Parte XIX

Seguramente creeréis que soy un tipo sin suerte. Otros pensaréis que la suerte se la busca uno mismo y por tanto merezco todo lo que me pasa.

Así pues, ¿qué soy: un iluso o un simple juguete de la fortuna?

En esos momentos no disponía de una respuesta clara que explicara mis continuas adversidades. Lo único que sabía era que la situación pintaba mal, jodidamente mal…

Me quedé contemplando el desastroso espectáculo con impotencia y agotamiento. Mi mente estaba sumida en un bloqueo óptico y era incapaz de rastrear una solución inmediata, que, dada la urgencia de las circunstancias, era lo que la situación requería.

¿Qué narices habría pasado para que se formara un jaleo de tal magnitud?

Me daba igual, no quería saberlo. Pensé seriamente en abandonarlo todo, dar media vuelta y dejar a la niña a su suerte en el interior de aquel taller. En esos momentos me definí a mí mismo como un topo en mitad de un escenario de guerra, el único zombi que permanecía quieto en vez de participar en ese asedio. Por mi lado transitaban lentamente más caminantes, gruñendo como si estuvieran en una especie de ritual satánico, uniéndose a esa cacería con fines caníbales.

Miré el flamante abrigo que había cogido para Paula y luego de nuevo las abarrotadas puertas del taller.

—Lo siento… —articulé sin ninguna expresión en mi rostro.

Sabía que no podía hacer nada y que tampoco era culpa mía.

Desde que esta desquiciante aventura comenzó, siempre intuí que tarde o temprano pasaría algo como aquello. Así que eché a andar, y mientras dejaba el taller atrás contemplé con pesar cómo el grupo de zombis arremetía incansable contra el portón. Decenas de manos podridas repiqueteaban sobre la madera astillada, acompañadas por sus perseverantes rugidos hambrientos.

Por un instante imaginé que mi forma de actuar estaba mal, y me sorprendió sentir un ligero remordimiento. Fue una sensación que no experimentaba desde que era humano. ¿Por qué me sentía así? No era normal en mí.

Sacudí la cabeza para evitar conjeturar más de lo debido —ya se me pasaría— y continué mi marcha por la fachada lateral del edificio, dejando atrás a la marabunta de muertos. El camino fue corto, pero reconozco que me costó no volver la mirada. No obstante, cuando llegué de nuevo a la brecha de la alambrada de la carretera, al apoyar mi mano en ella para cruzar al otro lado, no pude evitar echar la vista atrás. Entonces me di cuenta de que la parte trasera del taller —en el callejón donde se ubicaba la ventana por donde habíamos accedido el día anterior— permanecía solitaria, libre de zombis. Al parecer, todos se aglutinaban intentando entrar por la puerta delantera.

Me fijé también en que el cubo de basura por el que escalamos seguía donde lo habíamos dejado.

¿Os habéis visto alguna vez en la situación de tener que decidir ante dos posibles opciones pero ser incapaces de hacerlo?

Durante un largo minuto eso es exactamente lo que me ocurrió. Por un lado tenía expedito el camino de vuelta a casa. Bastaba con que diese un paso más al frente, cruzase esa condenada brecha y volviese a mi querido apartamento. Mis problemas se acabarían y mi vida terminaría en paz y armonía. Eso me convertiría en un ser cruel, egoísta y sin sentimientos, pero podría soportarlo. De hecho, no era nada nuevo para mí, yo siempre había sido así. Por otro, si daba un paso hacia atrás y sacaba a la niña de ahí, era muy probable que mi vida continuara complicándose. Las dificultades no harían más que aumentar y posiblemente acabaría mis días como ser racional presa del estrés, cubierto de magulladuras de todo tipo y acechado por peligros constantes. Pero Paula tendría una oportunidad, y la humanidad con ella…

Suspiré y cerré los ojos con fuerza intentando decidirme. Fuera cual fuera mi decisión, no disponía de mucho tiempo para tomarla.

El rostro inocente de la niña, la mirada penetrante de Anette… todas esas visiones inundaron fugaces mi mente como cometas cruzando la bóveda celeste.

—¡Maldita sea! —exclamé dando un súbito manotazo a la verja—. ¿¡Por qué no podré largarme sin más!?

Apreté los puños, suspiré desganado y di media vuelta.

