Parte XI

A esas alturas del fin del mundo la ciudad ya no presentaba una amenaza exagerada para los humanos (me refiero única y exclusivamente al número de zombis, claro). Al no quedar apenas supervivientes a los que cazar, muchos habían emigrado en busca de nuevas presas. Otros, en cambio, habían perecido a causa de los derrumbamientos, los incendios, devorados por otros zombis o incluso aniquilados por algo peor.

Podría decirse que Barcelona se encontraba lo suficientemente vacía como para que un soldado con excelente sentido de la orientación y un buen entrenamiento en el sigilo pudiera cruzarla de punta a punta con un relativo éxito. Por supuesto, nunca de forma sencilla, y menos aún de forma rápida. Sin embargo, también estaba lo suficientemente llena de mis apreciados camaradas como para que una mujer y una cría solas, que no conocían los planos, se encontraran en cualquier momento rodeadas por una repentina horda de cuerpos tambaleantes que las agarrasen y las arañasen por todas partes momentos antes de merendárselas.

Pensé que ojalá hubiese gozado yo de la suerte de tener a un zombi bondadoso a mi lado, que entiende cómo actúan y se mueven sus semejantes y que me hubiese ayudado a escapar cuando el centro comercial donde me escondía en mis últimos días de vida fue invadido de forma aplastante por varios cientos de brazos podridos. Pero eso es una historia que ya os contaré en otra ocasión.

No os sorprenderá que os confiese que desde que salimos por fin a la calle, los tres caminamos en grupo avenida abajo con semblante serio, abstraídos en nuestros propios pensamientos. Habíamos escapado por los pelos de las garras de aquel Arcángel, pero yo, por lo menos, no podía dejar de pensar en cómo me miró mientras huíamos, de esa forma tan… personal.

Lo que más me desconcertaba, no obstante, es que la experiencia me había resultado fascinante.

En lo que a Gracia se refiere… bueno, seguía siendo un lugar baldío y desolado en el que ni siquiera los zombis solían adentrarse. De todas formas, no tardamos más de quince minutos en abandonarlo. Avanzamos siempre hacia el este como si fuéramos exploradores de guerra, expectantes y en silencio; sobre todo Anette, que no mostró ningún tipo de reacción hasta que pasamos por delante de aquella alegre explanada junto a la Diagonal. Seguía desbordada por cientos de despojos cadavéricos. Y la mujer no tuvo más remedio que hacer una mueca entre el asco y la tristeza. Inmediatamente después, le tapó los ojos a Paula para que no mirase.

Desde un principio me sorprendió bastante la fortaleza de la niña. Rodeada de un mundo tan enfermizo. Sin padre ni madre, excepto Anette, que ejercía, o al menos lo intentaba, de ambas cosas a la vez. Cualquier otro niño de su edad no habría resistido tanta tortura visual o emocional, pero ella lo afrontaba de una forma más que loable.

De vez en cuando me giraba y la sorprendía observándome, cogida de la mano de su mentora, y al ver que me había dado cuenta apartaba la mirada con un gracioso disimulo.

Niños… siempre creen que no les ves.

A excepción de un par de paradas por urgencias femeninas, durante las primeras cuatro horas no hubo demasiados contratiempos que nos retrasaran. Yo iba siempre unos cuantos pasos por delante, atento, como de costumbre, a la información que me ofrecía el viento.

No sin obviar el peligro al que nos sometíamos —y al contrario que ellas dos—, opté por tomarme todo aquello como un tranquilo paseo, saltando de peldaño en peldaño sobre las ruinas, pisando únicamente las líneas pares en los pasos de cebra y examinando de vez en cuando algún objeto tendido sobre el suelo que llamara mi atención. Barcelona no dejaba de ser mi ciudad. ¿Qué miedo podía tenerle yo?

A veces, si notaba algo extraño, simplemente les hacía un ademán para que se detuvieran y entonces cambiábamos de travesía de inmediato, algo a lo que Anette siempre obedecía sin ningún tipo de objeciones.

