Parte XXI

Me parece que aún no os había hablado del motivo por el que me fui de mi tierra natal y empecé a viajar por Europa. Me refiero al verdadero motivo. Por supuesto que el hecho de vivir aventuras fue un importante aliciente, pero detrás de mis ansias por ver mundo se escondía algo más, un suceso que me impulsó a alejarme de mis orígenes para siempre; aunque ésa no fue mi intención inicial, ya que, desde el momento en que partí, supe que algún día querría regresar. Lo que no sabía era que jamás volvería a tener la oportunidad de hacerlo…

Nunca conocí a mi padre, y creedme si os digo que tampoco noté su ausencia; mi madre siempre se encargó de que así fuera. Su devoción por la educación de su hijo fue su máxima prioridad desde un principio. Ella me ayudaba con los deberes, me enseñó a montar en bici, incluso venía a verme en los torneos de fútbol del colegio. Todo lo que conseguí durante los largos años que pasé en Verona se lo debo única y exclusivamente a ella.

Dicho esto, podréis imaginar que, siendo hijo único y de madre soltera, los lazos que nos unían eran fuertes y estrechos, por encima de cualquier cosa. Nos teníamos el uno al otro, ¿qué más podía pedir?

No obstante, un buen día, cuando yo tenía diez años, nuestra perfecta armonía se vio alterada de la noche a la mañana por la llegada al barrio de un hombre llamado Silvio Monteferri, un apuesto vendedor de antigüedades que, con el mejor producto de Oriente y la lengua más hábil de Occidente, montó una pequeña tienda a escasos metros de donde vivíamos.

Aquel hombre sabía muy bien lo que vendía y cómo hacerlo. Su mejor venta, sin embargo, fue la de sí mismo, pues enamoró a mi madre con una bonita sonrisa de bigote mosquetero y la promesa de una vida llena de facilidades.

No culpo a mi madre por caer irremediablemente en los brazos de un hombre como Silvio. Nunca lo hice. Sé muy bien que, a pesar de tenerme a mí, también se sentía muy sola en otros aspectos…

Al principio sólo se veían por el barrio. Mientras yo la ayudaba en la compra, de camino a la plaza del mercado, me fijaba en pequeños detalles que tal vez para los demás pasaban inadvertidos, como el coqueto contoneo de caderas que siempre hacía cuando pasábamos por delante del negocio de antigüedades. El señor Silvio, a su vez, le dedicaba una disimulada reverencia y le lanzaba un beso con la mano. En parte no me molestaba, porque conseguía que aquel día mi madre se lo pasara sonriendo de oreja a oreja y se mostrase más feliz que nunca. Hasta las mujeres de la plaza le decían que estaba radiante, y eso la llenaba de júbilo.

Era mi madre, la quería, y deseaba lo mejor para ella.

Con el tiempo, ella pasó de verlo y saludarlo por la calle a invitarlo a cenar con nosotros de vez en cuando.

«Vaya —pensé—. Ya es oficial.» De todas formas, tampoco puse objeciones. Las cenas de aquellas veladas eran especialmente exquisitas, aunque yo me limitaba a terminar el plato para poder retirarme a mi habitación y enfrascarme en mis asuntos.

—Erico, ¿ya te vas, hijo?

—Sí, muchacho, ¿por qué no te quedas un poco más con nosotros? —añadía el vendedor, mostrando un interés forzado.

—Gracias por su propuesta, pero tengo deberes que hacer.

Claramente, el señor Silvio no deseaba eso. Desde que entraba por la puerta de casa, se le notaba que esperaba con ansias el instante en el que yo me quitara del medio para poder estar a solas con mi madre. Si pegaba la oreja a la pared contigua de mi habitación, podía oír sus gemidos desde la otra punta de la casa y luego a mi madre advirtiéndole de que no hiciera tanto ruido o yo podría oírlos. A continuación, me retiraba a mi cama a escuchar música con mi reproductor de cedés hasta que él se marchaba, momento en el que mi madre me obligaba a despedirme. Lo que más detestaba de hacerlo era que él me pusiera una mano encima de la cabeza y me revolviese el pelo con su característica hipocresía para luego largarse como si no hubiera sucedido nada.

—Estás hecho todo un hombretón, ¿eh? —solía bromear antes de partir.