—Puñetera ventana, creí que me había librado de ti…

Como os podréis imaginar, el acceso de nuevo al taller fue brusco, aunque esta vez no me extenderé en detalles. Su interior seguía tal y como lo había dejado esa misma mañana, sólo que con la amenaza constante del enemigo llamando a la puerta. Una amenaza que parecía aumentar de forma desquiciante debido al característico eco que se genera en un espacio cerrado.

Sin perder ni un segundo, subí por las escaleras que llevaban a la oficina y abrí la puerta de un empujón.

Paula emitió un fuerte grito. Estaba sentada a un lado de la mesa, con los ojos cerrados y las manos tapándose los oídos. Al abrirlos y toparse conmigo, rompió a llorar.

—¡Diles que paren, Erico, por favor! ¡Diles que paren!

—¡Shhh! Silencio.

Me arrodillé junto a ella y le aparté las manos de la cara; parecía a punto de entrar en estado de shock.

—Por favor, haz que se callen… —Aquellos gemidos del exterior la estaban enloqueciendo.

—Mírame, vamos. Mírame. —Acompañé su rostro con mi mano y chasqueé los dedos para que me prestara atención—. Quiero que te concentres, ¿vale? Cuéntame qué ha pasado.

—Te vi venir. Estaba asustada y creí que eras tú. Te llamé… —Unos enormes lagrimones le resbalaron mejilla abajo—. Lo siento, no te enfades conmigo.

Noté una repentina brisa y observé que la ventana corredera estaba parcialmente abierta.

Me asomé por el hueco y pude ver justo por debajo, en el nivel de la calle, a la aglomeración de zombis que luchaba por entrar. Cada vez se sumaban más.

«Sólo hizo falta que uno te viera», supuse.

—Está bien… Está bien —dije, tratando de relajarme.

Cogí el abrigo y se lo tendí. Aún conservaba cierto olor a azufre; mal no le iba a venir.

—Ponte esto, ¿quieres?

Paula, que respiraba entrecortadamente, alzó los brazos y lo cogió con manos temblorosas. Su expresión era de puro pavor. No era exactamente la cara que había imaginado que pondría al regalárselo, pero al menos estaba reaccionando.

—Bien, ahora iremos abajo y necesito que estés preparada. Te vas a subir a la ventana por la que entramos ayer, y cuando yo te diga, vas a saltar a la calle, ¿lo has entendido? Tendrás que hacerlo rápido.

La niña me miró como si esa solución la aterrara, pero en mis ojos vio que hablaba muy en serio, así que simplemente asintió sin poder parar de temblar.

—De acuerdo, pues en marcha —concluí.

Recuperé mi casco del suelo y luego bajamos por las escaleras con rapidez. La puerta delantera del taller se sacudía violentamente con cada manotazo que recibía desde el otro lado. Cientos de manotazos… A contraluz podían verse en el aire las partículas que se desprendían con las convulsiones y que formaban nubes brillantes de polvo y virutas.

Corrimos hacia la ventana y agarré a Paula por la cintura para ayudarla a subirse al alféizar.

—¡Date prisa! —la apremié mientras ella apoyaba sus pies en mis hombros y cogía impulso. La situación empezaba a ser crítica, la puerta se estaba resquebrajando. Si seguían así por más tiempo, no resistiría, y la necesitaba en perfectas condiciones.

—¿Ves alguno de ellos?

Paula se aposentó en el marco de la ventana con una pierna fuera y otra dentro, echó un rápido vistazo al callejón y negó con la cabeza.

—Perfecto —mascullé—. Toma, déjala caer.

Le pasé la mochila de Anette y, tal como le había mandado, la arrojó a la calle.

—Muy bien, y ahora pase lo que pase no te muevas de ahí hasta que yo te lo diga. ¡Hasta que yo te lo diga! —le recalqué con un dedo en alto—. Ellos no llegan hasta donde tú estás, así que no te preocupes, deja que se acerquen. A mi señal, quiero que bajes de un salto y que me esperes junto al cubo de la basura. ¿Estás preparada?

—Sí —respondió hecha un flan. Sus ojos estaban enrojecidos, y sus mejillas, irritadas a causa del llanto. Parecía a punto de desmayarse por la tensión.

La miré fijamente y le dije con voz más calmada:

—Te sacaré de aquí, te lo prometo. —Eso pareció tranquilizarla un poco.

