Parte X
(2)

Dejé que Anette se deshiciera en su íntimo tormento. ¿Quién era yo para interrumpir semejante explosión de sentimientos?

Hacía tanto tiempo que no veía llorar a nadie que incluso me agradó poder hacerlo. Lo tomé como una manera primitiva y visceral de exhibir el precio que debía pagarse por seguir vivo. La envidié por poder llorar. Os parecerá raro, pero habría querido sentirme como ella, ser como ella, tan vulnerable y con la sangre hirviendo en su interior, rompiendo su entereza en mil pedazos.

Al fin comprendí que aquel trozo del pastel jamás volvería a probarlo.

De todas formas, el Arcángel había desaparecido entre los callejones, y con mi olfato me sería fácil evitarlo, así que pensé que era un buen momento para largarse a casa.

—Tengo que irme… —Mi ronca voz sonó hueca entre las paredes vacías de la sala—. Siento lo de tus amigas…

Pasé por su lado sin prestarle más atención, pero, antes de dar dos pasos, me agarró de la mano y alzó la vista como si fuera a pedirme piedad. Únicamente me detuve porque el contacto con alguien seguía pareciéndome… estimulante.

—Por favor… —me suplicó con ojos húmedos y vidriosos—… por favor, ¿puedes…? Debes ayudarnos.

La miré a través de mi visera sin demasiadas ganas de oír lo que vendría a continuación.

—No se me ocurre cómo.

—Esa niña… —tragó saliva y rectificó la frase—. Ayúdanos a salir de aquí. Tengo que llevarla hasta la frontera con Francia como sea. Te lo suplico.

—¡¿Qué?! —exclamé incrédulo. Eso era una idea de locos—. No, no, no, no. Lo siento pero ni de broma.

Anette se puso en pie sacando fuerzas de flaqueza. Su rostro mostró una desesperación oculta y prisionera que seguramente llevaba guardando desde hacía meses, liberándola sin poder contenerla ni un segundo más.

—¡¿Por qué no?! ¿Eh? Eres un mercenario, ¿no es así? Mi gente sabrá recompensarte.

—Yo no soy ningún mercenario.

—¡Dijiste que lo eras!

—No, ¡tú dijiste que lo era! Y ahora, si me disculpas…

—¡Espera! —Volvió a cogerme del brazo—. Pero sí que dijiste que eras bueno siguiendo rastros y que te conocías bien la ciudad. Podrías sernos de gran ayuda. Esos hombres eran nuestro salvoconducto hacia los Pirineos franceses, y ahora.

Continué escuchándola por cortesía, pero sabía a la perfección que esa conversación no podía llegar a buen puerto, de ninguna de las maneras. Lo que Anette planteaba (aparte de ser un suicidio para ellas) era del todo imposible, y eso sin mencionar que ignoraba por completo con quién estaba hablando.

—Paula… —prosiguió, señalando hacia las escaleras—. Es muy importante que la lleve con los míos. Ni te imaginas lo mucho que vale su vida.

Sus labios tiritaban de pura sinceridad. En esas circunstancias, y sabiendo que la ayuda que debieron de prometerle se había esfumado y jamás llegaría, se vio acorralada e intentó desesperadamente buscar un plan alternativo, aunque ese plan incluyera tener que confiar en un absoluto desconocido. Un desconocido que había encontrado husmeando en su propia casa hacía tan sólo una hora.

—Bueno, lo cierto es que… —intervine después de un breve silencio—… leí tu diario, pero lo siento, de verdad que no puedo.

Ella me miró como reprochándome que hubiera hurgado en algo tan íntimo y personal, aunque, a juzgar por su posterior cambio de expresión, enseguida comprendió que eso podía ahorrarle muchas explicaciones.

—¡Bien! Entonces sabes lo que está en juego. La sangre de Paula es única. Podría crearse una vacuna o incluso una cura gracias a ella.

Jugaba con sus manos de forma nerviosa.

