Parte IX

¿Alguna vez habéis oído el rumor de que los zombis tenemos un sexto sentido?

No son habladurías, desde luego. Por alguna razón somos capaces de ver u oír cosas que los humanos normales no podéis. Creo que es mejor así. No os perdéis nada que merezca demasiado la pena, hacedme caso. Por fortuna sucede en contadas ocasiones, y después de darle muchas vueltas al asunto, he llegado a la conclusión de que este fenómeno sólo tiene dos posibles explicaciones.

Veréis, es cierto que al estar tan cerca del otro barrio, quizás nuestros lazos con un hipotético «más allá» sean más estrechos, y eso nos permita intuir más de lo aconsejable. Pero para los más escépticos también tengo la teoría de que la imaginación desempeña un papel muy importante en esto. Generalmente, nuestro cerebro funciona al ralentí; al no estar casi nunca a pleno rendimiento, hay veces en que el zombi está despierto, sí, pero su materia gris permanece en una especie de fase REM. En esos momentos, se crea un conflicto entre la realidad y la ficción, se juntan el insomnio permanente con las imágenes ilusorias generadas a través de los sueños o, en el peor de los casos, de las pesadillas.

Si alguna vez veis a un zombi parado delante de un coche, en mitad de un descampado, y empieza a dar manotazos a la chapa intentando entrar en el interior del vehículo sin motivo aparente, ya sabéis por qué actúa así. A saber lo que su retorcida imaginación o su «sexto sentido le estará mostrando.

Sucede lo mismo cuando un grupo de zombis cruza grandes distancias para dirigirse hacia un mismo punto, todos a la vez. Visto desde fuera, os parecerá que funcionan por pura inercia. Sin embargo, si os pusierais en su piel, sabríais que todo tiene un motivo. En realidad hay algo, por encima de toda lógica, que los está guiando.

Hasta el momento no he conseguido saber a ciencia cierta por qué nos pasa esto, ni siquiera si alguna de mis teorías es correcta —a estas alturas tampoco pretendo averiguarlo—; sólo sé que sucede en determinadas ocasiones y que, cuando ocurre, normalmente no es agradable.

A lo largo de la historia estos episodios extrasensoriales también se han manifestado en un reducidísimo número de humanos. A estos pocos se les llama médiums.

La primera vez que me ocurrió algo parecido fue cuando llevaba tres días siendo un podrido. Por aquel entonces, todo carecía de sentido para mí (no es que ahora tenga mucho, pero al menos ya no intento borrarme del mapa). Era un zombi asustado y angustiado que deambulaba por las calles como un preso inocente al que acaban de meter en una prisión de locos, mirando con temor hacia todas partes y vigilando atentamente a las nuevas compañías. Me sentía impotente al saber con certeza que eso no me debería estar pasando.

Desde un principio nunca quise esta vida. Habría preferido haberme convertido sin más, comerme a la gente como un zombi normal, sin cargos de conciencia ni esas cosas. Pero no fue así. Echaba de menos a mi familia, echaba de menos a mis amigos, echaba de menos los programas de la tele los sábados de madrugada y echaba de menos las puñeteras hamburguesas del Mc Donalds. ¿Y qué tenía a cambio? Nada. Nada por lo que mereciera la pena seguir contando los días. Al menos, no de aquella manera.

En un momento de lucidez decidí subirme a la azotea de un antiguo edificio bastante alto situado cerca del centro, concretamente en la plaza Tetuán. Las escaleras estaban completamente bloqueadas y tuve que pulsar el botón del ascensor para hacer que bajara. Por lo visto, aún quedaban humanos refugiados en ese bloque, porque al subir por aquella lenta y chirriante cabina, entre el quinto y el sexto pisos, vislumbré brevemente, a través del cristal de la puerta, a una señora mayor que se me quedó mirando igual que si estuviera contemplando al mismísimo Satanás. Yo le sonreí levantando los pulgares como diciendo: «¡Enhorabuena, señora, no está usted loca!». Y luego desapareció bajo mis pies. No os podéis imaginar la cara que puso aquella pobre anciana de bata rosada, que se santiguó frenéticamente mientras negaba con la cabeza al verme ascender por el aparato. Me habría descojona do de no encontrarme tan mal emocionalmente.