Sólo esperé poder cumplir mi promesa.

Acto seguido, me apresuré hacia la puerta, que ya empezaba a mostrar hendiduras severas. Rebusqué en uno de mis bolsillos laterales y saqué las llaves que había tomado prestadas de la oficina del encargado esa misma mañana. Luego suspiré profundamente. No estaba seguro de cómo iba a resultar mi experimento, pero no tenía alternativa. Era entonces o nunca.

Introduje la llave en la cerradura y giré el picaporte.

Los zombis entraron en avalancha en el interior de la nave como una auténtica manada de hienas salvajes.

Yo me quedé quieto, impasible, mientras un chorreo ingente de brazos y cabezas pasaba por mi lado y rozaba mi cuerpo sin prestarme atención alguna. Su objetivo no era yo, su objetivo se encontraba en dirección opuesta, sentada sobre la ventana: tierna y jugosa carne fresca…

En esos instantes me giré y vi que Paula me miraba con un pánico atroz que deformaba su infantil rostro mientras me rogaba con sus ojos dilatados que le diera la señal para que pudiera bajarse. Pero aún no era el momento.

Lentamente fui retrocediendo de espaldas, intentando no llamar demasiado la atención, mientras los muertos, por el contrario, seguían avanzando como una masa estúpida de borregos que ve el fin pero no los medios. Algunos entraban con tanta decisión que a punto estuvieron de hacerme caer con sus feroces embestidas.

Una vez conseguí traspasar el umbral de la puerta —encontrándome ya en el exterior—, miré a mi alrededor y vi que solamente quedaban media docena de zombis por entrar. No tardaron en hacerlo, y entonces alcé mi brazo izquierdo y esperé unos segundos. Paula, que no había apartado la vista de mí ni un instante, se agazapó, preparándose para saltar en cuanto diera la señal.

—Jesús… —Me permití un momento para analizar el panorama. Debía de haber un centenar como mínimo. Todos se apiñaban debajo de la ventana, alzando sus manos y gruñendo famélicos en un intento desesperado por agarrarla. Pero les era imposible, no podían alcanzarla; como mucho, llegarían a rozar la suela de su zapato.

«Desde luego estás siendo muy valiente», pensé, y bajé el brazo indicándole que era su turno.

—¡¡Ahora! —grité por encima del alboroto que formaban los ronquidos de decenas de gargantas.

Paula desapareció ágilmente por el hueco del tragaluz, y en ese momento unas cuantas cabezas se giraron al oír mi voz. Sin darles tiempo a reaccionar, cerré la pesada y chirriante puerta todo lo rápido que mis ajados músculos me permitieron y eché de nuevo el cerrojo, encerrándolos dentro. No por mucho tiempo, supuse, pero esperaba que el suficiente como para que pudiéramos largarnos de ahí.

Flanqueé el edificio tomando la primera esquina a mi izquierda. Al parecer, un zombi rezagado se había quedado fuera. No me preocupaba, le faltaba una pierna y se arrastraba tan lentamente como un caracol en la hierba. El pobre aún intentaba alcanzar al grupo.

—Ánimo, que ya llegas —murmuré con ironía mientras sorteaba al desdichado personaje. Paula me estaba esperando pegada a la pared trasera del edificio. Cuando me vio aparecer, dio un respingo, en parte debido a las prisas con las que me vi obligado a actuar.

—¿Estás bien?

Ella asintió con la cabeza, pero evidentemente tenía la moral rota. A pesar de lo valiente que era, seguía siendo una niña, y lo que acababa de experimentar debía de ser un auténtico trauma para cualquier ser humano.

Por encima de nuestras cabezas, a través de la ventana, nos llegaba el sonido de la muerte, cercana y lejana a la vez, acarreando los lamentos de aquellos que querían cazarnos, tan furiosos y desesperados por llegar hasta nosotros. A los pocos segundos se escucharon de nuevo los primeros golpes en la puerta, escasos pero firmes. Seguidamente se unieron bastantes más.

No había un minuto que perder.

—Nos vamos.

Cogí las cosas y le ofrecí mi mano. Ella se agarró con fuerza sin la intención de soltarse.

Seguimos por el solitario callejón hacia el norte. A nuestra derecha, tras la alambrada, siempre quedaba la carretera, llena de residuos. No tardamos en pasar por el lado de la jaula de los horrores, donde comprobamos que más allá seguía habiendo cúmulos multiformes de chatarra diseminada, imposibles de atravesar a pie.