A pesar de mi comportamiento jocoso, ella no hacía ningún comentario y me seguía muy concentrada, ojeando hacia todos los rincones, portales y esquinas. Sin embargo, guardaba ciertas distancias en tomo a mí. No la culpo por ser cautelosa. Al fin y al cabo, a su modo de ver, yo no dejaba de ser el enemigo.

Tras una buena, aunque lenta, caminata a ritmo irregular, llegó el mediodía, y con él alcanzamos el distrito del Eixample, un conjunto de calles anchas cuya estructura estaba destrozada por completo. Miles de cadáveres y coches calcinados barrían de un lado al otro la calzada, haciendo que fuera imposible caminar más de tres metros en línea recta. Las tiendas lucían sus verjas reventadas y los edificios mostraban de forma tétrica unos destrozados esqueletos de hierro y hormigón, provocados por los bombardeos de una antigua batalla.

Creo que deberíais saber que si Gracia era el corazón de la ciudad, las calles del Eixample formaban sus arterias. Por decirlo de manera explícita: era el distrito que conectaba el centro de Barcelona con sus principales salidas; la central, hacia el norte. Y también daba acceso a las del litoral y el interior. El barrio distribuía perfectamente las calles de entrada y salida de la ciudad, y su estructura se podría catalogar como un enorme conjunto de vías de transición hacia todas partes.

Por eso es fácil de imaginar por qué pasó lo que pasó.

Si no os importa, voy a hablaros de otra tragedia. Últimamente las lecciones de historia se han vuelto un tanto amargas.

Los primeros brotes en Barcelona llegaron de forma muy silenciosa. Hablo de tan sólo dos o tres casos aislados en los que el gobierno de la ciudad tomó medidas inmediatamente sin hacerlo público; para que no cundiera el pánico y esas cosas que suelen ocurrir. No obstante, esa irresponsable decisión no fue más que el pistoletazo de salida hacia el principio del fin.

La gente ya sabía por las noticias de la existencia de un virus que reanimaba los cuerpos. Lo que no sabía era que mientras se sentaban en el sofá de sus casas viendo la cara del presentador de turno anunciar el éxodo masivo de ciudades como Londres, Berlín o Los Ángeles, los muertos vivientes ya caminaban por las cloacas y callejones de sus propias urbanizaciones y barrios.

Por supuesto que los ciudadanos se extrañaban al ver equipos enteros de riesgo biológico peinando las calles. Eso los desconcertaba. Pero las explicaciones que recibían de forma tajante hablaban de tareas rutinarias de prevención. ¿Quién iba a osar enfrentarse a semejante réplica? En el fondo, todo el mundo quería sentirse seguro. Esa respuesta era exactamente la que deseaban oír.

Muy a pesar de los discretos delegados de defensa, eliminar los primeros brotes de forma sigilosa no fue suficiente. Poco a poco fueron llegando más caminantes provenientes de otras zonas o incluso de algunas que se habían pasado por alto. No eran más que pequeños grupos, pero suficientes para iniciar una reacción en cadena devastadora. Ya sabéis que los zombis somos como las termitas: por muchos focos que extermines, siempre saldrán más. Sólo hace falta uno de nosotros para infectar a una media de tres personas en menos de una hora. Imaginad la progresión geométrica que eso supone.

Llegó un momento en que la advertencia de peligro de invasión por parte de los medios de comunicación ya no fue necesaria. En prácticamente cuestión de veinticuatro horas, el boca a boca —o, para ser más precisos, el mordisco a mordisco— se expandió como una auténtica plaga arrolladora. La gente se despertó una buena mañana como de costumbre, bostezando y con el pijama puesto. Y, al abrir las cortinas de sus salas de estar con una taza de humeante café en la mano, se encontraron cara a cara con uno o varios zombis hambrientos golpeando con furia el cristal desde el jardín e intentando entrar en sus acogedores hogares.

