Domingo, 11 de julio de 1943.

Querida Kitty:

Volviendo por enésima vez al tema de la educación, te diré que hago unos esfuerzos tremendos para ser cooperativa, simpática y buena y para hacer todo de tal manera que el torrente de comentarios se reduzca a una leve llovizna. Es endiabladamente difícil tener un comportamiento tan ejemplar ante personas que no soportas, sobre todo al ser tan fingido. Pero veo que realmente se llega más lejos con un poco de hipocresía que manteniendo mi vieja costumbre de decirle a cada uno sin vueltas lo que pienso (aunque nunca nadie me pida mi opinión ni le dé importancia). Por supuesto que a menudo me salgo de mi papel y no puedo contener la ira ante una injusticia, y durante cuatro semanas no hacen más que hablar de la chica más insolente del mundo. ¿No te parece que a veces deberías compadecerme? Menos mal que no soy tan refunfuñona, porque terminaría agriándome y perdería mi buen sentido del humor. Por lo general me tomo las regañinas con humor, pero me sale mejor cuando es otra persona a la que ponen como un trapo, y no cuando esa persona soy yo misma.

Por lo demás, he decidido abandonar un poco la taquigrafía, aunque me lo he tenido que pensar bastante. En primer lugar quisiera dedicar más tiempo a mis otras asignaturas, y en segundo lugar a causa de la vista, que es lo que más me tiene preocupada. Me he vuelto bastante miope y hace tiempo que necesito gafas. (¡Huy, qué cara de lechuza tendré!). Pero ya sabes que a los escondidos no les está permitido (etc.).

Ayer en toda la casa no se habló más que de la vista de Ana, porque mamá sugirió que la señora Kleiman me llevara al oculista. La noticia me hizo estremecer, porque no era ninguna tontería. ¡Salir a la calle! ¡A la calle, figúrate! Cuesta imaginárselo. Al principio me dio muchísimo miedo, pero luego me puse contenta. Sin embargo, la cosa no era tan fácil, porque no todos los que tienen que tomar la decisión se ponían de acuerdo tan fácilmente. Todos los riesgos y dificultades debían ponerse en el platillo de la balanza, aunque Miep quería llevarme inmediatamente. Lo primero que hice fue sacar del ropero mi abrigo gris, que me quedaba tan pequeño que parecía el abrigo de mi hermana menor. Se le salía el dobladillo y, además, ya no podía abotonármelo. Realmente tengo gran curiosidad por saber lo que pasará, pero no creo que el plan se lleve a cabo, porque mientras tanto los ingleses han desembarcado en Sicilia y papá tiene la mira puesta en un «desenlace inminente».

Bep nos da mucho trabajo de oficina a Margot y a mí. A las dos nos da la sensación de estar haciendo algo muy importante, y para Bep es una gran ayuda. Archivar la correspondencia y hacer los asientos en el libro de ventas es algo que puede hacer todo el mundo, pero nosotras lo hacemos con gran minuciosidad.

Miep parece un verdadero burro de carga, siempre llevando y trayendo cosas. Casi todos los días encuentra verdura en alguna parte y la trae en su bicicleta, en grandes bolsas colgadas del manillar. También nos trae todos los sábados cinco libros de la biblioteca. Siempre esperamos con gran ansiedad que llegue el sábado, porque entonces nos traen los libros. Como cuando les traen regalitos a los niños. Es que la gente corriente no sabe lo que significa un libro para un escondido. La lectura, el estudio y las audiciones de radio son nuestra única distracción.

Tu Ana.

Martes, 13 de julio de 1943.

El mejor escritorio.

Ayer por la tarde le pregunté a Dussel, con permiso de papá (y de forma bastante educada, me parece), si por favor estaría de acuerdo en que dos veces por semana, de cuatro a cinco y media de la tarde, yo hiciera uso del pequeño escritorio de nuestra habitación. Ya escribo ahí todos los días de dos y media a cuatro mientras Dussel duerme la siesta; a otras horas la habitación y el escritorio son zona prohibida para mí. En el cuarto de estar común hay demasiado alboroto por las tardes; ahí uno no se puede concentrar, y además también a papá le gusta sentarse a escribir en el escritorio grande por las tardes. Por lo tanto, el motivo era bastante razonable y mi ruego una mera cuestión de cortesía. Pero ¿a que no sabes lo que contestó el distinguido señor Dussel?

—No.

¡Dijo lisa y llanamente que no!

Yo estaba indignada y no lo dejé ahí. Le pregunté cuáles eran sus motivos para decirme que no y me llevé un chasco. Fíjate cómo arremetió contra mí:

—Yo también necesito el escritorio. Si no puedo disponer de él por la tarde no me queda nada de tiempo. Tengo que poder escribir mi cuota diaria, si no todo mi trabajo habrá sido en balde. De todos modos, tus tareas no son serias. La mitología, qué clase de tarea es esa, y hacer punto y leer tampoco son tareas serias. De modo que el escritorio lo seguiré usando yo. Mi respuesta fue:

—Señor Dussel, mis tareas sí que son serias. En el cuarto de estar, por las tardes no me puedo concentrar, así que le ruego encarecidamente que vuelva a considerar mi petición. Tras pronunciar estas palabras, Ana se volvió ofendida e hizo como si el distinguido doctor no existiera. Estaba fuera de mí de rabia. Dussel me pareció un gran maleducado (lo que en verdad era) y me pareció que yo misma había estado muy cortés. Por la noche, cuando logré hablar un momento con Pim, le conté cómo había terminado todo y le pregunté qué debía hacer ahora, porque no quería darme por vencida y prefería arreglar la cuestión yo sola. Pim me explicó más o menos cómo debía encarar el asunto, pero me recomendó que esperara hasta el otro día, dado mi estado de exaltación. Desoí este último consejo, y después de fregar los platos me senté a esperar a Dussel. Pim estaba en la habitación contigua, lo que me daba una gran tranquilidad. Empecé diciendo:

—Señor Dussel, creo que a usted no le ha parecido que valiera la pena hablar con más detenimiento sobre el asunto; sin embargo, le ruego que lo haga. Entonces, con su mejor sonrisa, Dussel comentó:

—Siempre y en todo momento estaré dispuesto a hablar sobre este asunto ya zanjado.

Seguí con la conversación, interrumpida continuamente por Dussel:

—Al principio, cuando usted vino aquí, convinimos en que esta habitación sería de los dos. Si el reparto fuera equitativo, a usted le corresponderían las mañanas y a mí todas las tardes. Pero yo ni siquiera le pido eso, y por lo tanto me parece que dos tardes a la semana es de lo más razonable.

En ese momento Dussel saltó como pinchado por un alfiler:

—¿De qué reparto equitativo me estás hablando? ¿Adónde he de irme entonces? Tendré que pedirle al señor Van Daan que me construya una caseta en el desván, para que pueda sentarme allí. ¡Será posible que no pueda trabajar tranquilo en ninguna parte, y que uno tenga que estar siempre peleándose contigo! Si la que me lo pidiera fuera tu hermana Margot, que tendría más motivos que tú para hacerlo, ni se me ocurriría negárselo, pero tú…

Y luego siguió la misma historia sobre la mitología y el hacer punto, y Ana volvió a ofenderse. Sin embargo, hice que no se me notara y dejé que Dussel acabara:

—Pero ya está visto que contigo no se puede hablar. Eres una tremenda egoísta. Con tal de salirte con la tuya, los demás que revienten. Nunca he visto una niña igual. Pero al final me veré obligado a darte el gusto; si no, en algún momento me dirán que a Ana Frank la suspendieron porque el señor Dussel no le quería ceder el escritorio.

El hombre hablaba y hablaba. Era tal la avalancha de palabras que al final me perdí.

Había momentos en que pensaba: «¡Le voy a dar un sopapo que va a ir a parar con todas sus mentiras contra la pared!», y otros en que me decía a mí misma: «Tranquilízate. Este tipo no se merece que te sulfures tanto por su culpa».

Por fin Dussel terminó de desahogarse y, con una cara en la que se leía el enojo y el triunfo al mismo tiempo, salió de la habitación con su abrigo lleno de alimentos. Corrí a ver a papá y a contarle toda la historia, en la medida en que no la había oído ya. Pim decidió hablar con Dussel esa misma noche, y así fue. Estuvieron más de media hora hablando. Primero hablaron sobre si Ana debía disponer del escritorio o no. Papá le dijo que ya habían hablado sobre el tema, pero que en aquella ocasión le había dado supuestamente la razón a Dussel para no dársela a una niña frente a un adulto, pero que tampoco en ese momento a papá le había parecido razonable. Dussel respondió que yo no debía hablar como si él fuera un intruso que tratara de apoderarse de todo, pero aquí papá le contradijo con firmeza, porque en ningún momento me había oído a mí decir eso. Así estuvieron un tiempo discutiendo: papá defendiendo mi egoísmo y mis «tareítas» y Dussel refunfuñando todo el tiempo.

Finalmente Dussel tuvo que ceder, y se me concedieron dos tardes por semana para dedicarme a mis tareas sin ser molestada. Dussel puso cara de mártir, no habló durante dos días y, como un niño, fue a ocupar el escritorio de cinco a cinco y media, antes de la hora de cenar.

A una persona de cincuenta y cuatro años que todavía tiene hábitos tan pedantes y mezquinos, la naturaleza la ha hecho así, y ya nunca se le quitarán.

Viernes, 16 de julio de 1943.

Querida Kitty:

Nuevamente han entrado ladrones, pero esta vez ladrones de verdad. Esta mañana a las siete, como de costumbre, Peter bajó al almacén y enseguida vio que tanto la puerta del almacén como la de la calle estaban abiertas. Se lo comunicó enseguida a Pim, que en su antiguo despacho sintonizó la radio alemana y cerró la puerta con llave. Entonces subieron los dos. La consigna habitual para estos casos, «no lavarse, guardar silencio, estar listos a las ocho y no usar el retrete», fue acatada rigurosamente como de costumbre. Todos nos alegrábamos de haber dormido muy bien y de no haber oído nada durante la noche. Pero también estábamos un poco indignados de que en toda la mañana no se le viera el pelo a ninguno de los de la oficina, y de que el señor Kleiman nos dejara hasta las once y media en ascuas. Nos contó que los ladrones habían abierto la puerta de la calle con una palanca de hierro y luego habían forzado la del almacén. Pero como en el almacén no encontraron mucho para llevarse, habían probado suerte un piso más arriba. Robaron dos cajas con cuarenta florines, talonarios en blanco de la caja postal y del banco, y lo peor: todos nuestros cupones de racionamiento del azúcar, por un total de 150 kilos. No será fácil conseguir nuevos cupones.

El señor Kugler cree que el ladrón pertenece a la misma banda que el que estuvo aquí hace seis semanas y que intentó entrar por las tres puertas (la del almacén y las dos puertas de la calle), pero que en aquel momento no tuvo éxito.

El asunto nos ha estremecido a todos, y casi se diría que la Casa de atrás no puede pasarse sin estos sobresaltos. Naturalmente nos alegramos de que las máquinas de escribir y la caja fuerte estuvieran a buen recaudo en nuestro ropero.

Tu Ana.

P. D. Desembarco en Sicilia. Otro paso más que nos acerca a…

Lunes, 19 de julio de 1943.

Querida Kitty:

El domingo hubo un terrible bombardeo en el sector norte de Ámsterdam. Los destrozos parece que son enormes. Calles enteras han sido devastadas, y tardarán mucho en rescatar a toda la gente sepultada bajo los escombros. Hasta ahora se han contado doscientos muertos y un sinnúmero de heridos. Los hospitales están llenos hasta los topes. Se dice que hay niños que, perdidos entre las ruinas incandescentes, van buscando a sus padres muertos. Cuando pienso en los estruendos que se oían en la lejanía, que para nosotros eran una señal de la destrucción que se avecina, me da escalofríos.