Empezaba a preguntarme si podríamos salir de ahí.

Continuamos caminando sin pausa. Por la izquierda asomaban las calles despobladas del polígono, y en más de una ocasión nos vimos obligados a tomar alguna de ellas para bordear el callejón, que quedaba cortado en algún que otro punto por culpa de la basura industrial o los coches abandonados. Luego lo retomábamos por la siguiente travesía que nos lo permitía.

La sensación de peligro era constante, igual que los ruidos espontáneos e inclasificables que atronaban desde cualquier parte de aquel fantasmagórico entorno.

Ya habíamos andado cerca de media hora en línea recta cuando de repente, desde una de las esquinas situadas enfrente de nosotros, vimos aparecer un cuerpo tambaleándose.

—No te pares —le ordené a Paula—. Sigamos.

Pasamos por un extremo, pegados a las verjas del perímetro y tratando de no prestarle demasiada atención, pero no sirvió de mucho. El ser, desde el lado opuesto de la calle, alzó un brazo al vernos como si intentara agarrar el aire y entonces rugió abriendo sus ulceradas fauces y empezó a caminar hacia nosotros, retorciéndose de forma imposible. Le faltaban las dos mejillas, arrancadas a mordiscos, y sus piernas deformadas dibujaban curvas antinaturales. Volvió a gruñir como un animal salvaje y ya no paró de hacerlo.

—Mierda… —exclamé en voz baja. Aquel zombi conseguiría delatar nuestra posición. Estaba convencido de que en menos de cinco minutos tendríamos a todos los muertos de los alrededores acosándonos como alimañas. De hecho, ya podía olerlos, y sentirlos…

—Tenemos que darnos prisa, Paula. Debemos seguir caminando.

Desde varios rincones de la periferia empezaron a oírse multitud de aullidos hambrientos que retumbaban transportados por una brisa perniciosa.

Apretamos el ritmo al límite de nuestras fuerzas. La niña se adelantaba unos pasos, ya que ella podía correr, pero al ver que yo me quedaba atrás volvía hasta mi posición con el rostro tenso, como si no supiera qué hacer.

A medida que avanzábamos, la carretera fue despejándose a nuestra derecha. Ya casi no se veían desechos, y a través de alguna que otra forma heterogénea podía intuirse el azul del mar, más allá del despeñadero. Volví la vista al frente. A lo lejos, a unos cien metros, había una especie de puesto de control; debía de tratarse de la entrada que unía el polígono con la carretera.

Ése sería nuestro punto de escape.

—Ahí —señalé.

Justo al decir eso se escucharon con nitidez multitud de pasos arrastrándose. Al girar momentáneamente la cabeza, descubrí a un grupo de zombis que apareció por detrás de nosotros. No tardaron en unírseles muchos más desde los flancos de las calles que dejábamos atrás.

—¡Deprisa! ¡No te pares! —le grité a la niña, esta vez con más urgencia—. ¡Corre hacia la barricada!

Ella me miró con angustia, dándome a entender que no quería separarse de mí. Pude oír su ritmo cardíaco aumentando bruscamente.

—¡Vamos!

—¿Y té? —preguntó con evidente preocupación.

—Voy justo detrás de ti. ¡Venga!

Paula echó a correr hacia el puesto de control. Con sus ágiles piernas, no tardó más de unos segundos en llegar.

Miré hacia atrás de nuevo y vi que ya teníamos a una auténtica multitud pisándonos los talones. Debían de ser cientos, y surgían de todas partes abriéndose en abanico. Los más cercanos estaban a tan sólo cincuenta o sesenta metros de mí, y nos iban ganando terreno.

—A esto es a lo que me refería… —farfullé sin dejar de correr a trompicones.

No pude evitar recordarme a mí mismo lo bien que estaría entonces si hubiese decidido volver a mi casa cuando tuve la oportunidad. «Ahora ya no la tengo», me dije mientras la verja se terminaba y alcanzaba desgañitado el muro de acceso. Era una empalizada con un enorme portón tapiado de acero que constituía la entrada de los camiones. A su lado quedaba la caseta del vigilante, y, pegada a ella, una puerta que también daba el exterior y mostraba un letrero negro sobre fondo blanco que ponía:

Paula estaba intentando tirar firmemente del pomo con sus dos manos.