No sé vosotros, pero si yo hubiera poseído un bien tan preciado como un coche, desde luego que al menos habría considerado la idea de salir de la ciudad echando leches. Pues, por lo visto, esa idea la tuvieron decenas de miles de personas. Lo malo es que la tuvieron todas a la vez. No hay que tacharles de ingenuos, ¡pobres!, nadie les había avisado. En vez de prevenir y hacer una migración de goteo, el gobierno permitió que todo el mundo se sintiera a salvo en sus hogares. Recuerdo que un concejal había dicho pocos días antes en una rueda de prensa que España iba bien, y, presa de aquel ilusorio espejismo, la gente se tomó esas declaraciones al pie de la letra. Lamentablemente para los habitantes de Barcelona, cuando se dieron cuenta de su error, el caballo de Troya ya había abierto sus tripas.

Ese mismo día y a la misma hora, millones de bocinazos resonaron coléricos en el ambiente, mientras toda una enorme marabunta de gente intentaba abandonar Barcelona tan apresuradamente que a la mayoría ni siquiera le había dado tiempo a vestirse de calle. Podríamos decir que el Eixample se convirtió de repente en una estación de metro japonesa a gran escala. Habría estado bien que alguien les hubiese advertido sobre los contraproducentes efectos de armar semejante jaleo. Prácticamente sólo les faltó pintarse una diana de colores fosforitos en plena cara y untarse los pezones de salsa barbacoa. Pero ellos qué iban a saber, claro. A esas alturas se conocía tan poco sobre los zombis… Unos zombis que, por el contrario, únicamente tuvieron que seguir el delicioso sonido atronador que emitía desde un mismo punto embutido su inminente desayuno.

La gente no podía ir hacia delante, luego tampoco pudo ir hacia atrás y, momentos después, lo que no pudo fue evitar ser devorada viva.

Pensadlo bien: miles de personas atrapadas en mitad de aquel enorme atasco de caos, desorientación, paranoia escapatoria y teléfonos móviles sonando por doquier. En cuanto empezaron a llegar los primeros depredadores, los bocinazos dieron paso a los gritos de desesperación. Las personas aplastaban y arrollaban a las demás intentando salir despavoridas, saltando por encima de los capós de los coches y pisando sin control cientos de manos y cabezas de niños, ancianos o mujeres. Qué importaba ya. La cuestión era huir hacia algún sitio. Por desgracia, no había sitio a donde huir. Y aunque lo hubiesen conseguido, en el mismo momento en que la infección entró por el norte de España, el resto del país también pasó a tener los días contados. Los ciudadanos que no tuvieron la descabellada idea de escapar en el estallido empezaron a agruparse, protegerse y refugiarse en distintas partes de la ciudad, esperando a que llegasen las inexistentes o —en el mejor de los casos— ineficaces brigadas de rescate.

A partir de ahí nació la resistencia de Barcelona y, con ella, sus batallas entre zombis y humanos. La primera que tuvo lugar también fue una de las más salvajes que se libró, pues había mucho que limpiar pero poco conocimiento de cómo hacerlo. Fue en un punto donde miles de zombis permanecían encarcelados entre toneladas de hierros y vehículos entrecruzados. El mismo punto donde todo empezó y en el que meses más tarde nos encontrábamos nosotros, atravesando sus funestas ruinas. Que yo sepa, no quedó superviviente alguno, y si lo hubo, seguro que jamás olvidará la fatídica batalla del Eixample.

Para Anette y para Paula, fue una suerte que aquella abismal lucha hubiese exterminado casi toda forma de vida.

Hubo un punto, mientras seguimos sorteando obstáculos y escombros de cemento y metal, donde me paré un instante para escuchar el entorno con detenimiento. No podía ver la totalidad de la avenida en la que nos encontrábamos, aunque, por mi habitual presunción, supuse que todo permanecería en calma. Así que, por primera vez, decidí retroceder y caminar a la altura de mis agregadas. Lo cierto es que me apetecía mantener algo de conversación.