Tu Ana.

Viernes, 23 de julio de 1943.

Querida Kitty:

De momento, Bep ha vuelto a conseguir cuadernos, sobre todo diarios y libros mayores, que son los que necesita mi hermana la contable. Otros cuadernos también se consiguen, pero no me preguntes de qué tipo y por cuánto tiempo. Los cuadernos llevan actualmente el siguiente rótulo: «Venta sin cupones». Como todo lo que se puede comprar sin cupones, son un verdadero desastre. Un cuaderno de estos consiste en doce páginas de papel grisáceo de líneas torcidas y estrechas. Margot tiene pensado seguir un curso de caligrafía. Yo se lo he recomendado encarecidamente. Mamá me prohíbe que yo también participe, por no arruinarme la vista, pero me parece una tontería. Lo mismo da que haga eso u otra cosa.

Como tú nunca has vivido una guerra, Kitty, y como a pesar de mis cartas tampoco te haces una idea clara de lo que es vivir escondido, pasaré a escribirte cuál es el deseo más ferviente de cada uno de nosotros para cuando volvamos a salir de aquí: Lo que más anhelan Margot y el señor Van Daan es un baño de agua caliente hasta el cogote, durante por lo menos media hora. La señora Van Daan quisiera irse enseguida a comer pasteles, Dussel en lo único que piensa es en su Charlotte, y mamá en ir a algún sitio a tomar café. Papá iría a visitar al señor Voskuijl, Peter iría al centro y al cine, y yo de tanta gloria no sabría por dónde empezar.

Lo que más anhelo yo es una casa propia, poder moverme libremente y que alguien me ayude en las tareas, o sea, ¡volver al colegio!

Bep nos ha ofrecido fruta, pero cuesta lo suyo, ¡y cómo! Uvas a 5 florines el kilo, grosellas a 70 céntimos el medio kilo, un melocotón a 50 céntimos, melón a 1,50 el kilo. Y luego ponen en el periódico en letras enormes: «¡El alza de los precios es usura!».

Lunes, 26 de julio de 1943.

Querida Kitty:

Ayer fue un día de mucho alboroto, y todavía estamos exaltados. No me extrañaría que te preguntaras si es que pasa algún día sin sobresaltos.

Por la mañana, cuando estábamos desayunando, sonó la primera prealarma, pero no le hacemos mucho caso, porque solo significa que hay aviones sobrevolando la costa. Después de desayunar fui a tumbarme un rato en la cama porque me dolía mucho la cabeza. Luego bajé a la oficina. Eran alrededor de las dos de la tarde. A las dos y media, Margot había acabado con su trabajo de oficina. No había terminado aún de recoger sus bártulos cuando empezaron a sonar las sirenas, de modo que la seguí al piso de arriba. Justo a tiempo, porque menos de cinco minutos después de llegar arriba comenzaron los disparos y tuvimos que refugiarnos en el pasillo. Yo tenía mi bolsa para la huida bien apretada entre los brazos, más para tener algo a qué aferrarme que para huir realmente, porque de cualquier modo no nos podemos ir, o en caso extremo la calle implica el mismo riesgo de muerte que un bombardeo. Después de media hora se oyeron menos aviones, pero dentro de casa la actividad aumentó. Peter volvió de su atalaya en el desván de la casa de delante. Dussel estaba en la oficina principal, la señora se sentía más segura en el antiguo despacho de papá, el señor Van Daan había observado la acción por la ventana de la buhardilla, y también los que habíamos esperado en el descansillo nos dispersamos para ver las columnas de humo que se elevaban en la zona del puerto. Al poco tiempo todo olía a incendio y afuera parecía que hubiera una tupida bruma. A pesar de que un incendio de esa magnitud no es un espectáculo agradable, para nosotros el peligro felizmente había pasado y todos volvimos a nuestras respectivas ocupaciones. Al final de la tarde, a la hora de la comida: alarma aérea. La comida era deliciosa, pero al oír la primera sirena se me quitó el apetito. Sin embargo, no pasó nada y a los cuarenta y cinco minutos ya no había peligro. Cuando habíamos fregado los platos: alarma aérea, tiros, muchísimos aviones. «Dos veces en un mismo día es mucho», pensamos todos, pero fue inútil, porque nuevamente cayeron bombas a raudales, esta vez al otro lado de la ciudad, en la zona del aeropuerto. Los aviones caían en picado, volvían a subir, había zumbidos en el aire y era terrorífico. A cada momento yo pensaba: «¡Ahora cae, ha llegado tu hora!».

Puedo asegurarte que cuando me fui a la cama a las nueve de la noche, todavía no podía tenerme en pie sin que me temblaran las piernas. A medianoche me desperté: ¡más aviones! Dussel se estaba desvistiendo, pero no me importó: al primer tiro salté de la cama totalmente despabilada. Hasta la una estuve metida en la cama de papá, a la una y media vuelta a mi propia cama, a las dos otra vez en la de papá, y los aviones volaban y seguían volando. Por fin terminaron los tiros y me pude volver «a casa». A las dos y media me dormí.

Las siete. Me desperté de un sobresalto y me quedé sentada en la cama. Van Daan estaba con papá. «Otra vez ladrones», fue lo primero que pensé. Oí que Van Daan pronunciaba la palabra «todo» y pensé que se lo habían llevado todo. Pero no, era una noticia gratísima, quizá la más grata que hayamos tenido desde que comenzó la guerra. Ha renunciado Mussolini. El rey-emperador de Italia se ha hecho cargo del gobierno. Pegamos un grito de alegría. Tras los horrores de ayer, por fin algo bueno y… ¡nuevas esperanzas! Esperanzas de que todo termine, esperanzas de que haya paz. Kugler ha pasado un momento y nos ha contado que en los bombardeos del aeropuerto han causado grandes daños a la fábrica de aviones Fokker. Mientras tanto, esta mañana tuvimos una nueva alarma aérea con aviones sobrevolándonos y otra vez prealarma. Estoy de alarmas hasta las narices, he dormido mal y no me puedo concentrar, pero la tensión de lo que pasa en Italia ahora nos mantiene despiertos y la esperanza por lo que pueda ocurrir de aquí a fin de año…

Tu Ana.

Jueves, 29 de julio de 1943.

Querida Kitty:

La señora Van Daan, Dussel y yo estábamos fregando los platos y yo estaba muy callada, cosa poco común en mí y que seguramente les debería llamar la atención. A fin de evitar preguntas molestas busqué un tema neutral de conversación, y pensé que el libro Enrique, el de la acera de enfrente cumplía con esa exigencia.

Pero me equivoqué de medio a medio. Cuando no me regaña la señora Van Daan, me regaña el señor Dussel. El asunto era el siguiente: Dussel nos había recomendado este libro muy especialmente por ser una obra excelente. Pero a Margot y a mí no nos pareció excelente para nada. El niño estaba bien caracterizado, pero el resto… mejor no decir nada. Al fregar los platos hice un comentario de este tenor, y eso me sirvió para que toda la artillería se volviera contra mí.

—¡¿Cómo quieres tú comprender la psiquis de un hombre?! La de un niño, aún podría ser. Eres demasiado pequeña para un libro así. Aun para un hombre de veinte años sería demasiado difícil.

Me pregunto por qué nos habrá recomendado entonces el libro tan especialmente a Margot y a mí. Ahora Dussel y la señora arremetieron los dos juntos:

—Sabes demasiado de cosas que no son adecuadas para ti. Te han educado de manera totalmente equivocada. Más tarde, cuando seas mayor, ya no sabrás disfrutar de nada. Dirás que lo has leído todo en los libros hace veinte años. Será mejor que te apresures en conseguir marido o en enamorarte, porque seguro que nada te satisfará. En teoría ya lo sabes todo, solo te falta la práctica.

No resulta nada difícil imaginarse cómo me sentí en aquel momento. Yo misma me sorprendí de que pudiera guardar la calma para responder: «Quizá ustedes opinen que he tenido una educación equivocada, pero no todo el mundo opina como ustedes». ¿Acaso es de buena educación sembrar cizaña todo el tiempo entre mis padres y yo (porque eso es lo que hacen muchas veces) y hablarle de esas cosas a una chica de mi edad? Los resultados de una educación semejante están a la vista.

En ese momento hubiera querido darles un bofetón a los dos, por ponerme en ridículo. Estaba fuera de mí de la rabia y realmente me hubiera gustado contar los días que faltaban para librarme de esa gente, de haber sabido dónde terminar. ¡La señora Van Daan es un caso serio! Es un modelo de conducta… pero ¡de qué conducta! A la señora Van Daan se la conoce por su falta de modestia, su egoísmo, su astucia, su actitud calculadora y porque nunca nada le satisface. A esto se suman su vanidad y su coquetería. No hay más vueltas que darle, es una persona desagradable como ninguna. Podría escribir libros enteros de ella, y puede que alguna vez lo haga. Cualquiera puede aplicarse un bonito barniz exterior. La señora es muy amable con los extraños, sobre todo si son hombres, y eso hace que uno se equivoque cuando la conoce poco.

Mamá la considera demasiado tonta para gastar saliva en ella, Margot la considera demasiado insignificante y Pim, demasiado fea (tanto por dentro como por fuera), y yo, tras un largo viaje —porque nunca me dejo llevar por los prejuicios—, he llegado a la conclusión de que es las tres cosas a la vez, y muchísimo más. Tiene tantas malas cualidades, que no sabría con cuál quedarme.

Tu Ana.

P. D. No olvide el lector que cuando fue escrito este relato, la ira de la autora todavía no se había disipado.

Martes, 3 de agosto de 1943.

Querida Kitty:

La política marcha viento en popa. En Italia, el partido fascista ha sido prohibido. En muchos sitios el pueblo lucha contra los fascistas, y algunos militares participan en la lucha. ¿Cómo un país así puede seguir haciéndole la guerra a Inglaterra? La semana pasada entregamos nuestra hermosa radio. Dussel estaba muy enfadado con Kugler porque la entregó en la fecha estipulada. Mi respeto por Dussel se reduce cada día más; ya debe de andar por debajo de cero. Son tales las sandeces que dice en materia de política, historia, geografía o cualquier otro tema, que casi no me atrevo a citarlas. «Hitler desaparece en la historia. El puerto de Rotterdam es más grande que el de Hamburgo. Los ingleses son idiotas porque no bombardean Italia de arriba abajo, etc., etc.».

Ha habido un tercer bombardeo. He apretado los dientes, tratando de armarme de valor.

La señora Van Daan, que siempre ha dicho «dejadlos que vengan» y «más vale un final con susto que ningún final», es ahora la más cobarde de todos. Esta mañana se puso a temblar como una hoja y hasta se echó a llorar. Su marido, con quien acaba de hacer las paces después de estar reñidos durante una semana, la consolaba. De solo verlo casi me emociono.

Mouschi ha demostrado de forma patente que el tener gatos en la casa no solo trae ventajas: todo el edificio está infestado de pulgas, y la plaga se extiende día a día. El señor Kugler ha echado polvo amarillo en todos los rincones, pero a las pulgas no les hace nada. A todos nos pone muy nerviosos; todo el tiempo creemos que hay algo arañándonos un brazo, una pierna u otra parte del cuerpo. De ahí que muchos integrantes de la familia estén siempre haciendo ejercicios gimnásticos para mirarse la parte trasera de la pierna o la nuca. Ahora pagamos la falta de ejercicio: tenemos el cuerpo demasiado entumecido como para poder torcer bien el cuello. La gimnasia propiamente dicha hace mucho que no la practicamos.

Tu Ana.