Cuando llegué arriba, abrí la puerta de emergencia y aparecí ante el tejado del edificio, que prácticamente se caía a trozos. Intenté mirar hacia el añil del cielo en busca de algún pensamiento que reconfortara mi alma, pero fui incapaz de encontrarlo. Así que, más decidido que nunca, caminé pausadamente hasta el borde de la fachada y me preparé para volar como un pájaro que extiende sus alas. Cerré los ojos y pronuncié mis últimas palabras.

Sin embargo, mientras cogía impulso, noté de repente un calor sofocante que me hizo abrir los párpados de nuevo. Al echar la vista abajo, tuve que esforzarme por recobrar el equilibrio y no caerme. Ante mí se extendía la visión más espantosa que os podáis imaginar la calle entera estaba ardiendo, pasto de un fuego eterno e incombustible que nacía del propio infierno. En la córnea de mis ojos se reflejaban miles de cuerpos que se retorcían con posturas imposibles entre un océano de hogueras flameantes. Miré alrededor y toda la ciudad estaba en llamas, cubierta por gases que explotaban con enormes fogonazos de color encarnado. No me quedó más remedio que taparme la cara con el brazo —os aseguro que aquella combustión quemaba de verdad—. Mientras me cubría de aquellas furiosas brasas que incineraban el aire, fui retrocediendo a trompicones. No podía asimilar lo que estaba pasando. Parecía tan imposible y a la vez tan real…

De golpe y porrazo, sentí unos dedos que me picaron burlonamente por la espalda. Al girarme enronquecido, vi la figura de un hombre enmascarado. Tuve que mirar dos veces porque aquello ya rozaba lo absurdo. Iba vestido con un traje negro de ópera, guantes blancos, sombrero de chistera y antifaz veneciano. Aquel individuo dibujó una amplia sonrisa en sus labios y me hizo un pequeño ademán con el sombrero. Acto seguido, empezó a girar sobre sí mismo, alejándose con elegantes movimientos de danza clásica. Parecía divertirse con todo aquello, bailando al son de una música inexistente. Con una mano extendía y ondulaba su brillante capa y con la otra hacía voltear su torneado bastón de marfil, que maniobraba como un experto malabarista. No pude dejar de observarlo absorto en mi propio delirio, sintiendo una singular mezcla de admiración y escepticismo. Justo antes de llegar a la esquina opuesta de la deformada azotea, el folclórico personaje se detuvo por completo como si fuera una marioneta a la que le han cortado las cuerdas. Me aproximé receloso y, al ver que no se movía, lo toqué con la punta de mis dedos, pero, en cuanto lo hice, aquel misterioso fantasma se desintegró convirtiéndose en polvo y ceniza, esfumándose al compás del viento. Entonces, todo el paisaje onírico que me rodeaba se desvaneció en mil direcciones y yo volví a estar de nuevo en el viejo tejado de antes, bajo un espléndido cielo azul.

Entiendo que a vosotros os resulte tremendamente surrealista, pero para mí fue como si me hubieran hecho estallar un globo repleto de gas alucinógeno en plena cara.

Obviamente, nunca me tiré por aquella azotea. En aquel momento no supe si considerarlo una señal para que no lo hiciera o un castigo divino por algo que había hecho mal. Lo que sí tuve claro desde aquel preciso instante es que, directa o indirectamente, jamás volvería a asustar a ninguna viejecita indefensa, por si acaso.

Ésa fue la primera vez que me pasó, pero no fue la última. A veces caminaba por la calle y, al girar la vista atrás, veía a esa misma figura de ensueño firmemente plantada en la distancia y observándome con ambas manos apoyadas en el puño de su bastón.

El cómo y el porqué ocurría eran difíciles de saber, pero sí llegué a intuir el cuándo: siempre me sucedía si estaba exaltado o algo me inquietaba de verdad.

Al final le puse hasta un nombre. Le llamé Erik; me recordaba demasiado al protagonista de aquella película basada en la famosa novela de Gaston Leroux titulada El fantasma de la ópera. Una película que, para qué negarlo, me impactó cuando la vi de pequeño.