Terminé por encontrar patética aquella rutina de los martes y los jueves por la noche, que no tardó en extenderse a los domingos y, posteriormente, también a los viernes. Mientras yo aguantaba sus falsedades, aquel hombre se infiltraba en nuestras vidas, aprovechándose como un parásito de las gratuitas cenas de nuestro hogar y de la calidez de su lecho.

En los meses venideros la cosa empeoró, y al final incluso consiguió que mi madre y yo nos distanciáramos.

Yo sabía que no le caía bien. Me miraba con recelo y se reía de mí a la mínima oportunidad. Si alguna vez se me ocurría encararme con él, mi madre se ponía en mi contra y me mandaba a mi habitación, a menudo sin haberme terminado la cena. Cuando eso ocurría, antes de desaparecer por el pasillo, me fijaba en que el rostro del vendedor siempre mostraba un malvado y disimulado regocijo.

Demonios, ese tipo era un auténtico capullo, y lo que más me fastidiaba era que ella le miraba como si meara gaseosa.

Durante el siguiente medio año, la compañía de ese hombre se convirtió en un auténtico martirio para mí, que fue degenerando con el transcurso del tiempo, hasta que tomé la decisión de ignorarlo por completo. Aunque no siempre lo conseguía.

Una vez, mientras la cena se cocía en la cocina, me quedé a solas con Silvio, ambos esperando en la mesa. Hacía poco que le había pedido matrimonio a mi madre, y ella, perdidamente enamorada, había aceptado.

—¿Sabes? A veces es curioso oír hablar a la gente —comentó con indiferencia mientras se colocaba lentamente la servilleta alrededor de su cuello—. El otro día llegó a mis oídos que hace unos años. le deseaste la muerte a un hombre. Es muy extraño que esa misma tarde lo fulminara un rayo y lo dejara frito como un maldito pollo, ¿no crees?

Yo le escuchaba en silencio, con mis ojos clavados en su estúpido rostro.

—¿Nunca te han dicho que eres un bicho raro? —Se arremangó las mangas de la camisa. Hablaba con manifiesto desdén, sin mirarme, como si yo no estuviera delante—. Creo que eres así porque nunca te han pegado una buena tunda cuando te lo has merecido. Aunque no es culpa tuya, tu padre te abandonó nada más nacer. Fuiste un hijo no deseado para él. Joder, debió de ver lo feo que eras y salió por patas… —Soltó una pequeña carcajada, enseñando sus amarillentos dientes—. Pero no te preocupes, conmigo aprenderás lo que es el respeto. —Entonces me miró fijamente, como deseando alguna reacción por mi parte—. ¿Verdad, pequeño bastardo?

A punto estuve de lanzarme a su cuello, y si no hubiera sido porque en esos momentos apareció mi madre con la olla del estofado en las manos, lo habría hecho.

—¡Hmm…! Qué bien huele, cariño. —Interrumpió mi reacción, dedicándome una vil mirada de reojo—. ¿Qué es? ¿Pollo asado? —Puso más énfasis en pronunciar esto último y, acto seguido, extendió la comisura de sus labios triunfalmente, un gesto acompañado de palabras llenas de burla que mi madre tomó como un acto caballeroso pero que para mí fueron más de lo que estaba dispuesto a soportar.

Con un rápido movimiento salté por encima de la mesa y le propiné un puñetazo cargado de ira en plena cara.

—¡Desgracia do! —grité.

—¡Erico! ¡Santo Dios! —exclamó mi madre, a la que se le cayó de las manos la olla de arcilla, lo que provocó que se rompiera en mil pedazos y se desparramara todo el estofado sobre el suelo.

Silvio se palpó con un dedo el labio, por donde le brotó una pequeña gota de sangre. Luego me miró con odio y se puso en pie dando un manotazo sobre la mesa.

—Maldito niño malcriado —masculló mientras se sacaba el cinturón—. ¡Yo te enseñaré modales!

Lo que puedo recordar sobre lo que sucedió posteriormente, antes de desmayarme por la brutal paliza que recibí, fue a mi madre gritándole y suplicándole que parara.

En el momento en que saltó en mi defensa para intentar separarlo, Silvio forcejeó con ella un breve instante y le propinó un bofetón con la mano extendida que la derribó al suelo en el acto. Luego se volvió hacia mí de nuevo y continuó pegándome con el cinturón de cuero y sus puños ensangrentados.

