Parte VI

Como buen italiano que soy, siempre me ha gustado vestir bien. Cuando vivía una vida normal, tan sólo pude permitirme un traje, y no era muy bueno que digamos. Ahora que estoy muerto puedo disponer de cuantos quiera sin tener que preocuparme por el precio. El problema es que ya no me sientan igual…

No importa. ¿Acaso ser un zombi implica ir siempre vestido con ropa pordiosera y hecha trizas? No señor. A mí, como a todo el mundo, me gustan los pequeños lujos. Además, dudo que el propietario de la tienda de Armani del Paseo de Gracia a la que regularmente acudo para probarme unos elegantes trajes de corte detallista salga de detrás del andrajoso mostrador para perseguirme con un garrote de púas de hierro. Así que, con la conciencia bien tranquila, suelo presentarme allí y subirme en aquel taburete de sastre, frente a tres largos espejos. Me pruebo distintas mudas mientras fantaseo que soy un agente secreto, al servicio de una organización cualquiera cuyo nombre sea una sigla de no más de tres letras. Luego observo mi cara y la magia se desploma hasta mis pies, pero, en fin, al menos paso un buen rato.

Una oscura tarde, el cielo empezó a mostrar el acercamiento de inmensos nubarrones negros que amenazaban con descargar una furiosa tormenta eléctrica. Viéndolo desde la ventana de mi piso franco, husmeé el liviano y húmedo aire y decidí que me apetecía pasear por mi ciudad vestido como un auténtico señor. Así que me encaminé a la tienda y me adueñé de un traje negro de alpaca, una camisa blanca de cuello inglés y unos bonitos y relucientes zapatos de charol, a juego con una corbata azabache que marcaba el polvoriento precio de trescientos euros.

¡Jesús, parecía que iba a un entierro! La ironía es que el muerto era yo.

Una vez listo, eché a andar sin prisas calle arriba, bajo la opacidad del firmamento. La suave brisa removía los escombros de un lado a otro, recordando de forma tétrica que la ciudad estaba maldita. Kilómetros de asfalto agrietado quedaban cubiertos por una tímida capa de mala hierba que crecía sobre tierra baldía. Alzando la vista del suelo, únicamente podía verse un frente entrecruzado de casas y edificios solitarios en algunos de cuyos techos aún ardía un fulgor que transportaba un aroma a muerte y putrefacción.

Fui siguiendo ese aroma como un lobo que sigue un rastro en mitad de la noche. Mi corrompido cuerpo caminaba sin rumbo fijo, con las manos en los bolsillos, dejándose guiar por primera vez sólo por mi instinto. ¿Habéis estado alguna vez en un cementerio?

Generalmente es un lugar tranquilo porque no se muestra lo que hay debajo. Yo he visto lo que hay, y no es del todo agradable.

No tardé en averiguar de dónde provenía ese olor que me atraía tan férreamente como una orgía de sangre. Al llegar a la altura de la explanada que une la Diagonal con el inicio del gótico y estrecho barrio de Gracia, lo vi, aquel cementerio del que os hablaba. Cientos de cuerpos inertes yacían sobre el suelo en mil posturas diferentes, esparcidos a lo alto y ancho de la calle. Había de varios tipos: con uniforme policial, del ejército y civiles. Lo único que me permitió distinguir a qué bando perteneció cada uno fue fijarme en quién estaba encima de quién.

Aquello no eran los restos de una simple batalla. Aquello eran los restos de una auténtica carnicería.

No estoy seguro de que queráis saber cómo ocurrió. Pero, como dije en su momento, estoy aquí para contaros algo contundente, no descafeinado. Así que, si queréis omitir los detalles, simplemente pasad página…

Habrían transcurrido unos cuatro meses desde que los muertos habían vuelto a la vida. La ciudad estaba condenada pero aún resistía. Es una ley biológica infalible: cuanta más gente se concentre en un punto, más peligro exponencial ante un contagio habrá. Y Barcelona era una urbe poblada, jodidamente poblada.

La televisión aún funcionaba, y habitualmente se emitía en directo cada batalla contra el muerto viviente que se entablaba, con la vaga esperanza de que la próxima se saldase con la victoria. Pero nunca ocurría…

Recuerdo que ésa fue una de las pocas veces en las que seguí un enfrentamiento por televisión, resguardado en el centro comercial del que ya os he hablado en alguna ocasión.