—Creo que esta zona está fuera de peligro.

Anette seguía evitando mirarme a la cara.

—¿Y no piensas que sería mejor idea ir por los túneles del metro? —propuso, sin dejar de estudiar los alrededores—. Tal vez avanzaríamos más rápido. Y dudo mucho que hubiera zombis ahí abajo.

Negué con la cabeza.

—No… Me parece que ése no sería un buen plan.

—¿Por qué no iba a serio?

—Pues sencillamente porque ya no existen tales túneles. En el momento en que ya no quedaron más hombres que drenaran el agua que se filtra a diario a través del subsuelo de la ciudad, la mayoría de los conductos del metro de Barcelona, e imagino que también del resto de los municipios, se vieron inundados progresivamente por los ríos subterráneos y las lluvias. Son muy pocas las estructuras bajo tierra que aún siguen como estaban. Créeme. Lo sé. Podría jurar que los últimos humanos que se encargaron de dichas tareas son los que has visto tendidos sobre la explanada de Gracia.

—Entiendo… —contestó sin intención de ponerlo en duda, y luego añadió—: De todas formas, sólo era una sugerencia.

Me quedé callado unos segundos y entonces cambié de tema:

—A propósito. He estado pensando en que todas estas organizaciones tan secretas y ocultas se empeñan siempre en ponerse nombres bastante ridículos. Ya sabes: el Pacto, la Compañía, la Voz… Vosotros, que os situáis encima de montañas nevadas, ¿cómo os hacéis llamar? ¿Los Yetis?

Anette sonrió ligeramente y sin apartar la vista del frente.

—No tenemos ningún nombre, no perdemos el tiempo en esas tonterías y no somos ninguna organización secreta. Somos lo que somos, tan sólo un grupo de personas que, con mucho esfuerzo, intenta salvar el mundo.

—Salvar el mundo… Vaya…

Miré hacia el cielo, donde una bandada de pájaros cruzó volando hacia el norte.

—Suena bien. Aunque sin duda necesitaréis mucho más que eso para conseguirlo.

—¡Erico!

Me alertó de repente, deteniéndome con una mano y señalando con la otra hacia delante…

Antes de proseguir, quisiera aclarar que mi intención desde un principio había sido la de llevarlas hasta la playa y luego despedirme con un fuerte abrazo en algún punto del Mediterráneo (evidentemente, ese punto se encontraba entre dos y cuatro metros por delante del límite de la ciudad). Pensé que era mejor que partieran hacia donde tuvieran que ir desde un espacio abierto como era la costa. De todas las salidas posibles que tenía Barcelona, la del litoral era la menos complicada para emprender un largo viaje hacia el norte, ya que las otras atravesaban laberintos kilométricos de autopistas colapsadas por automóviles detenidos, edificios desplomados y asfalto demolido. En cambio, si permanecían siempre cerca de la playa, podrían disponer de una vía de escape de emergencia a tiempo completo: el mar.

La ruta que habíamos seguido era prácticamente la única viable para lograr ese objetivo, puesto que las demás calles o bien estaban cortadas por las ruinas o tenían vecinos un tanto peligrosos merodeando por ellas. Aunque gracias a mi capacidad para detectar carne caducada, este último obstáculo lo habíamos sorteado sin problemas hasta el momento. Aún así, al relajarme para hablar con ellas cometí un error circunstancial. A veinte metros por delante de nosotros, entre los escombros, había un zombi solitario al que había pasado por alto. Por lo visto, era de la clase a la que yo llamo «obsesivos». No se distinguía el color de su ropa de lo deteriorada que estaba. Tenía heridas muy feas en la cara y en el torso, y cada vez le faltaba más trozo de su brazo derecho: él mismo, de rodillas sobre el suelo, se lo estaba comiendo a base de frenéticos mordiscos.