—Verás, en esas montañas existe un complejo de investigación biológica. Antiguamente se utilizaba para estudiar movimientos tectónicos, y… ¡Ahí no hay infección! ¡Los zombis mueren congelados a causa del frío! —Me lo estaba poniendo de perlas, vamos—. Entre los supervivientes hay varios científicos dedicados en cuerpo y alma a encontrar una solución para toda esta mierda, y ¡Paula es esa solución! —clamó emocionada; después su frente se arrugó y dos enormes lagrimones cayeron de nuevo por sus mejillas—. Cuando por fin la encontramos, prometieron que volverían a buscarnos. Muchos hombres han muerto por esta causa. ¿Es que eso no te dice nada? Toda esta pesadilla podría terminar…

¿Imagináis el dilema moral que se me planteó en la cabeza por un momento? Bueno, a decir verdad, un momento muy corto.

Entendía lo que me estaba pidiendo y por qué lo hacía, pero, aparte de que era una insensatez que yo no podía llevar a cabo, en esos instantes deseé más que nunca no haberme adentrado en aquel lugar. Echaba profundamente de menos estar sentado en mi destartalado sofá, viendo pasar las horas como solía hacer habitualmente.

Tenía que terminar con ese debate de una vez por todas.

—Oye, tú no me conoces; no sabes nada sobre mí. No tienes ni idea.

—Sí que lo sé —contestó decidida a no tirar la toalla.

Con un sutil gesto se soltó la coleta, dejando caer un pelo lacio y fino sobre sus hombros. Entonces me cogió una mano con delicadeza y se la llevó hasta su pecho. Los ojos se le humedecieron aún más cuando miró hacia el suelo, apartando la cara por pura vergüenza. Aquella mujer realmente estaba dispuesta a lo que hiciera falta para conseguir ayuda, a cosas que en otras circunstancias no habría hecho jamás, incluso rebajarse a ofrecer su cuerpo como moneda de cambio.

Reconozco que, de haber estado vivo, la oferta se me habría antojado tentadora. A través de mi guante sentí su pecho cálido y firme. No se parecía en nada al de Lora, el de aquel frío cadáver que se sentaba a mi lado en las sesiones «golfas» de ese cine abandonado. Pero de nuevo debo reiterarme y recordares que soy un zombi. El sexo despierta en mí la misma necesidad que la de untar de mantequilla una señal de tráfico. Además, estaréis de acuerdo en que hay situaciones que es mejor ni siquiera imaginar.

De la forma más caballerosa que supe, aparté mi mano, pero ella, sin intención de rendirse, se lanzó rápida y desesperadamente hacia mí con la intención de quitarme el casco para besarme.

—¡No! —exclamé retrocediendo unos pasos—. ¡No puedo ayudarte, maldita sea! ¡No soy lo que tú piensas!

Anette me señaló con un dedo, más irritada que nunca por saber que ni siquiera eso le había funciona do.

—¡Ningún hombre rechazaría a una mujer de esta manera después de tanto tiempo! ¿Quién coño eres tú? ¿Eh? ¿Es que no hay nada que te haga sentir un mínimo de afecto por la raza humana? ¿¡Te importa una mierda lo que les pase a los tuyos!?

En parte tenía razón; había llegado a un punto en que me había acostumbrado a preocuparme únicamente de mí mismo y, lo que es más, no me sentía mal haciéndolo. ¿Egoísta? Quizás. ¿Autosuficiente? Seguro.

—Déjame verte —dijo muy seria.

—No. De eso ni hablar.

—Déjame verte, Erico…

Me sorprendió que me llamara por mi nombre; no podía recordar el tiempo que había pasado desde que lo oyera por última vez en labios de otro.

Hasta el momento no dudé ni un segundo de que lo mejor era mantener mi identidad oculta, pero… ¿Y si ahora ya no hacía falta? Aquella mujer ya había visto un caso en que el virus había fracasado, así que podría entender que hubiera más. ¿Por qué no?

Hay que ver. Un ser como yo teniendo fantasías de reconciliación con la raza humana. Después de todo, yo sólo era un juguete del destino, no un asesino, y en alguna parte en el fondo de mi alma ansiaba ser comprendido.

Para bien o para mal, y después de meditarlo unos instantes, me dejé llevar por aquella utopía y opté por intentarlo, esperando no tener que arrepentirme cuando ya fuera demasiado tarde.