El ataque en punta tenía que ser aplastante, letal y, sobre todo, fugaz, según decía el alcalde de la ciudad, que, apaciblemente, marcaba las directrices desde su refugio privado. Pero no fue ni una cosa ni la otra.

Dada su peculiar estructura, el de Gracia se había constituido como uno de los barrios fortaleza más seguros que quedaban. Sus estrechas calles y sus altos muros, con manzanas de trescientos metros de largo, permitían un cerco casi perfecto y una defensa sólida ante la invasión. Resultaba fácil la colocación de potentes barricadas, y a la vez se ahorraba recursos en ellas, pues no tenían que ser más anchas que un par de metros o tres, que era la distancia que había entre fachada y fachada.

Gracia se erguía como un auténtico gueto, con una distribución compacta y completamente diferente de la del resto de calles.

La idea de que una horda de zombis pudiera penetrar tales defensas era poco menos que descabellada, ya que, pasaran por donde pasaran, tendrían que cruzar a la fuerza por unos cuellos de botella protegidos en los que fácilmente podrían ser abatidos por los francotiradores de las azoteas.

Incluso las entradas de metro estaban bloqueadas según las necesidades de los refugiados. En breve entenderéis por qué.

Sí… el barrio era muy seguro ante invasiones externas. El problema fue que la invasión nació de dentro.

Aproximadamente, unas veinte mil personas se atrincheraban en un área de seis manzanas a lo ancho por cuatro a lo alto. Cuando la gente empezó a enfermar por causa de la gripe estacional, los recursos —alimentos y medicinas— descendieron de forma alarmante, y no quedó más remedio que comenzar a organizar diversos grupos de exploración, a los que llamaron «tripulantes».

En principio, la tarea de los tripulantes no tenía más finalidad que la de salir con un vehículo blindado desde el interior de los túneles del metro y saquear, distrito por distrito, la ciudad en busca de farmacias, restaurantes de comida rápida y tiendas de ultramarinos.

Eran misiones de cierto riesgo para las que se escogía siempre a los hombres más ágiles, no a los más fuertes.

Por lo visto, en una de las incursiones, uno de los tripulantes volvió con algo más que un simple catarro, alegando que la herida que exhibía en un brazo se la había hecho al romper una mampara de cristal para poder entrar en una tienda de comestibles. Al parecer le creyeron. Incluso cuando empezó a enfermar, no le dieron mayor importancia al asociar su malestar con el virus que circulaba por el suburbio desde hacía un tiempo. (La gripe y la zombificación muestran síntomas asombrosamente similares.)

Desgraciadamente, en el momento en que surgió el brote, ya era demasiado tarde. Si un virus como la gripe se expandió como la espuma por un barrio que parecía una lata de sardinas, «el mal del demonio» —como solían llamarlo las gitanas del lugar— se propagó como el fuego. Un fuego cruel e imparable que arrasó con todo: niños y ancianos, padres y hermanos… Si a eso le sumamos el debilitado estado de salud en que se encontraban previamente los refugiados, no resultará difícil comprender por qué no tuvieron ni una sola oportunidad de escapar.

Para cuando las autoridades fueron conscientes del suceso, ya habían pasado dos días. Al no saber con qué iban a enfrentarse, decidieron reunir a la mayoría del ejército que quedaba operativo por el norte de España —el cual no era mucho— y plantar cara a aquel nuevo desastre.

«Todavía podría quedar alguien con vida y todavía creemos en el patriotismo», declaró uno de los capitanes del pelotón cuando le entrevistaron brevemente antes de partir.

Quinientos treinta y siete hombres bien equipados y cuatro periodistas de guerra se reunieron en la explanada ante las puertas de la masacre —justo donde yo me encontraba meses después— esperando pacientemente mientras la muerte les sonreía. Desde su posición, y retransmitiendo en directo, se podía escuchar cómo miles de pasos se arrastraban intentando salir y reventar por la fuerza las mismas barricadas que antes impedían entrar.

Cuentan que el olor a orina que impregnaba el ambiente se podía cortar con un cuchillo.

Al fin, las compuertas cedieron con un fuerte estruendo y empezó el fuego cruzado. Los hombres disparaban, recargaban y retrocedían. Iban perdiendo terreno poco a poco ante la masa infinita de podridos, que no cesaba nunca.

