Paula seguía durmiendo cuando decidí salir de nuevo al exterior, de madrugada. Esta vez lo hice por el portón principal del taller, que quedaba en el lado opuesto de la fachada. Había una copia de las llaves en la oficina, y no os imagináis el alivio que supuso para mí no tener que trepar otra vez por aquella condenada ventana.
Antes de marcharme, escribí una nota en el reverso de una de las facturas que había sobre la mesa. La nota ponía: «Seguramente volveré. No llores, no grites y no te muevas de ahí».
Me alegró comprobar que me estaba volviendo un poco más cuidadoso. Al menos ahora había aprendido que es conveniente dejar notas antes de marcharse para evitar posibles ataques de histeria.
La suave brisa remolineaba la fina arenilla del suelo de la calle. Muy pronto la luna se escondería para dar paso a un nuevo día, y en el lejano horizonte ya afloraba el débil brillo del alba.
Todo el ancho de la calle estaba inmerso en una quietud sobrecogedora. Los diversos edificios de empresas ya abolidas eran los únicos testigos mudos de una eterna y progresiva decadencia.
Las puertas de algunas naves y almacenes permanecían abiertas de par en par, con las rejas de aluminio alzadas hasta la mitad. Parecía que aquellos arrabales hubieran sido abandonados con prisas.
Cuando el mundo se va al garete y tu vida es carne de cañón, ¿para qué preocuparse por cerrar la puerta?
Ante mí se encontraban los suburbios menos acogedores en los que me había tenido que adentrar jamás. Así que suspiré, hice de tripas corazón y avancé con decisión.
Mi objetivo era conseguir algo de comida en aquellos parajes. No es que me apeteciera hacerlo —de hecho, lo aborrecía—, pero tampoco era cuestión de matar de hambre a la cría.
No obstante, cada vez tenía más claro que esta absurda minifamilia se iría muy pronto al garete, a no ser que encontrase a alguien con quien dejarla, y eso no iba a ser tarea fácil. De momento, lo único que podía hacer mientras no llegara el relevo era mantenerla con vida. Pero por su bien y por el mío propio, más valía que fuera un reto a corto plazo.
—Si es que es lo más sensato… —Iba hablando solo mientras andaba con la mochila a cuestas y las manos metidas en los bolsillos. Unos nubarrones blancos y grises asomaron con las primeras luces del día, cubriendo las abandonadas calles con una penumbra plomiza—. Yo no puedo hacer esto solo, sencillamente no puedo…
Para mí, aquél era motivo suficiente para no sentirse culpable cuando llegara el momento de abandonarla.
—Porque desde luego que ese momento va a llegar —me dije a mí mismo, paseando la vista por todas partes en busca de algún almacén de comida o víveres—. En algún lugar tiene que haber alguien que pueda hacerse cargo…
Tras varios pasos especulando con exiguas posibilidades, me topé con una pequeña caja de cartón que había en mitad de la acera y, sin poder remediarlo, la chuté en un súbito arranque de ansiedad.
—¡¿Y dónde narices hay un supermercado por aquí, eh?!
Después de un buen rato registrando el área sin éxito, mi paciencia empezó a agotarse. No había más que almacenes de productos textiles, factorías de electrónica y, sobre todo, negocios de material chino.
Los pensamientos en voz baja pasaron a ser murmullos de auténtica irritación.
—Paula tiene hambre, pues dale de comer… Paula está cansada, pues busca un sitio donde pueda dormir, y todo eso no debe importarte ¡porque no eres más que un maldito zombi! ¿Qué más dará un poco de sacrificio por tu parte? Total, dentro de tres meses ni te acordarás.
Al parecer alcé la voz demasiado y de repente algo se movió por detrás de una furgoneta estacionada al otro lado de la calle, a unos diez metros de mí. Por la parte trasera asomó el cuerpo pútrido de un zombi que buscó con su mirada mi posición. Era de rasgos orientales, y tenía un agujero en el estómago por donde asomaban gran parte de sus intestinos. Sus ojos, rasgados y velados por una película blanquecina, me examinaron intentando procesar la información que entraba por sus corrompidas retinas. Yo me quedé quieto, a la expectativa, mientras ladeaba su cabeza brevemente como si fuera un can que observa algo que le llama la atención pero que no acaba de comprender.