Anette, sin pesárselo dos veces, dejó con sigilo su mochila en el suelo, la abrió y sacó de su interior una ballesta plegable y dos saetas. Entonces aferró una de las flechas entre los dientes y cargó el arma con ambas manos, sin apartar la vista de la entrañable escena.

De momento, el zombi no se había percatado de nuestra presencia, ensimismado en sus prácticas de aseo personal, pero yo sabía que si llegaba a hacerlo seguramente se nos complicarían mucho las cosas. Sólo tenía que emitir un pequeño ronroneo de aviso y, en menos de cinco minutos, Anette y Paula tendrían a media ciudad rodeándolas en mitad de un laberinto mortal de ruedas y chapas oxidadas. Y como comprenderéis, ése no era el objetivo, de ninguna manera. Si nos descubría, se acabó. Ni siquiera yo podría hacer nada por ellas excepto desearles buena suerte en su viaje de retomo. Comprendía perfectamente que Anette quisiera deshacerse de la amenaza en silencio y antes de que fuera demasiado tarde. Sin embargo, por raro que os parezca, en esos momentos afloró dentro de mí una extraña sensación, cuya esencia venció a mi lógica, cuando vi que aquel zombi estaba a punto de ser eliminado. No sabría explicar por qué me ocurrió, sólo sé que no podía permitirlo. Así que cuando Anette alzó la cureña del arma para disparar, tuve el impulso de apartársela rápidamente con mi mano.

—Espera —dije concluyente, y me planté delante.

Ella frunció el ceño, molesta.

—¿Pero qué haces? ¿Es que quieres que nos descubra?

—Si fallas, estáis vendidas. No te dará tiempo a recargar antes de que alerte a los demás.

—No fallaré. Créeme, no es la primera vez que lo hago —afirmó con seguridad. Luego se apartó hacia un lado y se dispuso a apuntarle de nuevo con ojo experto.

—Me da igual. No lo permitiré.

Volví a interferir extendiendo los brazos, y esta vez bajó el arma bastante irritada.

—¿Se puede saber qué narices te pasa? Debemos seguir avanzando. No hay otro camino, las demás calles están cortadas. Tú mismo lo has dicho.

—Lo sé.

—Entonces para de incordiar y déjame acabar con él.

—De veras que lo entiendo, pero no puedo dejar que lo hagas.

—¡¿Por qué no, maldita sea?! —exclamó lo más bajo que supo.

—Porque no es necesario —contesté, y señalé hacia los bajos de una droguería que había a sus espaldas—. Esperadme ahí dentro. Permite que haga esto a mi manera.

Anette se giró y miró hacia la oscura abertura del local. La puerta de cristal estaba entreabierta, y las rejas, como de costumbre, reventadas. Acto seguido, puso cara de incrédula.

—Ni de puta coña. Tú no vas a ninguna parte sin nosotras. Nos prometiste que nos sacarías de aquí y eso harás.

—Y eso hago —garanticé, mirándola fijamente.

Esta vez aguantó unos instantes antes de apartar la vista y luego exhaló aire con impotencia al comprender que, por lo visto, no le quedaba otra opción que la de confiar en mí.

—Eres un cabezota —dijo de morros.

Convencido de que había desistido, di unos pasos hasta la entrada de la tienda, eché un amplio vistazo en su interior y me volví hacia ellas.

—Es seguro. Si queréis salir con vida de la ciudad, entrad aquí y esperadme. No tardaré, os lo prometo.

Anette cogió la mano de Paula y entró en la droguería protestando.

—Como no vuelvas, te juro que te busco y te remato —comentó al pasar por mi lado.

—Por supuesto.

—Hablo en serio.

—Me parece bien, y ahora permaneced en silencio hasta que vuelva.

Tras cerrar la puerta, me volví y empecé a sortear los obstáculos hasta colocarme a tan sólo diez pasos de aquel zombi.

—¡Bueno! —exclamé para mí mismo, frotándome las manos—. Vamos allá… ¡Eh, tú! El sujeto alzó la vista y al verme se puso receloso, como un perro que guarda un hueso tras de sí.