Recuerdo a mi madre con la sombra de ojos corrida bajo los párpados y llevándose, horrorizada, una mano a la cara para palparse la hinchazón de la mejilla.

—¡VETE! —le gritó llorando histérica—. ¡Vete de mi casa! ¡Vete!

Agarró un trozo de plato roto que se había caído con el alboroto y se lo lanzó. Silvio lo esquivó con facilidad, y fue justo entonces cuando pareció darse cuenta de lo que había hecho.

Se detuvo respirando agitadamente, observando la escena y paseando su lengua nerviosamente por los labios. Mi madre se llevó las manos a la cara. Parecía que le hubieran arrancado el alma.

—Vete, por el amor de Dios… —repitió casi sin fuerzas—. Déjanos…

El hombre, antes de coger su abrigo y salir por la puerta, exclamó:

—¡Familia de locos!

Inmediatamente después, perdí el conocimiento.

Desperté tumbado en mi habitación al día siguiente. Notaba un paño empapado que despedía un suave aroma a manzanilla acariciándome las heridas. Éstas me escocían por todo el cuerpo tan intensamente que parecía que tuviera fuego en vez de sangre corriendo por mis venas.

Al abrir los párpados, vi borrosamente que mi madre me sonreía. No era una sonrisa de alegría, ni siquiera de alivio, sino de amor, del más puro y sincero afecto.

—Bienvenido —pronunció con voz cariñosa.

Intenté hablar, pero todo mi ser estaba sumido en un cansancio desmesurado. Los músculos y los huesos me dolían y me pesaban como si formaran parte de una enorme estatua de plomo. La vista se me nublaba cada vez más, y tenía mucha sed.

—Agua… —logré articular.

Mi madre me acercó un vaso que había en la mesita de noche.

—Toma, bebe…

Después de hacerlo, volví a caer en un sueño profundo.

Pasé una semana en cama recuperándome antes de poder levantarme por mi propio pie. Según el médico, había tenido mucha suerte; no era fácil recuperarse de lesiones y contusiones como aquéllas, pero yo lo había hecho sin problemas y en un tiempo récord.

—Su hijo es un niño muy fuerte, señora Lombardo —le dijo momentos antes de marcharse y cobrar sus honorarios.

—Gracias. Que Dios le bendiga, doctor —le respondió ella.

Durante los siguientes días, mi madre y yo no hablamos del tema. Hicimos como si todo aquello jamás hubiese ocurrido.

La admiraba por lo fuerte que era. En todo ese tiempo hizo gala de una enorme entereza, incluso cuando al pasear por el barrio veía a la gente rumorear entre susurros acerca de su relación truncada con el vendedor. Entonces ella simplemente pasaba por delante sin inmutarse, con el pecho firme y la barbilla izada.

Silvio, por su parte, intentó reconciliarse llamando varias veces a la puerta de casa vestido con la piel de cordero. Recuerdo perfectamente la imagen de mi madre haciendo ganchillo en el salón, sin levantarse para abrirle ni escucharle y sin permitir que su rostro dejase traslucir la más mínima reacción o estímulo. Para ella, el señor Silvio había dejado de existir.

A los pocos días, cerró su negocio misteriosamente y se marchó de la ciudad. Lo último que supimos de él fue lo que nos contó varios años después de aquello un conocido común, según el cual le había caído una larga temporada en prisión por tráfico de mercancías y arte robado.

En cuanto a mi madre, os diré que me sorprendió que jamás soltara ni una sola lágrima después de lo ocurrido… bueno, excepto aquel día…

Habían pasado cuatro semanas desde el incidente. Silvio ya había dejado Verona. Yo me disponía a terminarme el desayuno para ir al colegio cuando de repente oí vomitar a mi madre desde el lavabo. Al acercarme para abrir la puerta, ella la cerró de un rápido manotazo para impedir que entrara.

—¿Estás bien? —pregunté asustado.

—Sí —respondió llorando desde el otro lado.

—Mamá, ¿qué te pasa? —Sentí una punzada en el corazón.