No obstante, llegó un día en que aquellas extrañas alucinaciones desaparecieron, yo me acostumbré a mi nueva vida y no volví a experimentar nada parecido. Hasta entonces…

Justo al adentrarme en el interior de Gracia, supe que mis demonios habían vuelto para saludarme, y que de nuevo me encontraba en mi inframundo imaginario. Y es que, por muy desolado que estuviera ese barrio en la actualidad, nunca había lucido un aspecto como aquél, tan frío y fantasmagórico. Sin saber bien lo que buscaba, caminé por los estrechos callejones, siempre cubiertos por una densa niebla que me llegaba hasta la cintura y se removía al ritmo de mis pasos.

Algunas de las visiones que tuve en el transcurso de aquella noche son dignas de ser mencionadas.

Recuerdo que llevaba un buen rato andando en línea recta cuando al torcer por una esquina me topé con un pequeño grupo de violinistas sucios y harapientos que parecían esperar la llegada de la Parca frente a un muro de piedra. Los tres que lo formaban tenían el cuello desgarrado y sus cuencas oculares permanecían vacías. Al pasar por su lado, alzaron al unísono sus delgadas manos y empezaron a tocar sus violines, deslizando bruscamente los arcos sobre unas cuerdas rotas y destensadas. El sonido que emitían era estridente, y los resortes chirriaban violentamente, acompañados por decenas de tétricos acordes.

Crucé por delante todo lo deprisa que pude, pero, por más que me alejé, aquel horrible ruido diabólico continuó sonando a mis espaldas durante un buen rato. Intenté mantener la cabeza fría —qué ironía—, no quería que todo aquello me afectara más de lo debido.

Seguí avanzando.

Por los recónditos callejones empezó a dejarse sentir un llanto apagado que, con el transcurso de los minutos, fue antojándose más y más próximo hasta que, en un momento dado, aquel lamento me impulsó a mirar hacia la ventana de una casa alta. Apoyada en la repisa había una señora de mediana edad, con un largo y ondulado pelo cobrizo de tocado antiguo y unos mofletes colorados cuyo maquillaje púrpura se había corrido por culpa de sus lágrimas. Vestía un corsé con volantes y me miraba fijamente desde arriba, mientras amamantaba a un perro negro que sostenía entre sus brazos como si fuera un bebé. Sin embargo, el animal le mordía los pechos causándole múltiples hilos de sangre que caían manchando sus vestiduras.

Aparté la vista, asqueado. Pensé que si todo aquello era lo que había en la otra vida, fuera quien fuese el creador, era un maldito demente.

Al final, y después de mucho andar, llegué hasta la plaza principal, el núcleo neurálgico de aquel averno. Los árboles que antaño fueron altos y robustos ahora aparecían torcidos y ajados, y sus ramas se extendían quebrando la imagen de la luna y confiriéndole el aspecto de un enorme cristal fragmentado.

Empecé a desanimarme al pensar que no había encontrado nada que valiera la pena. Me había adentrado en aquella macabra atracción del terror sin ninguno de mis objetivos cumplidos. A punto estaba de darme por vencido cuando, justo en el momento en que iba a dar media vuelta, lo vi, a Erik, aquel elegante y misterioso personaje de ensueño, que apareció andando noblemente desde la esquina opuesta de la plaza. Sin pensármelo dos veces, eché a andar hacia él, y, antes de alcanzarle, éste hizo girar su capa indicándome con una mano que le acompañara.

—¡Espera! —le grité mientras me esforzaba por seguirle, presa de mi cojera.

El refinado fantasma empezó a cruzar por los callejones como una sombra que deja una estela a su paso. Su toga desaparecía por la siguiente esquina justo cuando yo tomaba la anterior. Desplazándose con sus característicos giros coreográficos y un ritmo de lo más apresurado, a punto estuvo de conseguir que le perdiera en más de una ocasión. Finalmente, al doblar por un último ángulo, topé con una calle más ancha, donde él me estaba esperando, plantado delante de una puerta de hierro que formaba la entrada de un edificio postmodernista. Justo encima había un letrero desgastado que ponía «Almacenes Zamora».