—¡No se abre!

—Déjame a mí —dije, ocupando su lugar.

En efecto, la puerta estaba cerrada a cal y canto.

—¡Joder! —exclamé. Únicamente disponíamos de un minuto o dos antes de que los muertos se nos echaran encima. Éstos rugían más excitados que nunca al oler a la niña tan de cerca. Me llevé las manos a la cabeza y, por unos instantes, el mundo pareció dar vueltas a mi alrededor.

—¡Piensa, piensa! —Cerré los ojos con fuerza y los abrí de golpe—. ¡La caseta!

Los cristales de la pequeña salita mostraban varios orificios de bala, por lo que agarré una pequeña piedra que encontré en el suelo y la estampé contra el recuadro del vidrio, haciendo que éste estallara fácilmente en mil pedazos. No sentí ningún dolor cuando varios trozos se me clavaron en la mano. Luego introduje mis dedos por la ranura y tanteé por el interior buscando el cerrojo de la puerta. Cuando di con él, lo deslicé y giré el picaporte.

Dentro de la sala, tumbado holgadamente sobre el suelo, permanecía el cadáver de un hombre en descomposición. Ya me lo imaginaba, pude olerlo nada más llegar. Llevaba el uniforme de seguridad del complejo y tenía varios agujeros de bala repartidos por todo el cuerpo. Posiblemente debieron de abatirlo desde fuera mientras él se convertía encerrado dentro. De su cuello colgaba una tarjeta de identificación con una barra magnética.

Observé a mi alrededor y vi un escritorio lleno de papeles y, justo al lado, un pequeño panel de mandos con dos ranuras estrechas que tenían las letras «A» y «B» inscritas. También había una batería de níquel con forma rectangular que no estaba del todo encajada en su cavidad.

Sin perder más tiempo, le arranqué la tarjeta del cuello al fiambre y me planté delante del panel eléctrico. A continuación, presioné la batería para que ocupara su sitio, rezando para que aún le quedara una mísera chispa de carga voltaica.

—Bien, y ahora… ¿cuál será la ranura de la puerta del personal…?

Si por error abría la compuerta grande, de nada nos serviría salir de ahí. Seríamos perseguidos por aquel numeroso grupo de zombis hasta el fin de los tiempos, sin poder detenernos jamás.

—¡Erico, date prisa! —gritó Paula desde fuera.

Miré a través del agujero de la ventana y vi que ya casi habían llegado hasta nuestra posición. Muy pocos segundos separaban a la niña de una muerte segura.

—¡La B! —Introduje rápidamente la tarjeta sin pensarlo más. Llegados a ese punto, lo único que importaba era salir de aquella ratonera. Esperé cualquier tipo de pitido o señal, pero no ocurrió nada.

—¿¡Qué cojones…?! ¡Vamos! —exclamé introduciéndola una y otra vez con el mismo resultado nefasto.

Empecé a tocar botones y a machacarlos con mis puños desesperadamente, y, de pronto, la luz roja de un piloto pequeño y redondo parpadeó intermitentemente. Justo después se volvió estática. Por lo visto, el panel no estaba encendido, y en mi arrebato de histeria acababa de hacerlo. Crucé los dedos e introduje la tarjeta de nuevo, aunque esta vez en la ranura «A».

No sé lo que me hizo cambiar de opinión en el último momento pero acerté; la luz del piloto cambió a verde, desde el interfono de la salita resonó un breve timbre y se escuchó un chasquido metálico. La puerta del personal estaba desbloqueada.

—¡Ya está!

Salí de la caseta apresuradamente, eufórico, pero mi expresión se transformó por completo al encontrarme con el primero de los zombis abalanzándose imparable sobre Paula, que chilló aterrada. Mi siguiente reacción fue impulsada por un acto reflejo; por puro instinto protector me interpuse rápidamente entre ella y el muerto viviente, que en esos momentos clavó sus amarillentos dientes en la tela de la mochila a mis espaldas. Intenté quitármelo de encima propinándole un codazo en la cabeza, con tan mala suerte que, al hacerlo, éste se agarró de la solapa de mi uniforme y me arrastró hacia el suelo con él. Los dos caímos como dos sacos de trigo, yo boca arriba, encima de su cuerpo, tan putrefacto como el mío.

