesa cortina de lluvia, el complejo del puerto que se extendía a lo largo del cerco. No parecía demasiado grande; el terreno habitable tendría poco más de una hectárea. En la parte del muelle, a mi derecha, media docena de barcos solitarios y de pequeña envergadura se balanceaban con el vaivén del agua, tan metódicamente que parecían veleros fantasma. La fuerte lluvia amortiguaba cualquier ruido cercano, y sólo el leve tintineo de las cadenas de sus anclas podía oírse con cierta claridad.

Por delante de nosotros, en medio de la tempestuosa intemperie, había un tramo con diversas tiendas de campaña desperdigadas. Varias figuras borrosas salieron de ellas y se movieron rápidamente, buscando cobijo entre una hilera de locales situados en el lateral izquierdo del recinto, dejando la explanada por donde pasábamos completamente solitaria.

Continuamos caminando y cruzamos por delante del primero de esos locales. Se trataba de los restos de un antiguo restaurante. Tenía la cristalera de la entrada rota y su oscuro interior lucía absolutamente destrozado, como si hubiese pasado un huracán por encima, con infinidad de tablas de madera, pedazos de cristal y basura esparcida por el suelo. Parecía una suerte que conservaba el techo. En el centro, un grupo de cuatro hombres, que tosían y se cubrían con mantas, estaban sentados alrededor de un bidón oxidado donde ardía una tenue fogata que iluminaba sus caras apagadas con los tonos anaranjados de las brasas. Alzaron la vista cuando pasamos por su lado, nos miraron un instante sin ningún tipo de expresión en sus rostros y luego volvieron a bajar la cabeza para seguir sumidos en su propio silencio, con los ojos enfocando algún horizonte imaginario.

Me detuve al darme cuenta de que Paula, del todo empapada, me apretaba la mano con fuerza. Temblaba y respiraba agitadamente, y no parecía muy convencida de estar en aquel sitio.

Sam, por su parte, siguió adelante unos pasos más, pisando sonoramente con sus botas el manto de agua en el que se había convertido el suelo asfaltado del puerto. Entonces también se paró, y extendió sus brazos en cruz como si abrazara la intensa lluvia que caía desde el cielo sombrío.

—No hay nada mejor que estar en casa, ¿verdad? —Se dio la vuelta lentamente, encarándose hacia nosotros dos—. Bienvenidos a nuestro humilde hogar.

—¿Podemos fiarnos de ti y de esta gente? —pregunté con semblante serio. Empezaba a dudar que hubiese sido buena idea ir hasta allí.

—Claro… —Dijo tensando la comisura de los labios. No era exactamente una sonrisa—. Nosotros somos aquellos que siguen en pie mientras el mundo se derrumba.