—Nada, hijo. Vete a clase. Estoy bien…

Yo sabía que no era verdad. Estaba llorando, y mi madre era una de esas personas que cuando lo hacía parecía que el mundo fuera a desmoronarse. Me sentí mal durante todo el día.

Lo que más me desconcertó de todo aquello es que dos días después la vi feliz de nuevo, cantando como solía hacerlo mientras cocinaba y exhibiendo todo el tiempo una extraña sonrisa que iluminaba su rostro.

Cuando le pregunté acerca de su repentino cambio de humor, me sentó en la silla, me plantó un sonoro beso en la frente y me dijo:

—Erico, estoy embarazada… Y no sé por qué, pero hoy me he levantado y hacía un día particularmente hermoso, y yo… —Inspiró aire profundamente, como si la vida fuera maravillosa—. Verás, he decidido tener al bebé. Vas a tener un hermanito, cariño.

Al principio no lo entendí. «¿Cómo podía querer mi madre tener un hijo de aquel animal?» Pero con el tiempo tuve que reconocer que fue lo mejor que sacamos de su nefasta compañía.

Con el transcurso de los meses, el vientre de mi madre fue creciendo de tamaño. Yo sentía curiosidad por saber cómo se originaba la vida. Me maravillaban las explicaciones que recibía de cada nueva pregunta que se formulaba en mi mente. Solía quedarme ensimismado escuchándola.

A menudo, apoyaba una oreja en su barriga y podía percibir infinidad de movimientos y sonidos nuevos para mí, que me hacían sonreír y desear que llegara el momento en que ese fruto que crecía en su interior se uniera a nuestras vidas para siempre.

Ya entrados en el segundo trimestre de embarazo, le confirmaron que lo que mi madre estaba esperando era una niña.

«¿Una niña? —pensé, con un sentimiento agridulce (yo quería un hermano); pero enseguida rectifiqué—. No importa, la querré igual.»

Una noche, bajo la luz de las velas, cuando su gestación era ya de siete meses, mi madre me dijo que pusiese la palma de mi mano sobre su vientre y me preguntó:

—¿Lo notas? Está dando patadas.

Yo sonreí. Me resultaba muy gracioso.

—Sí, lo noto, acaba de dar otra.

Era una sensación extraña, como si alguien hiciera resonar un pequeño tambor bajo el agua.

—A propósito… —prosiguió—. ¿Has pensado ya en un nombre para tu hermana?

—¿Puedo elegirlo yo?

Ella asintió dulcemente.

—¿De veras? ¡Genial! —exclamé, contento por poder decidir algo tan importante como eso—. Pues… me gusta Elena.

—Elena… —repitió pensativa—. Sí… Elena es un buen nombre. Me encanta, Erico. Elena Lombardo… —susurró varias veces mientras se mecía sentada en su tumbona, acariciándose la barriga.

Y al fin, Elena llegó. Lo hizo una mañana del mes de mayo, un buen mes, sin duda; el mes de las flores.

Recuerdo la imagen de mi madre dejando que la cogiera en brazos por primera vez; parecía tan frágil… Tenía miedo de que se me cayera, por lo que me limité a sostenerla unos segundos antes de devolvérsela. No obstante, fue un intervalo de tiempo suficiente para darme cuenta de lo importante que esa frágil criatura iba a ser en mi vida.

Y así fue.

El tiempo pasó y la vi crecer, junto a mí; y, a pesar de la diferencia de edad, acabamos convirtiéndonos prácticamente en almas gemelas, íntimas e inseparables.

Fue una experiencia indescriptible comprobar cómo con el transcurso de los años pasó de ser un bebé pequeño e indefenso a convertirse en una niña hermosa de pelo negro azabache y tupidos rizos de seda.

Lo que más me gustaba de ella era el peculiar tono de su risa cuando se divertía con sus menesteres.

—Fíjate… Alegre como un arco iris —solía decir mi madre cuando la veía correr, saltar y jugar por el campo. Parecía que nunca se le acabara la energía.

A menudo, jugábamos a escondernos por los pasillos de casa. Me encantaba cuando, a oscuras, yo me agazapaba antes de que ella pasara para entonces saltar simulando que era un monstruo con garras. Ella corría hasta el comedor riendo y tocaba un punto específico de la pared diciendo:

—¡Uno, dos, tres, salvada!

