Parte XII

Para un zombi como yo, vivir en un mundo "No muerto" es todo un lujo. Para humanos como ellas dos… bueno, como mínimo era un fastidio.

Reconozco que ya sea por mi condición biológica, o por mi falta de sensibilidad, podría decirse que había perdido cierto tacto con la gente. Quizás me había vuelto algo… impreciso.

Me di cuenta una vez que dejamos completamente atrás el distrito del Eixample, al abrir la puerta de una chocolatería abandonada en la antigua Plaza Urquinaona. Ellas esperaron fuera mientras yo entré para registrarla. Pensé que sería un buen lugar donde podrían resguardarse de los peligros de la noche. A mí me entusiasmó; el brillo de miles de gusanos centelleaba al moverse por los restos de bombones podridos que se esparcían sobre estanterías llenas de telarañas, produciendo un fétido olor que me seducía embelesadoramente. Como sabía que a las mujeres siempre les hace feliz un dulce, las miré desde el interior con una sonrisa triunfal de oreja a oreja. ¡Que pasaran! ¡Les iba a encantar!

A juzgar por sus expresiones, tiritando de frío desde la calle, diría que la idea ni siquiera les pareció una opción.

Muy a mi pesar, tuvimos que descartar ese lugar y buscar otro donde pudieran descansar en calma. Qué lástima. Ya me había hecho ilusiones de comerme tranquilamente un buen surtido de larvas.

La tienda de electrodomésticos donde al final nos hospedamos pareció adaptarse mejor a sus necesidades. Quedaba al inicio de una gran avenida: Vía Layetana, la perfecta y aparentemente solitaria calle de bajada que al día siguiente nos llevaría directamente hasta la parte costera de la ciudad, nuestra meta. O, mejor dicho, la mía. Me alegré al pensar que pronto acabaría mi labor de mercenario sin ánimo de lucro. Empezaba a estar hasta los huevos de tanta excursión y tan poco diálogo. Llegado a ese punto, deseaba más que nunca volver a mi querido apartamento y leerme un buen libro a la luz de las velas.

En cuanto al local, tengo que confesar que resultó ser de fácil acceso y poco complicado de bloquear una vez dentro. Curiosamente, la puerta sólo estaba cerrada de golpe, como si el dueño hubiese tenido que salir a toda prisa. No tenía verjas, pero el escaparate estaba compuesto por un buen cristal templado de seguridad. Debía de ser de los pocos establecimientos que aún no habían sido saqueados. Y es que ¿quién iba a querer una televisión de alta definición con canales digitales en un mundo donde las telecomunicaciones se han ido al garete? ¿Quién iba a querer una videoconsola para entretenerse en un mundo donde no podías distraerte ni un solo segundo?

Con malicia pensé que, seguramente, yo era el único ser en varios cientos de kilómetros a la redonda que podría gozar de tales lujos sin preocuparse demasiado por ser descuidado. Resumiendo: ni mostradores reventados ni estantes esparcidos por el suelo… nada. Esa tienda era lo más acogedor que Barcelona podía ofrecerles.

El local no era muy amplio. Tenía una hilera de televisores de plasma colgados en la pared izquierda y electrodomésticos de gama blanca repartidos por el resto de sus escasos setenta metros cuadrados. Lo mejor era que justo detrás de la caja se hallaba una salita adjunta —la oficina del encargado, supongo— con lavabo, sofá y demás comodidades. Pero, antes de poder decir «me la quedo», Anette entró de la mano de Paula, dejó su mochila en el sofá y sacó un par de latas de comida. No me cupo la menor duda de que estaban dispuestas a instalarse en aquel habitáculo, porque me lanzó una mirada en plan «es obvio que es para nosotras» y, después de un rotundo «confío en que vigiles que no pase nada extraño», cerró la puerta en mis narices. Supongo que estaría de mala uva debido al cansancio. Quién sabe…

«Nada extraño.» Hay que joderse. Dadas las circunstancias, lo extraño habría sido que apareciera un helicóptero de la nada y las sacara de allí para llevarlas a su jardín del edén. En fin. Mujeres…

Visto lo visto, a mí me tocó quedarme en la fría tienda haciendo de perrito guardián mientras ellas cenaban en la intimidad, se aseaban y descansaban plácidamente. Yo no necesitaba todo aquello, por supuesto, pero, aun así, sentí ciertos celos; la típica rabieta al saber que el último bol de helado no es para ti porque eres el hermano mayor, ya me entendéis… Sin embargo, supe que había obrado bien —como todo un caballero—, y seguro que mi madre se habría sentido orgullosa si me hubiese visto. Era una mujer con valores muy férreos. Quizás os hable de ella en alguna ocasión.