—Muy bien. Pero tendrás que prometerme que no gritarás.

Anette frunció el ceño como si eso fuera evidente.

—Pues claro que no gritaré.

«Yo no estaría tan seguro», pensé algo nervioso. Traté de borrar de mi mente toda reflexión contradictoria y, cuando creí estar listo, me llevé las manos hasta la base del casco.

—Y el arma… —añadí—. Déjala ahí, en el suelo.

—¡Esto es ridículo!

—Tú hazlo, ¿vale?

Exhaló aire, impacientada. Evidentemente tanta medida de seguridad le parecía una tontería.

—Ya está. Ahora quítatelo.

Suspiré profundamente. Juro que si hubieran quedado poros sanos en mi piel, habría sudado como un pollo asado.

Con mucha calma fui extrayéndome el casco, y, a medida que lo hacía, el olor agrio y cargado de aquel lugar me invadió como una nube tóxica.

Anette miró atentamente hasta que no quedó nada que cubriera mi rostro, luego achinó los ojos para intentar distinguirlo mejor en la oscuridad y por último los abrió como platos. Creo que no se le salieron de las órbitas de milagro.

—Oh, Dios mío… —Soltó un murmullo ahogado, tapándose la boca.

—Sí, te entiendo. Yo también dije lo mismo cuando me vi por primera vez.

—¡Oh, Dios mío! —Su cara pasó de la sorpresa al asco. Retrasó primero un pie, luego el otro e, inmediatamente después, llegaron los gritos.

—¡¡¡OH, DIOS MÍO, OH, DIOSMÍODIOSMÍODIOSMÍOOO!!!

—¡Ahhh…! ¿Ves? ¡Sabía que pasaría esto! No debí quitarme el casco. ¡Sabía que pasaría!

—¡TÚ! —Volvió a señalarme con el dedo como si condenara a una bruja—. ¡TÚ! ¡Tú debes de estar de coña, joder! ¡Aléjate de mí!

—Mírame. —Señalé hacia mi cara—. ¿Te parece una puta broma?

—¡Que te alejes he dicho! —Se agachó para coger un trozo de cristal del suelo y lo alzó amenazándome—. ¡Como des un paso más…!

—¿Qué? ¿Crees que me gusta esto? ¿Crees que yo quise esto? —Andábamos en círculos, guardando las distancias—. Oye, yo estaba muy tranquilo en mi piso comiendo cucarachas cuando tus amigos de la «vichisuá» y Míster Cara de Pizza decidieron aparecer por mi ventana, ¿entiendes?

Si nos hubierais visto: parecíamos un matrimonio en las últimas, discutiendo y vociferando los dos al mismo tiempo.

—¡Esto no me puede estar pasando!

—¿Quieres bajar la voz?

—¡Tú no eres real! ¡Me estoy volviendo loca!

—Ya empezamos…

—¡Y si lo eres, debí pegarte un tiro cuando tuve la oportunidad!

—Claro que sí, y en menos de diez segundos habrías tenido a un simpático incinerador llamando a tu puerta.

—Joder! ¡¿Por qué tengo tan mala suerte?! ¡JODER!

—¡Que bajes la voz!

—¡NO! ¡No es justo! —Con el cristal que sostenía propinaba unos inquietos tajos al aire—. ¡Se suponía que todo debía salir bien!

—¿Y yo tengo la culpa?

—¡SÍ! ¡Tú y todos los que son como tú! ¡Lo habéis destruido todo, joder! ¿Se puede saber qué coño hago hablando con un zombi?

—Vale ya…

—¡Y una mierda!

—¡BASTA! —grité tan fuerte que al fin se calló—. ¡Yo no soy como ellos! No muerdo, ¿vale?

En ese momento entendí que quitarme el casco jamás habría funcionado; fue una idea estúpida: yo era lo que era y debía aceptarlo. Es como si intentas meter a un perro y a un gato salvajes en una misma jaula; el perro morderá al gato y el gato arañará al perro, pero no esperes que choquen sus patitas y luego se vayan a corretear juntos.