—¡Sal de aquí! ¿¡A qué esperas!? —grité mientras luchaba por desprenderme de mi atacante, que se aferraba a mi pecho con fuerza. Separados por la mochila, él lanzó al aire unos frenéticos mordiscos inducidos por su propia excitación.

Al ver la urgencia de mis órdenes, y completamente desesperada, Paula abrió la puerta y se coló por la ranura. Inmediatamente después, oí cómo me llamaba sin cesar desde el otro lado, una y otra vez…

En torno a mí, vi decenas de pies arrastrándose hacia la reciente salida, mientras yo, inmovilizado, seguía sin poder librarme del yugo de mi captor, que justo entonces consiguió hincar sus dientes en mi cuello, arrancándome un pedazo de carne del cogote. Solté un juramento, y, a continuación, una rabia incontrolable, acentuada por la impotencia de la situación, se apoderó de mí. Empecé a propinarle codazos y cabezazos en el rostro para que me soltara, y en uno de ellos se escuchó el inconfundible chasquido de varios huesos al romperse. Al fin su abrazo se aflojó.

Le había destrozado el cráneo.

Aparté sus brazos de mi cuerpo y me levanté enronquecido. Eran ya muchos los zombis que se interponían entre mi figura y la puerta, y en cuestión de segundos me encontré inmerso en una auténtica marea de muertos vivientes. Esforzándome como nunca, empecé a separarlos a base de empujones contundentes, abriéndome paso desesperadamente entre toneladas de carne pútrida. Uno de ellos ya estaba a punto de atravesar la ranura de la puerta cuando conseguí agarrarlo por el hombro y hacer que retrocediera con un fuerte tirón. Aproveché ese último y preciso instante para colarme yo en su lugar, cruzar al otro lado y cerrar el portón tras de mí con un rápido manotazo. La inercia hizo que me cayera al suelo.

Estaba exhausto, debido más a la tensión que a mi imposible e inexistente sensación de fatiga. Detrás de aquel muro que acababa de atravesar se escuchaba el apiñamiento de una marabunta atormentada que, a no ser que aprendieran cómo abrir puertas de seguridad, jamás podrían salir de ahí.

Lo habíamos conseguido.

Los nubarrones grises de aquella misma mañana ya se habían dispersado. El sol lucía en lo alto y la carretera hacia las playas se abría paso en el horizonte, libre como un valle escampado. Entonces Paula me abrazó con fuerza, llorando y aferrándose a la vida, una vida que había estado a punto de perder.

—He pasado tanto miedo…

No le dije nada, simplemente dejé que se desahogara.

Durante las siguientes horas caminamos sin tregua hasta que al fin nuestros pies dejaron lejos el viejo asfalto y volvieron a hundirse en la fina arena de las playas. Fue como un regalo divino sentir de nuevo el aroma del mar tan cercano, acariciando nuestro rostro con la frescura de miles de partículas de agua que se esparcían al compás del viento.

La playa era ancha y vasta, un gran espacio abierto que ofrecía seguridad y sosiego. Y en silencio fuimos atravesando —siempre por la costa— los primeros pueblos del Maresme. La paz que nos envolvía se exhibía bella y dichosa, tanto que sobraban las palabras en medio de una naturaleza tan pura.

Al atardecer, paramos a la vera de un chiringuito abandonado. Sus sillas y mesas estaban cubiertas de arena que nadie se había molestado en retirar. Por desgracia, el pequeño tenderete se encontraba completamente saqueado, pero de todas formas Paula agradeció poder detenerse un poco para descansar.

Se comió con ansias un par de latas de atún y devoró una de las chocolatinas mientras yo estudiaba las proximidades.

A lo lejos pude divisar un espigón con las olas rompiendo sobre su cresta. Deduje que era un buen lugar donde pasar la noche, incómodo pero inexpugnable. Ningún zombi sería capaz de pasar entre aquellas rocas sin caerse al mar. Ninguno excepto yo, claro.

Después de que Paula llenara su cantimplora en una de las duchas públicas, bebiera copiosamente y volviera a rellenarla, nos dirigimos hacia el rompeolas.