Menudo tipo más raro. Ya fuese un ente espectral o el producto de mi atormentado ingenio, no podía saber qué intenciones tenía, ni si era amigo o enemigo. Lo que sí tuve claro fue que detrás de aquella puerta que custodiaba debía de haber algo, porque mi agudizado olfato reconoció un olor extrañamente familiar. De hecho, caí en la cuenta de que llevaba oliéndolo desde hacía un rato. En otras circunstancias, habría jurado que fue ese rastro, precisamente, el que me había guiado hasta allí.

Cuando di un paso para acercarme, Erik puso su dedo índice sobre los labios y siseó suavemente, pidiéndome silencio. Acto seguido, desapareció por detrás de la abertura como un espectro que atraviesa las paredes. El engranaje del reforzado portón de hierro se abrió con un contundente «clack» e, instantes después, todo a mi alrededor adquirió un tono más realista. La niebla se desvaneció por las callejuelas y los árboles se irguieron de nuevo. Mi mente había vuelto al mundo real.

¿Habéis entrado en alguna ocasión en un almacén de cartones abandonado? Si lo habéis hecho, sabréis que desprende un olor característico, como a rancio.

Aquella planta baja parecía un caos cuando cerré la puerta tras de mí, aún absorto en todo lo que había sucedido. Pilas y más pilas de enormes y medianas cajas llenas de polvo se amontonaban a lo alto y ancho de aquel suelo embaldosado. No podía ver lo grande que era la sala donde me encontraba porque, aparte de que estaba demasiado oscura, las columnas que formaban los cartones me tapaban todas las posibles perspectivas.

A mi izquierda, no obstante, distinguí unas escaleras que subían. Por su hueco irradiaba una débil señal de luz proveniente de los pisos superiores. Con más curiosidad que nunca, me dirigí hacia allí y fui subiendo los escalones, que se quejaron crujiendo, uno a uno, bajo mis pies.

El primer piso resultó ser un lúgubre pasadizo lleno de puertas cerradas, la mayoría astilladas, que aparentemente no contenía nada que mereciera la pena investigar, pero aquella luz rojiza que llegaba desde arriba ya se mostraba más clara. Tuve que recordarme a mí mismo que llevaba un uniforme policial cubriendo todo mi cuerpo. Encontrarme con algún zombi no supondría un problema, pero si me topaba con algún humano, éste al menos se lo pensaría dos veces antes de reaccionar, para bien o para mal.

Proseguí el ascenso por peldaños y llegué hasta el segundo piso, que resultó ser una sola planta vacía y sin tabiques de separación. A través de mi arañada visera vi unos cuantos montones de escombros desperdigados de cualquier forma sobre el suelo. En la pared que daba a la calle había dos ventanas traslúcidas por donde entraba un resplandor nocturno.

Decidí seguir ascendiendo. Estaba convencido de que aquella luminiscencia tenía su origen en el piso que había justo encima, así que superé los últimos escalones con sumo sigilo.

Una rápida ojeada a través de los barrotes de la barandilla me permitió verificar que aparentemente no había nadie. La misteriosa luz la producía una pequeña lámpara de gas que reposaba encima de un escritorio medio vacío. Su aleatorio destello creaba figuras danzantes sobre unas cajas de cartón que, al igual que en la planta baja, se amontonaban en gruesas columnas detrás de aquel viejo pupitre.

El ambiente era más denso ahí arriba, y un olor a azufre se estancaba tan intensamente como el del salitre en un embarcadero, impidiéndome detectar cualquier otro aroma.

Me acerqué cuidadosamente hasta el escritorio y descubrí que en la base del candil centelleante se hallaba una antigua libreta de cuero marrón. Antes de cogerla con mis manos, me aseguré de que efectivamente no había nadie espiando desde las sombras. Tras una breve inspección, me quedé convencido, por lo que volví hasta la mesa y abrí el cuaderno por una página cualquiera.

Era una especie de diario, y decía lo siguiente:

Proceso de investigación en el caso Vela. Apartado 3.