—¿¡Y cómo sé que no, eh!? —No dejaba de apuntarme con ese cristal, y parecía decidida a continuar con la discusión, aunque yo no.

—No puedes, ¿de acuerdo?… Mira, yo me largo.

Aquello ya sobrepasaba mis límites. De bastante mal humor, encaminé mis pasos hacia la escalera. Me detuve un segundo antes de bajar al ver de nuevo a la niña. Se encontraba de pie, en la otra punta; por lo visto habría oído el jaleo y había bajado para presenciar el espectacular griterío. Por un momento esperé que también se pusiera a gritar como una histérica, pero no ocurrió nada, se me quedó observando con la misma tranquilidad con que lo hizo en aquella explanada, cuando entrelazamos miradas por primera vez, con más interés que temor.

—¡Vuelve a tu habitación! ¡Vamos! —le espetó inmediatamente Anette, que parecía más relajada al comprobar que me iba. De todas formas, le había dado un susto de muerte. Es normal que no se fiara de que la niña estuviera por ahí merodeando. Paula volvió a mirarme brevemente, dio media vuelta y desapareció escalinata arriba.

Sin intención de quedarme ni un solo instante más, empecé a bajar por los escalones maldiciendo. Estaba furioso, enfadado por todo lo ocurrido, por haber pensado siquiera que tendría una oportunidad de ser entendido, de ser aceptado, y también por cojear de aquella maldita forma con esa cadera mía, tan débil y podrida.

Cuando ya casi había llegado a la planta baja, oí unos pasos apresurados por detrás de mí. «¿Es que esa chica no se iba a dar por vencida?, pensé aborrecido.

—¡Espera! —masculló, llegando en la mitad de tiempo que yo.

—¿Qué quieres ahora? —Me giré—. ¿Vas a matarme? ¿Es eso?

Noté un cambio en su actitud. Evitaba mirarme a la cara, pero, en comparación con la conducta exhibida hacía dos minutos, podía decirse que había mudado la piel de lobo por la de cordero.

—Lo siento. Siento haberme puesto de esta manera. Has de entenderlo, ¿vale? Esto… —movió una mano mostrando todo mi cuerpo—, lo tuyo, es difícil de asimilar.

—Disculpas aceptadas —dije con total indiferencia, y continué rumbo a la puerta.

—Por favor. —Se puso delante de mí impidiéndome el paso—. Por favor, no te vayas… Mira, sé que hemos empezado con mal pie…

—¿De veras? Yo diría que hemos empezado mal con toda la maldita pierna. Has intentado matarme… dos veces.

—Sí, pero es que nunca imaginé…

—¿El qué? ¿Que un zombi pudiera hablar o razonar? —Solté una carcajada—. ¡Hay que joderse! Da igual. No te culpo. Suerte.

Por tercera vez se apropió de mi brazo, cuando yo ya sostenía el mango de la puerta con la otra mano.

—¡No tengo a nadie más! —clamó agobiada—. Al menos ayúdanos a salir de la ciudad. Solamente te pido eso. Luego nos iremos, lo juro. —Sus ojos volvieron a humedecerse—. Te lo suplico. No puedo hacerlo sola. Por favor…

Bueno, amigos, ¿qué clase de monstruo rechazaría una petición así? Después de todo no me estaba pidiendo que las acompañara hasta el fin del mundo, sólo que las ayudara a salir de aquella infestada ciudad. Mi ciudad. ¿Qué podía perder? Seguramente estaría de vuelta a mi apartamento en menos de un día, y hasta podría resultar divertido. Además, ahora que alguien me aceptaba a medias (aunque fuera por interés), pasar más tiempo con personas de verdad se me antojó un capricho que podía permitirme.

La regañé con la mirada recriminándole su mal humor y, cuando le iba a decir que de acuerdo, que aceptaba, me quedé con media palabra en la boca.

