La carretera a medio asfaltar se abría paso entre las ruinas como una cinta serpenteante.
A nuestra derecha, bajo un despeñadero de rocas, quedaba el mar, y a nuestra izquierda, la alambrada que cercaba el complejo de fábricas.
La última vez que había pasado por ahí —hacía ya bastante tiempo— lo recordaba como un lugar muy diferente. Ahora ese camino estaba en muy mal estado, lleno de broza y desechos.
Parecía como si hubiera sido utilizado de vertedero, o tal vez de barrera, a juzgar por los montones de chatarra que se apilaban a ambos lados de su superficie, formando un laberinto de carroña y desorden.
En la mayor parte del trayecto existían brechas que nos permitían pasar a través de la basura, pero en algunos puntos nos vimos obligados a escalar como pudimos los montículos de los múltiples escombros que nos vedaban el paso: chabolas construidas con planchas de metal oxidado, montones de materia inorgánica esparcida por el suelo, restos de comida, cadáveres putrefactos llenos de moscas aleteando a su alrededor…
Joder, aquello era una auténtica pasarela psicodélica.
Algunos cuervos carroñeros deambulaban por los alrededores picoteando y buscando algo con lo que alimentarse. Cuando pasábamos por su lado, simplemente graznaban y echaban a volar rumbo a otro lugar. Aparte del ruido que emitían al hacerlo, aquel tramo de carretera estaba sumido completamente en un silencio perturbador.
Cada vez que veíamos algún cadáver a la intemperie, Paula se agarraba más fuerte de mi mano y su rostro mostraba un temor creciente. Por si fuera poco, la noche ya casi se nos había echado encima y en poco tiempo nos íbamos a ver rodeados irremediablemente por la oscuridad. Teníamos que cruzar esa carretera para llegar hasta las playas del Maresme, pero de noche sería una locura. Quedaríamos completamente expuestos, y con todos esos obstáculos a nuestro alrededor conjeturé que no era conveniente andar dando palos de ciego. Por supuesto no hablaba por mí, ya que todo eso no me supondría ningún problema si estuviera solo, incluso me resultaría divertido. Pero los humanos tienen sus limitaciones, y más si aún no han sobrepasado el metro treinta de altura.
Lo que al fin nos obligó a detenernos por completo fue toparnos de frente con una barrera de autobuses tumbados y coches desguazados que bloqueaba la carretera de lado a lado.
—¿Pero qué narices ha pasado aquí? —exclamé, intentando encontrar una explicación a tanta anarquía.
Di unos pasos adelante y estudié minuciosamente aquel cementerio de vehículos que se apiñaban los unos con los otros formando un muro de óxido y metal. Seguidamente olfateé el aire, y un olor fétido, como a podredumbre, me llegó desde la parte opuesta de la empalizada.
Cerca del extremo derecho del muro había clavada una señal de límite de velocidad que llamó mi atención. Tenía algo escrito con espray negro. Al acercarme para leerlo vi que ponía: «Infectados aquí».
—Qué raro… —Fruncí el ceño.
—Quédate ahí —le ordené a la niña, que asintió levemente y se abrazó a Orly, hundiendo su barbilla en la cabeza mullida del osito.
Fui hasta la base de la muralla y empecé a trepar como pude por los capós y los maleteros de los coches, apoyando los pies en los marcos de las puertas y las manos en las hendiduras de los ejes. Mi coordinación era horrible, por lo que tuve que emplear casi diez minutos en hacer lo que a un humano le habría llevado tan sólo medio.
El muro tenía aproximadamente dos metros y medio de altura, todo un reto, pero al fin conseguí alcanzar la cima, alzar mi cabeza por encima de un neumático desgastado y echar un vistazo a lo que había al otro lado.
—Hostia puta! —solté un exabrupto.
Si hubiese tenido saliva que tragar, me habría ahogado.
Lo que en un principio creí que se trataba de un muro resultó ser todo un recinto cercado. Cuatro enormes vallas de desechos industriales formaban un perímetro cuadrado que encerraba en su interior el infierno en su estado más decadente.
Como si se tratara de la obra de un loco, aquello pacería un cuadro inspirado en la más pura maldad.