Miércoles, 4 de agosto de 1943.

Querida Kitty:

Ahora que llevamos más de un año de reclusión en la Casa de atrás, ya estás bastante al tanto de cómo es nuestra vida, pero nunca puedo informarte de todo realmente. ¡Es todo tan extremadamente distinto de los tiempos normales y de la gente normal! Pero para que te hagas una idea de la vida que llevamos aquí, a partir de ahora describiré de tanto en tanto una parte de un día cualquiera. Hoy empiezo por la noche.

A las nueve de la noche comienza en la Casa de atrás el ajetreo de la hora de acostarse, y te aseguro que siempre es un verdadero alboroto. Se apartan las sillas, se arman las camas, se extienden las mantas, y nada queda en el mismo estado que durante el día. Yo duermo en el pequeño diván, que no llega a medir un metro y medio de largo, por lo que hay que colocarle un añadido en forma de sillas. De la cama de Dussel, donde están guardados durante el día, hay que sacar plumón, sábanas, almohadas y mantas. En la habitación de al lado se oye un chirrido: es el catre tipo armónica de Margot. Nuevamente hay que extraer mantas y almohadas del sofá: todo sea por hacer un poco más confortables las tablitas de madera del catre. Arriba parece que se hubiera desatado una tormenta, pero no es más que la cama de la señora. Es que hay que arrimarla junto a la ventana, para que el aire pueda estimular los pequeños orificios nasales de Su Alteza con la mañanita rosa.

Las nueve de la noche: Cuando sale Peter entro en el cuarto de baño y me someto a un tratamiento de limpieza a fondo. No pocas veces —solo en los meses, semanas o días de gran calor— ocurre que en el agua del baño se queda flotando alguna pequeña pulga. Luego toca lavarme los dientes, rizarme el pelo, tratarme las uñas, preparar los algodones con agua oxigenada —que son para teñir los pelillos negros del bigote— y todo esto en media hora.

Las nueve y media: Me pongo el albornoz. Con el jabón en una mano y el orinal, las horquillas, las bragas, los rulos y el algodón en la otra, me apresuro en dejar libre el cuarto de baño, pero por lo general después me llaman para que vuelva y quite la colección de pelos elegantemente depositados en el lavabo, pero que no son del agrado del usuario siguiente.

Las diez de la noche: Colgamos los paneles de oscurecimiento y… ¡buenas noches! En la casa aún se oyen durante un cuarto de hora los crujidos de las camas y el rechinar de los muelles rotos, pero luego reina el silencio; al menos, cuando los de arriba no tienen una disputa de lecho conyugal.

Las once y media: Se oye el chirrido de la puerta del cuarto de baño. En la habitación entra un diminuto haz de luz. Unos zapatos que crujen, un gran abrigo, más grande que la persona que lo lleva puesto… Dussel vuelve de su trabajo nocturno en el despacho de Kugler. Durante diez minutos se le oye arrastrar los pies, hacer ruido de papeles —son los alimentos que guarda— y hacer la cama. Luego, la figura vuelve a desaparecer y solo se oye venir a cada rato un ruidito sospechoso del lavabo.

A eso de las tres de la madrugada: Debo levantarme para hacer aguas menores en la lata que guardo debajo de la cama y que para mayor seguridad está colocada encima de una esterilla de goma contra las posibles pérdidas. Cuando me encuentro en este trance, siempre contengo la respiración, porque en la latita se oye como el gorgoteo de un arroyuelo en la montaña. Luego devuelvo la lata a su sitio y la figura del camisón blanco, que a Margot le arranca cada noche la exclamación: «¡Ay, qué camisón tan indecente!», se mete de nuevo en la cama. Entonces, alguien que yo sé permanece unos quince minutos atenta a los ruidos de la noche. En primer lugar, a los que puedan venir de algún ladrón en los pisos de abajo; luego, a los procedentes de las distintas camas de la habitación de arriba, la de al lado y la propia, de los que por lo general se puede deducir cómo está durmiendo cada uno de los convecinos, o si están pasando la noche medio desvelados. Esto último no es nada agradable, sobre todo cuando se trata de un miembro de la familia que responde al nombre de doctor Dussel. Primero oigo un ruidito como de un pescado que se ahoga. El ruido se repite unas diez veces, y luego, con mucho aparato, pasa a humedecerse los labios, alternando con otros ruiditos como si estuviera masticando, a lo que siguen innumerables vueltas en la cama y reacomodamientos de las almohadas. Luego hay cinco minutos de tranquilidad absoluta, y toda la secuencia se repite tres veces como mínimo, tras lo cual el doctor seguramente se habrá adormilado por un rato.

También puede ocurrir que de noche, variando entre la una y las cuatro, se oigan disparos. Nunca soy realmente consciente hasta el momento en que, por costumbre, me veo de pie junto a la cama. A veces estoy tan metida en algún sueño, que pienso en los verbos franceses irregulares o en las riñas de arriba. Cuando termino de pensar, me doy cuenta de que ha habido tiros y de que me he quedado en silencio en mi habitación. Pero la mayoría de las veces pasa como te he descrito arriba. Cojo rápidamente un pañuelo y una almohada, me pongo el albornoz, me calzo las zapatillas y voy corriendo donde papá, tal como lo describió Margot en el siguiente poema con motivo de mi cumpleaños: Por las noches, al primerísimo disparo, se oye una puerta crujir y aparecen un pañuelo, un cojín y una chiquilla…

Una vez instalada en la cama grande, el mayor susto ya ha pasado, salvo cuando los tiros son muy fuertes.

Las siete menos cuarto: ¡Trrrrr…! Suena el despertador, que puede elevar su vocecita a cada hora del día, bien por encargo, bien sin él. ¡Crac…! ¡Paf…! La señora lo ha hecho callar. ¡Cric…! Se ha levantado el señor. Pone agua a hervir y se traslada rápidamente al cuarto de baño.

Las siete y cuarto: La puerta cruje nuevamente. Ahora Dussel puede ir al cuarto de baño. Una vez que estoy sola, quito los paneles de oscurecimiento, y comienza un nuevo día en la Casa de atrás.

Tu Ana.

Jueves, 5 de agosto de 1943.

Querida Kitty:

Tomemos hoy la hora de la comida, a mediodía.

Son las doce y media: Toda la compañía respira aliviada. Por fin Van Maaren, el hombre del oscuro pasado, y De Kok se han ido a sus casas. Arriba se oye el traqueteo de la aspiradora que la señora le pasa a su hermosa y única alfombra. Margot coge unos libros y se los lleva bajo el brazo a la clase «para alumnos que no avanzan», porque así se podría llamar a Dussel. Pim se instala en un rincón con su inseparable Dickens, buscando un poco de tranquilidad. Mamá se precipita hacia el piso de arriba para ayudar a la hacendosa ama de casa, y yo me encierro en el cuarto de baño para adecentarlo un poco, haciendo lo propio conmigo misma.

La una menos cuarto: Gota a gota se va llenando el cubo. Primero llega el señor Gies; luego Kleiman o Kugler, Bep y a veces también un rato Miep.

La una: Todos escuchan atentos las noticias de la BBC, formando corro en torno a la radio miniatura. Estos son los únicos momentos del día en que los miembros de la Casa de atrás no se interrumpen todo el tiempo mutuamente, porque está hablando alguien al que ni siquiera el señor Van Daan puede llevar la contraria.

La una y cuarto: Comienza el gran reparto. A todos los de abajo se les da un tazón de sopa, y cuando hay algún postre, también se les da. El señor Gies se sienta satisfecho en el diván o se reclina en el escritorio. Junto a él, el periódico, el tazón y, la mayoría de las veces, el gato. Si le falta alguno de estos tres, no dejará de protestar. Kleiman cuenta las últimas novedades de la ciudad; para eso es realmente una fuente de información estupenda. Kugler sube la escalera con gran estrépito, da un golpe seco y firme en la puerta y entra frotándose las manos, de buen humor y haciendo aspavientos, o de mal humor y callado, según los ánimos.

Las dos menos cuarto: Los comensales se levantan y cada uno retoma sus actividades. Margot y mamá se ponen a fregar los platos, el señor y la señora Van Daan vuelven al diván, Peter al desván, papá al otro diván, Dussel también, y Ana a sus tareas. Ahora comienza el horario más tranquilo. Cuando todos duermen, no se molesta a nadie. Dussel sueña con una buena comida, se le nota en la cara, pero no me detengo a observarlo porque el tiempo corre y a las cuatro ya lo tengo al doctor pedante a mi lado, con el reloj en la mano, instándome a desocupar el escritorio que he ocupado un minuto de más.

Tu Ana.

Sábado, 7 de agosto de 1943.

Querida Kitty:

Unas semanas atrás me puse a escribir un relato, algo que fuera pura fantasía, y me ha dado tanto gusto hacerlo que mi producción literaria ya va formando una verdadera pila de papel.

Tu Ana.

Lunes, 9 de agosto de 1943.

Querida Kitty:

Sigo con la descripción del horario que tenemos en la Casa de atrás. Tras la comida del mediodía, ahora le toca a la de la tarde.

El señor Van Daan: Comencemos por él. Es el primero en ser atendido a la mesa, y se sirve bastante de todo cuando la comida es de su gusto. Por lo general participa en la conversación, dando siempre su opinión, y cuando así sucede, no hay quien le haga cambiar de parecer, porque cuando alguien osa contradecirle, se pone bastante violento. Es capaz de soltarte un bufido como un gato, y la verdad es que es preferible evitarlo. Si te pasa una vez, haces lo posible para que no se repita. Tiene la mejor opinión, es el que más sabe de todo. De acuerdo, sabe mucho, pero también su presunción ha alcanzado altos niveles.

Madame: En verdad sería mejor no decir nada. Ciertos días, especialmente cuando se avecina alguna tormenta, más vale no mirarla a la cara. Bien visto, es ella la culpable de todas las discusiones, ¡pero no el tema! Todos prefieren no hablar de él; pero tal vez pudiera decirse que ella es la iniciadora. Azuzar, eso es lo que le gusta. Azuzar a la señora Frank y a Ana. Azuzar a Margot y al señor Frank no es tan fácil. Pero ahora volvamos a la mesa. La señora siempre recibe lo que le corresponde, aunque ella a veces piensa que no es así. Escoger para ella las patatas más pequeñas, el bocado más sabroso, lo más tierno de todo, esa es su consigna. «A los demás ya les tocará lo suyo, primero estoy yo» (exactamente así piensa ella que piensa Ana). Lo segundo es hablar, siempre que haya alguien escuchando, le interese o no, eso al parecer le da igual. La señora Van Daan seguramente piensa que a todo el mundo le interesa lo que ella dice. Las sonrisas coquetas, el hacer como si entendiera de cualquier tema, el aconsejar a todos o el dárselas de madraza, se supone que dejan una buena impresión. Pero si uno mira más allá, lo bueno se acaba enseguida. En primer lugar hacendosa, luego alegre, luego coqueta y a veces una cara bonita. Esa es Petronella van Daan.

El tercer comensal: No dice gran cosa. Por lo general, el joven Van Daan es muy callado y no se hace notar. Por lo que respecta a su apetito: un pozo sin fondo, que no se llena nunca. Aun después de la comida más sustanciosa, afirma sin inmutarse que podría comerse el doble.

En cuarto lugar está Margot: Come como un pajarito, no dice ni una palabra. Lo único que toma son frutas y verduras. «Consentida», en opinión de Van Daan. «Falta de aire y deporte», en opinión nuestra.

Luego está mamá: un buen apetito, una buena lengua. No da la impresión de ser el ama de casa, como es el caso de la señora Van Daan. ¿La diferencia? La señora cocina y mamá friega.