A falta de un plan mejor, me senté en el suelo, con mi espalda apoyada en una nevera no frost de acero inoxidable. Recuerdo que el metal estaba frío y la sensación me resultó placentera. Poco a poco fueron pasando los minutos en soledad, al ritmo de un monótono tictac que emitía un enorme reloj colgado en la pared opuesta. Era hipnotizante. Si me concentraba en el ruido, parecía que el local entero retumbara exagerando los movimientos de su sofisticado engranaje. Calculo que pasé entre dos y tres horas en ese estado antes de que la puerta del despacho del encargado se abriera ligeramente. Por el hueco apareció Paula, con rostro adormecido. Iba descalza y llevaba su osito de peluche colgando de una mano.

Como todo estaba muy oscuro, alargó el cuello entre las hileras de lavadoras. Al verme en el suelo, se quedó ahí parada, sin decir palabra.

—¿Qué ocurre? ¿No puedes dormir?

La niña negó con la cabeza. Desde la salita, a sus espaldas, llegaban los ruidosos ronquidos de Anette.

—Bueno, está claro cuál es el motivo.

Aparté la mirada hacia el cristal que daba a la calle con la esperanza de que la niña se diera media vuelta y se volviera a meter para dentro; lo último que quería en esos momentos era un repertorio de silencios incómodos (y no hace falta recordares lo bien que se me dan los críos). Pero no lo hizo; se acercó hasta mí sin vacilar y, para mi sorpresa, se sentó justo delante, sin apartar su ingenua mirada de mi salpicado rostro, lo que consiguió ponerme algo nervioso.

—¿Qué haces? ¿No ves que Anette se enfadará mucho si te ve?

—¿Era tu novia?

Eso me desconcertó.

—¿Mi novia? ¿Quién?

—La mujer con la que bailabas el otro día.

—No, claro que no. Era un cadáver.

Paula agarró a su desaliñado peluche y lo acarició con delicadeza, como restándole importancia a mi respuesta, que quizás sonó más brusca de lo intencionado.

—Orly dice que estás triste porque no tienes amigos.

El osito me miraba con su ojo descosido, mostrando una sonrisa burlona.

«Orly, menudo nombre», pensé. Nunca me habían gustado los peluches —los encontraba absurdos y repelentes—, pero desde luego aquél se llevaba la palma. En su lamentable estado parecía más bien la mascota del muñeco diabólico.

—¿Así que eso dice, eh?

La niña asintió con inocencia. Estaba claro que usaba aquel muñeco para expresar lo que ella misma pensaba, o quizás lo que sentía, resguardándose en una ilusoria excusa infantil. Al fin y al cabo, no dejaba de ser una cría, y los críos necesitan tener amigos… supongo.

—Bueno, pues dile a Orly que no estoy triste, y que la próxima vez se fije mejor. Arqueó las cejas, y, cuando se disponía a hablar de nuevo, se escuchó desde la oficina la voz alarmada de Anette, como si se hubiera levantado de repente, asustada por algo.

—¿Paula? Paula, ¿dónde estás?

—Estoy aquí, Anette. Sólo quería que conociera a Orly.

—¡Paula! —exclamó la mujer, emergiendo desde la penumbra de la salita como una auténtica madre protectora—. ¿Qué crees que estás haciendo, jovencita? Ven aquí inmediatamente. No molestes a Erico.

—No le estaba molestando, te lo prometo. Sólo estaba…

—¡Que vengas aquí te he dicho!

Paula suspiró con pesar y se levantó desganada. Luego me miró con una mueca taciturna.

—A mí no me mires. Anda, ve. Sé buena chica.

—Está bien… —musitó con fastidio, y se encaminó de nuevo a la habitación con los hombros caídos.

Los pies de Orly barrieron el suelo mientras se alejaba. Y si no fuera porque era del todo imposible, juraría haber visto cómo aquel condenado muñeco me guiñaba su único ojo antes de desaparecer entre las sombras de las lavadoras.

Anette acarició brevemente el pelo de la niña cuando pasó cabizbaja por su lado y luego me dirigió una mirada que dejaba traslucir su habitual conflicto interior acerca de cuánta confianza podía permitirse depositar en mí.

—Buenas noches —pronunció al fin.

Alcé brevemente una mano como única respuesta antes de que ella cerrara la puerta.

Durante la siguiente hora ni me moví. Me quedé contemplando con mis ojos vidriosos cómo la noche reinaba ahí fuera, tan sucia y perversa. Una luz plata y azul entraba desde la calle formando figuras geométricas sobre el suelo. En el exterior, las hojas y demás escombros bailoteaban a causa del fuerte viento, un viento que, desde hacía tiempo, se había autoproclamado sonido soberano en la mayor parte de la ciudad. El zumbido que emitía con sus intermitentes ráfagas hacía vibrar los cristales con suaves repiqueteos. En un determinado momento no pude evitar levantarme para observar de nuevo aquella tierra devastada en la que se había convertido el mundo, pues nunca dejaba de sorprenderme y nunca acababa de acostumbrarme. Plantado delante del escaparate, fue como contemplar un enorme cuadro de cristal que mostrara el perfecto apocalipsis: edificios agrietados, mutilados, bañados por las sombras de la desolación; hierbas oscuras y marchitas luchando por emerger a través de un asfalto de podredumbre, y, por último, sus protagonistas: las figuras opacas que se desplazaban tambaleantes en la distancia, sin rumbo, sin alma, sin conciencia… Qué pintura tan hermosa. Era tan fácil y tan condenadamente atractivo unirse a ella. Únicamente tenía que salir ahí fuera y fundirme con ellos, formar parte de su sistema.