Desde el interior del perímetro emanaba un vapor asfixiante, incluso para mí. Un gas venenoso compuesto por multitud de residuos humanos que van degenerándose durante un largo tiempo en un mismo lugar de cultivo.
Repartidos por las paredes interiores del cerco, permanecían en el suelo una veintena de zombis atados de brazos, con esposas o alambres, a la chatarra que había a sus espaldas. La mayoría cacería de mandíbula inferior, como si se las hubiesen arrancado de un martillazo, pero a todos les faltaban las dos piernas, que estaban amontonadas en el centro del recinto, como si se tratara de una fogata de huesos y carne putrefacta a punto de ser quemada.
Muchos de los que estaban atados en ese deplorable estado seguían moviéndose inútilmente para intentar deshacerse de su yugo. Otros habían muerto definitivamente a causa de las heridas o por las circunstancias.
De esa enternecedora visión pude sacar dos conclusiones:
La primera era que esa gente estaba viva cuando la metieron ahí dentro. La sangre que manchaba el suelo y las paredes se extendía con enormes salpicaduras. Un zombi no sangra así, por lo que cuando les arrancaron las mandíbulas y les cortaron las piernas para asegurarse de que nunca salieran aún eran humanos. Además, es relativamente fácil capturar y atar de esa manera a hombres moribundos, por ejemplo en las últimas horas de su vida, después de haber sido mordidos.
Mi segunda deducción, y ésta sí que me puso en alerta, era que quien había hecho aquello debía de ser un auténtico monstruo, o varios. Monstruos que se hacen llamar seres humanos. Era improbable, por no decir imposible, que algún Arcángel hubiese sido el causante de aquella carnicería, puesto que el fin de éstos era aniquilar toda existencia, y no se dedicaban a montar jaulas improvisadas para torturar a unos cuantos supervivientes infectados y luego dejarlos a su suerte.
Del mismo modo, la idea de que los causantes fueran otros zombis era ridícula.
Lo realmente perturbador era pensar en la clase de hombres que eran capaces de hacer algo así por diversión. Y lo más inquietante: si esos hombres seguían con vida, ¿adónde habrían ido?
Todo aquello era de lo más enfermizo y esotérico, pensé mientras bajaba de nuevo por el desguace. Suerte que a esas alturas era incapaz de sentir miedo —metafórica y literalmente hablando—, porque casi me parto la crisma al resbalarme con la goma de un embellecedor y dar de bruces contra el suelo como si fuera un saco de patatas.
—Condenado rigor mortis… —mascullé con la cara pegada al asfalto. No era el primer leñazo que me pegaba por su culpa, como bien recordaréis.
Paula me miró taciturna, como quien ve algo que no es gracioso ni pretende serlo. Y es que, creedme, mi torpeza había sido de lo más ridícula.
—Tranquila… no sufras por mí… —resolví con ironía, poniéndome en pie. Los huesos de la espalda me crujieron ruidosamente—. Estoy bien…
Tras unos breves instantes que me concedí para recuperarme, Paula me preguntó tímidamente:
—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Vamos a quedarnos aquí?
—No… —respondí mientras terminaba de sacudirme el polvo de mi ropa—. Desde luego que no.
El hecho de tener que adentrarnos en los polígonos de Badalona no me hacía ninguna gracia. Antaño, aquello había sido un auténtico gueto de actividad durante las jornadas laborales, pero ahora no era más que un cúmulo de antiguas fábricas y calles solitarias por donde reinaba un frío estancado. Todos sus edificios y naves industriales habían adquirido un tono grisáceo y cobrizo que haría las delicias del mismísimo Tim Burton.
Aquellos suburbios eran traicioneros, deprimentes y también peligrosos, pero, por desgracia, al estar la carretera bloqueada, no nos quedaba otra alternativa si pretendíamos cruzar hasta el siguiente tramo de playas. Eso, o ir a nado, y no hace falta que os explique los motivos por los que no me decanté por lo segundo.
Eché la vista hacia el montículo de chatarra que encerraba en sus límites a esos pobres seres que se pudrían atados bajo la destemplanza. En otras circunstancias, la poca humanidad que quedaba en mí quizás me habría impulsado a tratar de liberarlos, pero ahora… bueno, digamos que no era un buen momento. Además, sólo debían tener paciencia; quizás diez o quince años más en esas condiciones y sus almas podrían por fin descansar en paz.