En sexto y séptimo lugar: De papá y yo será mejor que no diga mucho. El primero es el más modesto de toda la mesa. Siempre se fija en primer lugar si todos los demás ya tienen. No necesita nada, lo mejor es para los jóvenes. Es la bondad personificada, y a su lado se sienta el terremoto de la Casa de atrás.

Dussel: Se sirve, no mira, come, no habla. Y cuando hay que hablar, que sea sobre la comida, así no hay disputa, solo presunción. Deglute raciones enormes y nunca dice que no: tanto en las buenas como también bastante poco en las malas.

Pantalones que le llegan hasta el pecho, chaqueta roja, zapatillas negras de charol y gafas de concha: así se le puede ver sentado frente al pequeño escritorio, eternamente atareado, no avanzando nunca, interrumpiendo su labor solo para dormirse su siestecita, comer y… acudir a su lugar preferido: el retrete. Tres, cuatro, cinco veces al día hay alguien montando guardia delante de la puerta, conteniéndose, impaciente, balanceándose de una pierna a otra, casi sin aguantar más. ¿Se da por enterado? En absoluto. De las siete y cuarto a las siete y media, de las doce y media a la una, de las dos a las dos y cuarto, de las cuatro a las cuatro y cuarto, de las seis a las seis y cuarto y de las once y media a las doce. Es como para apuntárselo, porque son sus «horas fijas de sesión», de las que no se aparta. Tampoco hace caso de la voz implorante al otro lado de la puerta, que presagia una catástrofe inminente.

La novena no forma parte de la familia de la Casa de atrás, pero sí es una convecina y comensal. Bep tiene un buen apetito. No deja nada, no es quisquillosa. Todo lo come con gusto, y eso justamente nos da gusto a nosotros. Siempre alegre y de buen humor, bien dispuesta y bonachona: esos son sus rasgos característicos.

Martes, 10 de agosto de 1943.

Querida Kitty:

Una nueva idea: en la mesa hablo más conmigo misma que con los demás, lo cual resulta ventajoso en dos aspectos. En primer lugar, a todos les agrada que no esté charlando continuamente, y en segundo lugar no necesito estar irritándome a causa de las opiniones de los demás. Mi propia opinión a mí no me parece estúpida, y a otros sí, de modo que mejor me la guardo para mí. Lo mismo hago con la comida que no me gusta: pongo el plato delante de mí, me imagino que es una comida deliciosa, la miro lo menos posible y me la como sin darme cuenta. Por las mañanas, al levantarme —otra de esas cosas nada agradables—, salgo de la cama de un salto, pienso «enseguida puedes volver a meterte en tu camita», voy hasta la ventana, quito los paneles de oscurecimiento, me quedo aspirando el aire que entra por la rendija y me despierto. Deshago la cama lo más rápido posible, para no poder caer en la tentación. ¿Sabes cómo lo llama mamá? «El arte de vivir». ¿No te parece graciosa la expresión?

Desde hace una semana todos estamos un poco desorientados en cuanto a la hora, ya que por lo visto se han llevado nuestra querida y entrañable campana de la iglesia para fundirla, por lo que ya no sabemos exactamente qué hora es, ni de día, ni de noche. Todavía tengo la esperanza de que inventen algo que a los del barrio nos haga recordar un poco nuestra campana, como por ejemplo un artefacto de estaño, de cobre o de lo que sea.

Vaya a donde vaya, ya sea al piso de arriba o al de abajo, todo el mundo me mira extrañado los pies, que llevan un par de zapatos verdaderamente hermosos para los tiempos que corren. Miep los ha encontrado en una tienda por 27,50 florines. Color vino, de piel de ante y cuero y con un tacón bastante alto. Me siento como si anduviera con zancos y parezco mucho más alta de lo que soy.

Ayer fue un día de mala suerte. Me pinché el pulgar derecho con la punta gruesa de una aguja. En consecuencia, Margot tuvo que pelar las patatas por mí (su lado bueno debía tener) y yo casi no podía escribir. Luego, con la cabeza me llevé por delante la puerta del armario y por poco me caigo, pero me cayó una regañina por hacer tanto ruido y no podía hacer correr el agua para mojarme la frente, por lo que ahora tengo un chichón gigantesco encima del ojo derecho. Para colmo de males, me enganché el dedo pequeño del pie derecho en el extremo de la aspiradora. Me salía sangre y me dolía, pero no tenía ni punto de comparación con mis otros males. Ahora lamento que haya sido así, porque el dedo del pie se me ha infectado, y tengo que ponerme basilicón y gasas y esparadrapo, y no puedo ponerme mis preciosos zapatos.

Dussel nos ha puesto en peligro de muerte por enésima vez. Créase o no, Miep le trajo un libro prohibido, lleno de injurias dirigidas a Mussolini. En el camino la rozó una moto de la SS. Perdió los estribos, les gritó «¡miserables!», y siguió pedaleando. No quiero ni pensar en lo que hubiera pasado si se la llevaban a la comisaría.

Tu Ana.

La tarea del día en la comunidad: ¡pelar patatas!

Uno trae las hojas de periódico, otro los pelapatatas (y se queda con el mejor, naturalmente), el tercero las patatas y el cuarto el agua.

El que empieza es el señor Dussel. No siempre pela bien, pero lo hace sin parar, mirando a diestro y siniestro para ver si todos lo hacen como él. ¡Pues no!

—Ana, mírrame, io cojo el cuchillo en mi mano de este manerra, y pelo de arriba abajo. ¡Nein! Así no… ¡así!

—Pues a mí me parece más fácil así, señor Dussel —le digo tímidamente.

—Perro el mejor manerra es este. Haz lo que te digo. En fin, tú sabrrás lo que haces, a mí no me imporrta.

Seguimos pelando. Como quien no quiere la cosa, miro lo que está haciendo mi vecino. Sumido en sus pensamientos, menea la cabeza (por mi culpa, seguramente), pero ya no dice nada.

Sigo pelando. Ahora miro hacia el otro lado, donde está sentado papá. Para papá, pelar patatas no es una tarea cualquiera, sino un trabajo minucioso. Cuando lee, frunce el ceño con gesto de gravedad, pero cuando ayuda a preparar patatas, judías u otras verduras, no parece enterarse de nada. Pone cara de pelar patatas y nunca entregará una patata que no esté bien pelada. Eso es sencillamente imposible.

Sigo con la tarea y levanto un momento la mirada. Con eso me basta: la señora trata de atraer la atención de Dussel. Primero le mira un momento, Dussel se hace el desentendido. Luego le guiña el ojo, pero Dussel sigue trabajando. Después sonríe, pero Dussel no levanta la mirada. Entonces también mamá ríe, pero Dussel no hace caso. La señora no ha conseguido nada, de modo que tendrá que utilizar otros métodos. Se produce un silencio, y luego:

—Pero, Putti, ¿por qué no te has puesto un delantal? Ya veo que mañana tendré que quitarte las manchas del traje.

—No me estoy ensuciando.

De nuevo un silencio, y luego:

—Putti, ¿por qué no te sientas?

—Estoy bien así, prefiero estar de pie.

Pausa.

—¡Putti, fíjate cómo estás salpicando!

—Sí, mamita, tendré cuidado.

La señora saca otro tema de conversación:

—Dime, Putti, ¿por qué los ingleses no tiran bombas ahora?

—Porque hace muy mal tiempo, Kerli.

—Pero ayer hacía buen tiempo y tampoco salieron a volar.

—No hablemos más de ello.

—¿Por qué no? ¿Acaso no es un tema del que se puede hablar y dar una opinión?

—No.

—¿Por qué no?

—Cállate, Mammichen[17].

—¿Acaso el señor Frank no responde siempre a lo que le pregunta la señora?

El señor lucha, este es su talón de Aquiles, no lo soporta, y la señora arremete una y otra vez:

—¡Pues esa invasión no llegará nunca!

El señor se pone blanco; la señora, al notarlo, se pone colorada, pero igual sigue con lo suyo:

—¡Esos ingleses no hacen nada!

Estalla la bomba.

—¡Cierra el pico, maldita sea!

Mamá casi no puede contener la risa, yo trato de no mirar.

La escena se repite casi a diario, salvo cuando los señores acaban de tener alguna disputa, porque entonces tanto él como ella no dicen palabra.

Me mandan a buscar más patatas. Subo al desván, donde está Peter quitándole las pulgas al gato. Levanta la mirada, el gato se da cuenta y, ¡zas!, se escapa por la ventana, desapareciendo en el canalón.

Peter suelta un taco, yo me río y también desaparezco.

La libertad en la Casa de atrás

Las cinco y media: Sube Bep a concedernos la libertad vespertina. Enseguida comienza el trajín. Primero suelo subir con Bep al piso de arriba, donde por lo general le dan por adelantado el postre que nosotros comeremos más tarde. En cuanto Bep se instala, la señora empieza a enumerar todos sus deseos, diciendo por ejemplo:

—Ay, Bep, quisiera pedirte una cosita…

Bep me guiña el ojo; la señora no desaprovecha ninguna oportunidad para transmitir sus deseos y ruegos a cualquier persona que suba a verla. Debe ser uno de los motivos por los que a nadie le gusta demasiado subir al piso de arriba.

Las seis menos cuarto: Se va Bep. Bajo dos pisos para ir a echar un vistazo. Primero la cocina, luego el despacho de papá, y de ahí a la carbonera para abrirle la portezuela a Mouschi.

Tras un largo recorrido de inspección, voy a parar al territorio de Kugler. Van Daan está revisando todos los cajones y archivadores, buscando la correspondencia del día. Peter va a buscar la llave del almacén y a Moffie. Pim carga con máquinas de escribir para llevarlas arriba. Margot se busca un rinconcito tranquilo para hacer sus tareas de oficina. La señora pone a calentar agua. Mamá baja las escaleras con una cacerola llena de patatas. Cada uno sabe lo que tiene que hacer.

Al poco tiempo vuelve Peter del almacén. Lo primero que le preguntan es dónde está el pan: lo ha olvidado. Delante de la puerta de la oficina principal se encoge lo más que puede y se arrastra a gatas hasta llegar al armario de acero, coge el pan y se va; al menos, eso es lo que quiere hacer, pero antes de percatarse de lo que ocurre, Mouschi le salta por encima y se mete debajo del escritorio.

Peter busca por todas partes y por fin descubre al gato. Entra otra vez a gatas en la oficina y le tira de la cola. Mouschi suelta un bufido, Peter suspira. ¿Qué es lo que ha conseguido? Ahora Mouschi se ha instalado junto a la ventana y se lame, contento de haber escapado de las manos de Peter. Y ahora Peter, como último recurso para atraer al animal, le tiende un trozo de pan y… ¡sí!, Mouschi acude a la puerta y esta se cierra. He podido observarlo todo por la rendija de la puerta.

El señor Van Daan está furioso, da un portazo. Margot y yo nos miramos, pensamos lo mismo: seguro que se ha sulfurado a causa de alguna estupidez cometida por Kugler, y no piensa en Keg.

Se oyen pasos en el pasillo. Entra Dussel. Se dirige a la ventana con aire de propietario, husmea… tose, estornuda y vuelve a toser. Es pimienta, no ha tenido suerte. Prosigue su camino hacia la oficina principal. Las cortinas están abiertas, lo que implica que no habrá papel de cartas. Desaparece con cara de enfado. Margot y yo volvemos a mirarnos. Oigo que me dice:

—Tendrá que escribirle una hoja menos a su novia mañana.

Asiento con la cabeza.

De la escalera nos llega el ruido de un paso de elefante; es Dussel, que va a buscar consuelo en su lugar más entrañable. Seguimos trabajando. ¡Tic, tic, tic…! Tres golpes: ¡a comer!