Distrito de Gracia. Octavo día de asedio:

Llevamos ocho días albergándonos en este desolado lugar. Los residentes intentan ser amables los unos con los otros, pero cada vez parecen más desesperados, se les nota en la mirada. Tuvimos suerte de que nos dejaran entrar. Si no fuera por John, uno de los portavoces, Paula y yo seríamos ahora mismo pasto de los muertos y nuestros cuerpos reposarían sin vida ahí fuera, en el frío barro. Es un gran tipo, le debemos mucho. Cuando le expliqué nuestra situación, se encargó de todo lo necesario para que tuviésemos un habitáculo aislado, en una sala acorazada que él mismo acondicionó para nosotras, bajo los pasadizos del metro. También se ha preocupado de que no nos molesten bajo ningún concepto. Dijo que haría todo lo que estuviera en sus manos para ayudarnos y de momento ha mantenido su palabra.

Paula apenas sube a la superficie. No quiero exponerla demasiado al contacto con las personas. Últimamente empiezan a darse casos de gripe infantil y no puedo arriesgarme lo más mínimo con ella. Su valor es incalculable, y yo tengo órdenes de que siga siéndolo…

Paré de leer al instante cuando escuché un súbito chasquido proveniente de entre las cajas.

—¿Hola? —pregunté expectante—. Hooola… —repetí trémulamente, indeciso sobre si seguir leyendo o, por el contrario, averiguar qué había provocado aquella sutil turbulencia—. Juro que si hay un fantasma tras esas cajas yo…

Una paloma gris apareció entonces por detrás de unos cartones, caminando con su característico contoneo de cabeza y su gutural zureo. Me miró con desfachatez y, acto seguido, alzó el vuelo ruidosamente, colándose por el hueco de la escalera en dirección a los pisos superiores.

—Hay que ver qué bichos más descarados… —protesté, aunque en el fondo aliviado, y seguí con lo mío, retomando ese diario tan interesante por una página más avanzada:

Distrito de Gracia. Vigésimo noveno día de asedio.

El ambiente ahí arriba es cada vez más hostil. La gente empieza a querer lo que tienen los demás, se pelean entre ellos como lobos rabiosos. Parece que el aislamiento, la hambruna y la gripe les estén volviendo locos.

Paula y yo ya no subimos a la calle, es demasiado peligroso. Incluso John, que siempre había sido un encanto, parece otro. Ha adelgazado mucho, y hoy, cuando ha bajado a traernos algo de comida, nos ha dicho que ya no puede hacerse cargo de nosotras, que también tiene una familia a la que proteger y cuidar. Me he fijado en que llevaba la camisa llena de sangre por detrás…

Espero sinceramente que los míos no tarden mucho en enviarme la ayuda que me prometieron. No sé por cuánto tiempo más podré resistir aquí sola sin perder la cabeza.

En cuanto a Paula, tengo que decir que todas las pruebas que se le han practicado han dado resultados muy positivos. Desde su exposición al virus, hace más de dos meses, no ha mostrado un solo indicio o signo de infección, ni siquiera es portadora. Su sangre lo rechaza por completo, destruyendo la cepa desde un principio.

En un mundo donde los muertos caminan entre los vivos, ella es el milagro que tanto esperábamos…».

—¡Vaya! —mascullé emocionado, y cerré la libreta.

Ya sabía que todo este asunto lo había ocasionado alguna clase de virus, pero, por lo que dijeron en las primeras noticias, era cien por cien efectivo. Sólo conocía un caso en el que hubiese funcionado a medias: el mío.

Aquel cuaderno cada vez me resultaba más atractivo. Estaba seguro de que habría hecho las delicias de cualquier aficionado a la prensa rosa.

Cuando me dispuse a continuar leyéndolo, escuché otro repentino ruido de fricción que nació desde un punto indefinido, lo que me hizo depositar inmediatamente el diario encima de la mesa.

Esta vez dudaba mucho que fuera una paloma.

Entre las filas de cajas vi una silueta que cruzó con rapidez por el fondo de la sala. Intenté tragar saliva aunque no tuviese. La verdad es que no quería asustar a nadie, pero tampoco deseaba que nadie me asustara a mí, no sé si me explico. Si se trataba de algún humano, sería el primer contacto directo que tendría desde que todo empezó, así que no podía fastidiarla. Con manifiesta calma, fui andando poco a poco entre las hileras de mercancía apiñada. La luz de aquella lámpara temblaba a mis espaldas proyectando mi tenue sombra por delante.