Y, claro está, siempre ganaba ella, pero no me importaba. Yo tenía dieciséis años, y aun así disfrutaba como un enano, para qué negarlo.

Cuando Elena cumplió seis años, nos mudamos a la casa que mis abuelos tenían junto al lago de Garda, a unos veinticinco kilómetros de la ciudad. Se la habían dejado en herencia a mi madre, y un buen día ella pensó que sería interesante un cambio de aires. La verdad es que acertó. La vida en el campo resultó ser una auténtica maravilla.

El clima era mediterráneo y suave. Nunca hacía ni demasiado frío ni demasiado calor. Lo mejor era la ubicación de nuestra rústica casa: al pie del lago. La belleza del paisaje que nos rodeaba era de una elegancia sobrecogedora. Había días en que amanecía con una fina niebla cubriendo las cimas de las montañas frondosas y verdes de nuestro alrededor. La quietud del agua, únicamente truncada por pequeñas barcas de pescadores que transitaban relajadamente, confería al valle un aspecto casi sobrenatural.

De día, el olor reinante era el de los cipreses y las adelfas —las flores favoritas de Elena—, y por la noche, el de un fresco aroma a hierba mojada que apaciguaba cualquier sensación de estrés que pudiera haberse acumulado durante la jornada.

Vivir ahí era perfecto.

Los fines de semana, Elena y yo solíamos dirigirnos al saliente de una roca natural por la que se accedía, a través de una estrecha gruta, al pie de una bonita hondonada. Aquel peñasco ofrecía las mejores vistas del lago. A cuarenta metros de altura, la brisa acariciaba la piel con tersura, y si te asomabas lo suficiente y echabas la vista abajo, podías ver, a través de los tonos turquesas y azules del agua, cómo se trasparentaban las formas de las rocas que había en el fondo. A lo lejos, los rayos de sol cubrían con infinidad de colores centelleantes la superficie embalsada.

En un atardecer de otoño, con el brillo de las primeras estrellas que aparecieron en el cielo, Elena y yo nos tumbamos sobre el lecho de ese saliente para observar la llegada del ocaso.

—Erico, ¿crees que nos observan? —me preguntó mientras intentaba medir con sus dedos índice y pulgar el tamaño de una de ellas.

—Quién sabe. Hay muchas historias. También se dice que son nuestros antepasados, que al morir se convierten en estrellas porque echan de menos a sus seres queridos y así pueden verlos.

—¿Por eso dicen que cuando te mueres vas al cielo?

—Sí… Supongo.

—Ahh… —Se quedó pensativa unos instantes, mientras observaba el brillo irregular de los astros—. Oye, ¿y tú tienes miedo a la muerte?

Ladeé la cabeza para mirarla. La luz plateada del crepúsculo iluminaba sus finas facciones.

—No se debe temer a la muerte. Forma parte de la vida, ¿entiendes? Es simplemente un proceso más, un tránsito hacia otro lugar, hacia otra… cosa.

—¿Qué cosa?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —Sonreí—. Pero no te preocupes. Cuando me muera, vendré a verte y te lo diré —y, diciéndole esto, empecé a hacerle cosquillas en las costillas hasta que ella se retorció riéndose a carcajadas. A continuación dijo:

—Pues yo sí que le tengo miedo.

—No deberías preocuparte por eso, boba. Aún eres muy pequeña. Además, ¿sabes una cosa? Puso cara de interés, mirándome con inocencia.

—¿Qué?

—Pues que tú y yo somos inmortales. La muerte no puede alcanzarnos.

—¿De veras?

—¡Claro que sí! —Me puse en pie y la ayudé a hacer lo mismo—. ¡Levanta y repite conmigo!

Me coloqué en el saliente y grité a los cuatro vientos:

—¡Somos inmortales!

—¡Somos inmortales! —exclamó mi hermana, imitándome.

Nuestras voces se perdieron en la lejanía del lago con un eco decreciente. Entonces alcé los brazos como si celebrara una victoria.

—¡Somos inmortales! ¡Viviremos eternamente!

—¡La muerte no puede alcanzarnos! —añadió ella.

Durante un rato gritamos y clamamos ante el mundo que se abría delante de nosotros, dando rienda suelta a nuestras emociones.