Lunes, 23 de agosto de 1943.

Cuando el reloj da las ocho y media…

Margot y mamá están nerviosas. «¡Chis, papá! ¡Silencio, Otto! ¡Chis, Pim! ¡Que ya son las ocho y media! ¡Vente ya, que no puedes dejar correr el agua! ¡No hagas ruido al andar!». Así son las distintas exclamaciones dirigidas a papá en el cuarto de baño. A las ocho y media en punto tiene que estar de vuelta en la habitación. Ni una gota de agua, no usar el retrete, no andar, silencio absoluto. Mientras no está el personal de oficina, en el almacén los ruidos se oyen mucho más.

A las ocho y veinte abren la puerta los del piso de arriba, y al poco tiempo se oyen tres golpecitos en el suelo: la papilla de avena para Ana. Subo trepando por las escaleras y recojo mi platillo para perros.

De vuelta abajo, termino de hacer mis cosas corriendo: cepillarme el pelo, guardar el orinal, volver a colocar la cama en su sitio. ¡Silencio! El reloj da la hora. La señora cambia de calzado: comienza a desplazarse por la habitación en pantuflas; también el señor Charlie Chaplin se calza sus zapatillas; tranquilidad absoluta. La imagen de familia ideal llega a su apogeo: yo me pongo a leer o a estudiar, Margot también, al igual que papá y mamá. Papá —con Dickens y el diccionario en el regazo, naturalmente— está sentado en el borde de la cama hundida y crujiente, que ni siquiera cuenta con colchones como Dios manda. Dos colchonetas superpuestas también sirven. «No me hacen falta, me arreglo perfectamente sin ellas».

Una vez sumido en la lectura se olvida de todo, sonríe de tanto en tanto, trata por todos los medios de hacerle leer algún cuento a mamá, que le contesta:

—¡Ahora no tengo tiempo!

Por un momento pone cara de desencanto, pero luego sigue leyendo. Poco después, cuando otra vez encuentra algo divertido, vuelve a intentarlo:

—¡Ma, no puedes dejar de leer esto!

Mamá está sentada en la cama plegable, leyendo, cosiendo, haciendo punto o estudiando, según lo que toque en ese momento. De repente se le ocurre algo, y no tarda en decir:

—Ana, ¿te acuerdas…? Margot, apunta esto…

Al rato vuelve la tranquilidad. Margot cierra su libro de un golpe, papá frunce el ceño y se le forma un arco muy gracioso, reaparece la «arruga de la lectura» y ya está otra vez sumido en el libro, mamá empieza a charlar con Margot, la curiosidad me hace escucharlas. Envolvemos a Pim en el asunto y… ¡Las nueve! ¡A desayunar!

Viernes, 10 de septiembre de 1943.

Querida Kitty:

Cada vez que te escribo ha pasado algo especial, pero la mayoría de las veces se trata de cosas más bien desagradables. Ahora, sin embargo, ha pasado algo bonito. El miércoles 8 de septiembre a las siete de la tarde estábamos escuchando la radio, y lo primero que oímos fue lo siguiente: «Here follows the best news from whole the war: Italy has capitulated!». (¡Italia ha capitulado incondicionalmente!). A las ocho y cuarto empezó a transmitir Radio Orange: «Estimados oyentes: hace una hora y quince minutos, cuando acababa de redactar la crónica del día, llegó a la redacción la muy grata noticia de la capitulación de Italia. ¡Puedo asegurarles que nunca antes me ha dado tanto gusto tirar mis papeles a la papelera!».

Se tocaron los himnos nacionales de Inglaterra y de Estados Unidos y la Internacional rusa. Como de costumbre, Radio Orange levantaba los ánimos, aun sin ser demasiado optimista.

Los ingleses han desembarcado en Nápoles. El norte de Italia ha sido ocupado por los alemanes. El viernes 3 de septiembre ya se había firmado el armisticio, justo el día en que se produjo el desembarco de los ingleses en Italia. Los alemanes maldicen a Badoglio y al emperador italiano en todos los periódicos, por traidores.

Sin embargo, también tenemos nuestras desventuras. Se trata del señor Kleiman. Como sabes, todos le queremos mucho, y aunque siempre está enfermo, tiene muchos dolores y no puede comer ni andar mucho, anda siempre de buen humor y tiene una valentía admirable. «Cuando viene el señor Kleiman, sale el sol», ha dicho mamá hace poco, y tiene razón.

Resulta que deben internarlo en el hospital para una operación muy delicada de estómago, y que tendrá que quedarse allí por lo menos cuatro semanas. Tendrías que haber visto cómo se despidió de nosotros: como si fuera a hacer un recado, así sin más.

Tu Ana.

Jueves, 16 de septiembre de 1943.

Querida Kitty:

Las relaciones entre los habitantes de la Casa de atrás empeoran día a día. En la mesa nadie se atreve a abrir la boca —salvo para deslizar en ella un bocado—, por miedo a que lo que diga resulte hiriente o se malinterprete. El señor Voskuijl nos visita de vez en cuando. Es una pena que esté tan malo. A su familia tampoco se lo pone fácil, ya que anda siempre con la idea de que se va a morir pronto, y entonces todo le es indiferente. No resulta difícil hacerse una idea de la atmósfera que debe reinar en la casa de los Voskuijl, basta pensar en lo susceptibles que ya son todos aquí.

Todos los días tomo valeriana contra el miedo y la depresión, pero esto no logra evitar que al día siguiente esté todavía peor de ánimo. Poder reír alguna vez con gusto y sin inhibiciones: eso me ayudaría más que diez valerianas, pero ya casi nos hemos olvidado de lo que es reír. A veces temo que de tanta seriedad se me estirará la cara y la boca se me arqueará hacia abajo. Los otros no lo tienen mejor; todos miran con malos presentimientos la mole que se nos viene encima y que se llama invierno. Otro hecho nada alentador es que Van Maaren, el mozo de almacén, tiene sospechas relacionadas con el edificio de atrás. A una persona con un mínimo de inteligencia le tiene que llamar la atención la cantidad de veces que Miep dice que va al laboratorio, Bep al archivo y Kleiman al almacén de Opekta, y que Kugler sostenga que la Casa de atrás no pertenece a esta parcela, sino que forma parte del edificio de al lado. No nos importaría lo que Van Maaren pudiera pensar del asunto, si no fuera porque tiene fama de ser poco fiable y porque es tremendamente curioso, y que no se contenta con vagas explicaciones.

Un día, Kugler quería ser en extremo cauteloso: a las doce y veinte del mediodía se puso el abrigo y se fue a la droguería de la esquina. Volvió antes de que hubieran pasado cinco minutos, subió las escaleras de puntillas y entró en nuestra casa. A la una y cuarto quiso marcharse, pero en el descansillo se encontró con Bep, que le previno que Van Maaren estaba en la oficina. Kugler dio media vuelta y se quedó con nosotros hasta la una y media. Entonces se quitó los zapatos y así, a pesar de su catarro, fue hasta la puerta del desván de la casa de delante, bajó la escalera lenta y sigilosamente, y después de haberse balanceado en los escalones durante quince minutos para evitar cualquier crujido, llegó a la oficina como si viniera de la calle.

Bep, que mientras tanto se había librado un momento de Van Maaren, vino a buscar a Kugler a casa, pero Kugler ya se había marchado hacía rato, y todavía andaba descalzo por las escaleras. ¿Qué habrá pensado la gente en la calle al ver al señor director poniéndose los zapatos fuera?

Tu Ana.

Miércoles, 29 de septiembre de 1943.

Querida Kitty:

Hoy cumple años la señora Van Daan. Aparte de un cupón de racionamiento para comprar queso, carne y pan, tan solo le hemos regalado un frasco de mermelada. También el marido, Dussel y el personal de la oficina le han regalado flores y alimentos exclusivamente. ¡Los tiempos no dan para más!

El otro día a Bep casi le da un ataque de nervios, de tantos recados que le mandaban hacer. Diez veces al día le encargaban cosas, insistiendo en que lo hiciera rápido, en que volviera a salir o en que había traído alguna cosa equivocada. Si te pones a pensar en que abajo tiene que terminar el trabajo de oficina, que Kleiman está enfermo, que Miep está en su casa con catarro, que ella misma se ha torcido el tobillo, que tiene mal de amores y en casa un padre que se lamenta continuamente, te puedes imaginar cuál es su estado. La hemos consolado y le hemos dicho que si nos dijera unas cuantas veces que no tiene tiempo, las listas de los recados se acortarían automáticamente.

El sábado tuvimos un drama, cuya intensidad superó todo lo vivido aquí hasta el momento. Todo empezó con Van Maaren y terminó en una disputa general con llanto. Dussel se quejó ante mamá de que lo tratamos como a un paria, de que ninguno de nosotros es amable con él, de que él no nos ha hecho nada, y le largó toda una sarta de halagos y lisonjas de los que mamá felizmente no hizo caso. Le contestó que él nos había decepcionado mucho a todos y que más de una vez nos había causado disgustos. Dussel le prometió el oro y el moro, pero como siempre, hasta ahora nada ha cambiado. Con los Van Daan el asunto va a acabar mal, ya me lo veo venir. Papá está furioso, porque nos engañan. Esconden carne y otras cosas. ¡Ay, qué desgracia nos espera! ¡Cuánto daría por no verme metida en todas estas trifulcas! ¡Ojalá pudiera escapar! ¡Nos van a volver locos!

Tu Ana.

Sábado, 17 de septiembre de 1943.

Querida Kitty:

Ha vuelto Kleiman. ¡Menos mal! Todavía se le ve pálido, pero sale a la calle de buen humor a vender ropa para Van Daan.

Es un hecho desagradable el que a Van Daan se le haya acabado completamente el dinero. Los últimos cien florines los ha perdido en el almacén, lo que nos ha traído problemas. ¿Cómo es posible que un lunes por la mañana vayan a parar cien florines al almacén? Todos motivos de sospecha. Entretanto, los cien florines han volado. ¿Quién es el ladrón?

Pero te estaba hablando de la escasez de dinero. La señora no quiere desprenderse de ninguno de sus abrigos, vestidos ni zapatos; el traje del señor es difícil de vender, y la bicicleta de Peter ha vuelto de la subasta, ya que nadie la quiso comprar. No se sabe cómo acabará todo esto. Quiera o no, la señora tendrá que renunciar a su abrigo de piel. Según ella, la empresa debería mantenernos a todos, pero no logrará imponer su punto de vista. En el piso de arriba han armado una tremenda bronca al respecto, aunque ahora ya han entrado en la fase de reconciliación, con los respectivos «¡Ay, querido Putti!», y «¡Kerli preciosa!».

Las palabrotas que han volado por esta honorable casa durante el último mes dan vértigo. Papá anda por la casa con los labios apretados. Cuando alguien lo llama se espanta un poco, por miedo a que nuevamente lo necesiten para resolver algún asunto delicado. Mamá tiene las mejillas rojas de lo exaltada que está, Margot se queja del dolor de cabeza, Dussel no puede dormir, la señora se pasa el día lamentándose y yo misma no sé dónde tengo la cabeza. Honestamente, a veces ya ni sé con quién estamos reñidos o con quién ya hemos vuelto a hacer las paces. Lo único que me distrae es estudiar, así que estudio mucho.

Tu Ana.

Viernes, 29 de octubre de 1943.

Querida Kitty:

El señor Kleiman se ha tenido que retirar del trabajo nuevamente. Su estómago no lo deja tranquilo. Ni él mismo sabe si la hemorragia ha parado. Nos vino a decir que se sentía mal y que se marchaba para su casa. Es la primera vez que lo vi tan de capa caída.