El muy cabrón me estaba analizando.
Pasados unos segundos cargados de un silencio incómodo, el ghul emitió un breve gruñido casi imperceptible, dio media vuelta y siguió caminando sin rumbo.
Fue un momento de cierta tensión. Durante un corto intervalo de tiempo, yo había sido para él una posible presa, y él para mí, un problema más que añadir a mi ya kilométrica lista de problemas actuales.
Por fortuna, todo había acabado en un pequeño malentendido. Como esos que se generan cuando dos desconocidos se encaran por algún motivo en plena calle. Puede que la cosa termine en pelea o en un simple cruce de fruncidas miradas. El azar es el que suele decidir en ese tipo de con tiendas.
Cuando el sujeto se había alejado lo suficiente, eché a andar de nuevo y torcí hacia la izquierda para desembocar en una ancha avenida. «Quizás tenga más suerte si voy en esta dirección», me atreví a juzgar.
Transitando por la nueva calle, vi a lo lejos a dos o tres grupos de zombis que se bamboleaban de un lado a otro, repartidos por el asfalto, ausentes de todo aquello que ocurriera a su alrededor. Más o menos tenía la seguridad de que mi integridad física no correría peligro si pasaba por su lado, pero, por si acaso, decidí que era mejor no emitir ningún ruido innecesario, como un pensamiento en voz alta, por ejemplo. Acababa de entender que eso podía llegar a confundirles catastróficamente. Así que deambulé entre los muertos como un infiltrado, sin mostrar temor ni emoción alguna. Al contrario que el anterior con el que me había topado, éstos no se inmutaron lo más mínimo. Me fijé en que también eran orientales, aunque algunos tenían el rostro tan desfigurado que era imposible distinguirlos. De hecho, todas las naves que había a lo largo de esa calle eran almacenes de productos chinos, con grandes letreros que exhibían sus típicas grafías ininteligibles.
No era de extrañar. Hasta la década de los noventa el primer negocio que montaban los chinos en España era el restaurante. Con la llegada del siglo XXI empezaron a trabajar en el sector textil y a partir de entonces se concentraron en todo tipo de comercios que ofrecieran grandes ventas en masa, desde ropa y calzado hasta componentes electrónicos o juguetería.
Así pues, mientras los españoles entraban en crisis, la comunidad china vivía un próspero desarrollo laboral y social que hacía temblar el mercado con productos de dudosa calidad y precios irrisorios. Eso explicaba la abundancia de almacenes y naves de empresas chinas. Prácticamente era lo único que podía verse en aquellos polígonos de Badalona.
Claro que a mí me parecía bien. Nunca me cayeron mal. Además, les consideraba gente muy trabajadora y respetable.
Recuerdo que donde yo vivía antes, en mi piso de alquiler, existía a pie de calle un colmado chino donde cada mañana compraba el pan y algún que otro capricho comestible. El dependiente se llamaba Xeng Chuang, o al menos eso es lo que ponía en la placa de su uniforme azulado. Aunque yo siempre le llamaba Chenchu.
El caso es que un caluroso día de agosto, al ver que el negocio seguía abierto, me permití el lujo de ser un poco cotilla.
—Buenos días, Chenchu —le dije poniendo una barra de pan y una botella de leche sobre el mostrador para que me cobrara—. ¿No coges vacaciones?
—¿Cómol? —contestó con su típica sonrisa y sus ojitos perfilados.
—Que si no descansas; cerrar, vacaciones…
—Oh, sí, un día entle dos semana —respondió, y siguió con lo suyo—. Son tle euro. Yo, convencido de que no me había entendido, le repetí la pregunta.