Una vez allí, para ella fue tarea fácil deslizarse por las piedras, pero para mí supuso todo un reto de coordinación. Con mucha calma estudiaba cada paso que daba, volvía a estudiarlo y entonces avanzaba. En un momento dado Paula tuvo que ayudarme y ofrecerme un punto de apoyo adicional para evitar que resbalara. Tras un estoico empeño lo conseguí, e instalamos nuestro improvisado campamento casi en su punta, entre dos rocas hendidas que nos cubrían parcialmente.

La noche fue llegando despacio con matices azules que cada vez se oscurecían más. Al estar adentrados en el mar, el frío calaba los huesos. Mientras no helara, eso no suponía ningún problema para mí, pero Paula, a pesar de llevar el abrigo puesto, se acurrucaba entre sus brazos, hecha un ovillo y temblando como un flan. De su boca salía un espeso vaho con cada bocanada de aire que exhalaba.

—Cerca de la base del rompeolas he visto unas cuantas maderas —señalé—. Si me las traes, encenderé un fuego con ellas.

Ella asintió espasmódicamente y no tardó ni un segundo en levantarse para ir a buscarlas. Estaba muerta de frío, necesitaba calor cuanto antes o en pocas horas podría entrar en estado de hipotermia.

Imaginé que supondría cierto riesgo exhibir señales luminosas en plena noche, pero, como ya dije, nos encontrábamos en un sitio privilegiado. Además, medio mundo estaba envuelto en llamas; miraras donde miraras, siempre había diversos puntos rojos brillando a lo lejos, en los confines de la tierra, así que seguramente una pequeña hoguera pasaría inadvertida.

Al poco rato Paula volvió con unos cuantos tablones de madera astillados. Probablemente pertenecían a los restos de alguna barquita pesquera que debió de ser arrastrada por la marea.

—Ponlos aquí.

Apiñé los trozos encima de la roca en la que nos sentábamos y extraje de la mochila la caja de cerillas. Raspé el fósforo contra la lija y una pequeña llama iluminó la tenue oscuridad.

La madera prendió con facilidad; estaba fría aunque por suerte no estaba húmeda. Paula tenía las mejillas y la punta de la nariz rojas, pero no tardó en entrar en calor. Se recostó al lado de la discreta fogata, frotándose las manos y acomodándose lo mejor que pudo entre el pedrusco y las rocas de los lados. Y así permaneció un buen rato.

El silencio del mundo nos invadió, y con la calma que ofrecían los chasquidos de las virutas al arder me acordé de la mordedura que aquel zombi me había infligido cuando forcejeábamos. Con tanta caminata no había tenido tiempo de pensar en ello. Deslicé mis dedos por mi nuca y palpé un pequeño orificio que antes no estaba. Al hacerlo chasqueé los dientes con fastidio. No era muy hondo, ni siquiera lo notaba. Pero a nadie le gusta que le arranquen una parte de su cuello a mordiscos.

Del mismo modo me quité el guante y estudié mi mano. Tenía clavados decenas de pequeños cristales entre los tendones y los nudillos. Uno a uno fui sacándomelos bajo la atenta mirada de Paula.

—¿No te duele?

—No —respondí mientras seguía extrayéndolos con cuidado.

—Creo que eres muy valiente. A mí me dolería mucho.

—Yo soy incapaz de sentir dolor. Ojalá pudiera sentir algo…

—¿De veras? —dijo—. ¿Y si te hago así? —Acercó sus dedos a mi mejilla y pellizcó mi piel suavemente. Aquel súbito y directo contacto humano me cogió por sorpresa.

Le devolví la mirada y negué con la cabeza en silencio.

—¿Y cosquillas?

Agarró mi otra mano y empezó a quitarme el guante con delicadeza. Dejé que lo hiciera. Seguidamente deslizó sus yemas por mi palma mientras observaba cualquier variación en mis facciones.

—Tampoco…

Frunció el ceño.

—¿No sientes nada de nada?

—Ya te lo he dicho. —Pasé la mano herida lentamente por el fuego, sin inmutarme—. Soy incapaz de sentir, sea lo que sea.

—¡Vaya! —murmuró—. Eres como un superhéroe.

Esbocé una sonrisa escueta.

—Eso son bobadas. No soy ningún superhéroe, te lo aseguro.

—Pues para mí lo eres.

—No sabes lo que dices.

—Me has salvado, ¿no?

Me quedé callado unos instantes, mirándola a los ojos mientras ella se convencía de algo que no era verdad.