—¡Venga! —dije dejándome llevar por aquel frenesí—. Te echo una carrera hasta casa. A ver si llegamos antes de que anochezca del todo.

—¡Vale!

Cruzamos la gruta con agilidad y aparecimos ante el valle verde, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista como un espacio sin límites. Seguidamente corrimos y reímos sin importarnos si alguien nos veía o no. Nuestras voces retumbaron en el entorno y, de repente, todo nos pareció más hermoso y esperanzador que nunca.

Fueron buenos tiempos, diría que los mejores de mi vida. Por desgracia, aquélla fue de las últimas veces en que pude repetir algo similar con mi hermana.

Pocas semanas después, una extraña dolencia la atacó de la noche a la mañana. De pronto, ya no podía correr, se cansaba en exceso y sufría dolores por todo el cuerpo.

Una vez, mientras cenábamos, empezó a tener fiebre y a sangrar por la nariz y la boca sin motivo aparente. Nosotros, muy asustados, la llevamos rápidamente a urgencias, donde nos dijeron que era mejor que pasara la noche en observación. A la mañana siguiente, volvimos para hablar con los médicos, sin haber pegado ojo y deseosos de que tranquilizaran nuestra angustia.

Pero no fue así.

Un médico bajito y de espesa cabellera nos sentó en su despacho y, con la mirada llena de apuro, nos dio la peor noticia que podíamos recibir:

—Hemos encontrado anomalías en el hemograma realizado con una muestra de sangre de su hija. Verá, ciertos glóbulos blancos ligados a sus defensas inmunológicas se han visto afectados. Falta confirmarlo con más pruebas pero… —el médico tragó saliva, debido en parte a la intensidad con que le estábamos mirando—, dados los resultados específicos que hemos obtenido, creemos que muy probablemente se trate de leucemia infantil.

Recuerdo la cara de mi madre al escuchar aquellas palabras: fue como si todo el peso del mundo cayera sobre ella categóricamente, un mundo cruel y despiadado. De forma instintiva buscó con su mano la mía y ambos las apretamos con fuerza, incapaces de asimilar la información que aquel doctor nos estaba dando.

Lamentablemente resultó ser cierto. Elena padecía una leucemia linfocítica aguda, una variante de la enfermedad que avanza especialmente rápido. Nos dijeron que sería muy difícil, pero que existía una posibilidad de ayudarla con un transplante de médula ósea de un sujeto compatible.

Mi madre y yo nos sometimos a las pruebas de inmediato, pero los resultados dictaminaron que no lo éramos. En el caso de ella, por simples cuestiones de diferencia genética. Mi caso, sin embargo, estaba más allá de eso. Asombrados, los médicos dijeron que mi sangre era demasiado singular, incompatible al cien por cien con ninguno de los grupos sanguíneos más corrientes. En aquellos momentos me extrañó que me preguntaran si era capaz de enumerar las enfermedades víricas que había padecido a lo largo de mi vida, pero lo más sorprendente fue descubrir, tras ponerme a pensar, la respuesta: yo jamás había estado enfermo. Sin contar mis anteriores problemas de epilepsia, ni siquiera había sufrido una simple gripe común. Ignoro si eso puede haber influido en alguna medida en mi condición actual. De todas formas, tal incógnita ya no es relevante.

Elena se fue un 19 de febrero, a punto de cumplir los ocho años. La enterramos en el valle del lago, cerca de la gruta a la que solíamos escaparnos tiempo atrás.

Aquélla fue la última vez que lloré por alguien, pero tan abundante e intensamente como para cubrir varias vidas enteras. Tal vez por eso ya no me quedaron más lágrimas que derramar durante los siniestros días que estaban por llegar. Parte de lo que un día fui se quedó en esa tumba, junto a ella…

Ante su lápida, supe que debía marcharme de mi tierra natal y llenar ese vacío con nuevas experiencias. Sentí una necesidad primitiva y visceral de hacerlo. Por eso decidí partir y emprender caminos inéditos.

Antes de irme, le juré que volvería cada año en primavera para traerle un ramo de rosas laureles —adelfas—, que, como ya dije, eran sus preferidas. Supongo que fue prometer demasiado…

Aquellos recuerdos de mi vida anterior volvieron a mí por primera vez en mucho tiempo. El dolor me había obligado a enterrarlos en lo más profundo de mi ser, pero ahí estaban de nuevo. Sentado en aquel rompeolas, mientras velaba por Paula, mi memoria invocó los orígenes que tanto me había costado desterrar al olvido.