—No, Chenchu, me refiero a tus vacaciones, ya sabes: agosto, playa, ver la tele hasta la madrugada… —Gesticulé con los brazos imitando estar tumbado.
—Yao —asintió con la cabeza—. Un día entle dos semana —insistió.
—Que no, Chenchu, que no me entiendes… Me refiero a tus vacaciones de VERA- NO —puse mucho más énfasis en pronunciar esto último.
Al final, Xeng Chuang, visiblemente molesto, me replicó:
—No, tú no quiele entendé. ¡Te digo que UN solo día! —Alzó un dedo y luego dos—. ¡Cada DOS semana!
Acto seguido, soltó una especie de juramento o blasfemia en su idioma que lo más probable es que tuviera mucho que ver conmigo.
En esos momentos lo entendí. Aquel risueño dependiente no tenía nunca vacaciones, y encima parecía como si yo me estuviera mofando por eso.
—Ahh… —declaré, dando por terminada nuestra conversación, no sin sentirme ridículo por mi indiscreción.
Dejé los tres euros en el mostrador, cogí la bolsa de la compra y di media vuelta para salir por la puerta de la forma más rápida posible.
En fin, me supo mal tener que cambiar de colmado.
No pude evitar experimentar cierta nostalgia mientras caminaba acordándome de aquel detalle de mi pasado. Para cuando me di cuenta, ya había dejado a los zombis orientales atrás, pero seguía sin tener suerte; habría recorrido ya unas siete manzanas en total y no había encontrado nada de comida para Paula.
Fue al tomar una calle paralela para volver hacia el taller textil cuando lo vi. Un camión cruzado en mitad del pavimento que tenía inscritas en su lateral de acero unas enormes letras azules: «CONDIS SUPERMERCADOS».
—Por fin… —mascullé, y apresuré mi paso hasta el vehículo abandonado.
En efecto. Se trataba de un tráiler, propiedad de dicha cadena, que transportaba comida. Por alguna razón, había ido a parar hasta aquel remoto lugar de la periferia. Era improbable que existiera algún supermercado cerca, por lo que colegí que lo más seguro era que hubiese sido robado. Tenía las puertas de atrás reventadas y el compartimento de carga parecía completamente saqueado.
Dejé la mochila en el suelo y, efectuando un ridículo procedimiento, me subí a la parte trasera para comprobar si quedaba algo de comida dentro.
El interior estaba oscuro y olía a pescado podrido. Mirando alrededor, vi que por el suelo se esparcían varios restos de comida putrefacta, cajas de congelados vacías y envoltorios de plástico arrancados de cualquier forma. Alguien se había llevado toda esa comida a alguna parte. Con alivio pensé que, fuera quien fuese, no seguía en los alrededores, ya que aún quedaban zombis, y no hay que ser ningún lumbreras para saber que ambas razas son incompatibles en un mismo espacio-tiempo. Eso explicaba lo de las barricadas a modo de defensa de la carretera. En estos lugares debió de vivir gente atrincherada. Se alimentaron y sobrevivieron como pudieron hasta que los primeros brotes de la infección llegaron por alguna causa desconocida. Eso los obligaría a rajar las verjas y a salir del perímetro. Algunos conseguirían huir y otros caerían como moscas. Lo que aún seguía siendo una incógnita era lo de aquella enorme jaula de torturas. ¡Y menuda incógnita!
Sin perder más tiempo, me puse de rodillas y empecé a rebuscar entre los escombros del camión, lo que sólo contribuyó a aumentar mi frustración. No quedaba nada…
—¡Bah! —exclamé mosqueado tras un buen rato, al tiempo que daba un manotazo a un montículo de envases de leche vacíos. Sin embargo, al hacerlo vi por el rabillo del ojo algo que brillaba justo debajo. Aparté unos cuantos plásticos más y ahí estaba: una caja con quince latas de comida en conserva. Entre todo el alboroto que reinaba en el interior del compartimento, se les habrían pasado por alto a los saqueadores.