Aquí ha vuelto a haber ruidosas disputas entre el señor y la señora. Fue así: se les ha acabado el dinero. Quisieron vender un abrigo de invierno y un traje del señor, pero nadie quería comprarlos. El precio que pedían era demasiado alto.

Un día, hace ya algún tiempo, Kleiman comentó algo sobre un peletero amigo. De ahí surgió la idea del señor de vender el abrigo de piel de su mujer. Es un abrigo de pieles de conejo que ya tiene diecisiete años. Le dieron 325 florines por él, una suma enorme. La señora quería quedarse con el dinero para poder comprarse ropa nueva después de la guerra, y no fue nada fácil convencerla de que ese dinero era más que necesario para los gastos de la casa.

No puedes ni imaginarte los gritos, los chillidos, los golpes y las palabrotas. Fue algo espeluznante. Los de mi familia estábamos aguardando al pie de la escalera conteniendo la respiración, listos para separar a los contrincantes en caso de necesidad. Todas esas peleas, llantos y nerviosismos provocan tantas tensiones y esfuerzos, que por las noches caigo en la cama llorando, dando gracias al cielo de que por fin tengo media hora para mí sola.

A mí me va bien, salvo que no tengo ningún apetito. Viven repitiéndome: «¡Qué mal aspecto tienes!». Debo admitir que se esfuerzan mucho por mantenerme más o menos a nivel, recurriendo a la dextrosa, el aceite de hígado de bacalao, a las tabletas de levadura y de calcio. Mis nervios no siempre consigo dominarlos, sobre todo los domingos me siento muy desgraciada. Los domingos reina aquí en casa una atmósfera deprimente, aletargada y pesada; fuera no se oye cantar a ningún pájaro; un silencio sofocante y de muerte lo envuelve todo, y esa pesadez se aferra a mí como si quisiera arrastrarme hasta los infiernos. Papá, mamá y Margot me son indiferentes de tanto en tanto, y yo deambulo por las habitaciones, bajando y subiendo las escaleras, y me da la sensación de ser un pájaro enjaulado al que le han arrancado las alas violentamente y que en la más absoluta penumbra choca contra los barrotes de su estrecha jaula al querer volar. Oigo una voz dentro de mí que me grita: «¡Sal fuera, al aire, a reír!». Ya ni le contesto; me tumbo en uno de los divanes y duermo para acortar el tiempo, el silencio, y también el miedo atroz, ya que es imposible matarlos.

Tu Ana.

Sábado, 30 de octubre de 1943.

Querida Kitty:

Mamá anda muy nerviosa, y eso para mí siempre es muy peligroso. ¿Puede ser casual que papá y mamá nunca regañen a Margot, y siempre sea yo la que cargue con la culpa de todo? Anoche, por ejemplo, pasó lo siguiente: Margot estaba leyendo un libro con ilustraciones muy bonitas. Se levantó y dejó de lado el libro con intención de seguir leyéndolo más tarde. Como yo en ese momento no tenía nada que hacer, lo cogí y me puse a mirar las ilustraciones. Margot volvió, vio «su» libro en mis manos, frunció el ceño y me pidió que se lo devolviera, enfadada. Yo quería seguir leyéndolo un poco más. Margot se enfadó más y más, y mamá se metió en el asunto diciendo:

—Ese libro lo estaba leyendo Margot, así que dáselo a ella.

En eso entró papá sin saber siquiera de qué se trataba, pero al ver lo que pasaba, me gritó:

—¡Ya quisiera ver lo que harías tú si Margot se pusiera a hojear tu libro!

Yo enseguida cedí, solté el libro y salí de la habitación, «ofendida» según ellos. No estaba ofendida ni enfadada, sino triste.

Papá no estuvo muy bien al juzgar sin conocer el objeto de la controversia. Yo sola le habría devuelto el libro a Margot, e incluso mucho antes, de no haberse metido papá y mamá en el asunto para proteger a Margot, como si de la peor injusticia se tratara.

Que mamá salga a defender a Margot es normal, siempre se andan defendiendo mutuamente. Yo ya estoy tan acostumbrada, que las regañinas de mamá ya no me hacen nada, igual que cuando Margot se pone furiosa. Las quiero solo porque son mi madre y Margot; como personas, por mí que se vayan a freír espárragos. Con papá es distinto. Cuando hace distinción entre las dos, aprobando todo lo que hace Margot, alabándola y haciéndole cariños, yo siento que algo me carcome por dentro, porque a papá yo lo adoro, es mi gran ejemplo, no quiero a nadie más en el mundo sino a él. No es consciente de que a Margot la trata de otra manera que a mí. Y es que Margot es la más lista, la más buena, la más bonita y la mejor. ¿Pero acaso no tengo yo derecho a que se me trate un poco en serio? Siempre he sido la payasa y la traviesa de la familia, siempre he tenido que pagar dos veces por las cosas que hacía: por un lado, las regañinas, y por el otro, la desesperación dentro de mí misma. Ahora esos mismos frívolos ya no me satisfacen, como tampoco las conversaciones presuntamente serias. Hay algo que quisiera que papá me diera que él no es capaz de darme. No tengo celos de Margot, nunca los he tenido. No ansío ser tan lista y bonita como ella, tan solo desearía sentir el amor verdadero de papá, no solamente como su hija, sino también como Ana en sí misma.

Intento aferrarme a papá, porque cada día desprecio más a mamá, y porque papá es el único que todavía hace que conserve mis últimos sentimientos de familia. Papá no entiende que a veces necesito desahogarme sobre mamá. Pero él no quiere hablar, y elude todo lo que pueda hacer referencia a los errores de mamá.

Y sin embargo es ella, con todos sus defectos, la carga más pesada. No sé qué actitud adoptar; no puedo refregarle debajo de las narices su dejadez, su sarcasmo y su dureza, pero tampoco veo por qué habría de buscar la culpa de todo en mí.

Soy exactamente opuesta a ella en todo, y eso, naturalmente, choca. No juzgo su carácter porque no sé juzgarlo, solo la observo como madre. Para mí, mamá no es mi madre. Yo misma tengo que ser mi madre. Me he separado de ellos, ahora navego sola y ya veré dónde voy a parar. Todo tiene que ver sobre todo con el hecho de que veo en mí misma un gran ejemplo de cómo ha de ser una madre y una mujer, y no encuentro en ella nada a lo que pueda dársele el nombre de madre.

Siempre me propongo no mirar los malos ejemplos que ella me da; tan solo quiero ver su lado bueno, y lo que no encuentre en ella, buscarlo en mí misma. Pero no me sale, y lo peor es que ni papá ni mamá son conscientes de que están fallando en cuanto a mi educación, y de que yo se lo tomo a mal. ¿Habrá gente que pueda satisfacer plenamente a sus hijos?

A veces creo que Dios me quiere poner a prueba, tanto ahora como más tarde. Debo ser buena sola, sin ejemplos y sin hablar, solo así me haré más fuerte.

¿Quién sino yo leerá luego todas estas cartas? ¿Quién sino yo misma me consolará? Porque a menudo necesito consuelo; muchas veces no soy lo suficientemente fuerte y fallo más de lo que acierto. Lo sé, y cada vez intento mejorar, todos los días.

Me tratan de forma poco coherente. Un día Ana es una chica seria, que sabe mucho, y al día siguiente es una borrica que no sabe nada y cree haber aprendido de todo en los libros. Ya no soy el bebé ni la niña mimada que causa gracia haciendo cualquier cosa. Tengo mis propios ideales, mis ideas y planes, pero aún no sé expresarlos.

¡Ah!, me vienen tantas cosas a la cabeza cuando estoy sola por las noches, y también durante el día, cuando tengo que soportar a todos los que ya me tienen harta y siempre interpretan mal mis intenciones. Por eso, al final siempre vuelvo a mi diario: es mi punto de partida y mi destino, porque Kitty siempre tiene paciencia conmigo. Le prometeré que, a pesar de todo, perseveraré, que me abriré mi propio camino y me tragaré mis lágrimas. Solo que me gustaría poder ver los resultados, o que alguien que me quisiera me animara a seguir.

No me juzgues, sino considérame como alguien que a veces siente que está rebosando.

Tu Ana.

Miércoles, 3 de noviembre de 1943.

Querida Kitty:

Para proporcionarnos un poco de distracción y conocimientos, papá ha pedido un folleto de los cursos por correspondencia de Leiden. Margot estuvo hojeando el voluminoso librito como tres veces, sin encontrar nada que le interesara y a la medida de su presupuesto. Papá fue más rápido en decidirse, y quiso recibir a la institución para solicitar una clase de prueba de «Latín elemental». Dicho y hecho. La clase llegó, Margot se puso a estudiar con buenos ánimos y el cursillo, aunque caro, se encargó. Para mí es demasiado difícil, aunque me encantaría aprender latín.

Para que yo también empezara con algo nuevo, papá le pidió a Kleiman una biblia para jóvenes, para que por fin me entere de algunas cosas del Nuevo Testamento.

—¿Le vas a regalar a Ana una biblia para Januká? —preguntó Margot algo desconcertada.

—Pues… en fin, creo que será mejor que se la regale para San Nicolás —contestó papá.

Y es que Jesús y Januká no tienen nada que ver.

Como se ha roto la aspiradora, todas las noches me toca cepillar la alfombra con un viejo cepillo. Cierro la ventana, enciendo la luz, también la estufa, y paso el escobón. «Esto no puede acabar bien —pensé ya la primera vez—. Seguro que habrá quejas». Y así fue: a mamá las espesas nubes de polvo que quedaban flotando en la habitación le dieron dolor de cabeza, el nuevo diccionario de latín de Margot se cubrió de suciedad, y Pim hasta se quejó de que el suelo no había cambiado en absoluto de aspecto. «A buen servicio mal galardón», como dice el refrán.

La última consigna de la Casa de atrás es que los domingos la estufa se encienda a las siete y media, y no a las cinco y media de la mañana, como antes. Me parece una cosa peligrosa. ¿Qué van a pensar los vecinos del humo que eche nuestra chimenea? Lo mismo pasa con las cortinas. Desde que nos instalamos aquí siempre han estado herméticamente cerradas. Pero a veces, a alguno de los señores o a alguna de las señoras le viene el antojo de mirar hacia fuera un momento. El efecto: una lluvia de reproches. La respuesta: «¡Pero si no lo ve nadie!». Por ahí empiezan todos los descuidos. Que esto no lo ve nadie, que aquello no lo oye nadie, que a lo de más allá nadie le presta atención. Es muy fácil decirlo, ¿pero se corresponderá con la verdad? De momento las disputas tempestuosas han amainado, solo Dussel está reñido con Van Daan. Cuando habla de la señora, no hace más que repetir las palabras «vaca idiota», «morsa» y «yegua»; viceversa, la señora califica al estudioso infalible de «vieja solterona», «damisela susceptible», etcétera. Dijo la sartén al cazo: «¡Apártate, que me tiznas!».

Tu Ana.

Noche del lunes, 8 de noviembre de 1943.

Querida Kitty:

Si pudieras leer mi pila de cartas una detrás de otra, seguramente te llamarían la atención los distintos estados de ánimo en que fueron escritas. Yo misma lamento que aquí, en la Casa de atrás, dependa tanto de los estados de ánimo. En verdad, no solo a mí me pasa; nos pasa a todos. Cuando leo un libro que me causa una impresión profunda, tengo que volver a ordenar bien toda mi cabeza antes de mezclarme con los demás, si no podrían llegar a pensar que me ocurre algo extraño. De momento, como podrás apreciar, estoy en una fase depresiva. De verdad no sabría explicarte a qué se debe, pero creo que es mi cobardía, con la que tropiezo una y otra vez.

Hace un rato, cuando aún estaba con nosotros Bep, se oyó un timbre fuerte, largo y penetrante. En ese momento me puse blanca, me vino dolor de estómago y taquicardia, y todo por la mieditis.

