El Maresme

Parte XVII

Existe una leyenda nórdica que cuenta la historia de dos hermanos nacidos de distinto padre.

Murgal, el hermano mayor, era grande y fuerte. Sus ojos infundían temor y se decía que con sus manos podía aplastar el cráneo de cualquier hombre. Por otra parte, su apariencia era aterradora. Nadie osaba acercársele debido a las facciones de su rostro, que le daban un aspecto de diablo.

Argona, el hermano menor, nació delicado y puro. Sus rizos dorados caían sobre su blanca tez, y a todos enamoraba con SU físico pueril. Sin embargo, era débil y con pocas habilidades para el combate. Tan sólo una, la de una promesa. Según la profecía, él era el único que podía sanar la oscuridad.

La historia se sitúa en un tiempo remoto, anterior a todas las demás historias, cuando, según la mitología escandinava, la tierra estaba invadida por demonios alados que surcaban los cielos.

Los habitantes de las aldeas, asustados y desesperados, les hacían ofrendas en forma de sacrificios humanos y ganado degollado. Pero cada noche de luna menguante los demonios salían de las profundidades de la tierra para seguir atormentando a los pueblos venideros, llevarse a la gente y quemar sus casas con las llamas del infierno.

Un día, el capataz de una aldea de campesinos situada al pie de unas montañas nevadas decidió hacer un largo viaje, por tierra y mar, para pedir consejo al oráculo que habitaba en los glaciares del norte, donde el mundo terminaba.

Éste le avisó del nacimiento de dos nidos. Le dijo que debería cuidarlos como si fueran suyos y que, bajo ningún concepto, podía permitir que los apartaran de su madre, que, aunque sería tachada de bruja y adúltera, traería en su vientre la salvación.

Según las palabras del oráculo, cuando el hermano menor cumpliera los dieciséis años, debería partir y adentrarse en las profundidades de la tierra para extender el poder de su luz sobre la fuente del mal. No obstante, no podría hacerlo solo, puesto que el muchacho, de frágil aspecto, sería atacado cientos de veces antes de poder alcanzar su destino. Necesitaría un protector, alguien que k acompañase, que se enfrentara a todos los enemigos que le abordaran en su viaje y cuyo deber sería impedir que le infligieran ningún daño.

Este protector no podía ser otro que su hermano mayor, que con su temible aspecto y sus cualidades guerreras ahuyentaría a cualquier ladrón, saqueador o demonio que pudieran cruzarse por el camino.

Antes de marcharse, el oráculo le advirtió de que, llegado el momento, serían dos los que marchasen, pero solamente uno el que volviese. No especificó cuál de los hermanos.

El capataz retornó a la aldea citando la madre ya había dado a luz a uno de los bebés. Al poco tiempo nació el otro. Nunca supo quién fue el padre, pero los adoptó dándoles su nombre y acordó con su madre que los haría pasar por suyos para evitar así las represalias del pueblo.

Los amó como a hijos legítimas y los crió como un verdadero progenitor. Al mayor lo adiestró en el arte del combate, mientras que el menor fue desarrollando con el paso de los anos unas asombrosas cualidades mágicas, difíciles de comprender.

Al cumplir este último los dieciséis años, los dos hermanos partieron hacia el norte, tal y como predijo el oráculo, para hacer frente a su destino.

Cuando el capataz los vio partir, lo hizo con lágrimas en los ojos, pues sabía que sus dos hijos salvarían el mundo, pero sólo uno regresaría.

Recuerdo que mi madre me relataba esta historia de pequeño. Solía hacerlo para que me durmiera, aunque a menudo conseguía el efecto contrario. Aun así, nunca le pedí que dejara de hacerlo porque en el fondo me encantaba. Soñaba que me convertía en el guerrero Murgal, que blandía mi espada y combatía con valor contra las hordas de enemigos que se aproximaban a través de la oscuridad de los bosques.

Curiosamente, de rodillas ante el cuerpo de Aliene, me acordé de aquel cuento mitológico. Entendí que, irónicamente, el destino parecía estar reclamándome que me convirtiera en aquel guerrero protector, sólo que sin músculos de acero y sin espada.

Fue en aquel preciso instante, casi veinte años después de escucharla por última vez, cuando me di cuenta de que aquella leyenda ya no me gustaba.

El fragor de ese último y desafortunado encuentro había causado demasiados daños.

La explosión había creado diversos cráteres irregulares en la arena. Varias humaredas negras se alzaban hasta el cielo, procedentes de los trozos desparramados de metal incandescente.

La parte del muro más cercana a nosotros se había llenado de boquetes de metralla que lo acicalaban de forma tétrica y de los cuales también emergían pequeñas columnas de humo y granizo que formaban discretas nebulosas en el aire.