Quinientos treinta y siete hombretones frente a más de veinte mil zombis cabreados, sin olvidar los que fueron llegando desde otras partes de la ciudad, atraídos por el espectáculo. ¿Os lo imagináis? En un momento dado un soldado de tez robusta se plantó desgañitado delante de la temblorosa cámara y, entre disparos y explosiones, consiguió bramar lo siguiente:

—¡Sacadnos de aquí, joder! ¡Son demasiados! ¡No podemos con ellos! Repito. ¡No podemos con ellos!

Acto seguido, cayó fulminado al suelo a causa de una bala perdida que fue a estallar contra su cabeza.

Llegados a ese punto, la organización militar brilló por su ausencia. Cuantos menos humanos quedaban, más zombis había. Los soldados ya no distinguían amigos de enemigos, y empezaron a dispararse entre ellos o a todo aquello que se movía.

Fue el desastre más absoluto, rotundo y decisivo que haya vivido la resistencia de esta ciudad.

Como medida drástica, el gobierno —o de nuevo lo que quedaba de él— decidió mandar un F-14 y soltar ahí en medio una eficaz aunque carísima, bomba termoeléctrica, que achicharró el cerebro de cualquier cosa que se moviera en un radio de cinco kilómetros.

Ni siquiera nosotros, que estábamos en el otro punto del mapa, dejamos de notar semejante holocausto.

Después de este incidente, dieron Barcelona por perdida, y podría decirse que al país entero con ella.

Os lo he dicho; a nadie le gusta saber cómo pierden los suyos. Yo fui capaz de plantarme ahí, de pie, y contemplar sin pestañear ese océano de gente muerta porque podía permitírmelo. Soy imparcial. Como un juez que observa desde arriba y no está de parte de nadie. Cabalgo entre ambas razas, pero no pertenezco a ninguna.

Reconozco que, de no ser así, no lo habría soportado. En fin, pude haberme marchado, pero decidí caminar entre los fiambres y merodear por los restos de la civilización. ¿Morbo? No lo creo. Más bien fisgoneo. Total, no tenía otra cosa mejor que hacer.

Me llamó la atención el cadáver en el suelo de una mujer vestida con un velo negro, como si se hubiera puesto esas ropas para hacer algún tipo de ritual antes de infectarse.

Y entonces la lluvia estalló de repente, con millones de gotas que se iluminaban de forma intermitente debajo de la cegadora tormenta. El sonido de los truenos retumbó con intensidad sobre aquel cementerio de cuerpos mutilados.

Volví a dejarme llevar por mis instintos. Con mi traje nuevo —y ahora empapado—, agarré a aquella doncella de atuendo oscuro por la cintura y el brazo y, cerrando los ojos, moví un pie y luego el otro. Seguidamente empecé a bailar con ella bajo el azulado resplandor de los relámpagos.. Un réquiem funerario resonó en mi cabeza mientras danzaba al compás de la propia muerte, fundiéndome en un solo ser con aquella completa desconocida sin alma. Nuestros pies cabriolaron sobre un manto de piel y huesos por el que mi pareja se dejaba llevar tan delicadamente como si fuera un bonito cuadro y yo el marco que la sostenía.

Después de todo, sí que estaba en un entierro, y fue una hermosa forma de honrar a los difuntos.

El primer contacto que tuve con un humano de verdad, desde hacía por lo menos cinco meses, sucedió mientras daba vueltas seducido por mi propio rito fúnebre, lo que hizo que me parara en seco.

Fue una niña. Una niña de rubia melena y cara embarrada, de unos siete años de edad. Estaba ahí, de pie, a unos escasos treinta metros de distancia, inmóvil bajo la lluvia mientras contemplaba la lúgubre danza.

Por unos momentos no supe cómo reaccionar. Deposité con suavidad a mi acompañante en el suelo y me quedé quieto, sin hacer ni un solo movimiento, mirándola a los ojos con la misma expectación con que ella me observaba a mí.

Lentamente alcé la mano para saludarla, pero ella tan sólo me observó durante unos segundos más y luego dio media vuelta, echando a correr hacia el interior de las abandonadas calles de Gracia.

¿Quién era esa niña? ¿Por qué no se fue corriendo nada más verme?

Esas respuestas tendrían que esperar, pero enseguida supe que yo era el mayor de los monstruos; un híbrido difícil de comprender y de encajar en este nuevo mundo, pues contengo lo peor de ambas partes: un cuerpo que se pudre y una mente que piensa demasiado.