Por las noches, en sueños, me veo en un calabozo, sin papá y mamá. A veces deambulo por la carretera, o se quema nuestra Casa de atrás, o nos vienen a buscar de noche y me escondo debajo de la cama, desesperada. Veo todo como si lo estuviera viviendo en mi propia carne. ¡Y encima tengo la sensación de que todo esto me puede suceder en cualquier momento!

Miep dice a menudo que nos envidia tal como estamos aquí, por la tranquilidad que tenemos. Puede ser, pero se olvida de nuestro enorme miedo.

No puede imaginarse que para nosotros el mundo vuelva a ser alguna vez como era antes. Es cierto que a veces hablo de «después de la guerra», pero es como si hablara de un castillo en el aire, algo que nunca podrá ser realidad.

Nos veo a los ocho y a la Casa de atrás, como si fuéramos un trozo de cielo azul, rodeado de nubes de lluvia negras, muy negras. La isla redonda en la que nos encontramos aún es segura, pero las nubes se van acercando, y el anillo que nos separa del peligro inminente se cierra cada vez más. Ya estamos tan rodeados de peligros y de oscuridad, que la desesperación por buscar una escapatoria nos hace tropezar unos con otros. Miramos todos hacia abajo, donde la gente está peleándose entre sí, miramos todos hacia arriba, donde todo está en calma y es hermoso, y entretanto estamos aislados por esa masa oscura, que nos impide ir hacia abajo o hacia arriba, pero que se halla frente a nosotros como un muro infranqueable, que quiere aplastarnos, pero que aún no lo logra. No puedo hacer otra cosa que gritar e implorar: «¡Oh, anillo, anillo, ensánchate y ábrete, para que podamos pasar!».

Tu Ana.

Jueves, 11 de noviembre de 1943.

Querida Kitty:

Se me acaba de ocurrir un buen título para este capítulo: Oda a la estilográfica «In memoriam».

La estilográfica había sido siempre para mí un preciado tesoro; la apreciaba mucho, sobre todo por la punta gruesa que tenía, porque solo con la punta gruesa de una estilográfica sé hacer una letra realmente bonita. Mi estilográfica ha tenido una larga e interesante vida de estilográfica, que pasaré a relatar brevemente.

Cuando tenía nueve años, mi estilográfica me llegó en un paquete, envuelta en algodón, catalogada como «muestra sin valor», procedente de Aquisgrán, la ciudad donde reside mi abuela, la generosa remitente. Yo estaba en cama con gripe, mientras el viento frío de febrero bramaba alrededor de la casa. La maravillosa estilográfica venía en un estuche de cuero rojo y fue mostrada a todas mis amigas el mismísimo día del obsequio. ¡Yo, Ana Frank, orgullosa poseedora de una estilográfica!

Cuando tenía diez años, me permitieron llevar la estilográfica al colegio, y la señorita consintió que la usara para escribir. A los once años, sin embargo, tuve que guardarla, ya que la señorita del sexto curso solo permitía que se usaran plumas y tinteros del colegio como útiles de escritura. Cuando cumplí los doce y pasé al liceo judío, mi estilográfica, para mayor gloria, fue a dar a un nuevo estuche, en el que también cabía un lápiz y que, además, parecía mucho más auténtico, ya que cerraba con cremallera. A los trece la traje conmigo a la Casa de atrás, donde me acompañó a través de un sinnúmero de diarios y otros escritos. El año en que cumplí los catorce, fue el último año que mi estilográfica y yo pasamos juntas, y ahora…

Fue un viernes por la tarde después de las cinco; salí de mi habitación y quise sentarme a la mesa a escribir, pero Margot y papá me obligaron bruscamente a cederles el lugar para poder dedicarse a su clase de latín. La estilográfica quedó sobre la mesa, sin utilizar; suspirando, su propietaria tuvo que contentarse con un pequeñísimo rincón de la mesa y se puso a pulir judías. «Pulir judías» significa aquí dentro adecentar las judías pintas enmohecidas. A las seis menos cuarto me puse a barrer el suelo, y la basura, junto con las judías malas, la tiré en la estufa, envuelta en un periódico. Se produjo una tremenda llamarada, y me puse contenta, porque el fuego estaba aletargado y se restableció. Había vuelto la tranquilidad, los latinistas habían desaparecido y yo me senté a la mesa para volver a la escritura, pero por más que buscara en todas partes, la estilográfica no aparecía. Busqué otra vez, Margot también buscó, y mamá, y también papá, y Dussel, pero la pluma había desaparecido sin dejar rastro.

—Quizá se haya caído en la estufa, junto con las judías —sugirió Margot.

—¡Cómo se te ocurre! —le contesté.

Sin embargo, cuando por la noche mi estilográfica aún no había aparecido, todos supusimos que se había quemado, sobre todo porque el celuloide arde que es una maravilla. Mi triste presentimiento se confirmó a la mañana siguiente cuando papá, al vaciar la estufa, encontró el clip con el que se sujeta una estilográfica en medio de las cenizas. De la plumilla de oro no encontramos el menor rastro.

—Debe de haberse adherido a alguna piedra al arder —opinó papá.

Al menos me queda un consuelo, aunque sea pequeño: mi estilográfica ha sido incinerada, tal como quiero que hagan conmigo llegado el momento.

Tu Ana.

Miércoles, 17 de noviembre de 1943.

Querida Kitty:

Están ocurriendo hechos estremecedores. En casa de Bep hay difteria, y por eso tiene que evitar el contacto con nosotros durante seis semanas. Resulta muy molesto, tanto para la comida como para los recados, sin mencionar la falta que nos hace su compañía. Kleiman sigue postrado y lleva tres semanas ingiriendo leche y finas papillas únicamente. Kugler está atareadísimo.

Las clases de latín enviadas por Margot vuelven corregidas por un profesor. Margot las envía usando el nombre de Bep. El profesor es muy amable y muy gracioso además. Debe de estar contento de que le haya caído una alumna tan inteligente. Dussel está totalmente confuso, y nadie sabe por qué. Todo comenzó con que cuando estábamos arriba no abría la boca y no intercambiaba ni una sola palabra con el señor Van Daan ni con la señora. Esto llamó la atención a todos. Como la situación se prolongaba, mamá aprovechó la ocasión para prevenirle que de esta manera la señora ciertamente podía llegar a causarle muchos disgustos. Dussel dijo que el que había empezado a no decir nada era Van Daan, y que por lo tanto no tenía intención de romper su silencio. Debes saber que ayer fue 16 de noviembre, día en que se cumplió un año de su venida a la Casa de atrás. Con ocasión de ello, le regaló a mamá un jarrón de flores, pero a la señora Van Daan, que durante semanas había estado haciendo alusión a la fecha en varias oportunidades, sin ocultar en lo más mínimo su opinión de que Dussel tendría que convidarnos a algo, no le regaló nada. En vez de expresar de una buena vez su agradecimiento por la desinteresada acogida, no dijo ni una palabra. Y cuando el dieciséis por la mañana le pregunté si debía darle la enhorabuena o el pésame, contestó que podía decirle cualquier cosa. Mamá, que quería hacer el noble papel de paloma de la paz, no avanzó ni un milímetro y al final la situación se mantuvo igual.

No exagero si te digo que en la mente de Dussel hay algo que no funciona. A menudo nos mofamos en silencio de su falta de memoria, opinión y juicio, y más de una vez nos reímos cuando transmite, de forma totalmente tergiversada y mezclándolo todo, los mensajes que acaba de recibir. Por otra parte, ante cada reproche o acusación esgrime una bella promesa, que en realidad nunca cumple.

Der Mann hat einen grossen Geist und ist so klein von Taten![18].

Tu Ana.

Sábado, 27 de noviembre de 1943.

Querida Kitty:

Anoche, antes de dormirme, se me apareció de repente Hanneli. La vi delante de mí, vestida con harapos, con el rostro demacrado. Tenía los ojos muy grandes y me miraba de manera tan triste y con tanto reproche, que en sus ojos pude leer: «Oh, Ana, ¿por qué me has abandonado? ¡Ayúdame, oh, ayúdame a salir de este infierno!». Y yo no puedo ayudarla, solo puedo mirar cómo otras personas sufren y mueren, y estar de brazos cruzados, y solo puedo pedirle a Dios que nos la devuelva. Es nada menos que a Hanneli a quien vi, nadie sino Hanneli… y comprendí. La juzgué mal, era yo demasiado niña para comprender sus problemas. Ella estaba muy encariñada con su amiga y era como si yo quisiera quitársela. ¡Cómo se habrá sentido la pobre! Lo sé, yo también conozco muy bien ese sentimiento. A veces, como un relámpago, veía cosas de su vida, para luego, de manera muy egoísta, volver a dedicarme a mis propios placeres y problemas.

No hice muy bien en tratarla así, y ahora me miraba con su cara pálida y su mirada suplicante, tan desamparada. ¡Ojalá pudiera ayudarla! ¡Dios mío, cómo es posible que yo tenga aquí todo lo que se me antoja, y que el cruel destino a ella la trate tan mal! Era tan piadosa como yo, o más, y quería hacer el bien, igual que yo; entonces, ¿por qué fui yo elegida para vivir y ella tal vez haya tenido que morir? ¿Qué diferencia había entre nosotras? ¿Por qué estamos tan lejos una de otra?

A decir verdad, hacía meses, o casi un año, que la había olvidado. No del todo, pero tampoco la tenía presente con todas sus desgracias.

Ay, Hanneli, espero que si llegas a ver el final de la guerra y a reunirte con nosotros, pueda acogerte para compensarte en parte el mal que te he hecho.

Pero cuando vuelva a estar en condiciones de ayudarla, no precisará mi ayuda tanto como ahora. ¿Pensará alguna vez en mí? ¿Qué sentirá?

Dios bendito, apóyala, para que al menos no esté sola. ¡Si pudieras decirle que pienso en ella con amor y compasión, quizá eso le dé fuerzas para seguir aguantando! No debo seguir pensando, porque no encuentro ninguna salida. Siempre vuelvo a ver sus grandes ojos, que no me sueltan. Me pregunto si la fe de Hanneli es suya propia, o si es una cosa que le han inculcado desde fuera. Ni siquiera lo sé, nunca me he tomado la molestia de preguntárselo.

Hanneli, Hanneli, ojalá pudiera sacarte de donde estás, ojalá pudiera compartir contigo todas las cosas que disfruto. Es demasiado tarde. No puedo ayudar ni remediar todo lo que he hecho mal. ¡Pero nunca la olvidaré y siempre rezaré por ella!

Tu Ana.

Lunes, 6 de diciembre de 1943.

Querida Kitty:

Cuando se acerca el día de San Nicolás, sin quererlo todos pensamos en la cesta del año pasado, tan hermosamente decorada, y sobre todo a mí me pareció horrible tener que saltárnoslo todo este año. Estuve mucho tiempo pensando hasta que encontré algo, algo que nos hiciera reír. Lo consulté con Pim, y la semana pasada pusimos manos a la obra para escribir un poema para cada uno.

El domingo por la noche a las ocho y cuarto aparecimos en el piso de arriba llevando el canasto de la colada entre los dos, adornado con pequeñas figuras y lazos de papel cebolla de color celeste y rosa. El canasto estaba cubierto de un gran papel de envolver color marrón, que llevaba una nota adherida. Arriba todos estaban un tanto asombrados por el gran volumen del paquete sorpresa. Cogí la nota y me puse a leer:

PRÓLOGO:

Como todos los años, San Nicolás ha venido y a la Casa de atrás regalos ha traído. Lamentablemente la celebración de este año no puede ser tan divertida como antaño, cuando teníamos tantas esperanzas y creíamos que conservando el optimismo triunfaríamos, que la guerra acabaría y que sería posible festejar San Nicolás estando ya libres. De todas maneras, hoy lo queremos celebrar y aunque ya no queda nada para regalar podemos echar mano de un último recurso que se encuentra en el zapato de cada uno…

Cuando todos sacaron sus zapatos del canasto, hubo carcajada general. En cada uno de ellos había un paquetito envuelto en papel de envolver, con la dirección de su respectivo dueño.