—Voy a acercarme, ¿de acuerdo? No voy armado… —dije en un tono que quizás me salió demasiado enronquecido (llevaba mucho tiempo sin utilizar mi voz). Pensé que esas palabras acostumbraban a funcionar en las películas cuyos protagonistas deseaban presentarse en son de paz, pero por el momento no obtuve respuesta.

Casi al final de la estancia supe que, fuera quien fuera, debía de encontrarse tras la siguiente columna. Ya no quedaban más pilas, y desde la parte izquierda me llegaba el sonido de una respiración agitada. Al girar aquella última arista comprobé que estaba en lo cierto. Asombrosamente se trataba de la misma niña que me había encontrado días atrás. Estaba sentada entre la penumbra, con la espalda apoyada en la pared, y se rodeaba las rodillas con sus brazos, por detrás de los cuales sobresalían unos ojos que me miraban con desconfianza. Su olor, su cara manchada y su rubio pelo largo cayéndole por aquel vestido gastado no dejaban lugar a dudas. Aunque estaba muy callada, parecía muy asustada, y yo seguramente era el culpable.

¿Qué podía hacer? No la conocía de nada. No sabía qué decirle. Pero, a la vez, ansiaba más que nunca mantener una conversación con alguien de verdad después de tantos meses de exilio. Junté mis manos por la yema de los dedos y carraspeé para que mi voz no sonara tan ronca.

—Hola… pequeña… —pronuncié torpemente.

Francamente, me sentía ridículo hablándole así a la cría con mi nuevo uniforme de guerra. Ella se arrinconó aún más contra la pared, sin quitarme la vista de encima, por lo que desistí de seguir acercándome.

Admito que me bloqueé por completo. Tan sólo era una niña, y ahí estaba yo, pasando más nervios que en toda mi vida.

Tenía que hacer algo. No había esperado durante tanto tiempo un encuentro así para quedarme sin palabras cuando llegara el momento. Finalmente, me coloqué de rodillas. Pensé que le parecería menos peligroso si me ponía a su altura. Entre nosotros se instaló un silencio incómodo. Quise preguntarle cómo se llamaba, pero no me hizo falta. Me fijé en que en su brazo derecho tenía varias cicatrices de mordeduras.

Era la chiquilla de la que hablaba el diario.

—¿Paula…? —razoné en voz alta.

Ella me miró sorprendida, como si no entendiera de qué la conocía.

Justo cuando me disponía a decirle que no iba a hacerle daño y que sólo quería hablar, oí por detrás el inconfundible chasquido del seguro de una pistola y, un segundo después, el peso de su cañón haciendo presión contra mi casco.

—Muévete un solo centímetro más y te vuelo la jodida cabeza.

Era una voz femenina, joven pero muy autoritaria.

Eso sí que no me lo esperaba. Empecé a arrepentirme a pasos agigantados de haber sido tan fisgón. Había cometido un error fatal. Una bala disparada a quemarropa a esa distancia atravesaría mi casco como si fuera una lámina de mantequilla. Me quedé inmóvil, expectante, esperando a que aquella desconocida dijera algo más o por el contrario me hiciera callar para siempre. (Por un momento se me pasó por la cabeza que la segunda opción tampoco estaba tan mal.)

—¿Llevas algún arma? —preguntó al fin.

—No… —contesté, sorprendentemente tranquilo.

—Pon las manos sobre la nuca, donde pueda verlas.

Hice lo que me pedía. A esas alturas no temía a la muerte (la verdadera muerte), pero tampoco quería cabrearla; daba la sensación de que esa mujer sabía lo que se hacía. Tanteó brevemente en mi chaleco en busca de posibles armas o artilugios de índole ofensiva. Por suerte no rebuscó también por el resto de mi frío cuerpo.

Cuando terminó, continuó apuntándome.

—¿Quién coño eres y cómo cojones nos has encontrado?

Pensé un momento en la respuesta y no tuve más remedio que soltar una pequeña carcajada.

—Chica, apuesto a que no me creerías.