A eso me refería cuando decía que me asustaba volver a tener sentimientos. Éstos podían ser traicioneros. Entre otras cosas porque hacían que volviera a experimentar las punzadas de aquella tragedia que había marcado mi pasado.

Miré a la niña, que dormía profundamente, vaciándose del cansancio que su cuerpo había acumulado durante los últimos días. Su rostro, su frágil cuerpo, su ingenuidad… me recordaban en cierta medida a mi hermana. Una era rubia y la otra morena, las facciones faciales tenían sus diferencias, pero de todas formas no podía evitar mirarla y ver parte de Elena en ella.

Una gaviota que pasó graznando en busca de alimento me hizo desviar la vista hacia el horizonte. La circunferencia flameante del sol ya asomaba por la curva del océano, a lo lejos.

Con una mano me palpé la mejilla, justo por debajo del ojo, pero, a pesar de la melancolía que sentía en esos momentos, no brotó ninguna lágrima que me proporcionara un mínimo desahogo. Mi piel estaba tan seca y ajada como un desierto de arena baldía. Enseguida tuve que recordarme lo que era: un muerto viviente, y dónde estaba: en un lugar demasiado parecido al infierno. Así que ese pequeño lapso debía terminar. Debía volver a la realidad. Debía volver a ser el mismo de siempre.

Con el despuntar del día, los cangrejos más atrevidos asomaron filtrándose por las rocas del espigón. Uno de ellos pasó justo al lado de mis piernas rozando mi bota derecha. En esos momentos caí en la cuenta de lo mucho que mi cuerpo requería alimentarse. Casi como una atracción irracional y abrumadora, deseé —mejor dicho, necesité— llevármelo a la boca. La repentina sensación de hambre fue insoportable. Lo agarré por las pinzas, lo acerqué a mis labios y, por puro hipnotismo, clavé mis dientes en su coraza, extrayendo lentamente sus jugos corporales. Sentí cómo se retorcía en mi interior y su vida se desvanecía alrededor de mi lengua y mis colmillos. Luego tragué.

Comerme aquel crustáceo me calmó sobremanera. Y, cuando volví en mí, comprendí que aquel anhelo de presas vivas que acababa de experimentar me había resultado imposible de contralor. Mientras eso sucediera con animales, no habría problema. Esperaba que al menos, por el momento, esa necesidad no fuera más lejos.

Paula seguía durmiendo a pierna suelta. No me importó. A pesar de estar amaneciendo, no teníamos ninguna prisa. Mejor sería que recobrara todas las fuerzas posibles.

Me habría quedado a la espera el tiempo necesario si no hubiese sido por un súbito olfateo en el aire que me hizo captar un olor característico, demasiado sugerente como para obviarlo. Fruncí el ceño ante el desconcierto y giré la vista hacia atrás, en dirección a la playa.

—¡Joder! —Abrí los ojos de par en par.

Rápidamente me coloqué el casco en la cabeza. Después saqué la ballesta plegable de la mochila y la monté cargando una saeta con manos temblorosas. Acto seguido, me di la vuelta con torpeza al tiempo que me ponía en pie. Alcé el arma y apunté hacia el frente.

Al inicio del rompeolas, una figura con forma humana se acercaba hacia nosotros lentamente y sorteando las rocas. Una fina arenilla movida por el viento difuminaba levemente su silueta.

A medida que se aproximaba, pude ver con claridad lo que ya me imaginaba: no se trataba de ningún zombi. Como si fuera mi propio reflejo, aquel hombre apuntaba con ojo experto un rifle hacia mi posición. Continuó unos pasos más y luego se detuvo en la mitad del tramo.

—Amigo, será mejor que bajes el arma —gritó sin dejar de encañonarme.

El brillo del cañón de su carabina centelleó con los primeros rayos de sol. Y entonces un hilo de extrema tensión se extendió entre nosotros como una descarga eléctrica, invisible pero arrebatadora. Mi acartonada piel, sin embargo, no supo expulsar ni una sola gota de sudor.

El tiempo se detuvo y el mundo quedó inmerso en un intenso silencio.