Agarré una de ellas, me acerqué a la salida y la observé a contraluz.
—Vaya, espero que te guste el atún… —murmuré.
Antes de bajarme del camión, decidí continuar un poco más con mi búsqueda y también encontré un envase abierto de chocolatinas Twix. Dentro sólo quedaban cuatro paquetes, y uno de ellos estaba rasgado, con las barritas medio mordidas. Fue entonces cuando un fuerte impulso suscitado por la curiosidad y el recuerdo hizo mella en mí.
¿Pasaría algo si un zombi se comía una chocolatina?
Como era de esperar, no tardé en averiguarlo. Cogí una de las tabletas masticadas y le di un crujiente mordisco. Desde luego que nunca olvidaré esa sensación: primero me vino aquel regusto a miel tan característico, luego un leve toque dulzón de cacao. Y luego… bueno, experimenté una sensación de asco tan suprema que tuve que escupir sin dilación el pedazo de chocolatina que me había metido en la boca.
—¡¡Puajjj!! —exclamé frotando mi lengua entre mis dientes. ¡Por Dios! A punto estuve de ahogarme.
«Es una auténtica lástima, lamenté cuando me repuse. Lo que antes devoraba con efusiva gula ahora me provocaba unas horripilantes e incontrolables arcadas.
Parece mentira lo sorprendentes que llegan a ser los cambios que se generan en el metabolismo de uno mismo al convertirse en un zombi.
Con más pena que gloria, me bajé del camión con las latas de atún y las chocolatinas en las manos. Luego las puse dentro de mi mochila y, acto seguido, emprendí el camino de vuelta con un regusto amargo en mi paladar.
Por supuesto le daría unos minutos a Paula para que comiera cuando llegara, pero inmediatamente después nos largaríamos de aquel condenado lugar como alma que lleva el diablo. Esos alrededores tan siniestros empezaban a producirme severos escalofríos.
Debía de estar ya a unas tres calles del taller cuando me paré de nuevo para prestar atención a un almacén que había a mi derecha y que tenía el portón deslizante de la entrada a medio abrir, más o menos a la altura de los hombros. Agaché el lomo y la luz agrisada del día me permitió ver que en su interior se extendían varias columnas enteras de lo que parecían ser conjuntos de ropa.
Lo que más atrajo mi interés por aquel almacén fue el aroma que despedía. Un aroma que me resultaba familiar, como a huevo podrido. El mismo aroma que percibí en el edificio donde me encontré con Anette y Paula por primera vez. Era azufre, un elemento químico que tiene muchas utilidades, entre ellas la fabricación de pólvora, laxantes, cerillas e insecticidas. Pero en los tiempos que corren, la principal es que a nosotros, los zombis, nos anula completamente la capacidad de olfatear seres vivos. Para ser sinceros, nos anula la capacidad de olfatear prácticamente cualquier cosa. Muy desagradable pero muy útil si eres un humano atrincherado que no deseas que te encuentren.
Aquella nave estaba impregnada de azufre. Lo extraño era que el portón permanecía abierto.
Dudé unos instantes si entrar para echar un vistazo, pero, como ya bien sabréis, mi voraz curiosidad es un rasgo que no puedo suprimir. Así que crucé el umbral agazapado y con cierta expectación. Una vez al otro lado, quedé invadido por la repentina oscuridad de su interior. Cuando mis ojos se acostumbraron al cambio de iluminación, hice un rápido barrido con la mirada. En un principio, no vi nada extraño, a excepción de unos cuantos maniquís desperdigados por el suelo y de varias garrafas de plástico rellenas del citado azufre molido.
—Eso explica que apeste de esta manera… —murmuré con una mueca empalagosa.
Repartidas en cuatro largas hileras de percheros que llegaban hasta el fondo de la nave, había cantidades ingentes de piezas de ropa y abrigos colgados. También calzado en algunos estantes inferiores. Vamos, todo un paraíso alocado para cualquier amante de las rebajas, ya que los precios de fábrica que marcaban algunas pancartas suspendidas en el techo eran francamente irrisorios.