No podíamos quedarnos por mucho tiempo allí parados o todas esas señales volátiles, junto al previo estallido de la detonación, atraerían hacia nosotros a los zombis que quedaran en los alrededores. Lo último que me apetecía en esos momentos era liarme a mamporrazos con ellos para intentar evitar que se merendasen a una niña de ocho años.

La explosión causó grandes daños, sí, pero los peores se los llevó Paula. Hablo de daños emocionales, por supuesto. Se negaba a despegarse e del cuerpo de Anette, y aunque ahora ya no lloraba ruidosamente, por dentro parecía estar deshecha, como si le hubiesen arrancado el alma.

Inmóvil, apoyaba su mejilla contra el pecho del cadáver de la mujer mientras mantenía su vista perdida en el horizonte, como cuando te quedas observando un punto fijo y tienen que pasarte la mano por delante para que despiertes, sólo que ella no reaccionaba. Y así permaneció durante un buen rato.

Aún no había decidido qué hacer con ella, pero una cosa era segura: debíamos largarnos de ahí cuanto antes.

Quizás podría acompañarla un trecho del camino y, con un poco de suerte, encontraría a algún humano con el que dejarla. No sólo por puro egoísmo, sino porque al fin y al cabo eso sería lo más sensato.

—Paula… —la llamé con cautela—. Oye, tenemos que salir de aquí. ¿Comprendes lo que te digo?

Después de seguir intentándolo un par de veces más, al fin asintió brevemente con la cabeza, sin desviar la mirada.

—Bien. Pu. entonces levántate.

Hice un ademán para ponerme en pie pero ella no se movió. Seguía abrazada al cuerpo de Anette como si ya nada importara, por lo que, sin haber terminado de alzarme, volví a dejarme caer sobre la arena.

—Qué mierda… —suspiré con fastidio. Era desesperante; yo solo, a punto de convertirme en un chiflado sin razonamiento alguno y con una niña con graves heridas emocionales a cuestas, en medio de un mundo de locos. «Bravo, Erico, no sé cómo te lo montas, pero siempre te metes en los peores follones», pensé, y maldije otra vez en silencio aquel dichoso día en que decidí adentrarme en el barrio de Gracia para averiguar qué se cocía. Las cosas serían tan diferentes si me hubiese quedado en mi apartamento… Toda esta mierda no me habría salpicado, y el cambio de mi metabolismo dejaría de atormentarme, puesto que lo ignoraría. Simplemente me despertaría un buen día tras salir de algún estado de trance y echaría a andar por el mundo, libre como un pájaro, sin conciencia y sin moral, moviéndome únicamente por puro instinto. Sin preocupaciones…

—Menudo día… —mascullé, llevándome dos dedos al entrecejo.

De pronto Paula me habló con esa voz infantil. Parecía a punto de romperse por la pena:

—¿Qué va a pasarme ahora?

Yo la miré, incapaz de darle una respuesta sincera.

—No lo sé. Pero aquí no nos podemos quedar.

—¿Vienen a por mí, verdad? Los monstruos.

Tras meditarlo unos segundos, respondí:

—Sí.

Paula se incorporó de costado como si le pesara todo el cuerpo y se secó las lágrimas con las manos.

—Tenemos que enterrar a Anette —dijo, y le acarició el pelo.

—No hay tiempo para eso. Debemos irnos ahora.

Al ver que por fin había reaccionado, me puse en pie y le tendí una mano para ayudarla a erguirse, pero ella la rechazó.

—Pero tenemos que enterrarla. Si no lo hacemos, no podrá irse al cielo.

—Bobadas.

—¡No! —exclamó con dos lagrimones asomando por sus ojos.

—Oye, niña —alcé un dedo a modo de reproche—, yo no soy Anette. Si digo que nos vamos, nos vamos. Y a partir de ahora vas a hacer lo que yo te diga o te abandonaré, ¿entiendes?

Paula me miró unos instantes, sorbiendo por su pequeña nariz. Sus labios empezaron a temblar haciendo pucheros. Luego rompió a llorar de nuevo, como un niño al que le asustan con una máscara de Halloween.

—Eres malo… —exclamó entre sollozos.

—¡Oh, vamos! Esto tiene que ser una broma… ¡Está bien! —dije alzando los brazos como si mandara todo a freír espárragos—. Está bien, la enterraremos. ¡Pero deja ya de llorar!

¿Comprendéis a lo que me refería? Yo no estaba preparado para esto. Mi sensibilidad de cara a los demás era la misma que la de un semáforo.

Paula no dejaba de llorar y tuve que contener mis ganas de dirigirme hasta la punta del espigón más cercano, gritar a pleno pulmón y luego lanzarme al mar con unas cuantas rocas atadas a los pies.