—Hoy he estado a punto de abandonarte —anuncié tajante, lo que hizo que cambiara su expresión y sus pupilas empezaran a humedecerse.

—Pero no lo has hecho…

—Así es, pero has de saber que si no me queda más remedio y la situación lo requiere, lo haré. Ante semejante confesión, Paula removió los labios conteniendo las lágrimas y se dio la vuelta despacio, tumbándose de espaldas a mí.

—Echo mucho de menos a Anette, ¿tú no?

Era consciente de que la niña lo había pasado mal, pero después de haber vivido ese último ataque, estaba más convencido que nunca de que era una insensatez permitir que me cogiera cariño. Esta historia estaba abocada al fracaso. Solamente era cuestión de tiempo.

—Hace mucho que olvidé lo que significa echar de menos a alguien —respondí, y tras esas últimas palabras no volvió a decir nada más, simplemente lloró en silencio hasta que sus ojos se cerraron por puro agotamiento.

Me quedé pensativo, como siempre incapaz de dormir, eterno vigilante de la amenazadora noche. El ruido del oleaje retumbaba por debajo de nosotros y a los lados con un sedoso vaivén que casi conseguía hipnotizarme.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que decidí extraer el diario de Anette de la mochila. Sin nada mejor que hacer, lo abrí por la última página escrita y me dispuse a leerlo bajo el resplandor de las llamas:

Catedral de Barcelona. Segundo día de huida de la ciudad.

Escribo esto guarecida en el interior de la catedral de Santa Eulalia. Según nuestro singular acompañante, Erico, recibe este nombre en honor a una mártir asesinada.

Es interesante escucharlo hablar. Sin miedo a equivocarme, diría que es un chico increíble. Su delicada naturaleza le hace parecer un monstruo a primera vista, pero sólo hace falta mirarle a los ojos para darte cuenta de que él es diferente. Nosotras no estaríamos vivas si no fuera por su inestimable ayuda. Ojalá decidiera acompañarnos por más tiempo, aunque sé que no sería justo pedírselo: también ha sufrido mucho…

Paula insiste en que es su amigo. Pobrecita, a pesar de todo lo que está pasando, conserva cierta inocencia. Merece una vida mejor; ningún niño debería pasar por nada de esto.

De momento estamos bien. Ignoro cuánto tiempo más nos llevará salir de Barcelona. Erico dice que en menos de un día estaremos en las afueras, caminando por la playa. Espero que esté en lo cierto.

Esta ciudad está condenada. No hay lugar para el ser humano aquí».

Paula se removió pronunciando cosas ininteligibles, sumida en un sueño profundo. Parecía estar en mitad de una pesadilla. El brillo irregular de las brasas iluminó su perfilado rostro desde un lado, creando densas sombras sobre su boca y su frente.

Volvió a gimotear con angustia, como si sus demonios internos no dejaran de perseguirla en sus sueños.

Con mi mano le aparté un mechón de pelo caído y le acaricié la piel. Estaba fría pero llena de vida. No recuerdo cuánto tiempo estuve haciéndolo, pero mis caricias parecían calmarla. De alguna manera también me calmaban a mí, y caí en la cuenta de lo mucho que Paula había cambiado mi existencia desde que la vi por primera vez aquella lluviosa tarde en el barrio de Gracia.

Me lo negaba a mí mismo constantemente, pero en el fondo de mi alma sabía que los sentimientos humanos estaban floreciendo de nuevo en mi interior; tan frágiles, que podían romperse con un susurro. Pero ahí estaban al fin y al cabo, después de tanto tiempo, amenazando con hacerme sentir afecto por alguien que no fuera yo mismo.

Y eso me asustaba.

En cierto modo, las palabras escritas de Anette me hicieron recapacitar. Seres humanos cuyo odio por los muertos vivientes estaba más que justificado tendían a sobrevalorar mis actos, a creer que era una buena persona. Y no podía más que sentir desconcierto ante aquel peculiar prisma. En mi mente surgieron muchas preguntas y pensamientos, como el recuerdo de cuando los zombis invadieron el centro comercial donde me refugiaba y me infectaron con sus mordeduras.

¿Qué es lo que sucedió realmente aquel día? ¿Me convertí en un monstruo? ¿Me convertí en un héroe? No lo sé…

¿Alguien tiene la respuesta?