Me permití dar un paseo por aquellos lúgubres pasadizos y pensé, con cierto asombro por mi súbita sutileza, que tal vez pudiera encontrar algo de utilidad para Paula. Desde que salimos de aquel edificio en llamas, su único ropaje había consistido en un camisón de vestir y unos pantalones de tela fina. Con el frío que castigaba desde el este, seguro que agradecería llevar algo más de abrigo que cubriera su delgado cuerpo.
A medida que me adentraban, la nave fue sumiéndose en una tenue penumbra. Las formas de la ropa suspendida y los maniquís diseminados creaban figuras torturadas y engañosas que, en más de una ocasión, lograron que diera un respingo. Mientras fisgoneaba, palpé con mis manos los tejidos de las prendas para encontrar alguna que pudiera servir. La mayoría eran de tallas de adulto, pero hacia el final del pasillo encontré lo que resultó ser la sección de niños.
No había mucha cosa para elegir: un abrigo blanco con ribetes dorados que descarté enseguida —aunque parecía bueno, lo encontré feo—, varias levitas modernas con cuello de pluma de ave que no llamaron mi atención y, colgado entre dos pantalones, un abrigo fucsia con círculos amarillos que sí lo hizo.
—Éste… —murmuré, sosteniéndolo en mis manos. Una sonrisa triunfal se dibujó en mi desfigurado rostro—. Seguro que le encanta.
Justo cuando decidí dar media vuelta para salir de ahí, un repentino ruido de cartones removiéndose quebró el gélido silencio del almacén, lo que hizo que me detuviera en seco.
—¿Hola? —pregunté instantáneamente, y justo después pensé que a lo mejor no había sido muy buena idea hacerlo. En esos momentos recordé que había dejado mi casco en la oficina del taller, junto a Paula. ¿Y si después de todo se trataba de algún superviviente?
Maldije por lo bajo y anduve unos cuantos pasos a hurtadillas hasta llegar a la esquina del final del pasadizo donde me encontraba. El mido de cartones volvió a resonar muy de cerca. Entonces torcí hacia la izquierda, tomando otro pasillo paralelo, y a unos diez metros de mí distinguí una sombra extraña sobre el suelo. La poca luz que llegaba desde la calle no permitía deducir demasiado. Al principio pensé que se trataba de otro maniquí, pero enseguida tuve que rectificar: los maniquís no se mueven. Esa sombra ejecutaba leves contoneos, como si se refregara contra el enlosado.
Me acerqué un poco más haciendo caso omiso de mi instinto, que me pedía a gritos que me largara de ahí. De nuevo otro par de pasos hacia delante y por fin pude verla, de rodillas. Era una niña de pelo lacio y oscuro, también con rasgos orientales. Se estaba merendando a una mujer…
Al sentir mi presencia, levantó la vista del estómago despedazado del cadáver y me lanzó un berrido furioso, enseñándome su boca ensangrentada.
—¡La madre que te parió! —solté como exabrupto, dando un paso hacia atrás.
Posiblemente no anduviera muy desencaminado, porque la muerta de la que se alimentaba era una mujer china, de mediana edad y en avanzado estado de descomposición. Perfectamente podía tratarse de su madre.
La niña volvió a rugir levantándose hacia mí, y su cuerpo empezó a avanzar lentamente, retorciéndose con torpeza debido a una fea deformación que se le dibujaba en la cadera —como si alguien se la hubiese partido de un martillazo—. Al hacerlo, removió unos cartones esparcidos por el suelo y entonces, desde varias esquinas del almacén, surgieron nuevas sombras que también comenzaron a acercarse hasta mi posición, flemáticas y amenazantes, gruñendo con sus lamentos de muerte y desvelo.
—Están hambrientos… —susurré para mis adentros.