—De acue…

En la sala empezaron a retumbar unos impactos distantes pero contundentes, como si alguien golpeara un tambor en la lejanía. El polvo cayó del techo a intervalos y el suelo tembló. Permanecimos callados durante un instante, atentos a aquella estridencia que sonaba cada vez más cercana, más rápida y más furiosa, hasta que en determinado momento Anette y yo nos miramos, reconociendo perfectamente qué era lo que la producía. No era una fiesta de tambores, por supuesto: sin ninguna duda se trataba de las robustas y contundentes zancadas de aquel Arcángel, aplastando el asfalto a su paso y dirigiéndose hacia nosotros vertiginosamente como una avalancha de ira y metal.

—¿Se habrá molestado porque gritamos? —comenté con ironía.

Anette se puso muy tensa y chilló desgañitada.

—¡ARRIBAAA!

A partir de ahí, recuerdo que todo sucedió como a través de una difusa cámara lenta. Ella se dio la vuelta con el rostro desencajado y empezó a subir por las escaleras como si huyera de un tiroteo, ¡y no es para menos! Y yo, en vez de usar el sentido común y seguirla, me quedé mirando la puerta, hipnotizado. Al cabo de dos segundos, el portón de metal se abolló con una fuerte estampida. El estruendo que emitió fue fragoroso. Inmediatamente después, volvió a deformarse con otro choque arrollador, y otro… La plancha no resistiría mucho más el ritmo de aquellos impactos que moldeaban el acero como si fuera plastilina. Desde el otro lado, la bestia que intentaba entrar rugía como un titán encolerizado que hubiese perdido el juicio.

¿Que por qué no me moví?

Pues porque era hermoso… me refiero a sentirse vivo. Sentir cómo algo parecido a la adrenalina recorría todo mi cuerpo sin vida, alertando mis sentidos y advirtiéndome de un peligro inminente.

Creo que si no hubiese sido por los gritos de urgencia de Anette, no habría reaccionado. Estoy seguro de que me habría quedado ahí, de pie, deleitándome con aquella exhibición de mal genio y poderío, hasta que al fin, e irremediablemente, ese puño de hierro imparable se hubiese precipitado en dirección a mi cabeza con la intención de aplastarla.

Al ver que permanecía inmóvil, plantado delante de lo que cada vez se asemejaba menos a una puerta, Anette se paró en seco y me gritó histérica:

—¡¡Muévete, idiota!! ¡¡No te quedes ahí!! ¡¡Corre!!

Parpadeé para romper mi hechizo y, por una vez, decidí que lo mejor era hacerle caso sin rechistar.

¿Os imagináis lo difícil que es para un zombi con seis meses de intemperie a sus espaldas intentar subir seis pisos como si estuviera en un concurso de gincanas?

No, no os lo imagináis.

Sin más opciones aparentes, empecé a trepar por aquellos horribles escalones, aferrándome a la barandilla en una búsqueda apremiante por conseguir un apoyo adicional, mientras maldecía más que nunca mi pobre condición física.

Cuando llegué al tramo que había entre la segunda y la tercera plantas, oí cómo el portón de abajo finalmente cedía con un impresionante estacazo metálico. Pude sentir todo el peso del Arcángel irrumpiendo a tropel en la planta baja, y, justo después, el calor infernal de una dilatada llamarada ascendió por el hueco de la escalera, chamuscando parcialmente mis guantes.

Pensé que aunque me costara horrores el esfuerzo, por nada del mundo debía dejar de intentarlo, así que seguí con mi afán de superar aquellos eternos estribos, uno a uno, como un atleta fatigado.

Por encima de mí podía escuchar los berridos de Anette, que me llegaban en forma de eco —llamaba a Paula a gritos y vociferaba algo sobre una azotea—, y, por debajo, el sonido de aquella bestia inmunda, que empezó a subir por la escalinata como un auténtico bulldózer, sin ninguna intención de dejarnos marchar. Los peldaños se lamentaban resquebrajándose a medida que él los pisaba, y su potente lanzallamas emitía unos terribles fogonazos que calcinaban todo lo que tocaban. La punta de las flamas siempre moría a escasos metros de mí.

Con esa motivadora presión a mis espaldas, logré al fin ascender hasta el sexto piso. Deduje que Anette y Paula ya habrían llegado al tejado, porque ya no se oían sus voces.