—¿Qué hay? —saludé con una mano, y me acerqué un poco más.

—No es mi deseo molestarte, pero, si no te importa, me gustaría reclamar tu atención un segundo. Acompaño a una mujer con bastante mal humor que pretende escapar de la ciudad con una niña autista y tenemos que pasar por aquí. Pero claro, estás tú y nos estás retrasando. ¿Te importaría largarte a otra parte?

Su respuesta fue mostrarme sus fauces un instante y rugir desconfiado.

—Ya veo… No entiendes ni una sola palabra de lo que digo, ¿verdad?

Por lo visto, se sintió ultrajado y, lejos de mostrar una actitud amable, dio media vuelta y se fue gateando un par de metros hacia atrás con el único brazo que tenía antes de detenerse de nuevo para mirarme de reojo y seguir con su absurda merienda.

Yo suspiré desganado. Estaba claro que tendría que hacerlo por las malas, así que fui hasta él y, sin perder más tiempo con charlas inútiles, lo agarré por su brazo sano y lo obligué a ponerse en pie de un tirón.

—Ven, tonto.

Inicié la marcha con el zombi detrás, gruñendo enfadado porque le había interrumpido su banquete y tirando de mí como un perro tozudo al que no le gusta que sea el amo quien mande.

—¿No ves que lo hago por tu bien? —le regañé antes de girar la siguiente esquina. Prácticamente podría decirse que tuve que arrastrarlo a través de las calles secundarias a base de descorteses trompicones. Lo que buscaba atentamente era algún punto estratégico para poder soltarlo, lejos de nuestra ruta.

Con más fastidio que orgullo, pensé que seguramente sería el único ser racional sobre la faz de la tierra capaz de apiadarse de un zombi. Me veía obligado moralmente a ayudar a los humanos. Me veía obligado moralmente a ayudar a los zombis… Pero qué agobio de vida, joder.

Mientras andaba y cavilaba en todo aquello, noté un repentino cosquilleo en el brazo, y, cuando me giré para comprobar de qué se trataba, no pude dar crédito a lo que vi: por si hieran pocos todos mis problemas, aquel cabrito tenía clavados sus dientes justo por encima de mi codo, como si fuera un bulldog que no quiere soltar la dichosa pelotita. ¡¿Pero qué puñetera manía tenía con los brazos ese infeliz?!

Lo aparté de inmediato con mi mano libre, ejerciendo toda mi fuerza contra su frente, lo que hizo que se tambaleara hacia atrás y, de paso, me arrancara un pedazo de tríceps con la boca (ropa incluida).

Miré escandalizado el estropicio que había ocasionado en mi pobre brazo. No sentí dolor, por supuesto, pero no os llegáis a imaginar la rabia que me dio ver cómo masticaba una parte de mí como si fuera un delicioso solomillo poco hecho.

Sentí ganas de estrangularlo, de rematarlo, de arrancarle los ojos… pero entonces no me habría diferenciado mucho de vosotros, los humanos, ni tampoco de los zombis. No. Yo era un ser único, neutral. Si podía, echaría una mano, pero no quería eliminar a nadie precisamente para no tener que decantarme por nadie. Así que simplemente le di un collejón para que escupiera lo que tan gustosamente intentaba tragar. A pesar de todo, aún conservaba mi dignidad. Lo que estaba claro era que, aunque corriéramos el riesgo de volver a cruzárnoslo, a ése no me lo llevaba nunca más a ninguna parte.

Lo dejé machacándose de nuevo en el callejón donde estábamos y, sin más preámbulos, me marché encrespado por lo que me había hecho. Sin embargo, cambié de opinión nada más dar unos cuantos pasos, cuando me fijé en el escaparate de un negocio de ortopedia que había a mi derecha y distinguí en su interior unas cuantas docenas de maniquís, piernas y brazos postizos que reposaban colgando bajo los estantes. Me detuve un instante frente al cristal, observando sus formas, y le sonreí a mi reflejo maliciosamente. Se me había ocurrido la perfecta solución al problema: ¿No quería brazos? Yo le daría brazos.