Era la única explicación lógica que encontré a que se comieran un cadáver putrefacto y a que me acecharan de aquella manera. Sin embargo, un nuevo olfateo en el aire me hizo comprender que el motivo bien podía ser el intenso olor a azufre que impregnaba toda aquella nave. Esos zombis no podían reconocer los olores que se estancaban dentro del local y simplemente se movían guiados por su vista y su falta de razonamiento, incapaces de distinguir entre un humano y un no muerto.
—Está bien, niñita… —musité en voz baja, dando otro paso hacia atrás. En esos momentos una mano, surgida de las mismísimas tinieblas, me agarró por detrás del hombro. Giré la cabeza y vi a un zombi con el cuello desgarrado que arremetió contra mí en un intento por hincar sus dientes en la totalidad de mi cara.
—¡No! —grité dándole un fuerte empujón, lo que hizo que se tambaleara y cayera al suelo de espaldas.
¡¿Qué demonios…?!
Ya había tenido suficiente. Mi visita turística por el almacén de ropa había concluido. Me aseguré de llevar la mochila y el abrigo nuevo de Paula a cuestas y di media vuelta, retomando apresuradamente el pasillo por el que había cruzado anteriormente y que se abría ahora en una larguísima línea recta hasta la salida. Con mis sentidos en alerta y disparándose en mil direcciones, avancé todo lo rápido que pude entre las hileras de perchas y prendas de vestir. Al frente, a lo lejos, podía ver la inalcanzable luz blanca de la calle, que parecía acercarse con una lentitud desquiciante, y a ambos lados, las siluetas de los zombis homicidas que se aproximaban desde todos los rincones de aquel turbio almacén. Debían de ser una docena como mínimo, ansiosos por devorarme como a un vulgar pincho de ternera.
—No me cogeréis… No me cogeréis… —iba repitiendo una y otra vez, concentrado en alcanzar la salida. En un par de ocasiones incluso noté que algo me rozaba por la espalda.
—¡Ya casi estoy!
Un rugido famélico sonó a escasos centímetros de mi oreja izquierda, seguido de un seco chasquido de dientes. Comprenderéis que no me molestara en averiguar cuál de ellos había sido.
Mis piernas intentaban moverse más rápido, si cabe, de lo que realmente eran capaces, luchando por no bloquearse debido a la rigidez de la que mis articulaciones hacían gala.
De reojo vi el cuerpo de uno de los zombis abalanzarse sobre mí desde el lateral derecho, así que por puro reflejo coloqué mi hombro a modo de ariete y embestí contra él, abriéndome paso con un contundente empujón.
Faltándome tan sólo un par de metros para alcanzar la salida, me dispuse a encorvar mi cuerpo para pasar por debajo de la abertura del portón.
¡Vamos!
Y al fin, la brillante luz del día me abrazó como si fuera la magia de un hechicero salvador. Yo me zambullí en aquella claridad diurna, creyendo llegar el primero a la meta de una extensa y fatigosa carrera. El aire era puro de nuevo, y la calle seguía tan solitaria como lo estaba antes de haberme adentrado en aquella nave impía.
Sin mirar atrás y manteniendo un ritmo rápido, fui dejando el almacén de ropa a mis espaldas, con aquellos hospitalarios zombis paseándose desorientados por su interior.
Nuevamente, mis increíbles hazañas y mi obstinado imán para los problemas habían estado a punto de costarme la vida (si es que se le puede llamar vida).
Lo bueno de todo aquello —pensé mientras seguía andando— era que no sólo había conseguido comida en un polígono tan agostado como ése, sino también un práctico abrigo. Imaginé con cierta satisfacción la cara de alivio que pondría Paula cuando se lo entregase. Seguro que lo agradecería profundamente, y sin duda nuestra relación mejoraría. También lo haría su estado de ánimo cuando diese buena cuenta de los víveres que le traía. Lo que nunca habría imaginado era que cuando ya casi había llegado, al cruzar la última esquina, vería a una veintena de zombis, y a otros tantos que acudían desde otras partes, aporreando y arañando violentamente la puerta del taller donde había dejado a la niña.