Aún no sé cómo pude alcanzar el sobreático del edificio de una sola pieza, pero siempre recordaré la sensación que me produjo subir aquel último tramo de escaleras y encontrarme la puerta de la azotea cerrada.

—¡Anette! —grité aporreando el metal cobrizo de la salida de incendios.

El Arcángel no tardaría mucho en freírme como a un crujiente trozo de beicon si ella no me abría. Justo cuando empezaba a plantearme qué sería lo primero que le diría a Dios cuando lo viera, la puerta se entreabrió y el rostro serio de Anette apareció por el hueco, mirándome con expresión autoritaria (una muestra evidente de que ahora era ella quien mandaba).

—¿Si te dejo pasar nos sacarás de aquí?

—¡Sí, joder! ¡Abre! —Intenté empujar con fuerza, pero ella opuso resistencia.

—¡Prométemelo!

No había tiempo que perder. Era cuestión de segundos.

—Te lo prometo. ¡Abre de una vez!

Noté cómo unas ágiles manos tiraban de mí, sacándome bruscamente desde una dimensión nociva, y al instante siguiente mi cuerpo aterrizó en el mundo exterior.

La calima del alba ya asomaba en el firmamento, cubriendo con su luz violeta toda la ciudad y reemplazando sin dilación aquella noche sombría. El olor a azufre y gasolina desapareció por completo, dando paso al inconfundible aroma a brisa marina con el que Barcelona tan amablemente obsequiaba en cada amanecer.

No obstante, el peligro no había terminado.

Sin darme tiempo a disfrutar de aquel breve paréntesis, Anette me ordenó que la ayudara a apuntalar la puerta con unos barrotes de hierro que había en el suelo. Paula se aferraba a un osito de peluche como si le fuera la vida en ello.

Lo de los barrotes fue tarea fácil, parecían estar hechos a medida. Por lo visto estaba ejecutando un plan de huida preparado desde hacía tiempo, porque sus espaldas cargaban con una mochila bastante abultada que obviamente no había rellenado durante los últimos cinco minutos. Era evidente que lo tenía todo calculado por si algún día tenían que salir de allí echando chispas.

—¡Hay que volar las escaleras! —vociferó retrocediendo, al tiempo que sacaba de su faltriquera una especie de detonador—. ¡Atrás!

Anette apretó el botón del artilugio que sostenía en sus manos y abrazó a la niña con urgencia, tapándole las orejas.

El edificio no tardó ni un segundo en vibrar salvajemente, presa de un terremoto desencadenado. Por debajo de nosotros se manifestó una combustión interna que fue ascendiendo y rugiendo como mil motores de avión.

Recuerdo que todo se movía con violencia a nuestro alrededor. Eché una rápida ojeada al entorno y vi una especie de criadero de palomas con decenas de jaulas y cientos de alas sacudiéndose frenéticamente, intentando salir despavoridas. No podía oírlas, porque el sonido de aquella explosión reinaba por encima de todas las cosas.

Dio la sensación de que pasaba una eternidad hasta que comprobamos que la puerta anti incendios, que se combó un instante, aguantaba sin ceder. Inmediatamente después, unas trémulas hileras de humo negro se filtraron por las ranuras laterales.

Cuando el mundo volvió a enmudecer, Anette se puso en pie un tanto aturdida y alzó en brazos a Paula, que se aferró a su cuello, sollozando asustada.

—Hace tiempo coloqué cargas explosivas entre las escaleras del segundo y quinto pisos. Temía que no funcionasen, pero deben de haberle alcanzado de lleno — dictaminó jadeando—. Vamos, debemos salir de aquí antes de que todo esto se derrumbe. Sígueme.

Le hice un gesto con la mano cediéndole el primer puesto.

Las seguí hasta la otra punta de la fachada, donde se encontraban reposando sobre el suelo unas largas escaleras extensibles de metal. Justo delante, a poca distancia, se alzaba un edificio más alto que el nuestro. Su tejado quedaba aproximadamente a diez metros por encima y a dos por delante.

—Ayúdame a encajarlas en el otro muro, rápido.