—Está claro que por aquí no podemos continuar —dije recuperando la mochila del suelo—. Será mejor que demos la vuelta.
Paula parecía cansada. Sin embargo, no mostró ningún desacuerdo o gesto desganado cuando eché a andar hacia atrás nuevamente. «Por lo menos me hace caso», consideré. Y empezamos a deshacer nuestros pasos, regresando por donde habíamos venido.
—Hace un rato me ha parecido ver una brecha en la alambrada. No debe de estar muy lejos. La niña se frotó los ojos. con los dedos.
—¿Qué te pasa? ¿Tienes sueño?
Negó con la cabeza, pero supe que lo hacía para no molestarme. En verdad estaba agotada, se le notaba en la forma de andar arrastraba un poco los pies y sus tobillos lucían algo hinchados. Además, no hay que olvidar que seguía muy triste y aturdida por la muerte de Anette. Casi no había pronunciado palabra desde que habíamos salido de la playa.
Por un momento medité acerca de cuánto tiempo puede durar el luto emocional de un ser humano. Había olvidado esa clase de cosas…
—Bueno, te diré lo que haremos. ¿Ves esos almacenes de ahí a la derecha?
—Sí.
—Pues pasaremos la noche en uno de ellos. Mañana intentaremos cruzar por el interior de los polígonos el tramo de la carretera que está bloqueado.
—¿Hay monstruos ahí dentro? —preguntó como quien pretende averiguar el final de una película de terror.
Miré a través de las rejas, hacia el interior de los polígonos abandonados. Lo primero que se veía eran las paredes agrietadas de las naves y los almacenes más próximos a nosotros. Muchas de sus ventanas estaban rotas, y las que no lo estaban parecían tintadas con pintura amarillenta. Inmediatamente después, podían intuirse las chimeneas y los tejados de las primeras fábricas, con sus altas siluetas recortadas sobre el ocaso. Más allá de eso, nada. Tan sólo una intensa oscuridad que surgía desde las profundidades de la zona.
—No… —«Vaya que no», me corregí mentalmente—. Si nos quedamos por los exteriores, todo irá bien. No hay de qué preocuparse.
Claramente, la idea de adentrarse en aquella área muerta la aterraba, aunque, como era de esperar, intentó disimularlo. Tragó saliva y se agarró a mi mano por puro instinto.
Un poco más adelante, a unos doscientos metros, se encontraba la brecha que había visto en nuestra primera pasada. Examinándola, deduje que debía de haber sido cortada con unas grandes tenazas. Lo que me resultó imposible averiguar fue si quien lo hizo pretendía entrar en el lugar o huir de él.
«Fantástico…» Cualquiera de las dos explicaciones era de lo más tranquilizadora.
De todas formas, llegados a ese punto, no teníamos alternativa. Debíamos abandonar la carretera y penetrar en la incógnita de aquellos parajes, aunque no era mi intención adentrarme más de lo necesario, y al menos en la zona más exterior no se intuía ningún peligro.
—Estaremos bien —pronostiqué mientras ayudaba a Paula a cruzar por el hueco de la alambrada—. Tú haz lo que yo haga y ve siempre detrás de mí.
Una vez al otro lado, empezamos a correr casi de puntillas hacia la nave más cercana, hasta pegar nuestras espaldas contra la rugosa pared de su fachada. Por encima de nuestras cabezas, a tan sólo unos centímetros, había una ventana con los cristales hechos añicos.
—Ya tenemos una vía de acceso —murmuré.
Primero debía confirmar que el lugar fuera seguro, y si lo era, automáticamente se convertiría en nuestro improvisado refugio para aquella noche. No tenía ganas ni tiempo de intentar buscar un lugar más cómodo y acogedor en medio de aquella zona desolada. La noche se nos había echado encima y seguramente los lobos ya andarían sueltos por el bosque.
—Ayúdame —le dije a Paula señalando un cubo cilíndrico lleno de cartones y embalajes que había a escasos metros de nosotros—. Tenemos que traerlo hasta aquí.