Supongo que a día de hoy aquel zombi aún permanecerá dentro de esa tienda. Me aseguré de que no pudiera salir jamás. ¡Menudo elemento! Era un auténtico peligro para cualquier clase de individuo. En serio. Pero si lo pensáis bien, tampoco fui tan despiadado: le salvé de su ejecución y lo dejé junto a una fuente inagotable de entretenimiento a su alrededor. De todas formas, no espero que me lo agradezca nunca…

Deshacer el camino de vuelta hacia la droguería no fue tan rápido como pensaba. Al final, resultó que me había desviado bastante más de lo necesario para soltar a ese animal, y si no llega a ser porque me conocía bien la ciudad, seguro que habría acabado perdiéndome entre aquel caos de calles destrozadas.

«¡Vaya día!», dije para mí mismo mientras andaba. En las últimas veintidós horas había visto morir calcinados a dos hombres, había sufrido delirios de lo más macabros, me habían apuntado con una pistola y amenazado con un bol de cristal, me habían achicharrado las manos con un lanzallamas, había sido perseguido por una bestia que no moría nunca, me había precipitado hacia el vacío y me habían arrancado un pedazo de carne del brazo. ¡Genial! Si seguía así, acabaría convirtiéndome en un reluciente pincho moruno, moreno y morado.

Ya era bien entrada la tarde cuando regresé a la droguería donde las dejé. Al abrir la puerta, apareció Anette desde las sombras, apuntando con su ballesta. Cuando vio de quién se trataba bajó el arma y me miró furiosa.

—¿Qué ha sido de lo de «vuelvo enseguida», ¿eh?

Paula estaba sentada bajo una mesa y se puso en pie con los ojos llorosos. Para mi sorpresa, me habló por primera vez.

—Creí que nos habías abandonado.

Su voz era inocente y pura, sin duda un contraste abrumador con todo lo que nos rodeaba. Yo me encogí de hombros.

—Iba a hacerlo —contesté burlonamente.

—Muy gracioso —murmuró Anette saliendo al exterior—. ¿Solucionaste lo de aquel zombi?

—Sí. Ya no podrá molestaros.

—¿Sigue vivo?

—Eso de vivo es cuestionable. Pero sí, sigue activo, ya lo creo.

Tras un breve silencio, no pudo contener media sonrisa en sus labios, satisfecha al fin y al cabo porque se hubiera resuelto el contratiempo.

—Eres un tipo raro, Erico —dijo entre la gratitud y la intriga.

Luego echó a andar con Paula, sin prisas, adentrándose entre las ruinas. Pasados unos segundos, las seguí de cerca.

—Pronto anochecerá —alcé la voz para que me oyeran—. Será mejor que busquemos un sitio tranquilo donde podáis descansar. Puede que estas calles no sean tan seguras como pensaba. Anette se detuvo de nuevo y se volvió hacia mí con expresión cotilla.

—Dime… ¿Por qué lo has hecho?

Por lo visto aún seguía dándole vueltas al hecho de que hubiera ayudado a ese zombi. Esperé hasta pasar por su lado para contestar a su pregunta con otra.

—¿El qué? ¿Ayudarlo a él o a vosotras?

A juzgar por su mirada, diría que Anette sintió compasión por mí. Y creo que fue entonces cuando comprendió la delicada situación en la que me encontraba.

Tal como debía ser, conmigo encabezando la marcha, partimos de nuevo. Ahora debía preocuparme por encontrarles un buen lugar donde pudieran pasar la noche, alejadas de aquel barrio anárquico, una noche que ya asomaba con el brillo de la primera estrella en el firmamento.

Poco a poco abandonamos el Eixample para proseguir hacia el este, dejando atrás sus calles tan llenas de desechos. A nuestro alrededor, tardaron en desaparecer los restos de cadáveres que aún llevaban el pijama puesto.