Hice lo que me pedía. Que me aspen si aquella mujer no sabía lo que se hacía.

Anette ayudó a la niña a colocarse a sus espaldas y empezó a trepar, pero yo me desesperé al captar lo que me tocaba hacer a continuación.

—Las palomas, Anette. ¡No podemos dejarlas ahí! —gritó Paula sin parar de llorar—. ¡Tenemos que liberarlas!

—Estarán bien, cariño. No mires abajo, ¿de acuerdo?

Era mi turno. Con total desconfianza, puse un tembloroso pie sobre la primera barra, luego el otro…

Seguro que os ha pasado alguna vez: ser conscientes de que no debéis hacer algo pero acabar haciéndolo de todas formas. Yo sabía que no debía mirar hacia abajo pero lo hice. Más de treinta vertiginosos metros me separaban del suelo de la calle, desenfocando mi visión como si estuviera borracho. Por si fuera poco, la escalera vibraba peligrosamente con cada peldaño que conseguía superar a base de mucho esfuerzo y voluntad.

Tampoco ayudó mucho el hecho de que cuando ya iba más o menos por la mitad del trayecto, la puerta anti incendios del edificio que intentábamos abandonar saliera disparada por los aires a toda velocidad.

Giré la cabeza y contemplé con estupor cómo desde el interior de la hirviente galería aparecía de nuevo aquella mole inhumana, con su cuerpo de metal candente irradiando columnas de oscuros vapores. Hizo un rápido análisis del entorno y, cuando nos localizó, abrió sus ennegrecidas fauces, bramando como la bestia que era.

La acelerada voz de Anette me llegó desde arriba.

—¡¡Rápido. No hay tiempo!!

Juré que si salía de ésa jamás volvería a hacer nada parecido. Las escaleras correderas nunca fueron hechas para la patosa coordinación pies--manos de que hacemos gala los zombis.

Ese monstruo rugió de nuevo, con más furia si cabe, y se abalanzó con poderosas zancadas arremetiendo velozmente hacia mi posición.

Ya casi había llegado arriba cuando noté una fuerte sacudida. El Arcángel, que jamás imaginé que pudiera correr tan rápido, derrumbó con un brutal manotazo transversal las escaleras, que cayeron precipitándose al vacío, y yo con ellas. En aquella última milésima de segundo encontré la salvación en manos de Anette, que logró agarrarme por el chaleco en el aire y tiró de mí, acompañando su enorme esfuerzo con un enérgico grito interior. Quedó de manifiesto que no estaba dispuesta a perder al único (y atípico) aliado que podía sacarlas de la ciudad.

Caímos redondos sobre la arcilla del nuevo tejado. Por debajo de nosotros se escucharon unos alaridos nacidos de una rabia pura y descontrolada, acompañados por el frenesí de multitud de llamaradas que se desperdigaban en mil direcciones.

Al parecer, lo habíamos conseguido.

—Acabo de salvarte —me recordó Anette, recobrando el aliento—. Espero que sepas cumplir con tu palabra.

Asentí con la cabeza y nos levantamos pausadamente. No acababa de creerme que pudiera seguir en pie. Eché un vistazo abajo; la azotea entera se consumía en llamas. Aquel monstruo lo estaba quemando todo de forma desquiciada: el criadero, las tuberías de plomo, las antenas… Al verme de nuevo se detuvo, resoplando por su temible mandíbula como un depredador hambriento que sabe que no puede llegar hasta su presa. Pude ver cómo sus negras pupilas se dilataban jurándome venganza.

Bajo los primeros rayos de sol, Anette me puso una mano en el hombro. Fue un claro gesto de confianza. Sentí que, por primera vez en mucho tiempo, alguien apostaba por mí.

—Está atrapado —dijo más relajada—. Se acabó. Larguémonos de aquí.

Cogió de nuevo a Paula y se dirigió andando hasta la puerta de emergencia, que abrió de una patada.

—¿Vienes?

—Sí, voy… —contesté decidido.

Antes de marcharme, miré por última vez a la aterradora criatura, que seguía impasible, con su vista fija en mí, sin inmutarse mientras todo ardía a su alrededor.