—Vale.
Fuimos hacia el cubo y lo arrastramos hasta posarlo debajo de la abertura de la ventana. No es que pesara demasiado, pero para un zombi y una niña de ocho años fue una ardua tarea.
—Al final se me va a dar bien esto de subirme a las cosas —comenté, frotándome las manos para sacudirme el polvo.
Con mucho cuidado me subí en la tapa del cubo, primero apoyando una rodilla y luego la otra, y me puse en pie intentando no perder el equilibrio. Una vez tomé la posición correcta, asomé mi cabeza por el hueco y barrí con la mirada el interior de la nave.
Estaba oscuro, aunque no lo suficiente para no poder vislumbrar nada. La poca luz que ofrecía la noche se filtraba por los surcos de las ventanas del local creando variedad de sombras y siluetas poligonales sobre el suelo.
El lugar parecía más grande por fuera que por dentro, que como mucho tendría unos setenta metros cuadrados. Debía de tratarse de alguna clase de taller textil, porque en su interior había tres hileras de cuatro mesas, cada una con una máquina de tejer encima del tablón. Luego disponía de unas escaleras que llevaban a lo que parecía ser una pequeña salita sostenida en lo alto por unas vigas de hormigón; tenía toda la pinta de ser la oficina del dueño.
Las paredes de la estancia estaban llenas de pequeños arcones y baúles con diversos tejidos y materiales de costura. Por lo demás, aquel lugar estaba vacío, abandonado y, por ende, era seguro, así que no necesitaba saber más.
Primero dejé caer la mochila sobre el suelo del taller y luego le ofrecí una mano a Paula.
—Vamos, intenta subir aquí conmigo.
Con bastante más agilidad que yo, trepó por el cubo. Luego la ayudé a colarse por la ranura de la ventana y, agarrándose de mis manos, fue deslizándose por el interior de la pared hasta que el suelo del almacén quedó a tan sólo medio metro de sus pies.
«Condenada cría, cómo pesa», pensé.
—Muy bien, ahora salta.
Paula se dejó caer de un pequeño salto y miró hacia el interior del local.
—¿Quieres que te traiga algo para apoyarte? —me dijo desde abajo, tratando de ser útil.
—No, quédate justo ahí. Ya mismo bajo.
Mi siguiente hazaña fue de lo más extravagante. Imaginaos a un zombi orgulloso como yo intentando colarse por una pequeña hendidura a dos metros de altura. No hará falta que os describa los detalles, pero la cantidad de blasfemias y juramentos que solté antes de volver a tocar el suelo fue digna de los más apasionados partidos de fútbol. Eso sí, al descender me había desgarrado un poco el uniforme por el costado, por lo que, de nuevo en pie, me lo palpé e hice una mueca de fastidio. Paula me miró curiosa. Ya era la segunda vez que observaba lo mal que se me daban los movimientos acrobáticos.
—¿Qué pasa? ¿Algún problema con mi forma de trepar por los sitios?
Dio un respingo y negó con la cabeza rápidamente. Yo lancé un suspiro.
—Oye, no te voy a hacer daño. No hace falta que te asustes por cada cosa que te digo. Es sólo que… verás, es que me cuesta relacionarme con la gente, y tú tampoco hablas demasiado, ¿verdad?
Paula se encogió de hombros.
—Es que Anette siempre me decía que no te molestara o te enfadarías.
—¿Eso decía, eh?
Asintió con timidez.
—Bueno, pues eso. Cierto. No debes molestarme, pero si quieres hablar o mantener una conversación, tan sólo hazlo, ¿de acuerdo? Y deja de mirarme constantemente como si me tuvieras miedo. —Fruncí el ceño—. Porque tú no me tienes miedo, ¿no es así?
Se quedó callada.
—Mira, olvídalo. —Me di la vuelta y crucé por la hilera de mesas hasta las escaleras de la oficina. Ella me siguió en silencio.
Al subir los peldaños, éstos crujieron bajo nuestros pies, removiendo el aire con pequeñas motas de polvo.
Cuando apoyé mi mano en el pomo de la puerta, la clavija giró con suavidad. Por suerte no estaba cerrada con llave.