Tu Ana.

Miércoles, 22 de diciembre de 1943.

Querida Kitty:

Una fuerte gripe ha impedido que te escribiera antes. Es un suplicio caer enfermo aquí; cuando me venía la tos, me metía debajo de las sábanas y mantas lo más rápido posible y trataba de acallar mi garganta lo más que podía, lo que por lo general tenía como consecuencia que la picazón no se me iba en absoluto y que había que recurrir a la leche con miel, al azúcar o a las pastillas. Me da vértigo pensar en todas las curas por las que me hicieron pasar: sudación, compresas, paños húmedos y secos en el pecho, bebidas calientes, gargarismos, pinceladas de yodo, reposo, almohada térmica, bolsas de agua caliente, limón exprimido y el termómetro cada dos horas. ¿Puede uno curarse realmente de esa manera? Lo peor de todo me pareció cuando el señor Dussel se puso a hacer de médico y apoyó su cabeza engominada en mi pecho desnudo para auscultar los sonidos que había dentro. No solo me hacía muchísimas cosquillas su pelo, sino que me daba vergüenza, a pesar de que en algún momento, hace treinta años, estudió para médico y tiene el título. ¿Por qué tiene que estar ese hombre posando su cabeza en mi pecho desnudo? ¿Acaso se cree mi amante? Además, lo que pueda haber de bueno o de malo allí dentro, él no lo oye, y debería lavarse las orejas, porque es bastante duro de oído. Pero basta ya de hablar de enfermedades. Ahora me siento como nueva, he crecido un centímetro, he aumentado un kilo de peso, estoy pálida y deseosa de ponerme a estudiar.

Ausnahmsweise[19] —no cabe emplear otra palabra—, reina en la casa un buen entendimiento, nadie está reñido con nadie, pero no creo que dure mucho, porque hace como seis meses que no disfrutábamos de esta paz hogareña.

Bep sigue separada de nosotros, pero esta hermana nuestra no tardará en librarse de todos sus bacilos.

Para Navidad nos darán una ración extra de aceite, de dulces y de melaza. Para Januká, Dussel les ha regalado a la señora Van Daan y a mamá un hermoso pastel, hecho por Miep a petición suya. Con todo el trabajo que tiene, encima ha tenido que hacer eso. A Margot y a mí nos ha regalado un broche, fabricado con una moneda de un céntimo lustrada y brillante. En fin, no te lo puedo describir, es sencillamente muy bonito. Para Miep y Bep también tengo unos regalitos de Navidad, y es que durante un mes he estado ahorrando azúcar que era para echar en la papilla de avena. Kleiman la ha usado para mandar hacer unos dulces para la Navidad.

Hace un tiempo feo y lluvioso, la estufa despide mal olor y la comida nos cae muy pesada a todos, lo que produce unos «truenos» tremendos por todos los rincones. Tregua en la guerra, humor de perros.

Tu Ana.

Viernes, 24 de diciembre de 1943.

Querida Kitty:

Ya te he escrito en otras oportunidades sobre lo mucho que todos aquí dependemos de los estados de ánimo, y creo que este mal está aumentando mucho últimamente, sobre todo en mí. Aquello de Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt[20] ciertamente es aplicable en mi caso. En la más alta euforia me encuentro cuando pienso en lo bien que estamos aquí, comparado con la suerte que corren otros chicos judíos, y «la más profunda aflicción» me viene, por ejemplo, cuando ha venido de visita la señora Kleiman y nos ha hablado del club de hockey de Jopie, de sus paseos en piragua, de sus representaciones teatrales y los tés con sus amigas.

No creo que la envidie a Jopie, pero lo que sí me da es un ansia enorme de poder salir a divertirme como una loca y reírme hasta que me duela la tripa. Sobre todo ahora, en invierno, con las fiestas de Navidad y Año Nuevo, estamos aquí encerrados como parias, aunque ya sé que en realidad no debo escribir estas palabras, porque parecería que soy una desagradecida, pero no puedo guardármelo todo, y prefiero citar mis palabras del principio: «El papel es paciente».

Cuando alguien acaba de venir de fuera, con el viento entre la ropa y el frío en el rostro, querría esconder la cabeza debajo de las sábanas para no pensar en el momento en que nos sea dado volver a oler el aire puro. Pero como no me está permitido esconder la cabeza debajo de las sábanas, sino que, al contrario, debo mantenerla firme y erguida, mis pensamientos me vuelven a la cabeza una y otra vez, innumerables veces. Créeme, cuando llevas un año y medio encerrada, hay días en que ya no puedes más. Entonces ya no cuentan la justicia ni la ingratitud; los sentimientos no se dejan ahuyentar.

Montar en bicicleta, bailar, silbar, mirar el mundo, sentirme joven, saber que soy libre, eso es lo que anhelo, y sin embargo no puedo dejar que se me note, porque imagínate que todos empezáramos a lamentarnos o pusiéramos caras largas… ¿Adónde iríamos a parar? A veces me pongo a pensar: ¿no habrá nadie que pueda entenderme, que pueda ver más allá de esa ingratitud, más allá del ser o no ser judío, y ver en mí tan solo a esa chica de catorce años, que tiene una inmensa necesidad de divertirse un rato despreocupadamente? No lo sé, y es algo de lo que no podría hablar con nadie, porque sé que me pondría a llorar. El llanto es capaz de proporcionar alivio, pero tiene que haber alguien con quien llorar. A pesar de todo, a pesar de las teorías y los esfuerzos, todos los días echo de menos a esa madre que me comprenda. Por eso, en todo lo que hago y escribo, pienso que cuando tenga hijos querría ser para ellos la mamá que me imagino. La mamá que no se toma tan en serio las cosas que se dicen por ahí, pero que sí se toma en serio las cosas que digo yo. Me doy cuenta de que… (me cuesta describirlo) pero la palabra «mamá» ya lo dice todo. ¿Sabes lo que se me ha ocurrido para llamar a mi madre usando una palabra parecida a «mamá»? A menudo la llamo Mansa, y de ahí se derivan Mans o Man. Es como si dijésemos una mamá imperfecta, a la que me gustaría honrar cambiándole un poco las letras al nombre que le he puesto. Por suerte, Mans no sabe nada de esto, porque no le haría ninguna gracia si lo supiera.

Ahora ya basta. Al escribirte se me ha pasado un poco mi «más profunda aflicción».

Tu Ana.

Domingo, 26 de diciembre de 1943.

En estos días, ahora que hace solo un día que pasó la Navidad, estoy todo el tiempo pensando en Pim y en lo que me dijo el año pasado. El año pasado, cuando no comprendí el significado de sus palabras tal como las comprendo ahora. ¡Ojalá hablara otra vez, para que yo pudiera hacerle ver que lo comprendo!

Creo que Pim me ha hablado de ello porque él, que conoce tantos secretos íntimos de otros, también tenía que desahogarse alguna vez; porque Pim normalmente no dice nada de sí mismo, y no creo que Margot sospeche las cosas por las que ha pasado. Pobre Pim, yo no me creo que la haya olvidado. Nunca olvidará lo ocurrido. Se ha vuelto indulgente, porque también él ve los defectos de mamá. ¡Espero llegar a parecerme un poco a él, sin tener que pasar por lo que ha pasado!

Ana.

Lunes, 27 de diciembre de 1943.

El viernes por la noche, por primera vez en mi vida, me regalaron algo por Navidad. Las chicas, Kleiman y Kugler prepararon otra vez una hermosa sorpresa. Miep hizo un delicioso pastel de Navidad, que llevaba la inscripción de «Paz 1944». Bep nos trajo medio kilo de galletas de una calidad que ya no se ve desde que empezó la guerra. Para Peter, para Margot y para mí hubo un tarro de yogur, y a los mayores les dieron una botellita de cerveza a cada uno. Todo venía envuelto en un papel muy bonito, con estampas pegadas en los distintos paquetes. Por lo demás, los días de Navidad han pasado rápido.

Ana.

Miércoles, 29 de diciembre de 1943.

Querida Kitty:

Anoche me sentí nuevamente muy triste. Volvieron a mi mente la abuela y Hanneli. Abuela, mi querida abuela, ¡qué poco nos dimos cuenta de lo que sufrió, qué buena fue siempre con nosotros, cuánto interés ponía en todo lo que tuviera que ver con nosotros! Y pensar que siempre guardó cuidadosamente el terrible secreto del que era portadora[21]. ¡Qué buena y leal fue siempre la abuela! Jamás hubiera dejado en la estacada a alguno de nosotros. Hiciera lo que hiciera, me portara como me portara, la abuela siempre me perdonaba. Abuela, ¿me quisiste o acaso tampoco me comprendiste? No lo sé. ¡Qué sola se debe haber sentido la abuela, pese a que nos tenía a nosotros! El ser humano puede sentirse solo a pesar del amor de muchos, porque para nadie es realmente el «más querido».

¿Y Hanneli? ¿Vivirá aún? ¿Qué estará haciendo? ¡Dios querido, protégela y haz que vuelva a estar con nosotros! Hanneli, en ti veo siempre cómo podría haber sido mi suerte, siempre me veo a mí misma en tu lugar. ¿Por qué entonces estoy tan triste a menudo por lo que pasa aquí? ¿No debería estar siempre alegre, feliz y contenta, salvo cuando pienso en ella y en los que han corrido su misma suerte? ¡Qué egoísta y cobarde soy! ¿Por qué sueño y pienso siempre en las peores cosas y quisiera ponerme a gritar de tanto miedo que tengo? Porque a pesar de todo no confío lo suficientemente en Dios. Él me ha dado tantas cosas que yo todavía no merecía, y pese a ello, sigo haciendo tantas cosas mal… Cuando uno se pone a pensar en sus semejantes, podría echarse a llorar; en realidad podría pasarse el día llorando. Solo le queda a uno rezar para que Dios quiera que ocurra un milagro y salve a algunos de ellos. ¡Espero estar rezando lo suficiente!

Ana.

Jueves, 30 de diciembre de 1943.

Querida Kitty:

Después de las últimas grandes peleas, todo ha seguido bien, tanto entre nosotros, Dussel y los del piso de arriba, como entre el señor y la señora. Pero ahora se acercan nuevos nubarrones, que tienen que ver con… ¡la comida! A la señora se le ocurrió la desafortunada idea de freír menos patatas por la mañana y mejor guardarlas. Mamá y Dussel y hasta nosotros no estuvimos de acuerdo, y ahora también hemos dividido las patatas. Pero ahora se está repartiendo de manera injusta la manteca, y mamá ha tenido que intervenir. Si el desenlace resulta ser más o menos interesante, te lo relataré. En el transcurso de los últimos tiempos hemos estado separando: la carne (ellos con grasa, nosotros sin grasa); ellos sopa, nosotros no; las patatas (ellos para mondar, nosotros para pelar). Ello supone tener que comprar dos clases de patatas, a lo que ahora se añaden las patatas para freír.

¡Ojalá estuviéramos otra vez separados del todo!

Tu Ana.

P. D. Bep ha mandado hacer por encargo mío una postal de toda la familia real, en la que Juliana aparece muy joven, al igual que la reina. Las tres niñas son preciosas. Creo que Bep ha sido muy buena conmigo, ¿no te parece?