—¡Bah! —pronuncié al fin con desdén—. Llora cuanto quieras.

Fui andando y gruñendo hacia uno de los cráteres causados por la explosión y me metí dentro efectuando un pequeño salto. El fondo arenoso estaba oscurecido y duro porque lo empapaba el agua de mar del nivel freático.

—Maldita sea… —me quejé mientras hundía mi casco, llenándolo de tierra para luego echarla fuera del agujero—. Maldita sea…

Ya era bien entrada la tarde cuando terminé de poner la última piedra sobre la tumba de Anette. No fue fácil, y mucho menos agradable.

Después de haber cavado el cráter lo suficientemente hondo, tuve que arrastrar hasta el interior su cuerpo, envuelto con un mantel a modo de sábana que encontré en el restaurante marítimo que había a escasos pasos de donde estábamos. Luego tapé el agujero con más arena y, por último, deposité encima varias piedras extraídas de la orilla para marcar el lugar. Dudo que nadie viniera a visitarla jamás, pero, ya que había decidido enterrarla, pensé que ese pequeño detalle no estaría de más.

Paula, mientras, se dedicó a buscar dos palos entre los restos que arrastraba el oleaje y los juntó en forma de cruz para luego hundirla sobre la arena removida de la tumba.

Imaginé que si algún día pasaba alguien por allí, seguramente lo último que le apetecería sería darse un baño en esa zona de la playa. Acto seguido, tuve que reprocharme interiormente por pensar esa clase de cosas durante un entierro.

—¿Quieres decir algo? —le pregunté con torpeza, al no saber bien qué solía hacerse a continuación.

Entonces dio un paso al frente con ojos llorosos, se besó la mano y tocó el montón de arena que sobresalía.

—Te quiero, Anette… y te prometo que seré valiente.

Paula había tenido la delicadeza de juntar unas cuantas flores ornamentales del restaurante y atarlas con un hilo de pescar que encontró en las inmediaciones, así que agarró el improvisado ramo y lo depositó a los pies de la tumba. Luego se arrodilló, juntó sus manos, cerró los ojos y empezó a recitar una oración en voz baja. Yo me limité a carraspear y decidí darle unos momentos.

—Voy a coger la mochila. Cuando estés lista, nos iremos.

Di unos pasos y recogí del suelo el macuto color caqui de Anette, que ahora parecía negro debido a la ceniza de la explosión. Lo sacudí para quitársela de encima y me lo coloqué en la espalda.

Al escudriñar el aire, no capté señal de ningún grupo de zombis acercándose. Era extraño, pensé. Con el jaleo que habíamos montado horas antes deberíamos tener ya a todo un enjambre encima. Luego comprendí que probablemente el Arcángel los debía de haber eliminado a su paso y borrado el rastro después. De todas formas, era mejor no demorar más nuestra partida, porque pronto empezaría a oscurecer.

Cuando Paula terminó de rezarle a la tumba de su amiga, se levantó y vino andando hacia mí, sin mirar atrás.

—¿Lista?

Ella simplemente asintió con la cabeza al pasar por mi lado. Sus mejillas estaban irritadas de tanto llorar, pero en su rostro mostraba una determinación digna de admirar, como si a base de tantas desgracias y pérdidas personales su corazón se hubiese fortalecido como una roca.

Antes de proseguir, eché un último vistazo a la ciudad que estaba a punto de abandonar: Barcelona, mi mundo, mi hogar… Y de entre todas las siluetas que sobresalían, había una que destacaba por encima de las demás: la solitaria cruz que se movía brevemente al compás del viento y que señalaba el lugar de reposo de una de las mujeres más valientes que había conocido jamás.

—Descansa en paz —murmuré, despidiéndome para siempre.

Tras el último adiós, echamos a andar, cada uno a solas con sus propios pensamientos.

A los pocos minutos dejamos atrás la playa y torcimos por la carretera de la costa para bordear los polígonos industriales colindantes.

Cuando llevábamos menos de cien metros, Paula se agarró de mi mano en silencio, con su osito de peluche colgando en la otra y la vista fija al frente. Su gesto me cogió por sorpresa. Lo primero en que pensé fue en soltarme, pero no hice ni dije nada. Únicamente dejé que sus dedos encontraran refugio en los míos mientras emprendíamos nuestro rumbo hacia el norte. Lentamente, el sol empezó a declinar a nuestras espaldas, por encima de la curva que marcaba el mar, iluminando el cielo con tonos violetas y anaranjados.

Ante nosotros se abría un horizonte infinito, un vasto camino por recorrer. Éramos como dos almas que se dirigen hacia un porvenir incierto. Como dos puntos que se pierden en la lejanía. Como dos hermanos que cuidan el uno del otro en un mundo de tinieblas y demonios.