El interior de aquella estancia resultó ser un caos; en la pared izquierda había una pequeña ventana corredera que daba a la calle y permitía la entrada de una débil luz plateada. Multitud de papeles y facturas atrasadas se apilaban desordenadamente sobre una mesa de trabajo que ocupaba casi la mitad de la salita. Había dos sillas de plástico medio rotas y una estantería de latón donde se archivaban los ficheros, pero no disponía de ningún sofá o mini sillón —como aquel que tenía la tienda de electrodomésticos donde nos habíamos guarecido días atrás—, así que la niña tendría que descansar sobre el duro suelo de parqué.
—En fin, algo es algo —musité, y cerré la puerta detrás de nosotros.
Las horas fueron pasando lentamente en el interminable transcurso de la noche.
Yo permanecí sentado en una de las sillas, pensando en silencio mientras Paula trataba de dormir sobre el incómodo suelo, tapada con la vieja manta que Anette guardaba en su mochila.
Aquella mochila resultó ser un pequeño tesoro. Aparte de la manta y el diario, también había en su interior diversos frascos de yodo y analgésicos, multitud de pastillas para purificar el agua, dos bengalas, una barrita energética, una caja de cerillas, un mapa con coordenadas, una brújula y la ballesta plegable que ella siempre llevaba encima. Sin duda, todos esos elementos serían de mucha utilidad en un futuro, pero no pude evitar imaginar con fastidio lo bien que quedarían en mi apartamento, sobre la estantería que yo denominaba «la de los objetos valiosos» y que llenaba con cacharros que solía recoger por las calles con suma devoción y cariño.
—Qué tiempos… —suspiré en un arrebato de nostalgia.
Todo era tan distinto. Recientemente había descubierto que lo que antes me hacía sentirme a salvo ahora se había convertido en un peligro potencial.
Hacía tan sólo tres días ser un zombi tenía muchísimas ventajas: nadie me molestaba ni intentaba matarme, y podía andar por el mundo tranquilo y con la plena seguridad de pasar inadvertido. Pero fue conocer a Anette y a Paula, y todo cambió radicalmente.
Primero el Arcángel, que casi consigue acabar con los tres en más de una ocasión —haciéndonos pagar un precio muy alto por mi vida y la de la niña—, y luego lo de aquella especie de jaula de los horrores…
De nuevo vinieron a mi memoria los seres que habían sido capaces de cometer semejante barbarie con sus homólogos humanos. Tal vez se tratase de algún grupo organizado de hombres armados. Podría ser… Era imposible saber dónde estarían ahora o si seguían con vida, pero si eran capaces de cometer actos tan horribles con personas vivas, ¿qué estarían dispuestos a hacer si se topaban con un zombi que hablaba y una niña pequeña?
Sentí un escalofrío.
Por nuestro bien, deseé no tener que averiguarlo nunca. Aunque por desgracia —y como bien os decía—, todo era muy distinto ahora; el mundo se había convertido en una vasta jungla llena de depredadores peligrosos, y si el destino así lo quería, tarde o temprano acabaría encontrando las respuestas a mis preguntas. Unas preguntas que prefería que se perdieran en el olvido.
Paula se removió en su molesto lecho y le rugieron las tripas. No me había dado cuenta de que aún estaba despierta.
—¿Eso significa que tienes hambre? —me atreví a interpretar.
—Sí, mucha —contestó adormecida, y se volvió hacia mí.
—Toma esto.
Le lancé la única barrita energética que quedaba en la mochila. Ella le quitó el envoltorio con ansias y la devoró en un abrir y cerrar de ojos.
—Mañana a primera hora saldré ahí afuera y te conseguiré más comida.
—Gracias —dijo relamiéndose los dedos.
—De nada… —Le dediqué un ligero gesto de asentimiento con la cabeza y seguí sumido en mis pensamientos. A los pocos segundos sonó de nuevo su inocente voz.
—Erico…
—Qué…
—Yo… no te tengo miedo.
Me quedé en silencio unos instantes y luego dije:
—Está bien… Buena chica. Ahora trata de dormir un poco. —Recosté mi cuerpo sobre la silla y miré a través de la ventana, hacia las estrellas que se esparcían sobre el firmamento—. Mañana será un día duro.