Una de esas figuras pasó encorvada justo por delante de mí, rozando el otro lado de la cristalera con una mano apoyada en ella. Su mirada, perdida en un horizonte imaginario, recobró enseguida el norte y volteó la cabeza como si reconociera mi presencia. Entonces ocurrió algo que me sobrecogió totalmente: apoyó también su otra mano y me miró fijamente a través del bastidor. Era una mirada de alivio, como si hubiera encontrado algo que buscaba desde hacía tiempo.

—Imposible… —mascullé es tu pe facto.

Sonreí tímidamente e hice lo mismo desde mi flanco, de tal manera que nuestras manos tan sólo quedaron separadas por dos centímetros de vidrio traslúcido. Era fantástico. Tal vez, por fin, alguien me estaba reclamando.

¿Era posible que aquel individuo estuviera invitándome a unirme a ellos? ¿Era posible que, después de tanta soledad, alguno de los dos bandos me aceptara tal y como soy? Y, más importante aún, ¿era factible que aquel zombi fuera igual que yo? ¿Con la misma maldición? ¿Que me hubiese encontrado y estuviera dispuesto a ser mi compañero?

Miles de ideas brotaron en mi cabeza, acompañadas por una dulce melodía de salvación. De ser así, sería magnífico. Ya no volvería a estar solo. Mis intentos fallidos por relacionarme con los de mi especie muy pronto verían su fin.

Me dispuse a salir afuera, a abandonarlo todo y a darle la bienvenida. Pero enseguida comprendí que sus intenciones estaban muy lejos de hacer más llevadera mi existencia, tal y como había creído. Justo cuando iba a deslizar el cerrojo de la puerta, aquel zombi husmeó excitado el aire y cambió su expresión violentamente. Abrió de repente su negra boca para gruñir como un tigre salvaje y empezó a dar cabezazos contra el cristal, manchándolo con sus babas corrompidas. Mi bobalicona sonrisa fue desvaneciéndose poco a poco ante semejante desengaño, por lo que me aparté de la puerta. Aquél no era ningún zombi «sin clasificar» como yo. Y desde luego no era a mí a quien buscaba.

Sus puños aporrearon con fuerza el vidrio y a los pocos segundos distinguí unas sombras que se acercaban desde diversas esquinas de la calle, atraídas por unos aullidos de guerra caníbales. Sin ninguna duda, acababan de descubrir lo que había dentro de aquella tienda.

Y lo querían…

No os imagináis la cara que puse en aquellos momentos, cuando mis utopías se esfumaron por completo y volví a tocar tierra de nuevo. Me recordó a la sensación que tenía de pequeño, cuando hacía alguna trastada y sabía que me esperaba una bronca inminente.

—Mierda… —articulé entre dientes—. Anette me va a matar.

Más me habría valido pasar desapercibido y no haberme acercado al cristal. Al seguirle el juego equivocado al podrido, hice que centrara su atención en la tienda, y eso fue un fallo garrafal. Apenas transcurrido un minuto ya había más de una docena de zombis intentando entrar forzosamente en el refugio y amortiguando con sus manotazos el sonido del viento exterior como si nunca hubiese existido; un refugio donde se guarecían dos personas a las que había jurado ayudar. La cosa habría sido bien distinta si no hubiese dado mi palabra, pero lo había hecho. Qué se le iba a hacer. No podía marcharme sin más. Por si fuera poco, la tienda no disponía de puerta trasera. «Joder…», me lamenté. Definitivamente, la situación pintaba muy mal. Sería el fin para ellas dos si no las sacaba de ahí enseguida. Con cada segundo que esperara aparecerían más, siempre lo hacían.

Temiendo más por la reacción de la temperamental fémina que por los propios zombis, me acerqué casi de puntillas hasta la salita donde dormían, carraspeé y di unos toquecitos discretos a la puerta.

—¿Anette…?

Al ver que no contestaba, decidí que no era momento de andarse con sutilezas y llamé sin dilación.

—¡Despierta!

Se escuchó un ruido precipitado desde el interior y luego la puerta se entreabrió. Su delgada cara asomó por el hueco, con los ojos achinados por el sueño.

—¿Qué pasa, Erico? ¿Qué hora es?

—Hora de decirte que, a menos que sepáis cómo tele transportaros, tenéis un grave problema. Señalé el escaparate de la entrada y, aunque la oscuridad del ambiente era de lo más espesa, pude distinguir perfectamente cómo sus ojos se abrían de par en par.